El Oro de Mefisto (21 page)

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Authors: Eric Frattini

BOOK: El Oro de Mefisto
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—¿Una inspección a estas alturas de la guerra?

—No lo sé. No puedo decir nada más. Lo único que haremos es cumplir órdenes de nuestros mandos, y si nos ordenan fondear en Noruega, así lo haremos.

—¿Pero por qué? ¿Para qué? Ya no nos queda nada, salvo esperar el fin de la guerra. ¿Por qué ahora tenemos que arriesgar nuestras vidas por esos cerdos? Que se pudran en el infierno. Ya han muerto bastantes de los nuestros para que nos exijan que vayamos más allá de nuestro deber.

—Otto, te hablo como amigo y no como tu comandante. Si alguien te oyera hablar así, ten por seguro de que te entregaría a la Gestapo y de nada te serviría esa Cruz de Hierro que llevas colgada al cuello. Yo deseo, como el que más, regresar con mi esposa y con mis dos hijos, de los que no sé nada desde hace más de un año. Lo único que sé es que Dresde, la ciudad en la que vivía mi familia, ya no existe, pero aquí estoy, al mando del U-977, y hasta que no reciba una orden expresa de rendirme, no lo haré. Así que te pido que informes a la tripulación. Que estén todos preparados para zarpar antes de la noche.

—¿Cuál es nuestra nueva posición?

—58° 08' 04.21" N, 8° 00' 13.48" E. Márcala en la carta e informa de ello.

El navegante del U-977 comenzó a calcular la latitud y longitud en la carta de navegación.

—¡Dios mío! —exclamó Joachim Lamby, el navegante.

—¿Qué sucede? ¿Cuál es nuestro destino? —preguntó el capitán Schäffer.

—Un puerto noruego. Kristiansand, señor. Dios mío, capitán, vamos a tener que sortear todos los buques ingleses y aliados que patrullan esas costas. Aquello es como meterse en la boca del lobo o, mejor dicho, directamente en su estómago.

—Si ésas son las órdenes, las acataremos hasta el último momento. Informe a la tripulación de nuestro nuevo destino. Fiehn y Lamby, a mi camarote —ordenó Schäffer.

Los tres hombres se quedaron a solas en el pequeño habitáculo.

—Les he reunido aquí para informarles de una misión de alto secreto y ordenada personalmente por el almirante Dönitz. Nuestra misión no será entrar en ese puerto noruego, sino permanecer ocultos en algún punto de la costa hasta que se nos ordene fondear en un punto convenido cerca de Kristiansand. Allí recogeremos a un importante personaje del Reich para ponerlo a salvo. Aún no sé quien es, pero se nos informará a su debido tiempo. Por ahora nada más, caballeros. Manos a la obra.

No muy lejos de allí, el capitán Otto Wermuth del U-530 recibía un mensaje similar. Su nueva posición sería 55° 08' 24.90" N, 8° 28' 42.17" E. El navegante del submarino marcó en la carta de navegación la nueva posición.

—Lakolk —dijo.

—¿Dónde está eso? —preguntó el capitán Wermuth.

—En la costa occidental danesa. Lo malo, capitán, es que esa zona está llena de buques ingleses y, si nos detectan, estarán encantados de echarnos a pique.

—Navegaremos sumergidos por el día y emergeremos por la noche. Las órdenes son que permanezcamos en esa posición hasta nueva orden para recoger a un pez gordo. Tal vez sea un alto mando de la Kriegsmarine. Ordene a la tripulación que preparen el submarino para zarpar. Nos iremos mañana por la noche.

—Perfecto, señor. Atención, atención a toda la tripulación. Todos preparados para zarpar.

Tras varias semanas fondeados en aquel peñasco en mitad del Atlántico Norte, el U-977 avanzó en dirección norte. Poco a poco el casco del submarino comenzó a sumergirse en las oscuras y frías aguas hasta que se convirtió en una estela fantasma. Al día siguiente le seguiría el U-530.

Roma

El estridente sonido del teléfono arrancó a August de un profundo sueño. El reciente viaje a Austria le había agotado por completo. El estaba hecho para ser un hombre de análisis y estudio, para la política y la diplomacia, y no para ser un hombre de acción, correteando por un bosque y matando partisanos. Para eso estaba su amigo Bibbiena y el sargento Müller.

—¿Sí? —preguntó con voz somnolienta . ¿Quién llama?

Se oyó una voz de mujer al otro lado de la línea.

—¿Señor August Lienart? —preguntó.

—Sí, soy yo.

—Una comunicación con Ginebra. Le paso la llamada.

Durante unos segundos, August escuchó por el aparato diferentes sonidos de clavijas que se conectaban y desconectaban hasta que por fin oyó la familiar voz de su padre.

—¿Padre?

—Sí, soy yo, August.

—Quería haberte llamado para informarte del viaje a Austria…

Su padre le interrumpió.

—Ya veo que estás a salvo en Roma.

—Sí. El viaje ha sido agotador. No estoy hecho para dar saltos por ahí.

—Voy a necesitar que viajes otra vez. Sé que te exijo demasiado en estos momentos, pero eres la única persona en la que puedo confiar. En pocos días dará comienzo la misión más importante. Tienes que ir a Tønder, a Dinamarca, y esperar allí nuevas instrucciones.

—¿Quién me las dará?

—Enviaré a un miembro de la Kameradschaftsshilfe con ellas. Se reunirá contigo. Posiblemente envíe a Creutz.

—¿Y Hausmann, List y Müller?

—¿Qué tal funcionó Müller en tu último viaje?

—Muy bien… Nos salvó la vida a Bibbiena y a mí.

—Pues haré que te acompañe a Tønder. Mientras tanto, Hausmann y List permanecerán en Roma hasta que reciban nuevas instrucciones.

—Padre, ¿cuál es el nombre de la nueva misión?

—Operación Götterdämmerung —dijo Lienart.

—¿Operación Ocaso de los Dioses? Extraño nombre para una misión…

—Cuando llegues a Tønder, lo entenderás. Mientras tanto, es mejor que no sigamos hablando por teléfono. Es peligroso para ambos. Recuerda que como muy tarde debes estar el 29 de abril en Dinamarca. Es vital que ese día estés en Ton el er. No lo olvides, hijo.

—No lo olvidaré, padre. Estaré allí el día convenido.

—Cuídate mucho. Me volveré a poner en contacto contigo cuando pueda.

—De acuerdo, padre.

Al colgar el aparato y nuevamente en el silencio de su pequeño dormitorio en la residencia de Sant'Ivo alia Sapienza, August pensó en que, curiosamente, debía estar agradecido a Odessa por haber conseguido unirle a su padre. Aquella organización de criminales de guerra había conseguido lo que no había logrado nadie en su vida. Aún recordaba cómo se había negado a hablar con él cuando su madre le informó de que deseaba abandonar los estudios en la universidad y tomar los hábitos. Una sonrisa recorrió el rostro del joven seminarista antes de apagar la pequeña lámpara que tenía a su lado para volver a dormir.

Capítulo VI

Roma

El sonido del teléfono volvió a despertar a August Lienart. Esta vez le llamaban de la Secretaría de Estado de la Santa Sede. Era su amigo Hugo Bibbiena.

—He conseguido que seas recibido en el Palacio Apostólico.

—¿Quieres decir que seré recibido por Su Santidad? —exclamó el seminarista.

—No, amigo mío, aún no, pero éste es el primer paso para llegar hasta el Papa. Serás recibido por los obispos Montini y Tardini. Ellos son los oídos y los ojos del Papa. Si consigues ganarte a ambos, tendrás las puertas abiertas del Vaticano, no sólo para acceder al Santo Padre, sino para el resto de tus días. Recuérdalo bien cuando estés ante ellos.

—¿No es Montini el director de Asuntos Internos?

—Es más que eso —respondió el agente de la Entidad—. Montini es uno de los hombres de confianza de Su Santidad desde 1937. Y Tardini se ocupa de la diplomacia vaticana. Quieren darte personalmente las gracias por el asunto de Murano, que tan provechoso ha sido para la Santa Sede.

—¿Qué me recomiendas?

—Muestra la cabeza baja, pero recuerda, amigo mío, que la falsa humildad equivale a orgullo. Si ellos lo notan, te lo harán saber.

—Te haré caso, aunque ya sabes que el orgullo y la debilidad son hermanos gemelos. ¿Cuándo seré recibido?

—Esta misma tarde a última hora. Estate preparado para llegar a tiempo a la Puerta de Santa Ana. Dejaré instrucciones a la Guardia Suiza para que te permitan el acceso. Te esperaré en esa misma puerta. Sé muy puntual.

—Lo seré, amigo. Haré que Luigi venga a buscarme para llevarme hasta el Vaticano. Muchas gracias. Te debo mucho —dijo Lienart.

—Yo te debo más. ¿Recuerdas cómo salí del campamento partisano de Monte Calvario? Ahora estamos en paz —respondió Bibbiena justo antes de cortar la comunicación.

Por la tarde, el destartalado vehículo de Luigi esperaba a August Lienart en Corso del Rinascimento, a pocos metros de la residencia de Sant'Ivo alla Sapienza.

—Buenos días, Luigi —dijo al entrar en el vehículo.

Luigi no le había visto llegar.

—¿Ha visto, padre? Los nuestros están ya combatiendo en los alrededores de Berlín mientras los yanquis están todavía pensando qué hacer.

—¿Quiénes son los «nuestros», Luigi?

—Los comunistas, los bolcheviques, padre, ¿quiénes van a ser?

—Anda, arranca y llévame a la Puerta de Santa Ana, en el Vaticano. Me están esperando.

—Bien, padre, allá vamos…

Durante unos minutos, el vehículo callejeó por las estrechas calles romanas hasta alcanzar el puente Umberto I y cruzó el Tíber. Desde allí siguió por el Lungotevere hasta pasar por la puerta del castillo de Sant'Angelo y enfilar la Via della Conciliazione, coronada por la gran cúpula de San Pedro. Al llegar a la plaza, Luigi giró a la derecha, hacia el Largo del Colonnato para atravesar la Porta Angelica, bajo el Passetto di Borgo, el paso elevado de ochocientos metros de largo que une la Ciudad del Vaticano con el castillo de Sant'Angelo. Unos metros más allá, Lienart divisó a varios miembros de la Guardia Suiza y de la Guardia Noble que protegían el acceso a la Puerta de Santa Ana.

—Déjame aquí, Luigi —indicó Lienart.

—¿No quiere que entre?

—No. Iré caminando. Muchas gracias, Luigi.

—¿Quiere que le espere?

—No será necesario. Regresaré dando un paseo.

—Bien, padre, usted sabrá. Si me necesita, hágamelo saber —dijo el taxista mientras agitaba la mano por la sucia ventanilla y hacía un brusco giro en la calle para perderse nuevamente en dirección a la plaza de San Pedro.

—Soy August Lienart —se presentó el joven seminarista para identificarse ante el guardia suizo—. He sido convocado por monseñor Montini y por monseñor Tardini.

—Espere aquí un momento. Iré a comprobarlo.

Mientras el oficial realizaba una llamada desde un teléfono negro situado en una garita de madera, August vio a su amigo Hugo Bibbiena.

—Oficial, muchas gracias. Soy el padre Bibbiena, de la Secretaría de Estado. Acompañaré al señor Lienart hasta el Palacio Apostólico.

El militar observó a Bibbiena con cierta desconfianza, pero permitió el acceso a Lienart.

—Estúpidos suizos. ¿A quién se le ocurrió la genial idea de poner a los suizos a proteger al Santo Padre? —protestó Bibbiena.

—¿A Clemente VII? —respondió Lienart refiriéndose al Sumo Pontífice que se vio obligado a huir durante el llamado Saqueo de Roma por parte de las tropas del emperador Carlos V. El 6 de mayo de 1527 perdieron la vida ciento cuarenta y siete de los doscientos guardias suizos que defendían al Papa en el castillo de Sant'Angelo. Desde ese mismo día, se convirtieron en el ejército oficial del Vaticano.

Bibbiena, seguido de Lienart, atravesó a paso ligero el torreón de Nicolás V y entraron en el Palacio Apostólico por los apartamentos pontificios. Varios miembros de la Guardia Noble miraron a los dos hombres sin prestarles demasiada atención. El extremo norte del palacio, justo bajo la oficina del Santo Padre, albergaba las oficinas y departamentos de la Secretaría de Estado, vacante desde el fallecimiento del cardenal Luigi Maglione, en agosto del año anterior.

—Al Santo Padre le gusta controlarlo todo. Por eso, además de Papa, continúa siendo secretario de Estado —dijo Bibbiena mientras lanzaba una sonrisa a su acompañante.

Desde la muerte de Maglione, Pío XII había preferido no nombrar a un nuevo secretario de Estado, dejando los asuntos internos y externos del Vaticano en manos de Montini y Tardini.

—Padre, tenemos una audiencia con monseñor Montini y con monseñor Tardini.

—Esperen un momento. Siéntense si lo desean —invitó el secretario.

Poco después, el secretario regresó a la sala e indicó a Bibbiena que ambos altos miembros de la curia recibirían únicamente a August Lienart. El seminarista francés miró a su amigo, tranquilizándole.

—No te preocupes. Sabré estar en mi sitio —le aseguró.

—Monseñor Montini me ha indicado que no es necesario que espere usted al señor Lienart. Puede regresar a sus quehaceres.

—Así lo haré —replicó Bibbiena algo molesto por la despedida.

—Sígame, por favor —invitó el secretario a Lienart.

Los dos hombres recorrieron varios pasillos hasta llegar a una gran puerta protegida por dos soldados de la Guardia Noble vestidos con uniforme de gala y coraza. El secretario golpeó levemente la gran puerta de madera con los nudillos. Una voz al otro lado indicó que podían entrar.

—¿Monseñores? Les presento al señor August Lienart.

Los dos poderosos miembros de la curia no hicieron caso al recién llegado. Permanecieron en un lado del gran despacho revisando varios documentos que una religiosa les iba dando.

Para el joven Lienart, la espera se hacía casi insoportable. Se sentía incomodo allí de pie, con la corbata apretándole la nuez y sin saber qué decir.

—Joven, acérquese, acérquese —le invitó Tardini.

Lienart tomó la mano de los dos religiosos y besó los anillos que portaban.

—Ah, querido joven, su amigo, el padre Bibbiena, nos ha informado de que está usted estudiando en el seminario de Fontfroide —dijo Montini.

—Así es, monseñor. Comencé mis estudios en Passau, pero la guerra me obligó a trasladarme a Fontfroide. Espero poder ser ordenado allí algún día.

—Siga usted así y, más temprano que tarde, podrá usted ser ordenado y permanecer cerca de Su Santidad. Siéntese aquí, Lienart. Siéntese aquí a nuestro lado —invitó Tardini mientras golpeaba con la palma un sofá cercano a él—. Por lo que veo, ha realizado usted una gran obra para la Santa Sede y siempre estaremos en deuda con usted, joven.

—Monseñor, yo sólo he servido a Dios y al Santo Padre, a quien deseo seguir sirviendo con orgullo y honor —balbuceó Lienart.

—Muy bien, joven Lienart, muy bien. Pero si no modera su orgullo, éste se puede convertir en su mayor castigo —le advirtió Montini.

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