El oro de Esparta (46 page)

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Authors: Clive Cussler con Grant Blackwood

BOOK: El oro de Esparta
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—¿Cuántos persas y espartanos dijo Bucklin que habían sobrevivido? —preguntó Sam.

—Veinte o más espartanos y treinta persas.

—Remi, mira esto.

Remi se acercó a Sam, que estaba junto a lo que parecían un par de estalactitas. Eran huecas, y los lados subían como pétalos de una flor. Los espacios interiores eran cilindros perfectos.

—No hay nada en la naturaleza así de regular —opinó Remi—. Estuvieron aquí, Sam.

—Y solo hay un lugar al que pudieron ir.

Caminaron hasta la pared y entraron en el túnel, que se prolongaba unos seis metros antes de abrirse a una cornisa. Otro puente de piedra, solo de sesenta centímetros de ancho, cruzaba un abismo para entrar en el otro túnel. Sam se inclinó a la izquierda y después a la derecha para comprobar la resistencia del puente.

—Parece sólido, pero... —Miró alrededor. No había estalactitas donde sujetarse—. Me toca a mí.

Antes de que Remi pudiese protestar, Sam entró en el puente. Se detuvo, permaneció inmóvil durante unos pocos segundos y después cruzó. Remi se unió a él. Juntos se abrieron paso entre el denso bosque de estalactitas y salieron a un espacio abierto. Se detuvieron.

—Sam... —murmuró Remi.

—Las veo.

Alumbradas por la luz de las linternas, las cariátides yacían lado a lado en el suelo, con sus rostros dorados mirando al techo. Sam y Remi se acercaron y se arrodillaron.

Fundidas con inmaculado cuidado, aquellas figuras femeninas tenían el torso de oro envuelto en túnicas tan delicadamente elaboradas que la pareja vio las diminutas arrugas y las costuras. En la cabeza de cada mujer había una corona de laurel; cada tallo y hoja era una obra de arte en sí misma.

—¿Quién las trasladó? —preguntó Remi—. ¿Laurent? ¿Cómo pudo hacerlo él solo?

—Con aquello —respondió Sam, y señaló.

Junto a la pared había un improvisado trineo construido con media docena de escudos entrelazados. Hechos de mimbre y cuero, cada escudo tenía la forma de un reloj de arena de un metro cincuenta de alto. Estaban unidos con lo que parecía ser tripa para formar la silueta de una canoa de poca profundidad.

—Vimos uno de esos en la finca de Bondaruk —comentó Sam—. Es un gerron persa. Imagínatelo: Laurent, aquí, trabajando solo durante días, para construir su trineo y después arrastrar cada cariátide a través del puente... Asombroso.

—Pero ¿por qué dejarlas aquí?

—No lo sé. Sabemos que hay una laguna en su biografía unos pocos años antes de contratar a Arienne y el Faucon. Quizá Napoleón le ordenó que intentase sacarlas. Quizá Laurent comprendió que no podía hacerlo sin ayuda, así que las dejó con la idea de volver.

—Sam, la luz del día.

Sam alzó la mirada. Remi se había movido un poco más allá a lo largo de la pared y estaba arrodillada junto a una grieta del ancho de los hombros. El interior se había derrumbado y estaba lleno de rocas. Un rayo de sol se filtraba en el extremo más apartado.

—Napoleón y Laurent tuvieron que venir por este camino —dijo Remi—, pero no lo utilizaremos para salir.

—Es hora de marcharnos —afirmó Sam—. Hay que buscar refuerzos.

Encontraron otra salida, apenas un poco más grande que la grieta por la que habían entrado. Al otro lado había un hueco y otro túnel lateral, que iba en dirección a la caverna principal. Durante veinte minutos caminaron por allí hasta que por fin llegaron a un cruce. A la izquierda oyeron el ruido del agua. —La cascada —dijo Remi.

Fueron a gatas por el túnel hasta la boca, y se detuvieron aun par de metros. Delante de ellos estaba la cortina de dientes de dragón. A la izquierda, la plataforma. Apenas si veían el resplandor de la luz química de Sam en la pared detrás de la estalactita.

—No veo a nadie —dijo Sam.

—Yo tampoco.

Comenzaron a cruzar la caverna en línea hacia la plataforma.

Sam captó un movimiento con el rabillo del ojo, una fracción de segundo antes de que disparase el arma. La bala hizo blanco en la estalactita, junto a la cadera de Sam. Se agachó. A su lado, Remi se giró, hizo puntería a la figura que había disparado, y disparó a su vez. La figura se giró y cayó, pero dio una vuelta sobre sí misma y comenzó a levantarse.

—¡Corre! —gritó Sam—. ¡Por allí!

Con Remi en cabeza corrieron hacia los dientes de dragón, cruzaron por la brecha y llegaron al puente de la cortina de agua. Sin aminorar la carrera, Remi cruzó la catarata, seguida por Sam. Cuando llegaron a la cornisa más lejana, Remi no se detuvo, sino que se agachó para entrar en el túnel, pero Sam sí se detuvo y se volvió.

—¡Sam!

A través de la cortina de agua, Sam vio a una figura que corría por el puente. Sam dejó caer el xiphos y la lanza, recogió un puñado de grava y la arrojó sobre el puente. Un segundo más tarde, la figura cruzó la catarata, con el arma por delante. El pie adelantado resbaló en los guijarros y patinó. Con los ojos muy abiertos, moviendo los brazos como molinetes, empezó a caer hacia atrás, con el rostro vuelto hacia la catarata. Cayó sobre el puente de espaldas. Su pierna resbaló por el borde e intentó sujetarse con la otra pierna. Luego desapareció y solo se oyó un alarido mientras desaparecía en las profundidades.

Remi apareció junto al hombro de Sam. Su marido recogió la lanza, se levantó y se volvió hacia ella.

—Dos abajo, dos por...

—Es demasiado tarde para eso —dijo una voz—. No muevan ni un músculo.

Sam giró la cabeza. Rodeado por una nube de niebla, Jolkov estaba en el puente, delante de la catarata. Los apuntaba con la Glock de nueve milímetros.

—Me queda una bala —susurró Remi—. De todas maneras, nos van a matar.

—Es verdad —susurró Sam.

—Cállense —ordenó Jolkov—. Fargo, apártese de su esposa.

Sam se movió unos centímetros, aún cubriendo la mano de Remi que sujetaba el arma, mientras que con mucha lentitud extendía la lanza hacia Jolkov. En un movimiento instintivo, la mirada del ruso se dirigió hacia la punta de hierro

Remi no desaprovechó la oportunidad. En lugar de levantar el arma hasta la altura del hombro, solo la subió hasta la cintura y apretó el gatillo.

Apareció un agujero en el esternón de Jolkov; una mancha roja se extendió por la pechera de su suéter. Cayó de rodillas y miró boquiabierto a Sam y Remi. Sam vio temblar la mano de Jolkov, vio que la Glock comenzaba a levantarse. Con la lanza por delante, Sam enfiló el puente. Los reflejos cada vez más lentos de Jolkov no fueron problema para la lanza de dos metros. La cabeza de metal se hundió en el pecho de Jolkov y le salió por la espalda. Sam se inclinó, arrancó la pistola de la mano del ruso, y después afirmó los pies y giró la lanza. Jolkov se precipitó por el borde. Sam se acercó, para mirar cómo caía hasta desaparecer.

—No podría haberle ocurrido a un tipo más desagradable —opinó Remi, que se le acercaba.

De nuevo en la caverna, buscaron el camino entre las estalactitas, sin olvidarse de mirar atrás a ambos lados mientras iban de vuelta a la plataforma. A Bondaruk no se lo veía por ninguna parte. Esperaban verlo salir de la oscuridad de uno de los túneles, pero nada se movió. Aparte del lejano rumor de la catarata, todo estaba en silencio. Se detuvieron en la cornisa.

—Esta vez yo haré de escalera —dijo Sam, que se puso de rodillas y formó un estribo con las manos. Remi no se movió.

—Sam, ¿dónde está la luz química?

Él se volvió.

—Está allí...

Detrás de la estalagmita, el resplandor verde de la luz química se movió.

—Corre, Remi —susurró Sam entre dientes.

Ella no discutió, sino que echó a correr a través de la caverna hacia los túneles al otro lado de los dientes de dragón.

A tres metros delante de Sam, apareció Bondaruk. Como un puma atraído por una liebre que escapa, se giró, levantó el arma y apuntó.

—¡No! —gritó Sam.

Alzó la pistola y disparó. La bala erró la cabeza de Bondaruk, le rozó la mejilla y acabó atravesándole la oreja. Soltó un grito al mismo tiempo que se volvía y disparaba. Sam sintió algo parecido a un brutal martillazo en el lado izquierdo. Una punzada de dolor candente le atravesó el torso y explotó detrás de sus ojos. Tropezó y cayó. La Glock se estrelló contra el suelo.

—¡Sam! —gritó Remi.

—¡Quédese donde esta, señora Fargo! —ordenó Bondaruk. Salió de detrás de la estalactita y se acercó para apuntar con el arma a la cabeza de Sam—. ¡Vuelva aquí ahora mismo!

Remi no se movió.

—¡Venga aquí!

Remi puso los brazos en jarras.

—No. De todas maneras va a matarnos.

Sam permaneció inmóvil; intentaba recuperar el aliento. Entre el rumor de la sangre en los oídos, trataba de centrarse en la voz de Remi.

—No es verdad. Dígame donde están las columnas y yo...

—Es un mentiroso y un asesino, y puede irse al infierno. Tendrá que encontrar las columnas sin nosotros, pero tendrá que hacerlo de la manera más difícil.

Dicho esto, Remi dio media vuelta y comenzó a caminar. El inesperado desafío había tenido el efecto deseado.

—¡Maldita sea, vuelva aquí!

Bondaruk se giró para apuntarla con el arma. Sam respiró hondo, apretó las mandíbulas y se sentó. Levantó el xiphos por encima de la cabeza y lo descargó como un hacha. La hoja alcanzó a Bondaruk en la muñeca. Pese a no haber sido utilizada en dos mil quinientos años, la espada espartana aún tenía el filo suficiente para cercenar el hueso y la carne.

La mano de Bondaruk se desprendió y acabó en el suelo. Él soltó un alarido y se sujetó el muñón con la otra mano. Cayó de rodillas.

Remi estaba allí unos segundos más tarde, arrodillada junto a Sam.

—Ayúdame —dijo él.

—Tienes que permanecer quieto.

Sam se puso de rodillas.

—Ayúdame —repitió.

Ella lo hizo. Sam se levantó con una mueca de dolor. Apoyó la palma en la herida de bala.

—¿Me sangra la espalda? —preguntó.

—Sí.

—Eso es bueno. Una herida limpia.

—Yo no diría precisamente que es bueno.

—Todo es relativo.

Sam se acercó a Bondaruk, apartó el arma de un puntapié, y luego lo sujetó por el cuello de la chaqueta.

—Levántese.

—No puedo —jadeó el multimillonario—. Mi mano.

Sam levantó a Bondaruk.

—Señor Bondaruk, ¿cuánto sabe usted de alturas?

—¿A qué se refiere?

Sam miró a Remi con una expresión interrogativa.

Ella reflexionó un segundo y después asintió con gesto grave.

Sam lo llevó medio a rastras medio caminando a través de la caverna hacia los dientes de dragón.

—Suélteme —gritó Bondaruk—. ¿Qué hace?

Sam continuó caminando.

—Alto, alto... ¿Adonde vamos? —insistió Bondaruk.

—¿Vamos? —respondió Sam—. Nosotros no vamos a ninguna parte; usted, en cambio, va a tomar el ascensor expreso al infierno.

Epílogo

Beaucourt, Francia, cuatro semanas después

Remi entró en el camino de coches bordeado por árboles con el Citroen de alquiler y lo siguió un centenar de metros hasta una granja de dos pisos y paredes blancas con ventanas de tejadillo enmarcadas por persianas negras. Se detuvo junto a la cerca y apagó el motor. A la derecha de la casa había un jardín rectangular, con la tierra negra rastrillada y lista para la siembra. Un camino de losetas llevaba desde la cerca hasta la puerta.

—Si hemos acertado —comentó Remi—, estamos a punto de cambiar la vida de una joven.

—Para bien —afirmó Sam—. Ella se lo merece.

Tras la refriega en la caverna habían empleado dos horas en el camino de regreso a la entrada. Remi delante, colocando escarpias y cargando hasta donde podía el peso de su marido. Sam se había negado a que fuese sola a buscar ayuda. Habían llegado juntos y se marcharían juntos.

Una vez fuera, Sam se había puesto cómodo mientras Remi corría hacia el hotel para pedir auxilio.

Al día siguiente estaban en un hospital de Martigny. La bala no había tocado ningún órgano vital, pero había dejado a Sam con la sensación de haber sido utilizado como el saco de arena de un boxeador. Permaneció ingresado durante dos días en observación, y después le dieron el alta. Tres días más tarde estaban de nuevo en San Diego, donde Selma les explicó cómo Bondaruk y Jolkov los habían seguido hasta el Gran San Bernardo. Uno de los guardias de seguridad enviados por el amigo de Rube había sido abordado días antes por Jolkov, quien le había dado un ultimátum: coloca el artilugio o verás secuestradas a tus dos hijas. Sam y Remi se pusieron en el lugar del hombre y no lo culparon por la decisión tomada. No se dio parte a la policía.

A la mañana siguiente comenzaron el proceso de devolver las cariátides al gobierno griego. La primera llamada fue para Evelyn Torres, quien de inmediato se puso en contacto con el director del Museo Arqueológico de Delfos. A partir de ese momento, las cosas se movieron deprisa, y al cabo de una semana, una expedición patrocinada por el Ministerio de Cultura helénico estaba en la cueva debajo del lago del Gran San Bernardo. En el segundo día dentro de la cueva, el equipo encontró una caverna lateral en cuyo interior había docenas de esqueletos espartanos y persas, junto con sus armas y equipos.

Pasarían semanas antes de que la expedición intentase sacar las columnas de la cueva, les informó Evelyn, pero el ministerio estaba seguro de que las cariátides volverían a encontrar el camino de regreso a casa, sanas y salvas, y acabarían por ser exhibidas en el museo. Antes de que acabase el año, los eruditos de todo el mundo tendrían que reformular una buena parte de la historia griega y persa.

Hadeon Bondaruk había muerto sin ver nunca a sus amadas y esquivas cariátides.

Una vez que Sam estuvo completamente recuperado, se dedicaron a la bodega perdida. Según la leyenda, Napoleón le había ordenado a su enólogo, Henri Emile Archambault, que produjese doce botellas de vino de Lacanau. Sam y Remi solo habían podido dar con cinco: una perdida por Manfred Boehm y destruida, de acuerdo con el fragmento de vidrio encontrado en el Pocomoke por Ted Frobisher; tres recuperadas por ellos: a bordo del Molch, en San Bartolomé y en las catacumbas de la familia Tradonico en Opratlj; y, por último, la botella robada del Marder por parte de Jolkov, en Rum Cay, y supuestamente entregada a Hadeon Bondaruk en su finca, una cuestión que los gobiernos de Francia y Ucrania intentaban resolver. Por su parte, Sam y Remi ya habían entregado sus botellas al Ministerio de Cultura de Francia, que había hecho una donación de 750.000 dólares a la Fundación Fargo. Un cuarto de millón de dólares por botella.

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