Authors: Clive Cussler con Grant Blackwood
Sam pulsó el timbre. Oyeron pasos en un suelo de madera, y luego se abrió la puerta para dejar a la vista a una mujer rolliza con un vestido estampado rosa y amarillo.
—Si?
—Buon giorno —dijo Remi—. Parla inglese?
—Sí, hablo inglés muy bien. ¿En qué puedo ayudarlos?
—¿Es usted la conservadora?
—¿Perdón?
—De la Sociedad Histórica de Poveglia —respondió Sam, sonriente y señalando la placa.
La mujer asomó la cabeza, miró la placa y frunció el entrecejo.
—Es vieja —dijo—. La sociedad no se reúne desde hace unos cinco o seis años.
—¿Por qué?
—Por todo ese asunto de los fantasmas. A la gente solo le interesaba el hospital y las fosas comunes. No les importaba el resto de su historia. Yo era la secretaria. Rosella Bernardi.
—Quizá pueda ayudarnos —dijo Remi. Se encargó de las presentaciones—. Tenemos algunas preguntas sobre Poveglia.
La señora Bernardi se encogió de hombros, los invitó a pasar y los llevó por el pasillo hasta una cocina con los azulejos blancos y negros.
—Siéntense. Hay café hecho. —Les señaló la mesa de la cocina. Sirvió tres tazas de café de una cafetera eléctrica plateada y se sentó—. ¿Qué quieren saber?
—Nos interesa Pietro Tradonico —respondió Sam—. ¿Sabe si fue enterrado en Poveglia?
La señora Bernardi se levantó, cruzó la cocina y abrió un armario de encima del fregadero. Sacó lo que parecía ser un álbum de fotos encuadernado en cuero marrón y volvió a la mesa. Abrió el álbum y buscó una página aproximadamente en el medio. Debajo de una lámina de acetato había una hoja de papel amarillento con docenas de líneas escritas a mano.
—¿Es una referencia original? —preguntó Remi.
—Sí. Es el censo oficial de Poveglia de 1805. Cuando Napoleón ordenó la adscripción de la isla, el gobierno se apresuró a borrar su pasado.
—¿Que incluía las viviendas de Tradonico y sus seguidores...?
—Sí, las casas también. Según este documento, Pietro Tradonico y su esposa, Majella, fueron enterrados uno al lado del otro en Poveglia. Cuando los desenterraron, guardaron los huesos en un mismo ataúd, que fue depositado temporalmente en el sótano de la basílica della Salute.
Sam y Remi intercambiaron una mirada. Allí estaba la solución a la última frase del acertijo: «Juntos descansan».
—Ha dicho temporalmente —preguntó Sam—. ¿Ahí dice adonde enviaron después los restos?
La señora Bernardi siguió con el índice las frases de la página, pasó a la siguiente y se detuvo más o menos por la mitad.
—Se los llevaron a casa —contestó.
—¿A casa? ¿Adonde?
—Tradonico había nacido en Istria.
—Sí, lo sabemos.
—Algunos de los miembros de la familia Tradonico vinieron para llevarse los cuerpos a su pueblo natal: Oprtalj. No sé si lo saben, pero está en Croacia.
—Si —dijo Remi con una sonrisa.
—Qué hicieron con Tradonico y su esposa cuando llegaron a Oprtalj no lo sabemos. ¿Esto responde a sus preguntas?
—Así es —respondió Sam, y se levantó.
Remi y él estrecharon la mano de la señora Bernardi. Caminaron por el pasillo, y ya salían por la puerta principal cuando ella los detuvo.
—Si los encuentran, por favor, avísenme. Podré actualizar los registros. Dudo que nadie más pregunte, pero al menos lo tendré apuntado.
La señora Bernardi se despidió de nuevo y cerró la puerta.
—Croacia, allá vamos —dijo Remi.
Sam, que había estado buscando en su iPhone, le mostró la pantalla.
—Hay un vuelo que sale dentro de dos horas. Estaremos allí a la hora de comer.
El cálculo de Sam había sido demasiado generoso. Resultó que la ruta más rápida era un vuelo de Alitalia desde Venecia hasta Roma y luego a través del Adriático hasta Trieste, donde alquilaron un coche. Cruzaron la frontera y fueron en dirección sur, donde estaba Oprtalj, a unos cincuenta kilómetros de distancia. Llegaron a última hora de la tarde.
Situada en lo alto de una colina de trescientos metros de altura en el valle de Mirna, Oprtalj tenía un claro aspecto mediterráneo, con techos de tejas y laderas bañadas por el sol en las que abundaban los viñedos y los olivares. La historia del pueblo, como una antigua fortaleza medieval, se mostraba en el laberinto de callejuelas de adoquines, rejas y edificios apretujados. Después de detenerse tres veces para pedir orientaciones, que recibían en mal inglés o en italiano, encontraron el ayuntamiento, a unas pocas manzanas al este de la carretera principal, detrás de la iglesia de San Juraj. Aparcaron a la sombra de un olivo y se apearon.
Como en el pueblo solo había mil cien habitantes, Sam y Remi confiaban en que el nombre de la familia Tradonico fuese famoso. No se llevaron una desilusión. Al escuchar el nombre del antiguo dogo, el empleado asintió y les dibujó un mapa en una servilleta de papel.
—El Museo Tradonico —dijo en un inglés pasable.
El mapa los llevó hacia el norte, colina arriba, pasado un prado donde había vacas, y después a un callejón hasta un edificio del tamaño de un garaje y pintado de color azul. Un cartel pintado a mano sobre la puerta tenía seis palabras, la mayoría de ellas escritas en croata, pero una palabra era reconocible: tradonico.
Abrieron la puerta. Sonó una campanilla. A su izquierda había un mostrador de madera, con forma de L; delante, una habitación de seis metros por seis con columnas de madera y paredes encaladas. En los estantes había pequeñas esculturas, iconos enmarcados y diversos recuerdos para turistas. Un ventilador de techo crujía y chirriaba con el movimiento de las aspas.
Un hombre mayor con unas gafas de montura metálica y un viejo chaleco se levantó de la silla detrás del mostrador.
—Dobar dan.
Sam abrió en una página señalada del libro de frases croatas que había encontrado en el aeropuerto de Trieste.
—Zdravo. Ime mi je Sam. —Señaló a Remi y ella sonrió—. Remi.
El hombre se señaló el pecho con el pulgar.
—Andrej.
—Govorite li Engleski? —preguntó Sam.
Andrej movió la cabeza de un lado a otro.
—Poco inglés. ¿Americano?
—Sí —asintió Sam—. De California.
—Buscamos a Pietro Tradonico —dijo Remi.
—¿El dogo?
—Sí.
—Dogo muerto.
—Sí, lo sabemos. ¿Está aquí?
—No. Muerto. Mucho tiempo muerto.
Sam probó otra táctica.
—Venimos de Venecia. De la isla de Poveglia. A Tradonico lo trajeron aquí desde Poveglia.
Se iluminaron los ojos de Andrej y asintió.
—Sí, 1805. Pietro y esposa Majella. Por aquí.
Andrej salió de detrás del mostrador y los llevó hasta una urna de vidrio en el centro de la habitación. Señaló un icono pintado con pan de oro. Mostraba a un hombre de rostro afilado y nariz larga.
—Pietro —dijo Andrej.
Había otros artículos en la urna, que en su mayoría eran joyas y figurillas. Sam y Remi caminaron alrededor de la urna y se detuvieron ante cada estante para examinarlo. Se miraron el uno al otro y negaron con la cabeza.
—¿Es usted un Tradonico? —preguntó Remi, y lo señaló—. ¿Andrej Tradonico?
—Da. Sí.
Sam y Remi habían discutido esa parte en el avión, pero no habían decidido cómo hacerlo. ¿Cómo hacías para decir a alguien que querías echar una ojeada a los restos de sus antepasados?
—Nos gustaría ver... Quizá podríamos...
—¿Ver cuerpo?
—Sí, si no es un inconveniente.
—Seguro, ningún problema.
Lo siguieron a través de una puerta detrás del mostrador y caminaron por un pasillo hasta otra puerta. El hombre se sacó una vieja llave del bolsillo del chaleco y la abrió. Salió una vaharada de aire frío con olor a moho. Oyeron el agua que goteaba en alguna parte. Andrej tendió la mano y tiró de un cordel. Se encendió una bombilla para dejar a la vista unos escalones de piedra que descendían a la oscuridad.
—Catacumbas —explicó Andrej, y comenzó a bajar.
Sam y Remi lo siguieron. La luz se esfumó detrás de ellos. Después de descender unos diez metros, los escalones acababan en un desvío a la derecha. Oyeron los zapatos de Andrej rascar en la piedra, y luego un clic. A su derecha se encendieron seis bombillas que alumbraban un largo y angosto pasillo de piedra.
En cada pared había nichos rectangulares, apilados uno encima de otro hasta el techo a seis metros de altura, y que se extendían a todo lo largo del pasillo. Pese al resplandor de las bombillas, muy espaciadas, la mayoría de los nichos estaban en sombras.
—Cuento cincuenta —le susurró Sam a Remi.
—Cuarenta y ocho —le corrigió Andrej—. Porque dos están vacíos.
—Entonces ¿no está aquí toda la familia Tradonico? —preguntó Remi.
—¿Todos? —Andrej se rió—. No. Demasiados. El resto en cementerio. Vengan, vengan.
Andrej los guió por el pasillo, y de vez en cuando les señalaba los nichos.
—Drazan... Jadranka... Grgur... Nada. Mi tatarabuela.
A medida que Sam y Remi pasaban delante de cada nicho atisbaban esqueletos, una mandíbula, una mano, un fémur..., trozos de tela o de cuero podridos.
Andrej se detuvo al final del pasillo y se arrodilló junto al nicho inferior de la pared derecha.
—Pietro —dijo Andrej con toda calma, y después señaló el nicho de arriba—. Majella. —Metió la mano en el bolsillo del pantalón, sacó una pequeña linterna y se la dio a Sam—. Por favor.
Sam la encendió y alumbró el nicho de piedra. Una calavera le devolvió la mirada. Alumbró todo el largo del esqueleto. Repitió el proceso en el nicho de Majella. Solo otro esqueleto.
—Nada más que huesos —susurró Remi—. Claro que ¿qué esperábamos? ¿Quizá que uno de ellos sujetase una botella?
—Es verdad, pero valía la pena intentarlo. Se volvió hacia Andrej—. Cuándo los trajeron a Poveglia, ¿había algo más con ellos?
—¿Perdón?
—¿Había alguna pertenencia? —preguntó Remi—. ¿Posesiones personales?
—Sí, sí. Vieron arriba.
—¿Nada más? ¿Una botella con palabras francesas?
—¿Francesas? No. No botella.
Sam y Remi se miraron el uno al otro.
—Maldita sea —susurró él.
—No botella —repitió Andrej—. Caja.
—¿Qué?
—Palabras francesas, ¿sí?
—Sí.
—Había una caja dentro ataúd. Pequeña, con forma de... ¿pan?
—Sí, eso es —exclamó Remi.
Andrej pasó junto a ellos y recorrió de regreso el pasillo. Sam y Remi se apresuraron a seguirlo. Andrej se detuvo junto al primer nicho al lado de los escalones. Se arrodilló, se inclinó en el interior, buscó un poco y sacó una caja de madera cubierta con letras cirílicas. Era una caja de municiones de la Segunda Guerra Mundial. Levantó la tapa.
—¿Esto?
Colocada sobre pliegues de lona podrida y media enterrada entre ovillos de cordel y herramientas de mano oxidadas y botes de pintura había una caja de aspecto familiar.
—Dios bendito —murmuró Sam.
—¿Puedo? —le preguntó Remi a Andrej.
El hombre se encogió de hombros. Remi se puso de rodillas y con mucho cuidado levantó la caja. Le dio la vuelta en las manos, miró cada lado y, por último, miró a Sam y asintió.
—¿Hay algo...? —preguntó Sam.
—¿Algo en el interior? Sí.
Trieste, Italia
Sonó el teléfono de Sam y él miró la pantalla, le dijo «Selma» a Remi y contestó.
—Es un nuevo record. Has tardado menos de dos horas.
Estaban sentados en la terraza del Grand Hotel Duchi D'Aosta, que daba a las luces de la piazza Unitá d’Italia. Era de noche y a lo lejos se veía el parpadear de las luces en el puerto.
—Ya hemos descifrado once líneas de acertijos y centenares de símbolos —respondió Selma—. Ya es como un segundo idioma.
Después de abrir la caja y confirmar que efectivamente contenía una botella de la bodega perdida de Napoleón, Sam y Remi se habían enfrentado a un dilema. Era obvio que Andrej no sabía el valor de lo que había estado oculto en las catacumbas de su familia durante los últimos doscientos y pico años. Así y todo, no estaban dispuestos a renunciar a la botella. En realidad, no les pertenecía a ellos ni a Andrej, sino al pueblo francés; era parte de su historia.
—Es una botella de vino muy particular —le dijo Sam a Andrej.
—¿Ah? —exclamó el croata—. ¿Francés, usted dice?
—Sí.
Andrej soltó un bufido.
—Napoleón violó tumba de Tradonico. Llévese botella.
—Permítanos que le demos algo por ella —dijo Remi.
Andrej entrecerró los ojos. Se acaricio la barbilla.
—Tres mil kuna.
Sam hizo la conversión.
—Unos quinientos dólares —le dijo a Remi.
Los ojos de Andrej se iluminaron detrás de las gafas.
—¿Tienen dólares americanos?
—Sí.
Andrej le tendió la mano.
—Hacemos trato.
—Acabo de enviar el acertijo por correo electrónico —dijo Selma.
—Te llamaremos cuando tengamos la respuesta. —Sam colgó y abrió el correo. Remi acercó la silla y miró por encima de su hombro—. Esta vez es largo —comentó Sam.
Este del dubr.
La tercera de siete se alzará.
El rey de Iovis muere.
Alfa a omega, Saboya a Novara, salvador de Styrie.
Templo en la encrucijada del conquistador.
Camina al este hasta el cuenco y encuentra el símbolo.
—Las cinco primeras líneas encajan en el patrón —observó Remi—. Pero la última es diferente. Nunca habían sido tan explícitos, ¿verdad?
—Es la primera vez que aparecen y dicen: «Ve allí» y «encuentra esto». Puede que estemos llegando a la meta, Remi.
—Pues toca trabajar —dijo ella.
Comenzaron como habían hecho anteriormente, escogiendo del acertijo lo que parecían ser lugares y nombres. Para dubr redujeron las referencias a dos posibles candidatos: Ad Dubr, una aldea en el norte de Yemen; y dubr, una palabra celta que significaba «agua».
—Por lo pronto es algo que está al este de Ad Dubr o al este de una masa de agua. ¿Qué hay al este de Ad Dubr?
Sam lo consultó en Google Earth.
—Unos ciento veinte kilómetros de montañas y desiertos, y después el mar Rojo. No parece probable. Hasta ahora todas las localizaciones han estado en Europa.
—Estoy de acuerdo. Sigamos. Probemos con el «rey de Iovis». ¿Cuándo murió?
Sam lo buscó.