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Authors: Gabriel García Márquez

El otoño del patriarca (9 page)

BOOK: El otoño del patriarca
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quién, a merced de un destino ineludible en aquella casa de lástima que hace tiempo hubiera cambiado por otra, lejos de aquí, en cualquier moridero de indios donde nadie supiera que había sido presidente único de la patria durante tantos y tan largos años que ni él mismo los había contado, y sin embargo, cuando el general Rodrigo de Aguilar se ofreció como mediador para negociar un compromiso decoroso con la subversión no se encontró con el anciano lelo que se quedaba dormido en las audiencias sino con el antiguo carácter de bisonte que sin pensarlo un instante contestó que ni de vainas, que no se iba, aunque no era cuestión de irse o de no irse sino que todo está contra nosotros mi general, hasta la iglesia, pero él dijo que no, la iglesia está con el que manda, dijo, los generales del mando supremo reunidos desde hacía 48 horas no habían logrado ponerse de acuerdo, no importa dijo él, ya verás cómo se deciden cuando sepan quién les paga más, los dirigentes de la oposición civil habían dado por fin la cara y conspiraban en plena calle, mejor, dijo él, cuelga uno en cada farol de la Plaza de Armas para que sepan quién es el que todo lo puede, no hay caso mi general, la gente está con ellos, mentira, dijo él, la gente está conmigo, de modo que de aquí no me sacan sino muerto, decidió, golpeando la mesa con su ruda mano de doncella como sólo lo hacía en las decisiones finales, y se durmió hasta la hora del ordeño en que encontró la sala de audiencia convertida en un muladar, pues los insurrectos del cuartel del Conde habían catapultado piedras que no dejaron un vidrio intacto en la galería oriental y pelotas de candela que se metían por las ventanas rotas y mantuvieron la población de la casa en situación de pánico durante la noche entera, si usted lo hubiera visto mi general, no hemos pegado el ojo corriendo de un lado para otro con mantas y galones de agua para sofocar los pozos de fuego que se prendían en los rincones menos pensados, pero él apenas si ponía atención, ya les dije que no les hagan caso, decía, arrastrando sus patas de tumba por los corredores de cenizas y piltrafas de alfombras y gobelinos chamuscados, pero van a seguir, le decían, habían mandado a decir que las bolas en llamas eran sólo una advertencia, que después vendrán las explosiones mi general, pero él atravesó el jardín sin hacer caso de nadie, aspiró en las últimas sombras el rumor de las rosas acabadas de nacer, el desorden de los gallos en el viento del mar, qué hacemos general, ya les dije que no les hagan caso, carajo, y se fue como todos los días a esa hora a vigilar el ordeño, de modo que los insurrectos del cuartel del Conde vieron aparecer como todos los días a esa hora la carreta de mulas con los seis toneles de leche del establo presidencial, y estaba en el pescante el mismo carretero de toda la vida con el mensaje hablado de que aquí les manda esta leche mi general aunque sigan escupiendo la mano que les da de comer, lo gritó con tanta inocencia que el general Bonivento Barboza ordenó recibir la leche con la condición de que antes la probara el carretero para estar seguros de que no estaba envenenada, y entonces se abrieron los portones de hierro y los mil quinientos rebeldes asomados a los balcones interiores vieron entrar la carreta hasta el centro del patio empedrado, vieron el ordenanza que subió al pescante con un jarro y un cucharón para darle a probar la leche al carretero, lo vieron destapar el primer tonel, lo vieron flotando en el remanso efímero de una deflagración deslumbrante, y no vieron nada más por los siglos de los siglos en el calor volcánico del lúgubre edificio de argamasa amarilla en el que no hubo jamás una flor, cuyos escombros quedaron suspendidos un instante en el aire por la explosión tremenda de los seis toneles de dinamita. Ya está, suspiró él en la casa presidencial, estremecido por el aliento sísmico que desbarató cuatro casas más alrededor del cuartel y rompió la cristalería nupcial de las alacenas hasta en los extramuros de la ciudad, ya está, suspiró, cuando los furgones de la basura sacaron de los patios de la fortaleza del puerto los cadáveres de dieciocho oficiales que fueron fusilados de dos en fondo para economizar munición, ya está, suspiró, cuando el comandante Rodrigo de Aguilar se cuadró frente a él con la novedad mi general de que no quedaba otra vez en las cárceles un espacio más para presos políticos, ya está, suspiró, cuando empezaron las campanas de júbilo, los cohetes de fiesta, las músicas de gloria que anunciaron el advenimiento de otros cien años de paz, ya está, carajo, se acabó la vaina, dijo, y se quedó tan convencido, tan descuidado de sí mismo, tan negligente de su seguridad personal que una mañana atravesaba el patio de regreso del ordeño y le falló el instinto para ver a tiempo al falso leproso de aparición que se alzó de entre los rosales para cerrarle el paso en la lenta llovizna de octubre y sólo vio demasiado tarde el destello instantáneo del revólver pavonado, el índice trémulo que empezó a apretar el gatillo cuando él gritó con los brazos abiertos ofreciéndole el pecho, atrévete cabrón, atrévete, deslumbrado por el asombro de que su hora había llegado contra las premoniciones más lúcidas de los lebrillos, dispara si es que tienes cojones, gritó, en el instante imperceptible de vacilación en que se encendió una estrella lívida en el cielo de los ojos del agresor, se marchitaron sus labios, le tembló la voluntad, y entonces él le descargó los dos puños de mazos en los tímpanos, lo tumbó en seco, lo aturdió en el suelo con una patada de mano de pilón en la mandíbula, oyó desde otro mundo el alboroto de la guardia que acudió a sus gritos, pasó a través de la deflagración azul del trueno continuo de las cinco explosiones del falso leproso retorcido en un charco de sangre que se había disparado en el vientre las cinco balas del revólver para que no lo agarraran vivo los interrogadores temibles de la guardia presidencial, oyó sobre los otros gritos de la casa alborotada sus propias órdenes inapelables de que descuartizaran el cadáver para escarmiento, lo hicieron tasajo, exhibieron la cabeza macerada con sal de piedra en la Plaza de Armas, la pierna derecha en el confín oriental de Santa María del Altar, la izquierda en el occidente sin límites de los desiertos de salitre, un brazo en los páramos, el otro en la selva, los pedazos del tronco fritos en manteca de cerdo y expuestos a sol y sereno hasta que se quedaron en el hueso pelado a todo lo ancho y a todo lo azaroso y difícil de este burdel de negros para que nadie se quedara sin saber cómo terminan los que levantan la mano contra su padre, y todavía verde de rabia se fue por entre los rosales que la guardia presidencial expulgaba de leprosos a punta de bayoneta para ver si por fin dan la cara, matreros, subió a la planta principal apartando a patadas a los paralíticos a ver si al fin aprenden quién fue el que les puso a parir sus madres, hijos de puta, atravesó los corredores gritando que se quiten carajo que aquí viene el que manda por entre el pánico de los oficinistas y los aduladores impávidos que lo proclamaban el eterno, dejó a lo largo de la casa el rastro del reguero de piedras de su resuello de horno, desapareció en la sala de audiencias como un relámpago fugitivo hacia los aposentos privados, entró en el dormitorio, cerró las tres aldabas, los tres pestillos, los tres cerrojos, y se quitó con la punta de los dedos los pantalones que llevaba puestos ensopados de mierda. No conoció un instante de descanso husmeando en su contorno para encontrar al enemigo oculto que había armado al falso leproso, pues sentía que era alguien al alcance de su mano, alguien tan próximo a su vida que conocía los escondrijos de su miel de abejas, que tenía ojos en las cerraduras y oídos en las paredes a toda hora y en todas partes como mis retratos, una presencia voluble que silbaba en los alisios de enero y lo reconocía desde el rescoldo de los jazmines en las noches de calor, que lo persiguió durante meses y meses en el espanto de los insomnios arrastrando sus pavorosas patas de aparecido por los cuartos mejor traspuestos de la casa en tinieblas, hasta una noche de dominó en que vio el presagio materializado en una mano pensativa que cerró el juego con el doble cinco, y fue como si una voz interior le hubiera revelado que aquella mano era la mano de la traición, carajo, éste es, se dijo perplejo, y entonces levantó la vista a través del chorro de luz de la lámpara colgada en el centro de la mesa y se encontró con los hermosos ojos de artillero de mi compadre del alma el general Rodrigo de Aguilar, qué vaina, su brazo fuerte, su cómplice sagrado, no era posible, pensaba, tanto más dolorido cuanto más a fondo descifraba la urdimbre de las falsas verdades con que lo habían entretenido durante tantos años para ocultar la verdad brutal de que mi compadre de toda la vida estaba al servicio de los políticos de fortuna que él había sacado por conveniencia de los trasfondos más oscuros de la guerra federal y los había enriquecido y abrumado de privilegios fabulosos, se había dejado usar por ellos, les había tolerado que se sirvieran de él para encumbrarse hasta donde no lo soñó la antigua aristocracia barrida por el aliento irresistible de la ventolera liberal, y todavía querían más, carajo, querían el sitio de elegido de Dios que él se había reservado, querían ser yo, malparidos, con el camino alumbrado por la lucidez glacial y la prudencia infinita del hombre que más confianza y más autoridad había logrado acumular bajo su régimen valiéndose de la privanza de ser la única persona de quien él aceptaba papeles para firmar, lo hacía leer en voz alta las órdenes ejecutivas y las leyes ministeriales que sólo yo podía expedir, le indicaba las enmiendas, firmaba con la huella del pulgar y ponía debajo el sello del anillo que entonces guardaba en una caja fuerte cuya combinación no conocía nadie más que él, a su salud, compadre, le decía siempre al entregarle los papeles firmados, ahí tiene para que se limpie, le decía riendo, y era así como el general Rodrigo de Aguilar había logrado establecer otro sistema de poder dentro del poder tan dilatado y fructífero como el mío, y no contento con eso había promovido en la sombra la insurrección del cuartel del Conde con la complicidad y la asistencia sin reservas del embajador Norton, su compinche de putas holandesas, su maestro de esgrima, que había pasado la munición de contrabando en barriles de bacalao de Noruega amparados por la franquicia diplomática mientras me embalsamaba en la mesa de dominó con las velas de incienso de que no había gobierno más amigo, ni más justo y ejemplar que el mío, y eran también ellos quienes habían puesto el revólver en la mano del falso leproso junto con estos cincuenta mil pesos en billetes cortados por la mitad que encontramos enterrados en la casa del agresor, y cuyas otras mitades le serían entregadas después del crimen por mi propio compadre de toda la vida, madre, mire qué vaina tan amarga, y sin embargo no se resignaban al fracaso sino que habían terminado por concebir el golpe perfecto sin derramar una gota de sangre, ni siquiera de la suya mi general, pues el general Rodrigo de Aguilar había acumulado testimonios del mayor crédito de que yo me pasaba las noches sin dormir conversando con los floreros y los óleos de los próceres y los arzobispos de la casa en tinieblas, que les ponía el termómetro a las vacas y les daba de comer fenacetina para bajarles la fiebre, que había hecho construir una tumba de honor para un almirante de la mar océana que no existía sino en mi imaginación febril cuando yo mismo vi con estos mis ojos misericordiosos las tres carabelas fondeadas frente a mi ventana, que había despilfarrado los fondos públicos en el vicio irreprimible de comprar aparatos de ingenio y hasta había pretendido que los astrónomos perturbaran el sistema solar para complacer a una reina de la belleza que sólo había existido en las visiones de su delirio, y que en un ataque de demencia senil había ordenado meter a dos mil niños en una barcaza cargada de cemento que fue dinamitada en el mar, madre, imagínese usted, qué hijos de puta, y era con base en aquellos testimonios solemnes que el general Rodrigo de Aguilar y el estado mayor de las guardias presidenciales en pleno habían decidido internarlo en el asilo de ancianos ilustres de los acantilados en la medianoche del primero de marzo próximo durante la cena anual del Santo Ángel Custodio, patrono de los guardaespaldas, o sea dentro de tres días mi general, imagínese, pero a pesar de la inminencia y el tamaño de la conspiración él no hizo ningún gesto que pudiera suscitar la sospecha de que la había descubierto, sino que a la hora prevista recibió como todos los años a los invitados de su guardia personal y los hizo sentar a la mesa del banquete a tomar los aperitivos mientras llegaba el general Rodrigo de Aguilar a hacer el brindis de honor, departió con ellos, se rió con ellos, uno tras otro, en distracciones furtivas, los oficiales miraban sus relojes, se los ponían en el oído, les daban cuerda, eran las doce menos cinco pero el general Rodrigo de Aguilar no llegaba, había un calor de caldera de barco perfumado de flores, olía a gladiolos y tulipanes, olía a rosas vivas en la sala cerrada, alguien abrió una ventana, respiramos, miramos los relojes, sentimos una ráfaga tenue del mar con un olor de guiso tierno de comida de bodas, todos sudaban menos él, todos padecimos el bochorno del instante bajo la lumbre intacta del animal vetusto que parpadeaba con los ojos abiertos en un espacio propio reservado en otra edad del mundo, salud, dijo, la mano inapelable de lirio lánguido volvió a levantar la copa con que había brindado toda la noche sin beber, se oyeron los ruidos viscerales de las máquinas de los relojes en el silencio de un abismo final, eran las doce, pero el general Rodrigo de Aguilar no llegaba, alguien trató de levantarse, por favor, dijo, él lo petrificó con la mirada mortal de que nadie se mueva, nadie respire, nadie viva sin mi permiso hasta que terminaron de sonar las doce, y entonces se abrieron las cortinas y entró el egregio general de división Rodrigo de Aguilar en bandeja de plata puesto cuan largo fue sobre una guarnición de coliflores y laureles, macerado en especias, dorado al horno, aderezado con el uniforme de cinco almendras de oro de las ocasiones solemnes y las presillas del valor sin límites en la manga del medio brazo, catorce libras de medallas en el pecho y una ramita de perejil en la boca, listo para ser servido en banquete de compañeros por los destazadores oficiales ante la
petrificación de horror de los invitados que presenciamos sin respirar la exquisita ceremonia del descuartizamiento y el reparto, y cuando hubo en cada plato una ración igual de ministro de la defensa con relleno de piñones y hierbas de olor, él dio la orden de empezar, buen provecho señores.

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