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Authors: Gabriel García Márquez

El otoño del patriarca (8 page)

BOOK: El otoño del patriarca
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ahogadas y no sobresalían sino las torres de la catedral, el foco del faro, las terrazas de sol de las mansiones de cal y canto del barrio de los virreyes, las islas dispersas de las colinas del antiguo puerto negrero donde estaban acampados los náufragos del huracán, los últimos sobrevivientes incrédulos que contemplamos el paso silencioso de la barcaza pintada con los colores de la bandera por entre los sargazos de los cuerpos inertes de las gallinas, vimos los ojos tristes, los labios mustios, la mano pensativa que hacía señales de cruces de bendición para que cesaran las lluvias y brillara el sol, y devolvió la vida a las gallinas ahogadas, y ordenó que bajaran las aguas y las aguas bajaron. En medio de las campanas de júbilo, los cohetes de fiesta, las músicas de gloria con que se celebró la primera piedra de la reconstrucción, y en medio de los gritos de la muchedumbre que se concentró en la Plaza de Armas para glorificar al benemérito que puso en fuga al dragón del huracán, alguien lo agarró por el brazo para sacarlo al balcón pues ahora más que nunca el pueblo necesita su palabra de aliento, y antes de que pudiera evadirse sintió el clamor unánime que se le metió en las entrañas como un viento de mala mar, que viva el macho, pues desde el primer día de su régimen conoció el desamparo de ser visto por toda una ciudad al mismo tiempo, se le petrificaron las palabras, comprendió en un destello de lucidez mortal que no tenía valor ni lo tendría jamás para asomarse de cuerpo entero al abismo de las muchedumbres, de modo que en la Plaza de Armas sólo percibimos la imagen efímera de siempre, el celaje de un anciano inasible vestido de lienzo que impartió una bendición silenciosa desde el balcón presidencial y desapareció al instante, pero aquella visión fugaz nos bastaba para sustentar la confianza de que él estaba ahí, velando nuestra vigilia y nuestro sueño bajo los tamarindos históricos de la mansión de los suburbios, estaba absorto en el mecedor de mimbre, con el vaso de limonada intacto en la mano oyendo el ruido de los granos de maíz que su madre Bendición Alvarado venteaba en la totuma, viéndola a través de la reverberación del calor de las tres cuando agarró una gallina cenicienta y se la metió debajo del trazo y le torcía el pescuezo con una cierta ternura mientras me decía con una voz de madre mirándome a los ojos que te estás volviendo tísico de tanto pensar sin alimentarte bien, quédate a comer esta noche, le suplicó, tratando de seducirlo con la tentación de la gallina estrangulada que sostenía con ambas manos para que no se le escapara en los estertores de la agonía, y él dijo que está bien, madre, me quedo, se quedaba hasta el anochecer con los ojos cerrados en el mecedor de mimbre, sin dormir, arrullado por el suave olor de la gallina hirviendo en la olla, pendiente del curso de nuestras vidas, pues lo único que nos daba seguridad sobre la tierra era la certidumbre de que él estaba ahí, invulnerable a la peste y al ciclón, invulnerable a la burla de Manuela Sánchez, invulnerable al tiempo, consagrado a la dicha mesiánica de pensar para nosotros, sabiendo que nosotros sabíamos que él no había de tomar por nosotros ninguna de terminación que no tuviera nuestra medida, pues él no había sobrevivido a todo por su valor inconcebible ni por su infinita prudencia sino porque era el único de nosotros que conocía el tamaño real de nuestro destino, y hasta ahí había llegado, madre, se había sentado a descansar al término de un arduo viaje en la última piedra histórica de la remota frontera oriental donde estaban esculpidos el nombre y las fechas del último soldado muerto en defensa de la integridad de la patria, había visto la ciudad lúgubre y glacial de la nación contigua, vio la llovizna eterna, la bruma matinal con olor de hollín, los hombres vestidos de etiqueta en los tranvías eléctricos, los entierros de alcurnia en las carrozas góticas de percherones blancos con morriones de plumas, los niños durmiendo envueltos en periódicos en el atrio de la catedral, carajo, qué gente tan rara, exclamó, parecen poetas, pero no lo eran, mi general, son los godos en el poder, le dijeron, y había vuelto de aquel viaje exaltado por la revelación de que no hay nada igual a este viento de guayabas podridas y este fragor de mercado y este hondo sentimiento de pesadumbre al atardecer de esta patria de miseria cuyos linderos no había de trasponer jamás, y no porque tuviera miedo de moverse de la silla en que estaba sentado, según decían sus enemigos, sino porque un hombre es como un árbol del monte, madre, como los animales del monte que no salen de la guarida sino para comer, decía, evocando con la lucidez mortal del duermevela de la siesta el soporífero jueves de agosto de hacía tantos años en que se atrevió a confesar que conocía los límites de su ambición, se lo había revelado a un guerrero de otras tierras y otra época a quien recibió a solas en la penumbra ardiente de la oficina, era un joven tímido, aturdido por la soberbia y señalado desde siempre por el estigma de la soledad, que había permanecido inmóvil en la puerta sin decidirse a franquearla hasta que sus ojos se acostumbraron a la penumbra perfumada por un brasero de glicinas en el calor y pudo distinguirlo a él sentado en la poltrona giratoria con el puño inmóvil en la mesa desnuda, tan cotidiano y descolorido que no tenía nada que ver con su imagen pública, sin escolta y sin armas, con la camisa empapada por un sudor de hombre mortal y con hojas de salvia pegadas en las sienes para el dolor de cabeza, y sólo cuando me convencí de la verdad increíble de que aquel anciano herrumbroso era el mismo ídolo de nuestra niñez, la encarnación más pura de nuestros sueños de gloria, sólo entonces entró en el despacho y se presentó con su nombre hablando con la voz clara y firme de quien espera ser reconocido por sus actos, y él me estrechó la mano con una mano dulce y mezquina, una mano de obispo, y le prestó una atención asombrada a los sueños fabulosos del forastero que quería armas y solidaridad para una causa que es también la suya, excelencia, quería asistencia logística y sustento político para una guerra sin cuartel que barriera de una vez por todas con los regímenes conservadores desde Alaska hasta la Patagonia, y él se sintió tan conmovido con su vehemencia que le había preguntado por qué andas en esta vaina, carajo, por qué te quieres morir, y el forastero le había respondido sin un vestigio de pudor que no hay gloria más alta que morir por la patria, excelencia, y él le replicó sonriendo de lástima que no seas pendejo, muchacho, la patria es estar vivo, le dijo, es esto, le dijo, y abrió el puño que tenía apoyado en la mesa y le mostró en la palma de la mano esta bolita de vidrio que es algo que se tiene o no se tiene, pero que sólo el que la tiene la tiene, muchacho, esto es la patria, dijo, mientras lo despedía con palmaditas en la espalda sin darle nada, ni siquiera el consuelo de una promesa, y al edecán que le cerró la puerta le ordenó que no volvieran a molestar a ese hombre que acaba de salir, ni siquiera pierdan el tiempo vigilándolo, dijo, tiene fiebre en los cañones, no sirve. Nunca volvimos a oírle aquella frase hasta después del ciclón cuando proclamó una nueva amnistía para los presos políticos y autorizó el regreso de todos los desterrados salvo los hombres de letras, por supuesto, ésos nunca, dijo, tienen fiebre en los cañones como los gallos finos cuando están emplumando de modo que no sirven para nada sino cuando sirven para algo, dijo, son peores que los políticos, peores que los curas, imagínense, pero que vengan los demás sin distinción de color para que la reconstrucción de la patria sea una empresa de todos, para que nadie se quedara sin comprobar que él era otra vez el dueño de todo su poder con el apoyo feroz de unas fuerzas armadas que habían vuelto a ser las de antes desde que él repartió entre los miembros del mando supremo los cargamentos de vituallas y medicinas y los materiales de asistencia pública de la ayuda exterior, desde que las familias de sus ministros hacían domingos de playa en los hospitales desarmables y las tiendas de campaña de la Cruz Roja, le vendían al ministerio de la salud los cargamentos de plasma sanguíneo, las toneladas de leche en polvo que el ministerio de salud le volvía a vender por segunda vez a los hospitales de pobres, los oficiales del estado mayor cambiaron sus ambiciones por los contratos de las obras públicas y los programas de rehabilitación emprendidos con el empréstito de emergencia que concedió el embajador Warren a cambio del derecho de pesca sin límites de las naves de su país en nuestras aguas territoriales, qué carajo, sólo el que la tiene la tiene, se decía, acordándose de la canica de colores que le mostró a aquel pobre soñador de quien nunca se volvió a saber, tan exaltado con la empresa de la reconstrucción que se ocupaba de viva voz y de cuerpo presente hasta de los detalles más Ínfimos como en los tiempos originales del poder, chapaleaba en los pantanos de las calles con un sombrero y unas botas de cazador de patos para que no se hiciera una ciudad distinta de la que él había concebido para su gloria en sus sueños de ahogado solita rio, ordenaba a los ingenieros que me quiten esas casas de aquí y me las pongan allá donde no estorben, las quitaban, que levanten esa torre dos metros más para que puedan verse los barcos de altamar, la levantaban, que me volteen al revés el curso de este río, lo volteaban, sin un tropiezo, sin un vestigio de desaliento, y andaba tan aturdido con aquella restauración febril, tan absorto en su empeño y tan desentendido de otros asuntos menores del estado que se dio de bruces contra la realidad cuando un edecán distraído le comentó por error el problema de los niños y él preguntó desde las nebulosas que cuáles niños, los niños mi general, pero cuáles carajo, porque hasta entonces le habían ocultado que el ejército mantenía bajo custodia secreta a los niños que sacaban los números de la lotería por temor de que contaran por qué ganaba siempre el billete presidencial, a los padres que reclamaban les contestaron que no era cierto mientras concebían una respuesta mejor, les decían que eran infundios de apátridas, calumnias de la oposición; y a los que se amotinaron frente a un cuartel los rechazaron con cargas de mortero y hubo una matanza pública que también le habíamos ocultado para no molestarlo mi general, pues la verdad es que los niños estaban encerrados en las bóvedas de la fortaleza del puerto, en las mejores condiciones, con un ánimo excelente y muy buena salud, pero la vaina es que ahora no sabemos qué hacer con ellos mi general, y eran como dos mil. El método infalible para ganar se la lotería se le había ocurrido a él sin buscarlo, observando los números damasquinados de las bolas de billar, y había sido una idea tan sencilla y deslumbrante que él mismo no podía creerlo cuando vio la muchedumbre ansiosa que desbordaba la Plaza de Armas desde el mediodía sacando las cuentas anticipadas del milagro bajo el sol abrasante con clamores de gratitud y letreros pintados de gloria eterna al magnánimo que reparte la felicidad, vinieron músicos y maromeros, cantinas y fritangas, ruletas anacrónicas y descoloridas loterías de animales, escombros de otros mundo y otros tiempos que merodeaban en los contornos de la fortuna tratando de medrar con las migajas de tantas ilusiones, abrieron el balcón a las tres, hicieron subir tres niños menores de siete años escogidos al azar por la propia muchedumbre para que no hubiera dudas de la honradez del método, le entregaban a cada niño un talego de un color distinto después de comprobar ante testigos calificados que había diez bolas de billar numeradas del uno al cero dentro de cada talego, atención, señoras y señores, la multitud no respiraba, cada niño con los ojos vendados va a sacar una bola de cada talego, primero el niño del talego azul, luego el del rojo y por último el del amarillo, uno después del otro los tres niños metían la mano en su talego, sentían en el fondo nueve bolas iguales y una bola helada, y cumpliendo la orden que les habíamos dado en secreto cogían la bola helada, se la mostraban a la muchedumbre, la cantaban, y así sacaban las tres bolas mantenidas en hielo durante varios días con los tres números del billete que él se había reservado, pero nunca pensamos que los niños podían contarlo mi general, se nos había ocurrido tan tarde que no tuvieron otro recurso que esconderlos de tres en tres, y luego de cinco en cinco, y luego de veinte en veinte, imagínese mi general, pues tirando del hilo del enredo él acabó por descubrir que todos los oficiales del mando supremo de las fuerzas de tierra mar y aire estaban implicados en la pesca milagrosa de la lotería nacional, se enteró de que los primeros niños subieron al balcón con la anuencia de sus padres e inclusive entrenados por ellos en la ciencia ilusoria de conocer al tacto los números damasquinados en marfil, pero que a los siguientes los hicieron subir a la fuerza porque se había divulgado el rumor de que los niños que subían una vez no volvían a bajar, sus padres los escondían, los sepultaban vivos mientras pasaban las patrullas de asalto que los buscaban a medianoche, las tropas de emergencia no acordonaban la Plaza de Armas para encauzar el delirio público, como a él le decían, sino para tener a raya a las muchedumbres que arriaban como recuas de ganado con amenazas de muerte, los diplomáticos que habían solicitado audiencia para mediar en el conflicto tropezaron con el absurdo de que los propios funcionarios les daban como ciertas las leyendas de sus enfermedades raras, que él no podía recibirlos porque le habían proliferado sapos en la barriga, que no podía dormir sino de pie para no lastimarse con las crestas de iguana que le crecían en las vértebras, le habían escondido los mensajes de protestas y súplicas del mundo entero, le habían ocultado un telegrama del Sumo Pontífice en el que se expresaba nuestra angustia apostólica por el destino de los inocentes, no había espacio en las cárceles para más padres rebeldes mi general, no había más niños para el sorteo del lunes, carajo, en qué vaina nos hemos metido. Con todo, él no midió la verdadera profundidad del abismo mientras no vio a los niños atascados como reses de matadero en el patio interior de la fortaleza del puerto, los vio salir de las bóvedas como una estampida de cabras ofuscadas por el deslumbramiento solar después de tantos meses de terror nocturno, se extraviaron en la luz, eran tantos al mismo tiempo que él no los vio como dos mil criaturas separadas sino
como un inmenso animal sin forma que exhalaba un tufo impersonal de pellejo asoleado y hacía un rumor de aguas profundas y cuya naturaleza múltiple lo ponía a salvo de la destrucción, porque no era posible acabar con semejante cantidad de vida sin dejar un rastro de horror que había de darle la vuelta a la tierra, carajo, no había nada que hacer, y con aquella convicción reunió al mando supremo, catorce comandantes trémulos que nunca fueron tan temibles porque nunca estuvieron tan asustados, se tomó todo su tiempo para escrutar los ojos de cada uno, uno por uno, y entonces comprendió que estaba solo contra todos, así que permaneció con la cabeza erguida, endureció la voz, los exhortó a la unidad ahora más que nunca por el buen nombre y el honor de las fuerzas armadas, los absolvió de toda culpa con el puño cerrado sobre la mesa para que no le conocieran el temblor de la incertidumbre y les ordenó en consecuencia que continuaran en sus puestos cumpliendo con sus deberes con tanto celo y tanta autoridad como siempre lo habían hecho, porque mi decisión superior e irrevocable es que aquí no ha pasado nada, se suspende la sesión, yo respondo. Como simple medida de precaución sacó a los niños de la fortaleza del puerto y los mandó en furgones nocturnos a las regiones menos habitadas del país mientras él se enfrentaba al temporal desatado por la declaración oficial y solemne de que no era cierto, no sólo no había niños en poder de las autoridades sino que no quedaba un solo preso de ninguna clase en las cárceles, el infundio del secuestro masivo era una infamia de apátridas para turbar los ánimos, las puertas del país están abiertas para que se establezca la verdad, que vengan a buscarla, vinieron, vino una comisión de la Sociedad de Naciones que removió las piedras más ocultas del país e interrogó como quiso a quienes quiso con tanta minuciosidad que Bendición Alvarado había de preguntar quiénes eran aquellos intrusos vestidos de espiritistas que entraron en su casa buscando dos mil niños debajo de las camas, en el canasto de la costura, en los fraseos de pinceles, y que al final dieron fe pública de que habían encontrado las cárceles clausuradas, la patria en paz, cada cosa en su puesto, y no habían hallado ningún indicio para confirmar la suspicacia pública de que se hubieran o se hubiese violado de intención o de obra por acción u omisión los principios de los derechos humanos, duerma tranquilo, general, se fueron, él los despidió desde la ventana con un pañuelo de orillas bordadas y con la sensación de alivio de algo que terminaba para siempre, adiós, pendejos, mar tranquilo y próspero viaje, suspiró, se acabó la vaina, pero el general Rodrigo de Aguilar le recordó que no, que la vaina no se había acabado porque aún quedan los niños mi general, y él se dio una palmada en la frente, carajo, lo había olvidado por completo, qué hacemos con los niños. Tratando de liberarse de aquel mal pensamiento mientras se le ocurría una fórmula drástica había hecho que sacaran a los niños del escondite de la selva y los llevaran en sentido contrario a las provincias de las lluvias perpetuas donde no hubiera vientos infidentes que divulgaran sus voces, donde los animales de la tierra se pudrían caminando y crecían lirios en las palabras y los pulpos nadaban entre los árboles, había ordenado que los llevaran a las grutas andinas de las nieblas perpetuas para que nadie supiera dónde estaban, que los cambiaran de los turbios noviembres de putrefacción a los febreros de días horizontales para que nadie supiera cuándo estaban, les mandó perlas de quinina y mantas de lana cuando supo que tiritaban de calenturas porque estuvieron días y días escondidos en los arrozales con el lodo al cuello para que no los descubrieran los aeroplanos de la Cruz Roja, había hecho teñir de colorado la claridad del sol y el resplandor de las estrellas para curarles la escarlatina, los había hecho fumigar desde el aire con polvos de insecticida para que no se los comiera el pulgón de los platanales, les mandaba lluvias de caramelos y nevadas de helados de crema desde los aviones y paracaídas cargados de juguetes de Navidad para tenerlos contentos mientras se le ocurría una solución mágica, y así se fue poniendo a salvo del maleficio de su memoria, los olvidó, se sumergió en la ciénaga desolada de incontables noches iguales de sus insomnios domésticos, oyó los golpes de metal de las nueve, sacó las gallinas que dormían en las cornisas de la casa civil y las llevó al gallinero, no había acabado de contar los animales dormidos en los andamios cuando entró una mulata de servicio a recoger los huevos, sintió la resolana de su edad, el rumor de su corpiño, se le echó encima, tenga cuidado general, murmuró ella, temblando, se van a romper los huevos, que se rompan, qué carajo, dijo él, la tumbó de un zarpazo sin desvestirla ni desvestirse turbado por las ansias de fugarse de la gloria inasible de este martes nevado de mierdas verdes de animales dormidos, resbaló, se despeñó en el vértigo ilusorio de un precipicio surcado por franjas lívidas de evasión y efluvios de sudor y suspiros de mujer brava y engañosas amenazas de olvido, iba dejando en la caída la curva del retintineo anhelante de la estrella fugaz de la espuela de oro, el rastro de caliche de su resuello de marido urgente, su llantito de perro, su terror de existir a través del destello y el trueno silencioso de la deflagración instantánea de la centella de la muerte, pero en el fondo del precipicio estaban otra vez los rastrojos cagados, el sueño insomne de las gallinas, la aflicción de la mulata que se incorporó con el traje embarrado de la melaza amarilla de las yemas lamentándose de que ya ve lo que le dije general, se rompieron los huevos, y él rezongó tratando de domar la rabia de otro amor sin amor, apunta cuántos eran, le dijo, te los descuento de tu sueldo, se fue, eran las diez, examinó una por una las encías de las vacas en los establos, vio a una de sus mujeres descuartizada de dolor en el suelo de su barraca y vio a la comadrona que le sacó de las entrañas una criatura humeante con el cordón umbilical enrollado en el cuello, era un varón, qué nombre le ponemos mi general, el que les dé la gana, contestó, eran las once, como todas las noches de su régimen contó los centinelas, revisó las cerraduras, tapó las jaulas de los pájaros, apagó las luces, eran las doce, la patria estaba en paz, el mundo dormía, se dirigió al dormitorio por la casa en tinieblas a través de las aspas de luz de los amaneceres fugaces de las vueltas del faro, colgó la lámpara de salir corriendo, pasó las tres aldabas, los tres cerrojos, los tres pestillos, se sentó en la letrina portátil y mientras exprimía su orina exigua acariciaba al niño inclemente del testículo herniado hasta que se le enderezó la torcedura, se le durmió en la mano, cesó el dolor, pero volvió al instante con un relámpago de pánico cuando entró por la ventana el ramalazo de un viento de más allá de los confines de los desiertos de salitre y esparció en el dormitorio el aserrín de una canción de muchedumbres tiernas que preguntaban por un caballero que se fue a la guerra que suspiraban qué dolor qué pena que se subieron a una torre para ver que viniera que lo vieron volver que ya volvió que bueno en una caja de terciopelo qué dolor qué duelo, y era un coro de voces tan numerosas y distantes que él se hubiera dormido con la ilusión de que estaban cantando las estrellas, pero se incorporó iracundo, ya no más, carajo, gritó, o ellos o yo, gritó, y fueron ellos, pues antes del amanecer ordenó que metieran a los niños en una barcaza cargada de cemento, los llevaron cantando hasta los límites de las aguas territoriales, los hicieran volar con una carga de dinamita sin darles tiempo de sufrir mientras seguían cantando, y cuando los tres oficiales que ejecutaron el crimen se cuadraron frente a él con la novedad mi general de que su orden había sido cumplida, los ascendió dos grados y les impuso la medalla de la lealtad, pero luego los hizo fusilar sin honor como a delincuentes comunes porque hay órdenes que se pueden dar pero no se pueden cumplir, carajo, pobres criaturas. Experiencias tan duras como ésa confirmaban su muy antigua certidumbre de que el enemigo más temible estaba dentro de uno mismo en la confianza del corazón, que los propios hombres que él armaba y engrandecía para que sustentaran su régimen acaban tarde o temprano por escupir la mano que les daba de comer, él los aniquilaba de un zarpazo, sacaba a otros de la nada, los ascendía a los grados más altos señalándolos con el dedo según los impulsos de su inspiración, tú a capitán, tú a coronel, tú a general, y todos los demás a tenientes, qué carajo, los veía crecer dentro del uniforme hasta reventar las costuras, los perdía de vista, y una casualidad como el descubrimiento de dos mil niños secuestrados le permitía descubrir que no era sólo un hombre el que le había fallado sino todo el mando supremo de unas fuerzas armadas que nada más me sirven para aumentar el gasto de leche y a la hora de las vainas se cagan en el plato en que acaban de comer, yo que los parí a todos, carajo, me los saqué de las costillas, había conquistado para ellos el respeto y el pan, y sin embargo no tenía un instante de sosiego tratando de ponerse a salvo de su ambición, a los más peligrosos los mantenía más cerca para vigilarlos mejor, a los menos audaces los mandaba a guarniciones de frontera, por ellos había aceptado la ocupación de los infantes de marina, madre, y no para combatir la fiebre amarilla como había escrito el embajador Thompson en el comunicado oficial, ni para que lo protegieran de la inconformidad pública, como decían los políticos desterrados, sino para que enseñaran a ser gente decente a nuestros militares, y así fue, madre, a cada quien lo suyo, ellos los enseñaron a caminar con zapatos, a limpiarse con papel, a usar preservativos, fueron ellos quienes me enseñaron el secreto de mantener servicios paralelos para fomentar rivalidades de distracción entre la gente de armas, me inventaron la oficina de seguridad del estado, la agencia general de investigación, el departamento nacional de orden público y tantas otras vainas que ni yo mismo las recordaba, organismos iguales que él hacía aparecer como distintos para reinar con mayor sosiego en medio de la tormenta haciéndoles creer a unos que estaban vigilados por los otros, revolviéndoles con arena de playa la pólvora de los cuarteles y embrollando la verdad de sus intenciones con simulacros de la verdad contraria, y sin embargo se alzaban, él irrumpía en los cuarteles masticando espumarajos de bilis, gritando que se aparten cabrones que aquí viene el que manda ante el espanto de los oficiales que hacían pruebas de puntería con mis retratos, que los desarmen, ordenó sin detenerse pero con tanta autoridad de rabia en la voz que ellos mismos se desarmaron, que se quiten esa ropa de hombres, ordenó, se la quitaron, se alzó la base de San Jerónimo mi general, él entró por la puerta grande arrastrando sus grandes patas de anciano dolorido a través de una doble fila de guardias insurrectos que le rindieron honores de general jefe supremo, apareció en la sala del comando rebelde, sin escolta, sin un arma, pero gritando con una deflagración de poder que se tiren bocabajo en el suelo que aquí llegó el que todo lo puede, a tierra, malparidos, diecinueve oficiales de estado mayor se tiraron en el suelo, bocabajo, los pasearon comiendo tierra por los pueblos del litoral para que vean cuánto vale un militar sin uniforme, hijos de puta, oyó por encima de los otros gritos del cuartel alborotado sus propias órdenes inapelables de que fusilen por la espalda a los promotores de la rebelión, exhibieron los cadáveres colgados por los tobillos a sol y sereno para que nadie se quedara sin saber cómo terminan los que escupen a Dios, matreros, pero la vaina no se acababa con esas purgas sangrientas porque al menor descuido se volvía a encontrar con la amenaza de aquella parásita tentacular que creía haber arrancado de raíz y que volvía a proliferar en las galernas de su poder, a la sombra de los privilegios forzosos y las migajas de autoridad y la confianza de interés que debía acordarles a los oficiales más bravos aun contra su propia voluntad porque le era imposible mantenerse sin ellos pero también con ellos, condenado para siempre a vivir respirando el mismo aire que lo asfixiaba, carajo, no era justo, como tampoco era posible vivir con el sobresalto perpetuo de la pureza de mi compadre el general Rodrigo de Aguilar que había entrado en mi oficina con una cara de muerto ansioso de saber qué pasó con aquellos dos mil niños de mi premio mayor que todo el mundo dice que los hemos ahogado en el mar, y él dijo sin inmutarse que no creyera en infundios de apátridas, compadre, los niños están creciendo en paz de Dios, le dijo, todas las noches los oigo cantar por ahí, dijo, señalando con un círculo amplio de la mano un lugar indefinido del universo, y al propio embajador Evans lo dejó envuelto en un aura de incertidumbre cuando le contestó impasible que no sé de qué niños me está hablando si el propio delegado de su país ante la Sociedad de Naciones había dado fe pública de que estaban completos y sanos los niños en las escuelas, qué carajo, se acabó la vaina, y sin embargo no pudo impedir que los despertaran a medianoche con la novedad mi general de que se habían alzado las dos guarniciones más grandes del país y además el cuartel del Conde a dos cuadras de la casa presidencial, una insurrección de las más temibles encabezada por el general Bonivento Barboza que se había atrincherado con mil quinientos hombres de tropa muy bien armados y bien abastecidos con pertrechos comprados de contrabando a través de cónsules adictos a los políticos de oposición, de modo que las cosas no están para chuparse el dedo mi general, ahora sí nos llevó el carajo. En otra época, aquella subversión volcánica habría sido un estímulo para su pasión por el riesgo, pero él sabía mejor que nadie cuál era el peso verdadero de su edad, que apenas si le alcanzaba la voluntad para resistir a los estragos de su mundo secreto, que en las noches de invierno no conseguía dormir sin antes aplacar en el cuenco de la mano con un arrullo de ternura de duérmete mi cielo al niño de silbidos de dolor del testículo herniado, que se le iban los ánimos sentado en el retrete empujando su alma gota a gota como a través de un filtro entorpecido por el verdín de tantas noches de orinar solitario, que se le descosían los recuerdos, que no acertaba a ciencia cierta a conocer quién era quién, ni de parte de

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