Una tarde de otoño, llega a El Último Hogar una enana a quien el Venerable Consejo de Ancianos de Kendermore ha contratado para que escolte a Tasslehoff Burrfoot de regreso a su ciudad natal a fin de que cumpla el compromiso de matrimonio, concertado desde su infancia. Para asegurar su comparecencia, el Consejo ha encarcelado a su tío favorito: Saltatrampas.
El viaje es muy accidentado ya que siguen la ruta en un mapa anterior al Cataclismo, lo que les lleva a través de montañas, pantanos e incluso un mar que supuestamente no deberían existir... El grupo, al que también se han unido varios enanos gully, llega a un pueblo donde se celebran las Fiestas de Otoño. Tas sube a una de las figuras del carrusel, un dragón, que cobra vida y se lo lleva volando a una fortaleza de las montañas de donde conseguirá escapar, montado esta vez a lomos del último mamut lanudo...
Mary Kirchoff
El país de los Kenders
Dragonlance: Preludios de la Dragonlance - 2
ePUB v1.0
OZN20.06.12
Título original:
Kendermore
Mary Kirchoff, enero de 1989.
Traducción: Mila López Diaz-Guerra
Ilustraciones: Desconocido
Diseño/retoque portada: OZN
Editor original: OZN (v1.0)
ePub base v2.0
La caída de la tarde era el momento del día en que el sosiego se adueñaba de la posada
El Ultimo Hogar
, en la ciudad de Solace. Los tres amigos, sentados a su mesa favorita, cercana a la chimenea, hacían planes para el futuro:
—¿Dónde irás primero, Tas?
La pregunta la formuló Tanis el Semielfo. El joven se había acodado en la oscura mesa de roble y apoyaba con comodidad la barbilla en la palma de la mano. Frente a él se encontraba Tasslehoff Burrfoot, su amigo kender. El otro asiento lo ocupaba Flint Fireforge, un orondo enano.
El tufillo del humo cosquilleó en la nariz del kender e impregnó los ciento veinte centímetros de su aniñada figura, desde la punta de sus polainas azules hasta el copete de pelo castaño claro. El olor familiar le levantó un poco el ánimo ya que, cosa rara en él, se sentía un poco triste; muy pronto se despediría de sus mejores amigos y no los volvería a ver hasta pasados cinco años; era mucho, muchísimo tiempo. El compenetrado grupo de siete compañeros se había separado a fin de investigar los rumores que corrían sobre guerras y conflictos en varios puntos del continente, y también para atender algunos asuntos personales; el día acordado para el reencuentro había sido cinco años a partir de la fecha.
—La verdad es que todavía no lo he pensado. Donde me lleven los pies, imagino —respondió el kender con ambigüedad.
Después, echó la cabeza hacia atrás, levantó la jarra vacía y la puso boca abajo; aguardó a que la última gota de sabrosa cerveza resbalara poco a poco hasta su boca expectante. Por fin, una gota pequeña y espumosa se desprendió de la jarra. Tas chasqueó la lengua con satisfacción y se limpió los labios con la manga. A continuación, miró a Tanis con los ojos entrecerrados a causa de la ligera humareda que flotaba en la umbrosa taberna.
—¡Tengo amigos por todo Krynn que esperan ansiosos mi próxima visita! —aseveró con convicción.
Los ojos de Flint centellearon joviales bajo las espesas cejas canosas.
—¡Apuesto a que sí! ¡Y también a que han estado muy ocupados en la instalación de cerraduras nuevas a prueba de kenders! —comentó mordaz el enano, al tiempo que soltaba una carcajada que hizo temblar sus mofletudos carrillos y el encrespado bigote.
Incluso Tanis, el eterno pacificador, sonrió divertido, aunque lo disimuló con una mano sobre la boca.
—¿De verdad lo crees? —preguntó Tas con sincero interés.
El kender sonrió y en su juvenil rostro se marcaron infinidad de minúsculas arrugas que le confirieron el aspecto de un cristal astillado. Aquellas arrugas faciales eran una característica de su raza y por ello resultaba difícil calcular con cierta exactitud la edad de un kender.
—Las cerraduras de hoy en día —prosiguió Tas— son muy débiles. ¡No ofrecen la menor protección! ¡No sé cómo hay gente que supone que sus propiedades se hallan a buen recaudo en estos tiempos!
—Sobre todo, si anda cerca un kender —refunfuñó en voz baja Flint.
Por la mirada de advertencia que le dirigió Tanis, el enano comprendió que sus agudos oídos de elfo habían captado sus palabras. Tanis solía defender al kender de los arbitrarios insultos de Flint, aunque, en honor a la verdad, Tas jamás se había ofendido.
El enano se llevó dos dedos a los labios y emitió un sonoro y agudo silbido. En la posada no había casi nadie, y enseguida se acercó a la mesa la hija adoptiva del posadero: una chiquilla de mejillas sonrosadas, ojos despiertos y cabello rojizo rizado.
Una ligera brisa entraba por las rendijas de las ventanas. En unas cuantas semanas más, los hielos del invierno empañarían los cristales de colores. Aquel día, sin embargo, había sido caluroso en extremo; en especial, si se consideraba que ya había comenzado el otoño. «El último coletazo del verano», lo llamaba Flint. Si a eso se unía el calor de la chimenea siempre encendida, no era de extrañar que la muchacha tuviera el cabello pegado a la frente y que una mancha de sudor se marcara en su tosca túnica gris.
—¿Qué desea, señor? —preguntó la chica con actitud diligente.
En su voz no se advertía esa desgana tan común entre las camareras más avezadas. Dentro de unos años, pensó entristecido Flint, las «atenciones» fuera de lugar y las impertinencias de los parroquianos acabarían con su cándido entusiasmo.
—Tika... Te llamas así, ¿no?
A la pregunta del enano, la jovencita respondió de modo afirmativo con un enérgico cabeceo. Flint esbozó una sonrisa bonachona y prosiguió.
—Bien, Tika, trae dos más...
Tanis apuró de un trago su jarra y la dejó junto a las vacías de sus amigos.
—Que sean tres —corrigió el enano—. Tres jarras de la mejor cerveza de Otik. Yo invito.
—Muy bien, señor.
Tika hizo una breve reverencia y se alejó presurosa entre las apiñadas mesas que sorteó con habilidad.
La posada El Último Hogar tenía forma de letra ele. El techo era bajo, por lo tanto, ofrecía un ambiente muy acogedor cuando la clientela no era muy numerosa; no obstante, en las noches de gran concurrencia, la gente se apiñaba. Las paredes eran gruesos troncos oscuros, sellados entre sí con una fina capa de alquitrán que impregnaba el aire de un olor agradable y familiar para los parroquianos habituales de la posada. Unas mesas, pequeñas y redondas, llenaban el recinto, aunque Otik también había incluido una mesa larga con bancos para propiciar la conversación entre desconocidos.
La cocina, un lugar ruidoso y activo, era el trazo breve de la ele. El bullicio de las sartenes que chocaban entre sí, los gritos del cocinero y el aroma de las famosas patatas especiadas de Otik, se percibían a cualquier hora del día.
Pero la característica que otorgaba a la posada su personalidad singular era que la habían construido entre las sólidas ramas de uno de los vallenwoods, una especie de árboles gigantescos de crecimiento rápido que abundaban en Solace. De hecho, la totalidad de las casas de la ciudad, a excepción de la forja y de algún otro edificio, se asentaba entre las ramas de los vallenwoods, a varios metros del suelo. La villa era diferente a cualquier otra, de una belleza increíble y, sin embargo, práctica en caso de necesitar una defensa. Unas rampas bajaban en espiral en torno a los troncos hasta el suelo, mientras que unos pasos colgantes, que el aire mecía con suavidad, enlazaban unos árboles con otros y conectaban negocios, familias y amigos.
Los tres compañeros sentados frente a la chimenea parecían absortos en sus pensamientos cuando Tika regresó con las bebidas. Las pupilas de la jovencita se detuvieron en el atractivo rostro de Tanis: tez curtida, frente amplia, ojos almendrados, pómulos altos y cabello espeso y ondulado, algo revuelto y despeinado. Sin embargo, cuando sus ojos se posaron, de forma inconsciente, en el magro y nervudo torso del semielfo, en los músculos perceptibles con total claridad a través de la camisa, la muchacha se azoró y derramó un poco de cerveza sobre la mesa.
—¡Oh, lo siento... es el calor! —se disculpó, al tiempo que limpiaba el líquido con una esquina del delantal.
—No es nada —la tranquilizó Tas—. En realidad, has tirado muy poco. Me sorprende que acertaras la jarra sobre la mesa, dado el modo en que mirabas a...
—Gracias, Tika —intervino Flint, quien silenció así el resto del comentario, demasiado espontáneo, del kender.
La jovencita, ruborizada hasta la raíz del cabello, salió disparada y se escondió en las sombras de la cocina.
—Tas, no tenías por qué avergonzarla —reconvino el enano.
—¿Avergonzar a quién? ¿A qué te refieres? ¡Ah, Tika! Bueno, no es culpa mía si se le cae la cerveza por llenar las jarras hasta el borde; aunque a mí, en particular, me gusta que las camareras sean generosas y que el líquido se derrame por los bordes.
Con eso, Tas metió un dedo en la espuma y se lo llevó a la boca. Flint puso los ojos en blanco, como gesto de desagrado.
—A veces, creo que en esa cabeza hueca no guardas ni un gramo de sentido común. No debiste comentar que la muchacha miraba a Tanis.
La expresión de Tas fue de sincero desconcierto ante el rapapolvo del enano.
—¡Pero si es cierto! Las chicas siempre se fijan en Tanis. ¿No te has dado cuenta de las miradas que le echa Kitiara? ¡Puff! ¡Hay ocasiones en que me siento tan azorado que realizo un esfuerzo para no apartar la vista! Aunque a ella le da lo mismo. Me pregunto por qué...
Tanis interrumpió al kender con un sonoro carraspeo. Las curtidas mejillas del semielfo se veían rojas.
—¿Os importaría no hablar de mí, como si no estuviera? —inquirió, y miró con gesto adusto al descarado kender—. Tas, a lo que Flint se refería era...
El semielfo se interrumpió y buscó las palabras adecuadas para que el otro comprendiera la situación. No obstante, al advertir en el rostro aniñado una curiosa y desconcertada expresión, desistió.
—¡Oh, olvídalo! —concluyó, con un suspiro resignado.
—Todavía no nos has dicho adónde irás, Tanis —intervino Flint, con el propósito de cambiar de tema.
Acto seguido, el enano extrajo un trozo de madera y una navaja de las profundidades del chaleco de cuero que se empeñaba en llevar en cualquier época del año. Se reclinó en el respaldo de la silla y comenzó a tallar con precisa meticulosidad la figurilla casi terminada de un pato. Tanis se frotó la mejilla rasurada y, sin apartar los ojos de las azuladas llamas de la chimenea, respondió a la pregunta del enano con expresión ausente.
—No lo sé... Me gustaría recorrer los alrededores de Qualinost.
Flint levantó la cabeza con brusquedad, y lo observó con detenimiento. Los ojos del semielfo, fijos en el fuego, ardían. La llegada al mundo de Tanis había sido más problemática que la de la mayoría de los seres. Su madre, una mujer elfa a quien forzó un humano, había muerto al dar a luz. Un tío, hermano de su madre, se hizo cargo del mestizo recién nacido y, aun cuando lo atendió como a sus propios hijos, Tanis jamás se sintió por completo aceptado, ni entre los elfos, ni entre los humanos. Es más, con el transcurso de los años, la herencia de su sangre mezclada se hizo más y más patente en sus rasgos físicos; su estatura era algo inferior a la inedia humana, pero aventajaba a la mayoría de los elfos.