Authors: Eric Frattini
—Monseñor, mi único deseo es servir al Santo Padre…
Lienart fue nuevamente interrumpido por el obispo Montini.
—Ah, la juventud, siempre rebelde, siempre dispuesta al tormento en el nombre de la fe.
—Yo sólo quería decir que…
—No se preocupe, joven, le entendemos perfectamente. Monseñor Montini y yo mismo, aunque parezca mentira, fuimos jóvenes un día y éramos igual de fogosos y orgullosos que usted —dijo Tardini, ya cercano a los cincuenta y siete años.
Monseñor Montini retomó la palabra.
—Sabemos por la Entidad que ha hecho usted un gran trabajo en la isla de Murano. Ese servicio a la Iglesia hará que jamás nos olvidemos de usted en la Santa Sede y dé por seguro de que seguiremos sus estudios muy atentamente.
—Gracias, monseñor —dijo Lienart.
—El arzobispo Hudal le ha recomendado muy encarecidamente.
—Monseñor Hudal es un hombre muy generoso.
—Lo sé, querido joven, lo sé, pero también puede llegar a ser un buen pilar para alguien que desee afianzar su posición en la Santa Sede.
—Muchas gracias, monseñor, pero antes debo acabar mis estudios en el seminario y tomar los hábitos.
—Quizás, alguien como usted, que ha servido tan bien y con tanta discreción a la Santa Sede y a la causa de la Iglesia, pueda recibir una ayuda especial, por decirlo de algún modo. Si algún consejero pudiese convencer al Santo Padre para que emitiese una licencia, eso tal vez podría acelerar su ordenación y su posición junto a nosotros. ¿Qué le parece?
—Monseñor Tardini se refiere a un pequeño empujón para que pueda usted quedarse cerca de nosotros. —aclaró Montini.
—Monseñores, me dejan ustedes totalmente perplejo por su generosidad —exclamó August Lienart—. Pero estoy seguro de que cuando esta guerra acabe, surgirán muchos enemigos desde las sombras que intentarán manchar mi nombre si descubren lo que hice por el bien de la Iglesia.
—Déjenos eso a nosotros y recuerde, joven Lienart, que sólo deberá tener enemigos dignos de odio, pero no enemigos dignos de desprecio. Muéstrese orgulloso de su enemigo —le aconsejó Montini.
—Perdone, monseñor, pero a veces me invade el escepticismo cuando dependo de los poderosos.
—¡Ah! Eso está muy bien. El escepticismo no es propiedad de las almas elevadas, sino de las inteligencias limitadas y orgullosas.
—Sí, monseñores, pero ustedes tienen la protección del Vaticano y de la Santa Sede y yo soy… tan sólo un joven francés de veintidós años, aún demasiado joven como para terminar sus estudios en el seminario y con demasiada inocencia para la carga que alguien ha impuesto sobre mis hombros y que creo que cumplí con decencia en el nombre de Su Santidad.
—Creo, joven amigo, que tanto monseñor Montini como yo mismo podremos hacer algo para que el Santo Padre emita esa licencia. Es bueno que jóvenes de su valía estén cerca de la Santa Sede.
Monseñor Domenico Tardini decidió tocar el delicado asunto de los lingotes de oro.
—Creo que la operación de Murano fue un éxito, ¿no es así?
—Así es, monseñor. Aunque me imagino que ya habrá sido usted informado por la Entidad —dijo Lienart pensando en su amigo Bibbiena.
—Así es, así es… pero nos gustaría, tanto a monseñor Montini como a mí, hacerle varias preguntas.
—Cuando desee, monseñor. Estoy a sus órdenes.
—¿Cuál era el origen de ese oro?
—Es mejor que tanto usted como monseñor Montini y la Santa Sede no sepan su origen. Ahora, ese oro es oro vaticano y así lo confirman los cuños que tiene grabados —respondió Lienart.
—¿Cuantos lingotes se acuñaron?
—Calculo que unos ciento setenta y nueve, con un precio aproximado de dos millones y medio de dólares. En esta cifra no figuran los diamantes, que se incluyeron en una donación, digámoslo así, de las autoridades croatas al Vaticano.
—¿Donde están ahora esos diamantes?
—Han sido entregados bajo custodia, así como los lingotes y los cuños papales para el oro al señor Amerigo Marcone, de la ABSS.
—Le conozco bien. Un gran servidor de la Iglesia —dijo monseñor Montini.
—¿Qué pretende pagar Croacia con ese oro? O, al menos, ¿qué es lo que desea adquirir con ese dinero? —preguntó Tardini.
—Entiendo que, después de la guerra, muchos buenos ciudadanos alemanes, austríacos, croatas, húngaros, holandeses, noruegos y de otras nacionalidades y que han servido a la causa del Reich necesitarán ponerse a salvo de la justicia aliada, que comprende poco que esos patriotas puedan ayudar a la causa de Occidente contra el bolchevismo.
—Me impresiona usted, joven Lienart. Con veintidós años, ¿ya sabe usted lo que ocurrirá en la posguerra europea?
—Sí, monseñor. Es fácil de prever. Los comunistas… Si consiguen hacerse con una parte de Europa, la Iglesia, en general, y la fe católica, en particular, se verán en serios aprietos si los soviéticos consiguen ocupar Europa. Esos hombres que han luchado por la causa del Reich serán nuestros nuevos aliados en este siglo. Nadie más que ellos se atrevieron a luchar contra los comunistas…
—Guardando las distancias, le diría que también Napoleón —murmuró Tardini.
—Sí, monseñor, pero los rusos del siglo XIX mantenían y deseaban mantener el mismo sistema social que las potencias de la Santa Alianza que lucharon contra Napoleón. Hoy, ese sistema es bien distinto. Stalin y sus hordas saben que deben avanzar lo más rápidamente posible hacia el corazón de Alemania para quedarse con el trozo más grande cuando se reparta el pastel europeo. El presidente Truman deberá volver sus ojos hacia el Pacífico, hacia el enemigo japonés, una vez que caiga el Tercer Reich. Stalin aprovechará esto. Yo creo, monseñores, que nuestro Santo Padre Pío XII será el único que se convertirá en la vanguardia de la lucha contra el comunismo en nuestro continente. Si Italia cae bajo su influjo, den por hecho que caerá también el Vaticano. Por eso, debemos hacer todo lo posible para ayudar a los hombres del Reich que deseen asentarse en lugares como Sudamérica, Egipto o Siria.
—¿Y qué han pensado para ello? —preguntó monseñor Montini.
—Con la colaboración de monseñor Alois Hudal y el padre Krunoslav Draganovic y las organizaciones radicadas en Roma afines a ellos, crearemos una especie de pasillo vaticano para que los líderes del Reich pueden conseguir seguridad, papeles y salvoconductos para poder establecerse en lugares seguros alejados de la justicia aliada y permanecer allí hasta que sean llamados nuevamente para ayudar a liberar Europa de esos comunistas. Esos hombres y mujeres a los que ayudará el pasillo vaticano se convertirán en la gran vanguardia en la lucha que va a desatarse tras la guerra. El oro de Murano que ha recibido la Santa Sede será en parte para financiar esa ruta de evasión segura.
—El Pasillo Vaticano —dijo monseñor Montini—. Así se llamará esta misión. Operación Pasillo Vaticano.
—Impresionante, joven, realmente impresionante —sentenció monseñor Tardini mientras aplaudía el análisis del joven Lienart—. Créame, si todo sale como usted ha previsto, tenga claro que le espera un prometedor futuro aquí en la Santa Sede. No lo olvide, joven.
—No lo olvidaré, monseñor. Ya sabe lo que dijo un gran sabio: «Dígame y lo olvidaré, enséñeme y lo recordaré, involúcreme y lo aprenderé».
—Sabias palabras, joven Lienart. Le aseguro que tanto monseñor Montini, aquí presente, como yo mismo no olvidaremos su nombre. Se lo aseguro, porque como dijo otro sabio: «Si no quieres perderte en el olvido tan pronto como estés muerto y corrompido, escribe cosas dignas de leerse o haz cosas dignas de escribirse». Usted, joven, está perfectamente encaminado para hacer grandes cosas. No lo dude, no lo dude.
—No lo dudaré, monseñor. Aunque la duda es para mí uno de los nombres de la inteligencia.
En ese momento, monseñor Montini se levantó de su asiento y dio por finalizado el encuentro.
—Puede ponerse en contacto con nosotros ante cualquier problema que pueda surgir de ahora en adelante. Ya sabe que desde ahora somos una especie de protectores suyos.
—No lo olvidaré, monseñor —dijo Lienart mientras se despedía de los hombres de confianza del papa Pío XII.
Ya fuera del enorme despacho cuyos grandes ventanales se asomaban a la plaza de San Pedro, Lienart comenzó a caminar hacia la salida del Palacio Apostólico. Cuando salió, sintió en el rostro el fresco de la noche, que había caído ya sobre Roma. Se sentía realmente bien tras la reunión con los altos miembros de la curia. Sin duda, le esperaba un futuro muy prometedor tras esos muros de ambición, política, poder y engaños, pero él sería un buen alumno y aprendería a saber cómo moverse por las elegantes estancias papales. Para él, aquello supondría una peligrosa partida de ajedrez.
Pensando aún en las palabras de Montini y Tardini con respecto a su futuro en el Vaticano, comenzó a caminar en dirección a la Piazza Navona. Como cada tarde tras asistir a misa en la basílica de San Pedro, Lienart regresó por el mismo camino, acortando por la Via della Vetrina. Al llegar a la esquina de la Piazza del Fico, Lienart oyó el llanto de una mujer.
—Escucha, puta. Como no nos pagues lo que nos debes, te vamos a cortar esa preciosa cara a trozos —dijo un hombre mientras sujetaba a la joven por el pelo.
Un segundo hombre levantó la mano, totalmente abierta, y descargó un fuerte golpe en el rostro de la joven. Cuando Lienart divisó la escena, pensó durante unos segundos en no intervenir e intentar llamar a la policía militar estadounidense, pero tardarían demasiado en llegar hasta el lugar de los hechos. Tampoco debía poner en peligro su misión en Tønder. Su padre le había advertido que era vital para Odessa. Nada ni nadie debía poner en peligro su destino, ni siquiera aquella joven a la que estaban golpeando dos hombres en una oscura calle romana. En ese momento, el primer hombre levantó a la joven por el cabello y la arrojó violentamente sobre un cubo de basura mientras le gritaba algo relacionado con una deuda.
—Si no nos pagas en una semana, zorra, vendremos a por ti y te obligaremos a pagar tu deuda de una forma u otra, ¿nos has entendido?
La joven parecía asustada y cubría su rostro para evitar que la golpearan de nuevo.
—No me peguen más, por favor —suplicaba la mujer.
En ese momento, Lienart decidió tomar parte en la acción. Agarró la tapa de un cubo de basura y un palo con el que defenderse.
—¡Eh, vosotros…! Dejadla en paz o llamaré a la policía militar —amenazó August mientras golpeaba la tapa metálica con el palo con el fin de hacer el mayor ruido posible, pero aquello no amedrentó a los dos hombres, al contrario. El primero de ellos, tras golpear nuevamente a la joven, fue al encuentro del joven seminarista.
—Vaya, vaya, aquí llega un caballero andante… —se burló mientras se disponía a lanzarse sobre Lienart.
Lienart seguía gritando a lo largo de la calle con la esperanza de que alguien acudiese en su ayuda y en la de la joven, pero durante aquellos días la gente prefería no inmiscuirse en asuntos ajenos y encerrarse en sus casas. Roma no era muy segura.
Lo siguiente que August llegó a ver fue el puño de aquel hombre acercarse a su rostro a toda velocidad. El primer golpe consiguió esquivarlo, pero no así el segundo, que llegó de forma inmediata a la boca de su estómago.
August se dobló por el dolor y la falta de aire en los pulmones. El segundo hombre se había ya acercado hasta él y le propinó una fuerte patada en las costillas.
—Vaya valiente de mierda que está hecho este tipo —dijo el segundo atacante.
En ese momento, alguien descargó un fuerte golpe con un cubo de basura en la cabeza de uno de los desconocidos. La joven a la que habían estado pegando se había levantado y, en vez de huir, se había lanzado al ataque de los dos hombres para proteger a su rescatador.
El sonido de un silbato alertó a los dos atacantes.
—Corre, déjalos, ya han tenido bastante… Vayámonos de aquí antes de que llegue la policía militar.
Los dos hombres comenzaron a correr en dirección a la Via del Corallo. Lienart, aún tendido en el suelo húmedo, intentaba recuperar el aliento. Le dolían las costillas y la cabeza. En plena oscuridad pudo oír la voz de la joven, que intentaba levantarlo.
—Vamos, amigo… no puedo con usted. O pone algo de su parte para levantarse o en unos segundos aparecerá la policía militar y daremos con nuestros huesos en la cárcel.
Lienart tan sólo recordaba que cuando la mujer lo abrazó para ayudarle a levantarse pudo oler su cabello. Olía a jazmín.
—Vamos, mi caballero andante. Vayámonos de aquí —dijo la mujer.
Los dos cuerpos, abrazados, comenzaron a perderse en las calles en dirección a la Piazza Navona.
—Vivo en un piso cerca de aquí —dijo la joven—. Allí estaremos a salvo y le curaré las heridas. Está usted peor que yo.
Durante unos minutos que a Lienart le parecieron horas, consiguieron llegar hasta la cercana Piazza Capo di Ferro. Con dificultad, la joven dejó a Lienart sentado en un pequeño escalón mientras sacaba unas llaves de su bolso. Después, le ayudó a levantarse y ascendieron dos tramos de escalera hasta llegar al piso de la desconocida.
—No haga ruido, por favor —dijo la mujer—, si me pilla la señora Doglio trayendo a un hombre a mi dormitorio, me echa a la calle.
Tras subir los dos pisos, la joven volvió a usar las llaves para abrir la puerta. Llegaron a una estancia pequeña, pero acogedora y limpia. Una cama ocupaba la mayor parte de la habitación. A un lado había una pequeña cocina. El baño lo compartía con el resto de vecinos de la planta.
—No haga ruido. Voy a buscar agua en una palangana. Tiene que curarse ese corte en la ceja.
Lienart se palpó el rostro y descubrió que su ceja derecha sangraba abundantemente y que había manchado su camisa blanca. Sus pantalones estaban rotos por la rodilla, pero la joven había salido peor parada.
—Usted está peor que yo —alcanzó a decir Lienart, sentado en la cama.
—Túmbese. Ahora vuelvo con un poco de agua para lavarle esa herida.
—Debería ser yo quien fuera a por agua para lavarle a usted las suyas.
—Ya ha hecho bastante por mí. Para mí, usted es mi caballero andante.
Antes de que la joven abandonase la pequeña habitación, se volvió hacia Lienart.
—Mi nombre es Laurette. Laurette Perkins —dijo Claire Ashford, la agente de la OSS.
—El mío es August, August Lienart.