Authors: Eric Frattini
Odessa necesitaba mantener las líneas aéreas abiertas si quería sacar al mayor número de líderes nazis del Berlín asediado. Bormann ordenó convertir en una pista de aterrizaje de emergencia el eje este-oeste, la Unter den Linden. Para ello, Albert Speer mandó quitar las farolas instaladas a ambos lados de la gran avenida.
La primera parte de la operación Götterdämmerung, u Ocaso de los Dioses, dio comienzo el 26 de abril por la mañana, cuando Martin Bormann llamó a Múnich para convocar en Berlín al general de la Luftwaffe Robert Ritter von Greim.
—General, debe llegar esta misma noche a Berlín. Necesito que venga con usted la capitán piloto Hanna Reitsch. De ustedes dos depende el futuro del Reich y su supervivencia. El futuro del Führer depende de que ambos consigan alcanzar Berlín. Confío en ustedes, igual que el Führer. No puedo responder a ninguna pregunta. Sólo necesito que vengan ustedes a Berlín —dijo Bormann antes de que se cortase la comunicación.
Durante horas, y escoltados por quince cazas, sobrevolaron las líneas estadounidenses y soviéticas que ya rodeaban la capital. Cuando los soviéticos estaban a punto de conquistar el aeródromo de Gatow, el general Von Greim consiguió aterrizar en un Focke-Wulf 190 cuyo portaequipajes había sido transformado en asiento para la piloto Hanna Reitsch.
A través de una unidad aislada de las SS, Von Greim consiguió establecer contacto con el búnker. Le informaron de que todas las carreteras de acceso a Berlín, la estación de Anhalter y una parte importante de la Potsdamer Strasse estaban ya en manos soviéticas.
—Intentaré acercarme volando —afirmó Von Greim.
El general y Hanna Reitsch subieron a un Fieseier Storch que les esperaba y levantaron vuelo entre grandes sacudidas en medio de fuertes ráfagas de viento producidas por los focos de fuego que inundaban la ciudad. Planeando sobre la oscura silueta de la Puerta de Brandenburgo, consiguieron aterrizar en la Unter den Linden. Poco antes de tocar tierra, un disparo de artillería ligera arrancó parte del suelo del avión, hiriendo a Von Greim en una pierna.
—Si me pasa algo, debes llegar hasta el búnker y poner a salvo al Führer. ¿Me has oído? —advirtió Von Greim a Reitsch—. La operación Götterdämmerung está ahora en tus manos.
Nacida en Silesia, en 1912, Hanna Reitsch era rubia y menuda y estaba llena de vigor. Nacionalsocialista convencida, en 1941 Hitler le había otorgado la Cruz de Hierro, por haber encontrado un método para cortar los cables y derribar los globos de barrera antiaérea británicos. Bormann sabía que el Führer se fiaría de Reitsch si decidía abandonar Berlín vía aérea.
—No pienso dejarte aquí —dijo Reitsch a Von Greim mientras cargaba con él hasta las ruinas de la Cancillería.
—¿Qué hacemos con el avión? —preguntó un hombre algo entrado en años armado con un viejo fusil y un antitanque colgado a su espalda.
—Sus hombres deben proteger este avión sea como sea —ordenó Reitsch al anciano, rodeado de adolescentes que no pasaría ninguno de los dieciséis años—. Este es el único avión que puede salir de Berlín. Nadie debe tocarlo. Es de vital importancia para el Reich y para el Führer que ustedes protejan el avión. ¿Me ha entendido?
—Sí, señora. Protegeremos este avión con nuestras vidas si fuera necesario.
—El general y yo debemos llegar hasta la Cancillería para reunirnos con el Führer.
—No se preocupe —respondió el anciano—. Les escoltarán tres de mis hombres.
El anciano escogió a tres jovencitos, en los que podía observarse el pánico en sus rostros, vestidos con un uniforme que les quedaba grande y con un brazalete negro de la milicia nacional alemana.
—Démonos prisa —dijo Reitsch a los tres adolescentes—. No queda mucho tiempo.
Durante el trayecto, Von Greim y Reitsch observaron la destrucción de la Ciudadela. La mayor parte de los edificios de la Wilhelmstrasse estaban destruidos o dañados seriamente. Ellos cinco eran los únicos seres vivos que corrían por aquella montaña de escombros y basura en la que se había convertido la capital del Tercer Reich.
—Señorita, desde aquí pueden llegar ustedes solos a la Cancillería —indicó uno de los jóvenes—. Es mejor que no se acerquen por la Hermann Göring Strasse. Hay ya avanzadillas soviéticas por el Tiergarten. Sigan recto por la Wilhelmstrasse hasta Voss Strasse. Es mucho más seguro.
—Muchas gracias y buena suerte —se despidió Reitsch.
—Buena suerte a usted también. Protegeremos su avión con nuestra vida, señorita. No se preocupe —dijo el más alto de los tres mientras daban media vuelta y se perdían a la carrera entre el laberinto de escombros.
Hanna Reitsch permaneció dentro del búnker a la espera de órdenes hasta el 29 de abril, cuando dio inicio la segunda fase de la operación Götterdämmerung. De vez en cuando, las explosiones de la artillería soviética hacían caer en el búnker una fina lluvia de polvo blanco del revestimiento de las paredes. Sobre las doce del mediodía de ese día, Martin Bormann llamó a Rochus Misch, el escolta de Hitler, a su habitación.
—¿Qué desea, Herr Bormann? —preguntó el escolta.
—Necesito que traiga usted al búnker a Ferdinand Beisel. Es importante que lo encuentre y lo traiga, aunque esté borracho. Si no quiere venir, arrástrelo hasta aquí. ¿Me ha entendido?
—Sí, señor. Alto y claro —respondió.
Unas horas más tarde Misch y dos hombres de la Leibstandarte Adolf Hitler se presentaron nuevamente ante Martin Bormann. Los dos miembros de las SS arrastraban de cada brazo a un hombre alto, delgado, con un pequeño bigote mal cortado, un mechón de pelo sobre el rostro, mal vestido y en completo estado de embriaguez.
—Que duerma la borrachera. Después, báñenlo, vístanlo y tráiganlo a mi presencia nuevamente —ordenó Bormann. Antes de que los SS abandonasen la habitación, añadió—: Misch… que nadie más vea a Beisel en el búnker. ¿Me ha entendido?
—Sí, señor.
Los tres miembros de las SS abandonaron la habitación del secretario del Führer arrastrando a aquel desconocido para algunos, pero no para unos pocos elegidos. Ferdinand Beisel era un fiel nacionalsocialista que se había alistado en la SA a finales de los años treinta. Ante sus amigos y compañeros de armas, solía presumir de su gran parecido con el Führer. Era tal su semejanza que incluso se dedicaba a imitar a Hitler en las reuniones familiares.
Un día, en 1939, Beisel, completamente borracho, comenzó a imitar al Führer en una cervecería de Múnich, con tan mala suerte que tres hombres de su auditorio eran agentes de la Gestapo. Beisel fue detenido bajo la acusación de «ultraje a la figura del Führer» y trasladado al cuartel general de la Gestapo en la Prinz-Albrecht-Strasse, en Berlín. Aquel prisionero llamó la atención de uno de sus carceleros, e informó a Heinrich Müller, general de las SS y todopoderoso jefe de la Sección IV de la Oficina Central de Seguridad del Reich, más conocida como Gestapo, de que el detenido era muy parecido a Hitler.
Durante un encuentro entre Müller y Bormann, el jefe de la Gestapo informó al secretario del Führer de que sus oficiales habían detenido a un hombre con un gran parecido con Hitler. Desde ese momento, Martin Bormann comenzó a pergeñar un plan basado en la utilización de dobles para sustituir a Hitler en momentos clave.
Bormann pidió a Müller poder entrevistar a Beisel, a solas, en el calabozo de la Gestapo. La celda era minúscula, con un pequeño camastro a la derecha y una mesa con una silla a la izquierda. La única iluminación era un pequeño ventanuco situado en la parte alta. Al entrar, Bormann se quedó petrificado al ver el rostro de aquel hombre. Observó que Beisel era un poco más alto y algo más joven que Hitler, pero sus rasgos eran idénticos a los del Führer.
—Interesante… muy interesante —decía Bormann mientras observaba el rostro de Beisel a la luz.
Días más tarde, durante una reunión en el Berghof, Bormann informó al Führer de su plan secreto para casos de posibles atentados. Hitler desechó el plan aduciendo que aquel payaso se mofaba de su imagen y que en nada podría servirle para un futuro, pero Bormann no opinaba lo mismo.
Entre 1940 y 1941, Beisel recibió clases intensivas para perfeccionar su personaje. Visionó cientos de películas para copiar los movimientos y ademanes del canciller; escuchó cientos de horas de discursos del Führer para intentar imitar su forma de hablar, su particular oratoria, su tono de voz. Bormann incluso solía enviar a Beisel vestido como el Führer y con una fuerte escolta de las SS a las calles de Berlín con el fin de observar las reacciones del pueblo y la reacción de Beisel en su papel.
Ahora había llegado el momento de interpretar el mejor papel de su vida, el último acto de una gran tragedia.
El jefe de la brigada criminal del servicio de seguridad del Reich, Peter Högl, había llegado al búnker junto a una joven que nadie conocía. Los dos entraron subrepticiamente en uno de los dormitorios destinados a los guardaespaldas de Hitler. Quien los viese juntos pensaría que el teniente coronel había contratado una prostituta.
—Desnúdese y póngase esa ropa que hay encima de la cama —ordenó Högl a la joven, señalándole un vestido azul, unas medias, un liguero y varias prendas interiores.
La mujer, bastante bonita, tenía una edad cercana a los treinta años. Algo entrada en carnes, de cara redonda y de cabello castaño claro y con melena corta, guardaba un gran parecido con Eva Braun. La joven era una secretaria del Ministerio de Propaganda, a las órdenes del ministro Goebbels. Desde 1940, había sido protegida por las SS y colocada en puestos de responsabilidad en el ministerio, siempre bajo supervisión y vigilancia del personal de la Cancillería. Se decía que había sido el mismísimo Martin Bormann quien la había descubierto un día en una anónima mesa del ministerio. Esa misma tarde fue convocada en el despacho del poderoso secretario del Führer, donde fue interrogada.
—¿Cuál es su nombre?
—Me llamo Katherina Kauffman, pero mis amigos me llaman Katy.
—¿Tiene usted novio?
—Salí durante un tiempo con un capitán. Murió en Bélgica.
—¿Es usted una fiel seguidora del Führer?
—Sí, señor.
—¿Es usted una fiel seguidora del Partido Nacionalsocialista Alemán de los Trabajadores?
—Sí, señor. Lo soy.
—¿Estaría usted dispuesta a dar su vida por nuestro Führer?
—Sí, señor. Lo estaría.
—Desnúdese por completo para que pueda verla.
A la joven le extrañó aquella orden, pero ante la presencia de aquel poderoso miembro de la Cancillería hizo lo que se le ordenó.
—Quítese toda la ropa —ordenó Bormann.
La joven secretaria se deshizo de toda la ropa que llevaba, quedándose tan sólo con las medias y los zapatos. Permaneció de pie, intentando cubrirse el pubis y el pecho con los antebrazos y las manos. El secretario, sin pronunciar palabra, se acercó a ella y comenzó a tocarle los pechos.
—Pero, señor, yo… —musitó la joven, ruborizada.
De repente, Bormann agarró a la mujer por el cabello y la empujó sobre su mesa.
—Apoye las manos en la mesa y abra las piernas —le ordenó.
La joven, con lágrimas en los ojos, hizo lo que se le ordenó.
—Si realmente está dispuesta a dar su vida por nuestro Führer, creo que no le importará dar unos minutos de placer a su humilde secretario. Claro, que si tiene algún reparo, siempre puedo hacer que la Gestapo visite a su familia y la declaren enemiga del Reich. Me han dicho que es muy agradable la vida en el campo de Dachau en esta época del año si uno es enemigo del partido.
Sin mediar palabra, Bormann se sacó el pene del pantalón y penetró a la joven. En pocos minutos y tras varios jadeos, golpeó las nalgas de la mujer mientras la embestía por detrás, provocándole gemidos de dolor. Cuando terminó, el secretario de Hitler ordenó a la joven que se vistiera y regresase a su puesto en el Ministerio de Propaganda.
—Se le avisará cuando la necesiten el Reich y nuestro Führer. Por ahora, no se preocupe de sus gastos. Será trasladada a un piso cercano a la Cancillería. Estará siempre bajo mi protección personal el resto de su vida, hasta que llegue ese día y sea avisada para servir a nuestro glorioso Reich. Lo que ha ocurrido entre nosotros no volverá a suceder. Esté tranquila.
La joven, aún con lágrimas en los ojos, guardó silencio mientras recuperaba su ropa, esparcida por el suelo.
—Ya puede irse —le indicó Bormann sin mirarla siquiera a la cara.
Desde aquel día de 1940, la joven jamás fue convocada ni molestada por ningún alto cargo de la Cancillería hasta aquella terrible noche, en la que las tropas soviéticas combatían ya casa por casa, edificio por edificio, en pleno corazón de Berlín, a pocos metros de la Ciudadela.
—¿Puede usted dejarme a solas? —pidió la joven secretaria a Högl.
—Lo siento, señorita. Se me ha ordenado que no la pierda de vista.
La mujer dio la espalda al SS y comenzó a desabrocharse el vestido.
—La ropa interior también —indicó Högl—. Meta todas sus pertenencias en esa bolsa de ahí: vestido, medias, zapatos, ropa interior, bolso, documentación…
Mientras iba desnudándose, intentaba mantener el equilibrio dando la espalda al alto oficial de las SS.
Cuando terminó de vestirse, Högl acompañó a Katherina Kauffman a una habitación del búnker, justo al lado del dormitorio de Beisel.
—No saldrá de su habitación pase lo que pase, ¿me ha entendido? —preguntó Högl—. Esta habitación ha sido preparada para usted. Aquí nadie la molestará en ningún momento. Esté tranquila. Todos los días vendré yo mismo a traerle el desayuno, la comida y la cena. Ahí tiene usted también varios libros y revistas antiguas para distraerse. Cuando llegue el momento en que la necesitemos, vendré yo mismo a decírselo. Por ahora, descanse.
A esa misma hora, el Führer se encontraba en su dormitorio, sentado en la cama y con la caja fuerte situada a un lado abierta de par en par. Durante unas horas había estado redactando su testamento personal y político. En él explicaba sus deseos de contraer matrimonio con la joven que, tras largos años de fiel amistad, había entrado por voluntad propia en la ya casi sitiada ciudad para compartir su destino con el suyo. En el texto nombraba albacea testamentario a «mi fidelísimo copartidario Martin Bormann».
Esa misma noche, Hitler y Eva Braun contrajeron matrimonio en el búnker. Los contrayentes, tras prestar declaración de su origen exclusivamente ario y de no tener enfermedades hereditarias ante el funcionario Walter Wagner, se acogieron al «matrimonio de guerra», debido a las circunstancias especiales. El funcionario se dirigió a Hitler y a Braun y les preguntó si tenían intención de contraer matrimonio. Al decir ambos que sí, el funcionario declaró que estaban formalmente casados.