¡He aquí muchachas que saben cómo hay que tratar a un hombre! Y por cierto que también sabían confeccionar vestidos y abarcas, y realizar otros pequeños menesteres domésticos. Pero lo cierto era que Ernenek no sabía a cuál de las dos elegir. Imina era más hermosa, pero Asiak tenía una sonrisa más cálida.
Ernenek se sentía satisfecho del mundo y amigo de todos. Cerró ojos y boca y se abandonó al agradable sopor en el que se disolvió el alboroto que lo rodeaba. Quería dar tiempo a que la comida bajara un poco para volver a comenzar de nuevo. Pero antes de entregarse al sueño, alargó una mano, para asegurarse de que Anarvik estaba junto a él.
Y en efecto, allí estaba Anarvik que ya roncaba como una manada entera de morsas. Ernenek tuvo la vaga impresión de que debía preguntarle algo; pero en vano procuró recordarlo.
Su pensamiento estaba muerto, sepultado y olvidado.
Paulatinamente las jornadas se hicieron cada vez más largas, hasta que el sol estuvo otra vez por encima del horizonte durante las veinticuatro horas del día; y aunque no se levantara mucho y las sombras continuaran siendo largas, a causa de la inclinación de los rayos, la reverberación del sol en el hielo multiplicaba el resplandor, en tanto que la ausencia de la noche contribuía a tornar la temperatura insoportablemente alta para los hombres polares, si bien no alcanzaba a derretir la costra del mar congelado.
Cualquiera habría comprendido que la sola llegada de Kidok, un pillo alegre y arrogante, que sin perder tiempo se había puesto a rondar a las hijas de Ululik, significaba que había llegado la hora de tomar una decisión.
Cualquiera, menos Ernenek.
Ernenek sabía cómo se mata un oso y cómo se ensarta una foca, pero la mujer era caza demasiado grande para él. Se pasó todo el verano en bromas, sin llegar a decidirse, con Imina y Asiak, que se defendían valerosamente; hasta que, al volver de una partida de caza, cuando el día estaba perdiendo ya algo de su esplendor, se vio correr una línea oscura sobre el blanco horizonte marino, lo cual indicaba que un tiro de perros y un trineo se acercaban o se alejaban: de cualquier manera aquél era un gran acontecimiento.
Anarvik y Ululik se hallaban en el iglú con sus mujeres y con Asiak. Pero Imina no estaba con ellos.
—Ocurre que Kidok partió hace un instante llevándose a nuestra hija —anunció Ululik—. Como tú no te decidías, se decidió él.
Rieron todos menos Ernenek que permaneció inmóvil, abriendo lentamente la boca, mientras los ojos se le llenaban de estupor. Por último consiguió hablar.
—¡Pero yo quería a Imina; mataré a ese ladrón de Kidok y la recuperaré!
—Nos ha dado un arco y una sierra nueva —hizo notar Ululik, con lo que quería significar que el matrimonio era legal; Pauti, su mujer, agregó:
—¿Por qué no tomas a nuestra pequeña Asiak? Tampoco ella vale gran cosa, pero sabe hacer todo lo que sabe hacer Imina.
Asiak se cubrió el rostro con las manos, mientras se sonrojaba y reía, corrida; pero Ernenek golpeó el suelo con el pie.
—Un hombre quiere a Imina, no a Asiak.
Siksik meneó la cabeza y dijo:
—Debías haberla pedido.
Ernenek escupió con rabia y se metió por el túnel. Los otros lo siguieron arrastrándose y riendo.
—Mi tiro de perros está cansado; pero siempre irá más rápido que el de Kidok. Lo alcanzaré fácilmente.
Sin embargo partió con mucho retraso. Primero enjaezó los perros y se aseguró de que todos llevaban las abarcas, mientras gritaba ordenando que le prepararan las provisiones. Luego recubrió los patines del trineo con una nueva capa de hielo. Cuando todo estuvo listo se dio cuenta de que tenía sed y volvió a la casa para beber apresuradamente una taza de té. Pero el té no terminaba de enfriarse, de manera que Ernenek se quemó un dedo que metió en el líquido para probar su temperatura. Rompió en maldiciones mientras saltaba en un pie a causa del dolor y, esperando que el té se enfriara, se puso a comer, lo cual le aguzó el apetito. Entre un bocado y otro parloteaba, más consigo mismo, como de costumbre, que con los otros.
—Alguien hundirá su cuchillo en la garganta de Kidok, le cortará las orejas y se las pondrá en la boca; luego le abrirá el pecho y le extraerá el corazón aún caliente. Después le cortará la cabeza y se la pondrá sobre el pecho. Luego le hará saltar los ojos y se los pondrá sobre la cabeza. ¡Eso le servirá de lección!
—Si lo matas —le advirtió Anarvik— ya nadie te recibirá en su iglú.
—¿Ni siquiera tú?
—Ni siquiera yo. No recibimos asesinos.
Ernenek se quedó pensativo. La expulsión de la comunidad era la única pena conocida por esa gente que ignoraba la existencia de autoridades, códigos y prisiones; pero una pena temida, tanto como se teme la muerte, por quien considera la compañía humana como el más precioso de los bienes; y Ernenek se maravillaba de que un simple asesinato se castigara con tanto rigor, puesto que él mismo no veía en el acto de dar muerte a un hombre ningún mal. Después de todo, era precisamente lo que hacían los machos jóvenes de las focas cuando mataban a sus compañeros más viejos por la posesión de la hembra.
Y todo cuanto hacían las focas a Ernenek le parecía bien hecho.
—Si piensas así —dijo por fin malhumorado— me limitaré a darle una buena paliza. Pero si se defiende lo mataré como a una foca.
—Y si en verdad no puedes hacer menos que matarlo, no te olvides de comerte un trocito de su hígado para aplacar al fantasma —dijo Anarvik, hombre de gran experiencia—. Un fantasma irritado puede ser muy peligroso.
En el ínterin el té se había enfriado. Ernenek lo bebió ruidosamente y se precipitó afuera.
Aunque sus perros aullaban de hambre se guardó mucho de alimentarlos, porque los perros hambrientos son perros veloces; se sentó, sin más trámites, sobre el fardo puesto en la parte anterior del trineo y que servía de pescante, y cogió el látigo.
A último momento Ululik hizo avanzar a su hija y dijo:
—Llévate a Asiak; así será más fácil llegar a un acuerdo con Kidok. Kidok pagó por una de nuestras hijas. No podemos dejar que se vaya con las manos vacías.
Ernenek vaciló un instante antes de indicar a Asiak, con un ademán, que subiera al trineo.
Apenas ésta se hubo sentado, Ernenek agitó el látigo y los perros se lanzaron hacia adelante entre ladridos y chillidos.
El trineo de Kidok se había reducido a un puntito negro en el delgado y áspero manto de nieve estival que cubría el Océano Glacial. Las nevadas eran raras, a causa del intenso frío que reinaba aun en verano. En algunos puntos, en medio de la enorme extensión blanca, tempestades marinas habían roto las aguas petrificadas y formado bloques de extrañas formas que evocaban ciudades legendarias de rascacielos rotos. En la lejanía se veía la tierra blanca cortada por crestas de roca, cuyos perfiles muertos y desnudos se alzaban contra el cielo verde pálido. La temperatura era apenas de unos diez grados bajo cero, por lo que Ernenek se había desnudado hasta la cintura para gozar el choque del viento contra su pecho. Había dejado en el iglú el sayo de pieles de oso y sólo llevaba puesta la ropa interior de piel de garzas marinas.
—Lo alcanzaré dentro de poco —dijo cuando se disipó la excitación inicial de los perros y pudo oír el sonido de su propia voz.
—No es imposible que en el mismo tiempo Kidok haya hecho otro tanto de camino — observó Asiak, sentada plácidamente contra las espaldas de Ernenek y con los brazos cruzados sobre el pecho.
El tiempo se medía por la trayectoria del sol que recorría pálido el horizonte, levantándose un poco a mediodía, descendiendo un poco a medianoche. Pero a toda hora el hielo hacía tan deslumbradora aquella luz pálida que, para evitar su reverberación, los viajeros tenían que ennegrecerse con hollín los párpados y las narices y protegerse los ojos con una tablilla de madera provista de dos aberturas.
—¿Por qué sigues a Kidok? —preguntó Asiak.
—Para tener a Imina. ¿No lo sabes todavía?
—Sé una cosa: que durante años y años todos se burlarán de ti. ¿Quién ha visto alguna vez a un hombre correr detrás de una mujer? Además, como tú mismo sabrás, las focas sólo se dejan cazar por hombres que tienen éxito con las mujeres; ya verás que apenas haya corrido entre las focas la voz de esta indecorosa persecución tuya, no lograrás cazar ni una más.
—¡Qué mujer supersticiosa! —gritó Ernenek sumamente irritado—. ¡Como si yo no supiera qué conjuros hay que hacer para que las focas no lleguen a saber nada!
Cuando el sol hubo recorrido la mitad de su trayecto del día, el tiro de perros dio señales de cansancio, jadeaba cada vez más, tiraba cada vez menos y tropezaba frecuentemente; pero el puntito negro que estaban siguiendo se agrandaba a ojos vistas.
—Debe de haberse detenido para que los perros descansen —dijo Ernenek.
—También los nuestros necesitan descansar.
Pero Ernenek suplió la comida y el descamo de los perros con latigazos, hasta que aquéllos comenzaron a perder el paso, a echarse los unos sobre los otros y a enredar las correas. Entonces Ernenek tuvo que bajar del trineo para desovillarlas. Los animales gruñeron e intentaron morderlo, pero Ernenek los calmó a fuerza de bastonazos. Luego les arrojó algunos trozos de pescado helado que los perros tragaron sin masticar, con todas las espinas, mientras se peleaban.
Ernenek mordisqueó un pedazo del mismo pescado y dio también un trozo a Asiak.
Mientras tanto, los perros se habían echado al suelo y, con el hocico metido entre las patas, se negaron a moverse. Ernenek los azotó hasta que se le cansó el brazo.
—Tal vez sea mejor que los dejemos descansar —dijo Asiak blandamente.
Ernenek resopló de impaciencia y, para no desperdiciar el tiempo mientras esperaba, decidió pasar una nueva capa de hielo sobre los patines del trineo. Refunfuñando lo descargó de los fardos y lo volcó. Se puso en la boca un puñado de nieve con cuya agua roció luego una cola de zorro. Pasó la cola empapada sobre la capa de lodo de que estaban revestidos los patines de hueso; luego los frotó rápidamente con la piel, para que el hielo, al formarse, se hiciera uniforme y resbaloso. Mas, cuando hubo vuelto a cargar el trineo, se dio cuenta de que tenía sueño.
Encargó a Asiak que lo despertara al cabo de un rato y se extendió sobre los fardos para echar un sueñito.
Pero cuando se despertó los perros formaban un montón de escarcha en medio de la nieve, Asiak dormía profundamente, el sol se hallaba al otro lado del horizonte y el trineo de Kidok se había alejado alevosamente.
Ernenek escupió, maldijo y se puso en pie de un salto; infundió vida a los perros con una granizada de palos y antes de que Asiak lograra despabilarse del todo, había comenzado la persecución.
Continuaron a toda carrera siguiendo las huellas de Kidok, comiendo en el mismo trineo y bebiendo puñados de nieve que cogían del suelo, como los perros, sin detenerse. Cuando por fin volvieron a avistar el trineo de Kidok, Ernenek lanzó un alarido de júbilo.
—Pero, ¿por qué los sigues? —preguntó lánguidamente Asiak.
—Debes de ser realmente estúpida —respondió Ernenek, cada vez más irritado—. Te lo dije: por Imina.
La situación no cambiaba, salvo en lo que respecta a las provisiones, que comenzaban a escasear. Pasó la oleada de calor y el aire se hizo respirable: la temperatura bajó a unos treinta grados bajo cero; algunas ráfagas heladas provenientes de detrás de los montes recordaron a Ernenek el amado cierzo invernal y le hicieron estremecer de placer el torso descubierto, entonces comenzó a hablar volublemente consigo mismo, como solía hacer cuando estaba de buen humor.
Y aun cuando no lo estaba.
Lo dominó la avidez cuando descubrió que Kidok se había detenido. Al acercarse, comprendió el Motivo de la parada: Kidok estaba pescando. Había aserrado en un cuadrado la superficie del océano y ahora, sosteniendo en la mano el arpón pronto para herir, estaba inclinado sobre las oscuras aguas, con el trasero vuelto hacia el cielo y la nariz, que rozaba la superficie del agua, metida en el agujero. Volvió la cabeza por un instante cuando sus perros dieron la alarma; pero no se movió hasta que el trineo de Ernenek estuvo casi a punto de embestirlo. Entonces, se puso prestamente de pie, saltó a su trineo, que Imina tenía ya preparado, y partió velozmente como una hoja llevada por el viento.
Ernenek pasó junto al hoyo de pesca lanzando gritos para incitar a los perros y haciendo restallar el látigo. Pero de pronto detuvo su marcha. ¡Pescado! Cerca del hoyo se veía una enorme cabeza de trucha, de carne roja como la sangre.
—¿Y ahora qué pasa? —preguntó Asiak. Ernenek bajó del trineo e, indeciso, se balanceó apoyándose ya en un pie, ya en el otro.
—Aquí hay peces magníficos.
—Sí, Kidok es un magnífico pescador.
—Si Kidok pescó éste, alguien puede pescar otros muchos más grandes.
—¿Te parece? —preguntó Asiak con aire de duda.
—¡Pronto tendrás la prueba! Kidok no hará mucho camino, pero tú tienes que quedarte quieta y cuidar también que los perros no se muevan sobre el hielo, porque de otra manera los peces huirán.
Extendió una piel de caribú sobre el borde del foso hecho por Kidok y se arrodilló en la misma posición en que aquél estaba. Con la mano derecha sostenía el arpón mientras que con la izquierda manejaba el cebo, constituido por un pececillo de hueso sujeto a un sedal de nervio, de manera que cuando Ernenek agitaba el sedal el pececillo de reclamo movía las aletas.
Pasaba el tiempo, pero el pescador estaba demasiado absorto en su ocupación para advertirlo.
En el fondo oscuro pero bien transparente veía relucir peces muy grandes. Cuando por fin afloró uno a la superficie, Ernenek bajó suavemente el arpón hacia él agua, luego descargó repentinamente el golpe y retiró el arpón, tembloroso por la carga de un salmón negro que arrojó al hielo. El salmón vaciló, dio un salto mortal y volvió a caer, helado, al suelo. Riendo, Ernenek lo sopesó y se lo tendió a Asiak.
Pero ésta se encogió de hombros.
—No es tan grande. No atraparás nunca peces tan grandes como los que pesca Kidok. Y te aconsejo que no pierdas más tiempo si quieres alcanzarlo.
Ernenek echó una mirada al mar helado.
—No están muy lejos y los alcanzaremos con mayor facilidad cuando los perros hayan descansado.
Y así diciendo volvió a meter la nariz en el agujero.