—No veo nada con estos malditos hierbajos —espetó Gisella, al tiempo que pisoteaba el pasto, tan alto como ella—. Woodrow, ayúdame a montar en mi caballo.
El joven entrelazó los dedos de ambas manos a guisa de estribo y aupó a la enana sobre el lomo del animal. Desde su nueva y más ventajosa posición, Gisella escudriñó el horizonte tras protegerse los ojos de la deslumbrante luz con una mano.
—Diviso un estandarte rojo que se mueve en una línea perpendicular a nosotros... Parece un blasón familiar —informó—. No está muy lejos. Tiene que haber una calzada un poco más adelante. Alcancémoslos.
El caballo de la mujer trotó sin dificultad entre el alto pasto. Woodrow y Tas subieron deprisa en su montura en pos de Gisella; los enanos gullys los siguieron a la carrera.
Al kender se le ocurrió una idea para atraer la atención de quienes transitaban por la calzada. Giró sobre el caballo y animó al líder de los gullys a reanudar la tonada.
—¡Cantad! ¡Cantad, Fondu!
El mismo Tas inició las estrofas que les había enseñado.
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· Subid a bordo, muchachos, nos espera la mar.
· Dad un beso de adiós a esa joven beldad.
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Al momento, las desafinadas voces de los hombrecillos corearon la canción.
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· Aire rajar tela, chispa grande y trueno;
· olas tragar bote, gullys tener miedo.
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Tasslehoff vio que el estandarte se detenía, pero no divisó a Gisella. Poco después, Woodrow y él cruzaron el borde del pasto alto y salieron a la calzada. La enana había desmontado y se plantaba con la misma pose de «aquí estoy yo» que adoptara en la posada: erguida, los puños en las caderas y la barbilla levantada en actitud arrogante. La rodeaban una docena de enanos que se atusaban sin parar las barbas y manoseaban azorados los sombreros de los que se habían despojado al saludarla.
El grupo iba a pie (la mayoría de los enanos desconfían de los caballos), en una formación de dos filas de a seis, dirigida por otro que marchaba en cabeza. Todos vestían cotas de malla, brillantes y lustrosas y botas altas de cuero. Cada uno portaba un martillo de guerra suspendido a la cintura y un rollo de cuerda colgado al hombro. El líder de la tropa lucía un yelmo adornado con un penacho de plumas verdes.
Al aparecer Woodrow y Tas, Gisella les dedicó una seductora mirada y pestañeó con coquetería.
—Muchachos, me complace presentaros al barón Krakold, de la aldea de Rosloviggen. —Se dio media vuelta y lanzó un beso al individuo de las plumas verdes.
A Tas le pareció que el enano enrojecía, aunque no lo podía asegurar puesto que la frondosa barba apenas dejaba ver su ya de por sí rubicunda tez. «La verdad es que su apariencia no coincide con la idea que tengo sobre un barón», se dijo el kender, quien, al cavilar sobre el asunto, evocó imágenes de relucientes armaduras, de largas capas que ondeaban al viento, y de un blanco garañón encabritado.
Gisella pasó un brazo por los hombros del cabecilla de los enanos y le dio un estrujón.
—El barón... me encanta como suena eso, ¿a vosotros no?... ¡Ejem! Como decía, el barón y sus hombres regresan a su pueblo tras concluir una misión. Nos han invitado a unirnos a ellos y no podemos rechazar tan galante propuesta.
La enana dio media vuelta y clavó la mirada en los ojos del barón al tiempo que rozaba con su cadera el muslo del cabecilla. Las cejas del líder —una espesa y enmarañada mata de pelo— se movieron arriba y abajo en un tic nervioso: unos tenues murmullos viriles de aprobación recorrieron las filas enaniles.
Justo en aquel momento, Fondu y sus seis compañeros irrumpieron en el camino. Se quedaron paralizados un momento al contemplar el noble séquito. Gisella cerró los ojos y se mordió el labio; sabía que, por norma, a los de su raza les desagradaban tanto los gullys como los caballos. Sin embargo, cuando los hombrecillos iniciaron otra inspirada versión de la canción marinera, el barón y sus nombres rieron complacidos. Tras unos momentos de algazara general y palmadas en la espalda, la columna reanudó la marcha.
La caminata se alargó varias horas. Tas, Gisella y Woodrow desmontaron y anduvieron a pie como deferencia a sus anfitriones. El joven tomó por las riendas a los dos caballos y se situó en la retaguardia del grupo. El terreno ascendió de forma gradual conforme el camino se adentraba serpenteante en las estribaciones de la encumbrada cadena montañosa. Tas, que sentía que aquella jornada se había comportado con mucha paciencia, articuló por fin la pregunta a la que había dado vueltas todo el día.
—¿Falta mucho para llegar a la aldea? Todo cuanto hemos comido hoy ha sido unas pocas frambuesas.
El enano que iba delante de Tas gruñó con afable comprensión.
—Un buen trecho. La aldea se encuentra al otro lado de ese contrafuerte, en el siguiente collado.
El kender contempló boquiabierto el enorme espolón.
—¿Cruzamos por ahí? ¡Esos peñascos son tan grandes como castillos! ¡Nos llevará horas!
—Los cruzaremos, no temas —respondió el enano, sin perder el vivo paso de sus compañeros.
—Un amigo mío, Flint Fireforge (que es también un enano), me dijo en cierta ocasión que más valía pensar en lo que había al otro lado de la colina que en el modo de cruzarla —musitó Tas—. Esa máxima es muy apropiada en este caso. No es corriente que los dichos se apliquen de un modo tan adecuado.
—Tu amigo es muy astuto —dijo su interlocutor.
El enano que caminaba detrás del kender se sonó la nariz de forma ruidosa antes de intervenir en la conversación.
—¿He oído bien? ¿Has dicho que eres amigo de Flint Fireforge?
—Así es. Estuve con él hace unos días, en Solace. Aunque tengo la impresión de que ha pasado mucho más tiempo. ¡Eh! ¿Lo conoces también?
—No, no. Pero todos hemos oído hablar de él; si es que es el nieto de Reghar Fireforge, claro está. El padre del barón, Krakold I, conoció a Reghar en la Guerra de Dwarfgate. Por supuesto, Krakold era un muchacho por entonces; aún vive. Es muy anciano, pero es uno de los pocos que sobrevivió a la explosión mágica que zanjó la Guerra de Dwarfgate. Oh, sí, él se encontraba allí el día que Reghar Fireforge murió. Nuestra gente todavía lo venera. Nosotros no olvidamos a nuestros héroes.
—¡Guau! —exclamó Tas, mientras apuraba el paso para mantener la marcha de los enanos—. Si Krakold estuvo presente en la última batalla de la Guerra de Dwarfgate, ha de tener más de cuatrocientos años. ¿No es una edad muy avanzada incluso para un enano?
—Lo es; y más si se tomó parte en aquella guerra. Dudo mucho de que queden más de una docena de supervivientes —respondió el enano, sonándose otra vez—. Mi abuelo y mi tío-abuelo perecieron allí —agregó ufano, e hinchó el pecho con orgullo.
—¡Guau! —repitió asombrado el kender—. ¡Qué estupendo saber adónde fueron y lo que hicieron tus antepasados! Por regla general, sé dónde estoy yo, pero no tengo ni idea de lo que hace o por dónde anda mi familia, a menos que me encuentre con ellos. Salvo mi tío Saltatrampas. Está en Kendermore, encarcelado. Hacia allí nos dirigimos, para liberarlo. Por cierto, me llamo Tasslehoff Burrfoot. ¿Cuál es tu nombre?
—Mettew Ironsplitter, hijo de Rothew Ironsplitter. Mi padre fue el ingeniero que diseñó la puerta principal de Rosloviggen.
El enano alzó la cabeza con el fin de que lo oyeran los que encabezaban la marcha.
—¡Disculpe, excelencia! Charlando con este kender, me he enterado de algo sorprendente. Este tal Burrfoot dice que es amigo personal de Flint Fireforge, nieto de Reghar Fireforge.
Todos los componentes del grupo se detuvieron de forma abrupta y se quedaron en completo silencio. Los ojos convergieron en el barón, quien se abrió paso entre sus hombres y se dirigió hacia Tas.
—¿Es cierto lo que ha dicho Mettew? —inquirió.
—Claro que sí. Somos buenos amigos. Estuve con Flint hace tan sólo unos cuantos días. Es un tanto brusco y gruñón, pero, a decir verdad, lo echo de menos.
—Bueno, muchacho, ¿por qué no mencionaste en el primer momento que eras amigo de los Fireforge? —tronó el barón—. ¡Esas cosas no se deben guardar para uno! Ahora eres bienvenido por partida doble. Os hospedaréis en mi casa. Os diré que habéis llegado en el mejor momento. ¡Nuestras Fiestas de Octubre se inician mañana!
El enano se volvió hacia sus compañeros para hacer el siguiente comentario.
—Y serán sonadas esta vez, ¿verdad?
El séquito respondió con risas alegres y cabeceos de asentimiento.
—¡Las Fiestas de Octubre! —exclamó sonriente Gisella, al tiempo que palmoteaba de contenta—. ¡Me había olvidado por completo de esa tradición otoñal! ¡Casi no lo creo!
Woodrow se acercó a Tasslehoff y le susurró al oído:
—¿Qué son las Fiestas de Octubre?
—No lo sé —respondió el kender con el mismo tono quedo—. Pero a juzgar por sus reacciones, será algo emocionante.
* * *
Al aproximarse a la cadena montañosa, la expresión de Woodrow se tornó más perpleja.
—¿No nos dirigimos hacia un callejón sin salida? —susurró una vez más al kender—. Mettew afirmó que cruzaríamos este farallón, pero nos encaminamos justo a la parte más escarpada.
—Ya lo he advertido —asintió Tas—. Pero presumo que saben lo que hacen. Tal vez utilicen cuerdas y poleas para subir el risco.
—Preferiría no involucrarme más con cuerdas y poleas durante una temporada —gimió el joven.
En aquel momento, el grupo se detuvo. Tas echó una rápida ojeada en derredor y constató que se habían metido en lo que parecía un pasaje cerrado. Al frente, una pared escarpada se alzaba veinte metros sobre sus cabezas, flanqueada a derecha e izquierda por muros empinados, jalonados de maleza. Al pie del risco había montones de arbustos y rocas sueltas que se habían precipitado en apariencia desde la cumbre.
Los enanos se pusieron a trabajar. Con movimientos rápidos, apartaron algunos de los montones de matojos caídos en la base; al hacerlo, dejaron al descubierto una enorme cara tallada con tosquedad en la roca; tenía la boca abierta y mostraba los dientes. Mettew rebuscó en el interior de su mochila, de la que sacó la llave de hierro más grande que Tas había visto en su vida.
—Pesa por lo menos diez kilos —exclamó en voz alta, sin dirigirse a nadie en particular.
—Once ochocientos, casi doce —corrigió Mettew—. No es mucho para una llave enanil. Si vieras algunas de las grandes, las que usamos para las puertas más importantes...
El kender emitió un suave silbido. El enano introdujo la llave entre dos de los dientes del rostro pétreo, la asió con ambas manos y la hizo girar. Se alzó una bocanada de polvo y se percibió una corriente de aire: entonces, apareció una grieta. Al halar Mettew hacia sí, la hendidura se ensanchó y otros dos enanos cogieron los bordes y tiraron de los mismos. La cara tallada se abrió de par en par, y apareció un oscuro túnel que se internaba en el risco.
Los componentes del grupo entraron uno tras otro por la abertura. El interior del túnel era frío y en él reinaba un gran silencio, pero no había humedad. Mettew insertó la llave en la parte posterior de la cara y los otros enanos lo ayudaron a cerrar la puerta. Tras dar una última vuelta a la llave, Mettew la extrajo del orificio y se la guardó en el macuto.
El pasadizo estaba oscuro como boca de lobo. Los enanos aguardaron un momento a que su aguda visión se ajustara a las tinieblas.
—¡Adelante! —gritó entonces el barón y la fila se puso en movimiento.
—¡Aguardad! —exclamó Woodrow en tanto se detenía de improviso.
Tas, que iba tras él, chocó contra su espalda y dejó caer la jupak.
—Ni el kender ni yo vemos en esta oscuridad. ¿Os importaría encender alguna luz?
—Lo siento —se disculpó Mettew, mientras se agachaba para recoger la jupak caída—. No portamos antorchas; no las necesitamos. Poned la mano sobre el hombro del enano que os preceda y no tendréis mayores dificultades para caminar. El suelo es bastante regular.
Gisella, a pesar de ver a la perfección, aprovechó la oportunidad para apoyar las manos en la rotunda cintura de dos de los enanos, quienes se manifestaron encantados de prestarle tal servicio.
Tasslehoff y Woodrow avanzaban a trompicones y, al cabo de un rato, la fila se detuvo de repente. El kender escuchó un sonoro chasquido y un momento después la luz entraba a raudales en el túnel; los ojos le escocieron y lagrimearon al salir a la claridad a través de otra cara tallada en piedra.
—Ahí está —anunció Mettew con orgullo, al tiempo que trazaba un arco con el brazo—. Rosloviggen. La villa más hermosa del reino.
Woodrow silbó entre dientes. Resguardado en lo más profundo de un valle flanqueado por dos escarpadas montañas, se alzaba un heterogéneo conjunto de tejados picudos, angulares, o sin caída, jardines diminutos vallados, arcos de piedra, columnatas, monolitos, y tortuosas callejas empedradas. Era una villa limpia, sin rastro de suciedad, con edificios rectos como flechas.
—No se parece en absoluto a ninguna de las ciudades enaniles en las que he vivido —declaró Gisella mientras miraba asombrada en derredor—. ¿Dónde está el techo?
—Rosloviggen es una excepción que se sale de las normas enaniles —convino el barón—. Mis antepasados fundaron el pueblo a causa de las ricas minas existentes en las montañas que lo rodean. El valle es tan profundo y resguardado que nos proporciona la misma comodidad y seguridad de un asentamiento bajo tierra, que tanto nos gusta a los enanos, con las ventajas que conlleva el vivir en la superficie, como por ejemplo la luz solar necesaria para las plantas.
El grupo se encaminó al valle y los enanos atacaron una briosa marcha guerrera de su raza. Los gullys los secundaron con su habitual estilo berreante, aunque, por fortuna, las poderosas voces de los enanos amortiguaron el vociferante desaguisado.
·
· Bajo las montañas, del hacha la esencia
· brota de las cenizas, del alma, de un fuego apagado.
· Templado su astil, anuncia su presencia,
· pues las montañas el hálito de la guerra han fraguado.
· El corazón del soldado
· domina y anima la acción.
· Vuelve glorioso,
· o sobre el blasón.
·
· Salidas de las cuevas, al surcar el aire en una pirueta,