El país de los Kenders (5 page)

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Authors: Mary Kirchoff

Tags: #Fantástico

BOOK: El país de los Kenders
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Phineas suspiró resignado; las emergencias eran el pan nuestro de cada día en Kendermore.

—¿Qué te ocurre? —preguntó con voz cansada.

—Acabo de perder mi dedo y...

Los ojos del hombre se desorbitaron alarmados.

—¡Dioses misericordiosos! ¿Por qué no lo dijiste antes?

Sus conocimientos de medicina eran muy limitados, pero sabía que si un kender se desangraba hasta morir en su consultorio, repercutiría de modo negativo en el negocio. Alargó las manos en la oscuridad hasta topar con los hombros del herido y lo condujo hacia la sala contigua, iluminada por unas velas. Luego cogió del estante un largo rollo de tiras de tela blanca que utilizaba como vendaje. En su nerviosismo, ni siquiera miró al herido.

—¡Acomódate en el sillón y pon el brazo en alto! —ordenó.

Con el rollo de vendas bajo un brazo y en las manos una jofaina llena de agua limpia, Phineas se volvió hacia el kender; esperaba encontrarlo en un baño de sangre.

Saltatrampas Furrfoot se hallaba, tal como le había indicado, sentado en el sillón y la mano —con todos y cada uno de sus cinco dedos—, levantada sobre la cabeza.

—¡Fuera de aquí! —bramó Phineas furioso, al tiempo que agarraba al kender por la nuca—. No estoy de humor para chanzas.

Sorprendido de verdad, Saltatrampas se libró de su presa.

—No bromeo —protestó—. He perdido mi dedo. Perteneció a un minotauro, o tal vez a un hombre lobo; no es nada fácil diferenciarlos. Colecciono huesos peculiares e interesantes; éste, en particular, me traía buena suerte. Y era, por cierto, precioso: articulado, pulido, blanco. Parecía de alabastro. A decir verdad, no lo perdí. El Consejo de Kendermore lo ha tomado prestado, pero ésa es otra historia, aunque está relacionada con el motivo por el que no regresaré mañana. ¿Me ayudarás o no? En verdad, es importante, porque, de lo contrario, no hay duda de que mi vida corre peligro.

Aturdido por completo, Phineas observó largo rato al kender, en silencio. El tal Saltatrampas Furrfoot presentaba un aire demasiado cosmopolita para un tender. El humano calculó que debía de haber rebasado ampliamente la madurez, a juzgar por la extensa red de diminutas arrugas marcadas en su rostro, los mechones grises esparcidos por el cabello cobrizo recogido en el habitual copete, y el timbre profundo de su voz. Se cubría con una costosa capa de terciopelo de un tono púrpura tan oscuro que casi parecía negro y las calzas eran del mismo color inusual. La túnica, verde esmeralda, iba sujeta con un cinturón ancho de cuero negro que disimulaba una barriga incipiente. En torno a la garganta, colgaba un collar de huesos de un color blanco ceniciento sobre cuya procedencia Phineas prefirió no especular. Las cejas rojizas, en las que se entremezclaban algunas canas, se arquearon en un gesto interrogante sobre sus ojos verde oliva, algo almendrados.

—¿Y bien? —inquirió el kender impaciente—. ¿Me ayudarás o no?

—¿Quieres que pida al Consejo que te devuelva el hueso? —preguntó atontado, todavía inmerso en la más absoluta confusión.

—Oh, no. Sería imposible. Me hace falta otro hueso del dedo de un minotauro —explicó el kender con tranquila seguridad.

Phineas se frotó las sienes con aire fatigado y se dejó caer en el mullido asiento de un taburete. Vivía rodeado de kenders el tiempo suficiente para saber con certeza que no habría modo de eludir aquella conversación.

—O sea que esperas que te proporcione otro hueso de minotauro —repitió, arrastrando las palabras.

—De un dedo. Te quedaría muy agradecido. Aquél era mi talismán de buena suerte, ¿sabes? Me temo que me ocurrirá algo espantoso si no lo reemplazo cuanto antes.

—¿Crees que morirás?

—Tal vez, aunque no es eso lo que más me preocupa. A decir verdad, hasta podría resultar interesante; depende, claro está, del modo de morir. Perecer bajo las ruedas de la carreta de un campesino no sería ni la mitad de fascinante que, pongamos por caso, despeñarse por un acantilado y caer en las fauces de un león que arde por los cuatro costados. ¡Ésa sí que sería una experiencia colosal! —Los ojos del kender brillaron entusiasmados ante tal perspectiva—. Aun así, no correré el riesgo.

Phineas dirigió una peculiar ojeada al excéntrico personaje antes de responder.

—Pero no soy médico de animales. Ni siquiera boticario. ¿Por qué suponías que encontrarías en mi consulta lo que buscabas?

—Para serte sincero, he de admitir que no ha sido a ti al primero que he recurrido. Sin embargo, en los sitios que he visitado antes de venir aquí no he encontrado nada que se pareciera a mi hueso; claro que tampoco había nadie a quien preguntar si tenía dedos de minotauro. No obstante, he dado con algunas otras cosas que asimismo necesitaba.

Al decir esto, extrajo de entre los pliegues de su capa un ovillo de cuerda, cuatro colmillos, y una redoma que contenía un líquido azul. Phineas miró de reojo el collarín del kender y reprimió un escalofrío.

—¿No te haría el mismo servicio alguno de esos huesos? —sugirió.

—Si fueran de dedos, claro que sí —replicó irritado Saltatrampas—. Pero es evidente que no lo son.

Ahora que ya sabía lo que el kender esperaba de él, Phineas recobró la presencia de ánimo. Abrió uno de los cajones del escritorio, de donde sacó una bandeja de madera, con cuidado de no dejar caer los numerosos huesecillos que contenía. Escogió el de mayor tamaño y lo posó con esmero sobre la palma de su mano.

—Es tu día de suerte, Saltatrampas. Uno de los componentes del elixir curativo más potente —y caro— de cuantos preparo es, ni más ni menos, que los huesos de dedos de minotauro. De hecho, el que aquí ves perteneció a una de esas bestias que era, al mismo tiempo, un licántropo; es decir, una de las criaturas más portentosas que hayan existido. Un tema fascinante, el de la licantropía. Hay quienes opinan que dicha enfermedad no afecta a los minotauros, pero aquí mismo tenemos la prueba de lo contrario. Es un objeto en verdad extraordinario... e indispensable. Dado que tú mismo eres coleccionista, comprenderás muy bien el gran valor de esta pieza única. No obstante, puesto que significa tanto para ti, a fin de preservar tu vida y todo lo demás, renunciaré a él. Siempre y cuando, claro, recupere lo que me costó. Es todo cuanto pido.

Finalizada su elaborada fábula, Phineas alargó la mano a fin de que el kender examinara el hueso y contuvo el aliento a la espera del resultado.

—¡Es magnífico! —exclamó con entusiasmo Saltatrampas.

Luego, con un ágil movimiento, tomó el hueso y lo colocó sobre su palma.

—Jamás te pagaré su verdadero precio —se lamentó—. Sin embargo, ¡te daré a cambio mi posesión más valiosa! —El kender rebuscó entre los pliegues de su capa de terciopelo. La codicia centelleó en los ojos de Phineas. Cuando Saltatrampas sacó la mano, empuñaba un pliego doblado de pergamino viejo que dejó en la palma extendida del doctor. ¡Un billete de banco!, pensó Phineas. ¿Qué otra cosa si no? El humano no cabía en sí de gozo. ¡Por fin se había cruzado en su camino un kender acaudalado! Dominó la excitación y no se mostró demasiado ansioso.

—Gracias. Eres muy amable —dijo, mientras se guardaba en un bolsillo el billete—. Si necesitas de mis servicios en alguna otra ocasión...

—Lo recordaré —aseguró el kender.

Entonces, el radiante Saltatrampas se dirigió a la oscura sala de espera y habló, al tiempo que guardaba su hueso de «minotauro».

—Siento marcharme, pero he de regresar a la cárcel. Aunque, en realidad, no es una cárcel. De hecho, es un lugar bonito; siempre y cuando te gusten los sillones tapizados y los estampados de flores. Pero no quiero estar fuera mucho tiempo o empezarían a preocuparse. Si precisas mi ayuda para cualquier cosa, sólo lo pides. Soy amigo íntimo del alcalde, ¿sabes? Mi sobrino se casará con su hija. ¡Hasta la vista!

Y sin más, el kender cruzó el cuarto en penumbra y salió por la puerta.

Phineas, boquiabierto, inmóvil, miraba perplejo el lugar que un momento antes ocupara Saltatrampas Furrfoot. ¡Buena se la había jugado! Para cuando reaccionó, era demasiado tarde para alcanzar al kender. Sin duda, Furrfoot era un viejo chiflado que había escapado de la cárcel de la ciudad. ¡Un billete de banco! ¡Ja! ¡Emparentado con el alcalde! ¡Ja, ja!

Cosa curiosa, el humano no se enfadó demasiado por el engaño de Saltatrampas. En cierto modo, admiraba su habilidad para lograr lo que quería, del mismo modo que había admirado al kender que ató al banco los cordones de los zapatos de todos los demás pacientes.

Phineas se encogió de hombros, apagó las velas y se encaminó a la escalera que subía a sus aposentos privados, en el piso superior. En el camino, sacó del bolsillo el «billete de banco» y lo arrojó en la bandeja de instrumental sin dirigirle siquiera una mirada. Lo tiraría a la basura al día siguiente, junto con los restos del esqueleto de rata que había vendido al kender como huesos de minotauro. Hacía una semana que Phineas había encontrado la reseca carcasa del roedor, muerto mucho tiempo atrás, en el armario de los medicamentos. Lo había barrido y dejado en el cogedor de madera, con la intención de echarlo a la basura más tarde, pero después lo olvidó por completo. Así pues, cuando Saltatrampas le pidió un hueso de minotauro, Phineas, un estafador nato, recordó el esqueleto de la rata y creyó que merecía la pena al intento.

Había dado resultado. ¡Saltatrampas se había tragado el anzuelo!

Phineas esbozó una mueca burlona. El tal Furrfoot era un bribón redomado, pero no sería el único que reiría aquella noche.

3

Al anochecer, después de que Tasslehoff, Gisella y Woodrow dejaran atrás Solace y se encaminaran en dirección este, cayó una suave llovizna. Las estribaciones de los Picos del Centinela reemplazaron poco después los bosques que rodeaban la población. El carromato avanzaba pendiente arriba a un ritmo constante y seguro, mientras pasaba frente a pinos achaparrados y álamos; el aire estaba impregnado con el olor húmedo de la artemisa y el agridulce de los crisantemos silvestres. El camino se internaba por un estrecho valle entre dos riscos de las montañas, pero era un paso desbrozado y casi limpio de raíces. Los caballos prosiguieron su trote agradable bajo el sol poniente.

Sentada entre Tasslehoff y Woodrow en el pescante, sujetas las riendas con una mano, Gisella se enjugó la frente húmeda con un pañuelo de color naranja brillante.

—¡Dioses, qué calor! —se lamentó—. Menos mal que la lluvia lo hace más soportable. Es una temperatura excesiva para esta época del año.

Las gotas de lluvia empapaban su llamativo cabello pelirrojo y se deslizaban en sinuosos hilillos brillantes entre los rizos.

—Creo que es un mal presagio —intervino Woodrow.

Era la primera opinión que, tanto Tas como Gisella, lo habían oído expresar en voz alta. También el pelo del joven chorreaba y le colgaba en mechones, tiesos como flechas. Al apartarse el flequillo de los ojos, saltó por el aire un chorro de gotas.

—¿Un mal presagio? —inquirió el kender, cuyo copete tenía el mismo aspecto mojado o seco.

Tas levantó el rostro al cielo y guardó bajo el chaleco el pergamino del mapa a fin de preservarlo de la lluvia.

—¿A qué te refieres con exactitud? —inquirió después.

—Cuando a finales del otoño hace calor, es que se avecina un crudo invierno —respondió Woordrow.

—Eso es una pauta o comportamiento cíclico del tiempo, no un augurio —comentó Gisella—. No creo en vaticinios ni soy supersticiosa.

El joven contempló a la enana con una expresión mezcla de lástima e incredulidad.

—¿De verdad? ¿No le importaría pasar junto a un nido de pájaros en una noche de luna llena? ¿O beber cerveza en una jarra desportillada? ¿O... o utilizar una vela que se encendió ante un cadáver?

—Nada de eso me quita el sueño. ¿Qué ocurriría si lo hiciera?

—¡Oh, cosas horribles! —exclamó Woordrow con voz estrangulada—. Si se pasa junto a un pájaro que está incubando en una noche de luna llena, todos los hijos nacerán de un huevo. Beber cerveza en recipientes astillados significa que te robarán antes de finalizar el día. —El joven se mordisqueó nervioso las uñas antes de proseguir—. Pero, lo peor de todo, es que quien encienda una vela utilizada en presencia de un cadáver después de que éste haya sido enterrado o quemado, recibirá la visita del espíritu del muerto. A veces, si esa alma ha abandonado hace poco el cuerpo, ocupará el de la persona viva a la que se presenta.

Al finalizar su alocución, el natural semblante pálido de Woordrow se había tornado lívido.

—¡Eso es ridículo! —se mofó Gisella, sin el menor tacto.

La oscuridad creciente hacía cada vez más dificultosa la marcha de los caballos, que tropezaban con las raíces que asomaban en el camino. La enana tiró impaciente de las riendas.

—Lo que he dicho es tan cierto como que existen los dioses, señora —afirmó el joven con solemnidad.

—No creo en tales cosas, incluidos los dioses —masculló Gisella. Luego, añadió en voz alta—. ¿Has sido testigo de alguna de esas maldiciones?

—Por supuesto que no, señora —contestó él, y reprimió un escalofrío—. Me he cuidado bien de soslayar semejantes hechos.

—Sería interesante nacer de un huevo, si lo recordaras, claro —señaló Tas, aunque, acto seguido, frunció el entrecejo con gesto preocupado—. Sin embargo, no me gustaría nada que me robaran. Por otro lado, no me importaría mantener una charla con un espíritu. Tal vez me revelara el escondrijo de sus joyas y demás posesiones puesto que no las necesitaría. Al menos, me diría qué se siente al estar muerto, si se está siempre triste, alegre, o lo que sea.

Gisella se echó a reír.

—Ningún espíritu hablará contigo, Burrfoot —dijo regocijada—. Al menos, no mientras tengan la posibilidad de elegir entre tú y yo.

—No bromee con estas cosas, señora —advirtió Woodrow en voz baja—. A los espectros no les gusta.

—Y a mí no me gusta esta tonta conversación —replicó ella con desasosiego. Después extendió una mano con la palma hacia arriba—. La lluvia amaina. No obstante, ha oscurecido demasiado para proseguir el viaje.

Gisella tiró de las riendas y condujo a los caballos fuera del camino. Luego saltó del pescante, tomó a los animales por las bridas, y los llevó hasta un claro que se abría a la derecha de la calzada, protegido por un alto seto de arbustos que exhibían los tonos rojos y ocres del otoño. Tras detener el carromato, se dirigió a la parte posterior.

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