El Oro de Mefisto (19 page)

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Authors: Eric Frattini

BOOK: El Oro de Mefisto
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—Así lo haré, padre. Buena suerte —se despidió el conductor.

Durante una hora, tal vez dos, Lienart anduvo vagando sin rumbo fijo por el bosque que rodeaba Monte Calvario. La espesura de la vegetación le hacía la marcha cada vez más dificultosa.

—Maldita sea, ¿por qué tenías que alejarte del camión? —se decía a sí mismo maldiciendo a su amigo Bibbiena.

Pasado un rato, y cuando la noche estaba a punto de cubrir el bosque, un ruido lo puso en alerta. Escondido entre unos matorrales divisó a un joven que se dirigía con un cubo de agua hacia algún lugar. Siguiéndolo de cerca, el partisano llevó a Lienart hasta el campamento en donde estaba retenido Bibbiena. Varias tiendas de campaña y cabañas hechas de madera se alineaban alrededor de una gran fogata.

—¡Eh, tú, levanta de ahí! —dijo una voz a su espalda.

Era un centinela. August no le había oído llegar. No tendría más de veinte años y su cabeza estaba cubierta por un gorro de los Regimientos Bersaglieri que le quedaba grande.

—Levántate y no hagas nada con las manos —amenazó.

Lienart levantó la manos y se apoyó sobre la rodilla derecha para incorporarse. En ese momento, como si de una sombra se tratase, alguien saltó por detrás del centinela y le tapó la boca con una mano mientras con la otra le hundía un cuchillo en la base del cráneo. El joven, aún con cara sorprendida, tardó sólo unos segundos en morir.

—Hola, señor Lienart. Soy Ulrich Müller. Pertenezco a la Kameradschaftsshilfe, la ayuda al camarada, el servicio de seguridad de Odessa. Me envía su padre para protegerlo.

Lienart no podía apartar su vista del joven italiano que acababa de morir de aquella forma tan horrible. Era su primer contacto real con la guerra y jamás lo olvidaría.

—Bien, ¿qué quiere que hagamos? —preguntó el suboficial de las SS.

—¿Hacer…? ¿Cómo dice…?

—Para salvar a su amigo.

—Perdone, aún no me he repuesto de lo que acabo de ver. Jamás había visto asesinar así a nadie.

—Es la guerra, padre. Esto es la guerra.

—Yo creo que es mejor que dé usted las instrucciones. Tiene más experiencia que yo.

—De acuerdo. Escuche, pues, cómo vamos a sacar a su amigo de aquí.

Durante unos minutos, Lienart escuchó atentamente el plan de fuga que le exponía Müller.

—Después, me situaré en lo alto para poder tener a tiro la entrada del campamento. Necesito para ello unos minutos y que usted y su amigo aguanten en el campamento. Yo cubriré su retirada con un rifle.

—Espero que sea usted muy bueno utilizando eso —dijo August mientras miraba el rifle de precisión que Müller portaba en una funda de cuero.

—No se preocupe por eso. Preocúpese sólo de rescatar a su amigo.

El suboficial de las SS comenzó a correr agachado a lo largo de un camino que bordeaba el campamento partisano, seguido muy de cerca por Lienart. Al llegar a la altura de la cabaña en la que estaba Bibbiena, Müller sacó de su funda un cuchillo de hoja fina y se dispuso a lanzarse sobre el único centinela que guardaba el acceso a la cabaña. En cuestión de segundos, el hombre estaba muerto. Müller continuó su carrera hacia la parte exterior del campamento con el fin de posicionarse para cubrir la retirada de Bibbiena y Lienart.

Lienart intentó no hacer demasiado ruido al entrar en la cabaña.

—Hugo, ¿estás ahí?

—Sí, aquí estoy. Me han atado las manos a la espalda.

Lienart sacó de su bolsillo una navaja y cortó las cuerdas que sujetaban las manos de su amigo.

—Vayámonos de aquí.

Cuando los dos hombres se disponían a salir, una joven partisana con un cazo de sopa caliente en sus manos entró repentinamente en la cabaña. Antes de que pudiera gritar, Lienart se lanzó sobre ella para taparle la boca con su mano y evitar así que diese la voz de alarma.

—Por favor, señorita, no grite, no grite, por favor… —rogó Lienart.

La joven, que hasta ese momento había estado luchando para liberarse, dejó de dar patadas en el suelo mientras miraba fijamente a su captor. Lienart sentía el cuerpo caliente de la joven bajo el suyo.

—Somos sacerdotes, no asesinos, señorita. No queremos hacerle daño. Sólo queremos irnos de aquí. ¿Me ha entendido? Si me ha entendido, parpadee dos veces.

La joven partisana parpadeó dos veces.

—Ahora voy a soltarla muy despacio y le ataré las manos, pero si grita, tendré que poner en una balanza su vida o las nuestras. ¿Me ha entendido?

La joven volvió a parpadear en dos ocasiones. Lienart fue poco a poco reduciendo la presión de su mano sobre la boca y el cuerpo de la joven.

—No lo hagas, August. Mátala —decía Bibbiena a su espalda.

Cuando ya tenía su mano separada de la boca, la joven tomó una bocanada de aire y lanzó un grito desgarrador.

—¡Alerta, alerta, aler…!

En ese mismo momento, Lienart, que le había vuelto a poner la mano en la boca con intención de silenciarla, vio cómo Bibbiena colocaba su brazo derecho alrededor del cuello de la joven mientras le ponía la mano izquierda en la barbilla. Con un rápido movimiento le partió el cuello como si de un tronco seco se tratase. Tan sólo se oyó un leve chasquido.

—Te dije que la matases, amigo —dijo el agente de la Entidad a Lienart, impresionado por la muerte de la joven. Tal vez veía el rostro de Elisabetta en aquella chica partisana que su amigo acababa de matar.

—El mundo es una posada, y la muerte, el final del viaje, y para esta joven ese final era hoy —sentenció Bibbiena mientras intentaba levantar a Lienart del suelo, aún sobre el cuerpo de la partisana—. Y ahora, nos toca salir vivos de aquí. Esperemos que los gritos de tu amiga no hayan despertado a todos estos comunistas.

Los dos hombres salieron de la cabaña y se dirigieron hacia la parte trasera del campamento. Corrieron lo más rápido posible, sin mirar ni siquiera hacia atrás. De repente, se oyeron a su espalda varios disparos en su dirección, pero continuaron corriendo hacia la oscuridad del bosque. Un primer disparo derribó al primer centinela. Un segundo disparo alcanzó en el cráneo al segundo partisano, que les intentaba alcanzar. En ese momento, varias explosiones comenzaron a sacudir el terreno en el perímetro del campamento.

—Gracias, Dios mío, por haber venido a salvarnos —dijo Bibbiena sin parar de correr.

—Déjate de Dios. Él no tiene nada que ver con esto. Quien ha preparado tu fuga ha sido un tipo de las SS que ha enviado mi padre —respondió Lienart mientras seguía a la carrera a su amigo.

Los tres hombres consiguieron huir en la oscuridad de la noche y alcanzar una zona segura.

—Buenas noches, señor. Soy el sargento Ulrich Müller. A sus órdenes —se presentó el miembro de la Kameradschaftsshilfe tras estrechar la mano a Bibbiena.

—Hijo mío, si no fuera sacerdote y heterosexual, le pediría en matrimonio. Así da gusto que lo protejan a uno.

—En realidad, no le protegía a usted, padre, sino al padre Lienart. Él no quería abandonarle, pero tengo órdenes muy claras de su padre con respecto a la protección del padre Lienart. Le protegía a él, no a usted.

—De todas formas, muchas gracias por salvarme la vida.

Mientras los tres hombres se dirigían al punto de encuentro con el camión que transportaba el oro del Vaticano, Bibbiena se volvió hacia Müller.

—¿Quiere decir que hubiera dejado que me matasen esos comunistas?

—No, padre.

—Me alegra escuchar eso.

Tras un pequeño silencio, el antiguo miembro de los escuadrones de ejecución del Einzatzgruppe A retomó la palabra.

—Le hubiera disparado yo mismo en caso de no poder rescatarlo.

—¿Me habría disparado sabiendo que soy sacerdote?

—Eso a mí me da igual. Mi misión y mis órdenes son dos: proteger al padre Lienart y hacer que el camión llegue a buen puerto en Venecia. Sólo eso. Usted, padre, no entra en mis planes.

Los tres hombres continuaron atravesando un prado mientras Lienart miraba a su amigo sonriendo.

—¿De qué te ríes? —recriminó Bibbiena a su amigo.

—La próxima vez que quieras hacer tus necesidades, utiliza los pantalones.

Minutos después, los tres hombres alcanzaban el punto de encuentro con el camión que transportaba el tesoro para el Vaticano. Durante el resto del trayecto, Bibbiena no dejó de observar a Müller, aquel joven rubio con pinta de caballero prusiano que limpiaba su rifle en la parte trasera del camión. August aun seguía teniendo presente en su mente los ojos de la joven partisana a la que acababan de matar.

Cuando los primeros rayos de sol comenzaban a inundar el paisaje, el camión había conseguido cubrir los casi ciento doce kilómetros que separaban Gorizia de Tessera. Allí los esperaba un barco para transportar el valioso cargamento hasta el lugar convenido en Murano.

En un momento, el camión giró hacia un estrecho camino de grava en dirección a un canal interior. Cuatro hombres les esperaban. Sin pronunciar palabra alguna, se dispusieron a trasladar las cajas de madera con casi seis millones de marcos en lingotes de oro y varios miles más en diamantes desde el camión a la barcaza. Después de trasladar la carga, los cuatro hombres se dirigieron hacia uno de mayor edad y, tras realizar el saludo fascista, abandonaron el lugar.

La barcaza arrancó los motores con varios hombres armados a bordo que Lienart no conocía y cubrieron las casi tres millas náuticas que les separaban de la isla.

Desde finales del siglo XIII, Murano se había convertido en el centro mundial de la cristalería, cuando los cristaleros de Venecia se vieron forzados a trasladarse aquí para evitar incendios en la isla principal. Desde entonces, diversas fábricas de Murano, como Barovier e Hijos, servían sus valiosas y exclusivas piezas a las casas reales de toda Europa, a las cortes papales y a los millonarios americanos. Se decía que incluso Mussolini había mandado hacer una pieza exclusiva como regalo al Führer, un águila con las alas desplegadas sujetando entre sus garras una esvástica de cristal. Pietro Barovier era el patriarca de una familia dedicada al vidrio desde el siglo XVII. Junto a sus cuatro hijos, dirigía la empresa familiar como si de un terrateniente se tratara.

—Buenos días, padre.

—Señor Barovier, es un placer conocerle. Mi padre me ha hablado muy bien de usted.

—Le agradezco profundamente la confianza depositada en mí y en mi casa. Tanto mis hijos como yo estamos a su entera disposición, así como a la del Santo Padre, a quien hemos servido desde hace siglos.

—Lo sé, buen amigo, y por eso estamos esta noche aquí.

August fijó su mirada en un hombrecillo de gafas redondas y pequeño bigote que sujetaba fuertemente entre sus brazos una cartera vieja de cuero como si de un bebé se tratase.

—¿Quién es usted? —preguntó Lienart.

—Soy Amerigo Marcone, funcionario de la Administración para los Bienes de la Santa Sede, la ABSS, a las órdenes del director Bernardino Nogara y bajo la siempre recta y santa directriz del subsecretario de Estado Montini. La administración de los bienes del Vaticano está bajo nuestro control —respondió el hombre—. Se me ha pedido que escolte hasta aquí los sellos papales para la acuñación de los lingotes, así como la lista con los números de serie que deberán incluirse en la acuñación.

—De acuerdo, señor Marcone, pero tendrá que esperar a que finalice la operación, y esa espera será muy larga —advirtió Lienart.

—No se preocupe, padre, se me ha ordenado traer hasta aquí los sellos y cuños, esperar a que sean utilizados en los lingotes y, una vez que termine todo, devolverlos a las cámaras acorazadas de la Santa Sede.

Lo que estaba claro es que a nadie le extrañaría ver a primeras horas del día cómo varios hombres llegaban hasta Murano en una vieja barcaza y descargaban cajas de madera en uno de los muelles de sus fábricas.

—¿Cuánto tiempo necesitará para fundir todo el oro? —preguntó Lienart a Barovier.

—Depende de la cantidad, pero si trabajamos en turnos continuos, creo que en veinticuatro horas pueden estar listos los lingotes para que se trasladen al Vaticano.

—El señor Marcone, aquí presente, se ocupará de entregarle los sellos pontificios y las numeraciones que deberán llevar los lingotes. Una vez que termine de acuñarlos, entregará el cuño papal nuevamente así como las numeraciones al enviado vaticano.

—¿Qué sucede, padre? ¿Es que no se fía de los italianos? —increpó uno de los hijos de Barovier.

—Confianza es el sentimiento de poder creer a una persona incluso cuando se sabe que él mentiría en nuestro lugar. No me fío de nadie, y si no quiere que mi amigo Müller le haga una visita, será mejor que cumplan mis indicaciones al pie de la letra.

—No se preocupe, padre, mi familia ha servido a la Santa Sede desde hace siglos y para mí es un honor que hayan elegido mi fábrica para esta misión tan delicada —intervino Pietro Barovier.

—Espero no tener que preocuparme por nada. Esto es un pedido especial de Su Santidad y, por supuesto, un signo de confianza hacia usted y su familia, Barovier. Sírvala bien y será recompensado. ¿Me ha entendido?

—Sí, padre —respondió el patriarca de la familia de cristaleros mientras agarraba la mano del joven Lienart y la besaba. Aquella sensación de poder gustó al joven seminarista.

Mientras hablaban, dos de los hijos habían comenzado a abrir las cajas de madera y a apilar los lingotes de oro de doce kilos cada uno junto a uno de los hornos de mayor tamaño. Dentro se alineaban tres enormes crisoles de cerámica refractaria al rojo vivo. Con cuidado, el operario cogió el primer lingote con una tenaza de hierro y lo metió en el primer crisol. Poco a poco, como si de una barra de chocolate suizo se tratase, el lingote con el símbolo del Tercer Reich comenzó a desaparecer ante los ojos de los presentes cuando el horno alcanzó los mil cien grados.

La misma operación se realizó con el resto de lingotes, hasta que ya no quedó rastro de ellos en las cajas de madera en las que habían sido transportados desde Austria. Con el oro convertido en líquido, dos operarios de la fábrica de Murano agarraron uno de los crisoles con una gran garra de hierro y vertieron el contenido en varias lingoteras. Una vez que se distribuyó el contenido en los moldes, las lingoteras depositadas en enormes bandejas fueron sumergidas en agua fría a fin de acelerar el proceso de solidificación.

Lienart se acercó a la bañera, se colocó unos guantes para protegerse y comprobó que en ninguno de ellos quedaba el menor rastro de su oscuro origen.

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