—Woodrow, ocúpate de los animales, por favor. Y no pierdas de vista a Burrfoot. Buscaré un sitio donde tomar un baño —dijo la enana, al tiempo que subía a la galera.
Obediente, el joven bajó del pescante y desenganchó a los caballos. Después sacó de debajo del asiento un saco de arpillera con grano seco y se dirigió, canturreando en voz baja, hacia los animales. Al llegar a su lado, les acarició los sedosos belfos y ellos respondieron con suaves y afectuosos empujones. Woodrow dejó el saco en el suelo y tomó dos puñados de grano que los caballos mordisquearon con avidez de sus palmas abiertas. Cuando se lo comieron, el joven les preparó una cantidad suficiente para cenar.
—He de ocuparme de otros quehaceres, amigos míos. Disfrutad de vuestra comida. Más tarde, os traeré agua.
Los caballos relincharon satisfechos.
—En verdad te aprecian —dijo admirado Tas, que presenciaba la escena sin molestarse en disimular su curiosidad.
El joven se encogió de hombros con aparente indiferencia, pero sonrió orgulloso.
—También les he tomado afecto en las pocas semanas que llevo de ayudante de la señorita Hornslager. —Luego, oteó en derredor y sugirió—. Busquemos unas piedras grandes con las que asegurar las ruedas del carromato, ¿quieres?
Woodrow regresó al camino, con los ojos fijos en el suelo, y Tas corrió tras él para ayudarlo.
—¿Hablas con los animales? —preguntó interesado el kender, en tanto procuraba levantar una roca casi tan grande como su torso—. Raistlin, un amigo mío, es capaz de ello a veces, cuando hace un hechizo. Pero los animales, sin embargo, no se muestran muy amistosos con él.
—No hablo con ellos; no con palabras —explicó el joven—. Más bien parece que los comprendo, capto sus sentimientos, su estado de ánimo. Tan sólo tengo problemas con las lagartijas y alguna clase de pájaros. —Woodrow tomó el enorme pedrusco de los brazos del tambaleante kender—. No es preciso que las piedras sean tan grandes. ¿Por qué no recoges un poco de leña?
Mientras Tas se dedicaba a la nueva tarea, él regresó al carro y dejó caer la roca tras una de las ruedas delanteras; acto seguido la aseguró con unos cuantos puntapiés.
—Con esto será suficiente —dijo—. El terreno es casi llano.
Con varias piedras más pequeñas, Woodrow formó un círculo para la fogata, a unos dos metros del carretón. Cuando terminó, el kender apareció en el claro con una brazada de pinas secas y encendaja apropiadas para la hoguera. Woodrow, entretanto, reunió un haz de leña seca y palos delgados.
—¿Cómo aprendiste? —inquirió Tas—. Me refiero a comprender a los animales.
—No lo sé. Observo y escucho. Siempre me he comunicado con ellos. Es algo que todos podrían hacer si tan sólo prestaran un poco más de atención.
—Sí, te entiendo. Flint afirma que hablo demasiado —reflexionó pensativo el kender—. Tal vez ésa es la razón por la que jamás he oído hablar a ninguno.
—Sí, tal vez. En fin, cambiemos de tema, ¿sabes cocinar? La señorita Hornslager es incapaz de hervir agua, y yo lo he intentado, pero...
—¡Oh, soy un cocinero estupendo! —proclamó Tas sin falsa modestia—. ¡Preparo guisado de conejo y nabos aderezados y empanada de bellotas!
—No disponemos de ninguno de esos ingredientes. La señorita Hornslager vive todo el año en la carreta, por lo que tiene que viajar con poco peso. Tan sólo transporta sus cosas personales, y lo que tenga para efectuar los trueques o pagos. A decir verdad, no la he visto cerrar muchos tratos en las semanas que estoy con ella. Al menos, en lo que se refiere a negocios...
Woodrow enrojeció al recordar las descocadas «transacciones» de la enana, pero Tas no lo advirtió.
—Entonces, ¿con qué provisiones contamos? —preguntó.
—Por el momento, sólo nos queda un pollo famélico, un paquete de judías secas, tres rollos de telas con hilos de oro, dos cajones de melones que más nos vale no tocar siquiera, dos hurones vivos, que deben seguir vivos —advirtió mientras estrechaba los ojos—, y unas especias raras, la mayor parte de las cuales están esparcidas por el suelo del carro, aunque también hay otras guardadas en frascos.
—No es mucho que digamos, pero creo que podré sacar algún partido del pollo y las judías.
La expresión de Woodrow era de total escepticismo.
—Lo encontrarás todo dentro del carro, en una alacena adosada a la parte delantera. Utiliza cuanto sea comestible, excepto los hurones y los melones.
Dicho esto, se puso en cuclillas y preparó la leña para la hoguera.
Tas subió a la parte trasera del carro; suponía que encontraría a Gisella, pero la enana no se hallaba allí. Por fortuna, el interior estaba iluminado por un fanal que colgaba de un gancho junto a la puerta. El kender miró boquiabierto a su alrededor. Por dentro, el carromato era mucho más amplio de lo que parecía visto desde el exterior. Al costado derecho, desde el suelo hasta el techo, había adosadas unas estanterías estrechas sobre las que aparecían, apilados en orden, unos frascos de botica de cristal verde, cerrados con corchos; algunos estaban vacíos, pero la mayoría contenía hierbas secas. Las estanterías estaban también ocupadas con una variada gama de artículos diversos, desde velas fabricadas con la cera amarilla de abejas, hasta una bandeja, cubierta con un paño de terciopelo negro, en la que se amontonaban sortijas tachonadas de gemas centelleantes y polícromas. La mano de Tas se acercó anhelante a los anillos.
—¡No se te ocurra tocar las sortijas! —advirtió desde el exterior la voz de Woodrow—. Las gemas son falsas, pero la señorita Hornslager las vende como verdaderas. Además, no sólo sabe el número exacto de piezas, sino también el lugar que ocupa cada una en el tablero expositor.
La mano de Tas retrocedió presta.
—¡No las tocaré! —respondió desasosegado mientras se preguntaba si el joven humano leería la mente con la misma facilidad que comprendía a los animales—. Hace mal en dejarlas a la vista, donde cualquier desaprensivo las robaría —añadió con un hilo de voz.
Tas se esforzó por apartar los ojos de las relucientes sortijas y examinó el resto del carromato. Toda la parte izquierda se veía abarrotada de mullidos cojines forrados con telas de abigarrados colores y apilados sobre una manta de pieles, negra azabache. Él kender supuso que se trataba del lecho de Gisella. En el rincón, se encontraba un recargado biombo, lacado en negro. En la parte delantera del carro, Tas divisó las ropas de la enana, dobladas y apiladas con esmero sobre un montón de almohadones.
Su estómago lanzó un sonoro gruñido que recordó al kender el objeto que lo había llevado allí. Tal como Woodrow le había dicho, encontró un armario ancho y poco profundo y, en el interior, un pollo descabezado pero sin desplumar, colgado de una pata; debajo se había colocado un pequeño cubo a fin de recoger la sangre que goteaba. El pollo estaba desangrado por completo, y Tas lo descolgó; también encontró el saquillo de judías secas. Asimismo, localizó unas hierbas que olían a salvia e hinojo en dos de los tarros verdes (pero sólo después de haberlas probado todas, para asegurarse, claro). También cogió un limón casi seco —una exquisitez a pesar del moho—, así como unas cacerolas y escudillas. Después salió del carro y se unió a Woodrow junto al fuego.
—La señorita Hornslager está tomando un baño en el arroyo que corre al final de esa arboleda —le informó el joven, al tiempo que le entregaba un cubo medio lleno con agua—. Toma, utilízala para preparar la cena; los caballos no querían más.
Tas encogió la nariz con desagrado y cogió el balde de madera que le alargaba Woodrow. Se tranquilizó al descubrir que no había espuma en la superficie del líquido y, más aún, al ver que las bestias disponían de su propio cubo para abrevar.
Echó la mitad de las judías en una escudilla y las cubrió con el agua fresca y clara del arroyo; luego acercó el recipiente al fuego a fin de que las alubias se reblandecieran al caldearse el líquido. Por último, emplazó sobre su regazo el pollo y lo desplumó.
—¿Dónde aprendiste a cocinar? —inquirió Woodrow, en tanto añadía unos palos para avivar el fuego.
—Observaba cómo lo hacía mi madre —respondió con acento cariñoso—. ¡Era capaz de convertir en un festín un trozo de pan cocido una semana atrás! El aroma de su guiso de mangosta provocaba que nuestros vecinos de Kendermore acudieran en tropel. Se organizaban tales alborotos, que el Consejo le prohibió que lo hiciera. Era una cocinera fantástica.
—¿Era? ¿Acaso ha muerto?
—No creo. —Tas frunció el ceño—. Pero hace mucho tiempo que no la veo.
—Si mi madre viviera, la visitaría tan a menudo como me fuera posible —susurró Woodrow, al tiempo que removía las brasas con exagerada brusquedad—. También mi padre murió.
—Entonces ¿eres huérfano? ¡Oh, lo siento! —dijo afectuoso Tas, sin dejar de arrancar plumas al pollo—. ¿Cómo murieron?
El joven parpadeó varias veces antes de responder.
—Mi padre pertenecía a una familia de Caballeros de Solamnia. Y como tal lo educaron. No obstante, no le importaba demasiado el cometido de la caballería sino prestar su ayuda a la gente. Ésa fue su perdición.
Tas adivinó lo que seguiría. Sabía por su amigo Sturm Brightblade que los Caballeros de Solamnia, en su día guardianes de la paz del reino, habían vivido perseguidos y amenazados por los habitantes de la región de Solamnia. La mayoría de la gente culpaba a los caballeros, por error, de los desastres del Cataclismo. El kender no lo comprendía a pesar de que Sturm se lo había explicado muchas veces. El padre de su amigo era un caballero que envió al sur a su esposa y a su, por entonces, joven hijo, hasta que las cosas se restablecieran. No obstante, Sturm no había tenido noticias de su padre desde entonces.
—Hace unos diez años —prosiguió Woodrow—, mi padre acudió en auxilio de un granjero vecino. El hombre estaba herido y aseguraba que varios hombres, en apariencia caballeros, habían saqueado su casa y lo habían abandonado, dándolo por muerto. Mi padre ayudaba al granjero a ponerse de pie, cuando otros vecinos, alertados al igual que mi padre por los gritos en demanda de auxilio, llegaron en tromba a la granja, con horcas y hachas. Divisaron a un Caballero de Solamnia inclinado junto al hombre herido y, sin pronunciar una palabra, sin hacer una sola pregunta, se abalanzaron sobre él y lo asesinaron.
Woodrow hizo una breve pausa. Su voz era firme y clara, pero sus ojos estaban humedecidos.
—El granjero trató de detenerlos, pero era demasiado tarde. Horas después, nos relató entre sollozos la muerte sin sentido de mi padre.
El tierno corazón de Tas parecía a punto de estallar.
—¿Y tu madre? —susurró, en tanto se limpiaba la nariz con la manga de la camisa.
—Murió poco después, en un parto prematuro. Era un niño, que tampoco sobrevivió.
Los enrojecidos ojos del joven miraron sin ver las llamas de la hoguera. Por una vez, Tas se encontró sin saber qué decir. Entonces se le ocurrió una idea.
—Ven a visitar a mis padres cuando lleguemos a Kendermore. Es decir, si viven...
—Eres muy amable, pero no sería lo mismo.
—Supongo que no. —El kender frunció el entrecejo—. ¿Por eso estás con Gisella?
—Más o menos. Cuando mis padres murieron, mi tío —un hermano de mi padre— me acogió en su casa.
—Fue un buen detalle —lo interrumpió Tas, con tono animoso.
—Padre y tío Gordon estaban muy unidos —prosiguió Woodrow, al tiempo que añadía otro tronco al fuego—. He reflexionado mucho sobre ello y he llegado a la conclusión de que intentaba recuperar a su hermano, para decirlo de algún modo, a través de mí. Repetía una y otra vez lo mucho que me parecía a él. Sea como fuere, el caso es que deseaba que fuera su escudero, y para ello me entrenó día tras día. —Woodrow negó tristemente con la cabeza—. Pero yo sabía cómo y por qué había muerto mi padre y no quería integrar la orden de caballería. Se lo dije a tío Gordon, con la menor brusquedad posible. Sin embargo, hizo como que no me oía; continuó recitando incansable el Código y la Medida. No tuve más remedio que marcharme, escapar.
—Sí, no tenías otra opción —respondió turbado el kender.
El relato había agotado al joven, que exhaló un tembloroso suspiro.
—Me olvidaba de tu primera pregunta. Conocí a la señorita Hornslager en la feria de Sanction. Necesitaba un trabajo, y ella un asistente. En consecuencia, aquí me tienes.
Durante un rato los dos guardaron silencio; los pensamientos de Tas retornaron a su propia familia.
—Tengo un tío, hermano de mi madre, que se llama Saltatrampas. Ya sabes, al que el Consejo de Kendermore tiene preso y le han quitado su hueso de la suerte por culpa mía. —Tas levantó la mirada del pollo y contempló anhelante a Woodrow—. ¿Será un mal presagio el que le hayan arrebatado su amuleto?
El joven sonrió por primera vez desde que se iniciara la conversación.
—Desde luego, no diremos que es un buen augurio.
El kender negó con tristeza con la cabeza en tanto arrancaba las últimas plumas al pollo.
—¡Pobre tío Saltatrampas! —exclamó apesadumbrado.
Woodrow alargó la mano hacia el ave.
—Lo destriparé —ofreció—. Si hay algo que aprendí a hacer bien como escudero, fue a limpiar las piezas de caza.
—Me hará falta un palo para atravesarlo y asarlo —dijo el kender, mientras le entregaba el pollo a Woodrow.
En tanto el joven se alejaba en dirección al arroyo, Tas se restregó las manos en la hierba a fin de desprenderse de las plumas pegadas a los dedos y se las aclaró en el agua que a tal propósito apartara con anterioridad. Acto seguido escurrió las judías, añadió un puñadito de salvia y otro de hinojo y removió la mezcla. Para entonces, Woodrow regresó con el pollo asido por el cuello.
—Aquí tienes. Limpio, reluciente y sonrosado.
Tas cortó el limón y restregó el ave por dentro y por fuera con el escaso jugo que logró exprimir. El siguiente paso consistió en rellenar el pollo con la mezcla de judías y especias. Entretanto, Woodrow clavó en el suelo dos grandes palos, con los extremos en forma de horquilla, a ambos lados de la hoguera. Después, mientras Tas sujetaba con firmeza el ave, el joven lo atravesó con un palo delgado y recto de forma que sobresaliese por los extremos; en silencio, colocó las puntas sobre las horquillas de tal modo que el animal quedó centrado sobre las ardientes ascuas.
—Perfecto —suspiró satisfecho Tas.