El kender se recostó contra una de las sólidas ruedas del carromato y cerró los ojos.
—Vigilaré la cena —se ofreció el joven, aunque sabía que el hombrecillo se había quedado profundamente dormido.
Woodrow tomó asiento frente al fuego, con las piernas cruzadas y la mirada, fija y ausente, en las candentes brasas.
Mientras tanto, Gisella subía deprisa el suave declive que llevaba hasta el campamento iluminado por la hoguera y se detenía de tanto en tanto para quitarse las punzantes pinochas que se clavaban en las delicadas plantas de sus pies descalzos. La enana sabía que sus correrías nocturnas hasta el más cercano arroyo —y en ocasiones, hasta quien la aguardaba junto a él—, escandalizaban a Woodrow.
Gisella sonrió burlona. El joven había comentado que era muy atrevida al arriesgarse a correr por el bosque cubierta sólo con una toalla. Pero la enana sabía cuidar de sí misma. Además, encontraba mucho más molesto el deterioro que el polvo y sudor de un día de viaje ocasionaban en su piel, que el posible encuentro con una bestia salvaje. El baño a la luz de la luna en las heladas aguas del riachuelo había resultado fabuloso, aunque ahora la piel húmeda se estremeciera al recibir el beso del aire nocturno.
La enana se arrebujó en la delgada toalla y se apresuró anhelante al invitador calor del fuego. Al llegar al borde del claro se detuvo de golpe; un delicioso aroma impregnaba el aire, y le daba la bienvenida.
—Receta de Tasslehoff —aclaró Woodrow al advertir la complacida expresión de su rostro.
El joven había apartado el pollo del fuego y lo desprendía del palo que lo atravesaba.
Gisella se acercó con premura y tomó asiento junto a la hoguera sobre un cubo boca abajo. Rozó con los dedos del pie las piedras que rodeaban la fogata; cuando halló un lugar en el que la temperatura era agradable, posó los pies, al tiempo que daba un suspiro de satisfacción. Contempló al kender, que se había despertado, y acomodaba la cena en un gran plato de estaño.
—Quizá tu amigo, ese guapo semielfo, tuviera razón al asegurar que valías más que unas monedas de acero. ¡Ummm, estoy hambrienta!
La enana alargó una escudilla para que Tas le sirviera su ración.
—Muchas gracias —dijo el kender, aunque no estaba seguro de considerar como un cumplido las palabras de Gisella.
Tas inclinó el plato de modo que unos tiernos pedacitos de pollo cayeran en la escudilla que le tendía la enana, a lo que añadió una porción del relleno de judías. Tras servir a Woodrow y a sí mismo, Tasslehoff tomó asiento, dispuesto a cenar.
Woodrow comió su porción en silencio, mientras observaba a su patrona. Las manos de Gisella eran un remolino de actividad y la boca masticaba incansable. Antes de que el joven hubiera terminado un par de bocados, la enana había dejado el plato limpio.
La mujer se arrellanó, con los brazos en torno a la cintura, y se arrebujó en el fino lienzo con el que se cubría. Sus ojos medio entornados semejaban las pupilas de un felino adormecido.
Woodrow no había conocido a muchas mujeres y había tenido trato aun con menos, pero sospechaba que Gisella Hornslager no era un ejemplo típico ni representativo del sexo débil. Eran sus propias leyes las que regían su vida en todos los terrenos, ya fuera en lo comercial o en lo privado, y no le importaba un ápice lo que la gente pensara. Su apetito era voraz... y no sólo por la comida. El joven se sonrojó al rememorar su proceder al «negociar» con los hombres durante las últimas semanas. Había procurado no prestar atención a los gemidos y jadeos que salían por las ventanas del carromato, algo imposible de lograr ya que, en tales ocasiones, le ordenaba apostarse justo frente a la puerta como un centinela. Después, concluida la aventura, no se mostraba en absoluto avergonzada cuando se reunía con él; más aun, encontraba una gran satisfacción en proferir groseros coméntanos hasta lograr que la sangre se agolpara en sus mejillas.
La mujer no temía a nada, salvo la posibilidad de no comprar algo que ansiaba. Woodrow había llegado a la conclusión de que, aunque discrepaba con su estilo de vida desenfrenado, la enana era respetable por su coraje y la firmeza de sus convicciones.
—¿Qué miras tan fijo? —preguntó ella de forma inesperada, los ojos abiertos de par en par.
La mujer recorrió con la mirada el cuerpo magro y musculoso del joven y esbozó una insinuante sonrisa.
—¿Acaso has cambiado de idea acerca de mi oferta inicial sobre la forma de pago a tus servicios?
Woodrow clavó los ojos en su plato y se concentró en la comida.
—N...no —tartamudeó, y enrojeció de nuevo—. Necesito esas monedas de acero, señora.
Ella se encogió de hombros, sin mostrarse ofendida.
—Como gustes. Aunque sabes que prefiero los trueques para liquidar pagos, siempre que sea posible.
Gisella tomó un palo y removió las ascuas.
—Déjame el mapa, Burrfoot —pidió.
Tas se chupó la grasa de los dedos con mucho ruido y rebuscó bajo su chaleco, del que extrajo un rollo de pergamino que entregó a la enana.
—Hemos viajado poco más de medio día. Calculo que llegaremos a Xak Tsaroth mañana a última hora —explicó Tas.
Gisella hizo caso omiso de su comentario, acercó el mapa a la luz de la fogata, y lo examinó con interés. El kender, con intención de ayudarla, señaló con el dedo por detrás del pergamino, en el punto próximo adonde aparecía Xak Tsaroth.
—Nos encontramos aquí —anunció.
Gisella percibía la sombra del dedo del kender reflejada en el pergamino.
—Ummm, sí —admitió—. Parece que es un cómodo recorrido en línea recta desde aquí hasta... —acercó la cara al extremo derecho del mapa y concluyó—. Bueno, todo el camino hasta el mismo Balifor.
Tasslehoff se levantó de un brinco.
—Le dije que la llevaría hasta allí antes de que los melones se echaran a perder. Si hay algo que un Burrfoot conoce bien, es un mapa.
No obstante, Gisella contempló pensativa los trazos del pergamino, sin dejar de mover la cabeza, dubitativa.
—Bien, así lo espero... —musitó.
Con todo, no apartó los ojos del pedazo de papel, en tanto se preguntaba qué era lo que echaba en falta. Algo no encajaba.
Continuó con la misma idea mucho después de que Tasslehoff y Woodrow se quedaran dormidos.
A la mañana siguiente, Phineas bajó la escalera que llevaba al consultorio con pasos desganados. Se limpió los ojos, inflamados y legañosos, con una punta de la camisola blanca. Chasqueó los labios y torció el gesto en una mueca de asco; tenía en la boca un gusto horrible, metálico, como si hubiera chupado una espada oxidada. Sin duda, era consecuencia del jarro de cerveza kender que había tomado antes de dormirse la noche anterior.
Abrió la puerta de la sala de consulta, aún envuelta en la oscuridad; encendió un trozo de vela y se encaminó directamente al anaquel donde guardaba la botella de cristal verde que contenía el elixir especial de su propia creación. Aquel brebaje era el remedio de Phineas para todo cuanto no se trataba con vendas, tapones de cera, o gafas de papel, ni fuera objeto de extracción, como un diente o una uña clavada en la carne. Lo recetaba contra jaquecas, molestias estomacales, dolor de pies, reumatismo, garganta irritada, hinchazón de ojos, sarpullidos, mal aliento, lenguas tumefactas, estreñimiento, y un sinfín de dolencias que aquejaban a los habitantes de Kendermore.
Para su sorpresa, la pócima, de sabor muy acre, era en realidad efectiva para los dolores de estómago y el mal aliento. Cobraba un precio elevado por su elixir; argumentaba que los misteriosos ingredientes procedían de «regiones peligrosas y lejanas, donde se recibía a los forasteros con espada y fuego, por lo que rara vez escapaban con vida.» Los ojos de los kenders se abrían de par en par al contemplar la botella verde, y por lo general, un suave silbido escapaba de entre sus labios cuando asían con avidez tan exótica medicina.
Phineas tomó un sorbo y se enjuagó varías veces la boca. Los ingredientes especiales de su brebaje eran unas cuantas cerezas machacadas y hojas de eucalipto que recogía en el cubo de desperdicios de la cercana botica. Ningún misterio, por lo tanto, en la fabricación ni en los componentes; por supuesto, jamás había utilizado un hueso de minotauro licántropo en sus pociones, como le había asegurado al kender la noche anterior.
Al recordar a su visitante nocturno, los ojos de Phineas se posaron en la bandeja de madera sobre la que reposaba el pliego doblado.
—El tal Saltatrampas era un redomado bribón. ¡Quizá superior a mí! —admitió el humano en voz alta.
Con aire ausente, desplegó el pergamino. Era un mapa. Iba a estrujarlo entre los dedos cuando, de repente, una palabra escrita en una esquina captó su atención.
La palabra era «tesoro».
Phineas frunció pensativo el entrecejo, alisó con torpeza el pergamino y lo extendió sobre el mostrador de modo que el resplandor de la vela cayera sobre él. A la luz de la llama parpadeante, sus ojos entrecerrados estudiaron con atención el papel. Dedujo, por el desgastado título que aparecía en el extremo superior, que se trataba de un mapa de la ciudad de Kendermore. No obstante, era difícil de distinguir los detalles marcados en el antiguo y frágil pergamino. Necesitaba más luz.
La ventana de la sala de consulta daba al oeste, por lo que el hombre ni siquiera se tomó la molestia de abrirla; a aquella hora tan temprana, la claridad que entraba era insuficiente para su propósito. Phineas se encaminó a la reducida sala de espera y abrió las contraventanas de par en par a fin de dar paso al sol naciente. La dorada luz del amanecer se filtraba bajo el grueso toldo de lona. El hombre extendió el mapa sobre el banco situado bajo la ventana y arrastró un desvencijado taburete en el que dejó caer sus corpulentas posaderas. La banqueta emitió un sonoro crujido de protesta, cosa que ocurría de forma habitual cuando Phineas se acomodaba en cualquier asiento fabricado para un kender.
Y no es que pesara en exceso, al menos en relación con la media de su propia raza. Era de estatura mediana, tronco rechoncho en forma de barril y extremidades flacas como palillos. Las manos eran de un blanco lechoso y ni un solo gramo de músculo recubría su estructura. Entre sus semejantes, se lo había considerado siempre un alfeñique de quien no cabía esperar el menor peligro. Pero comparado con los kenders, era grande y corpulento; una de las principales razones por las que vivía en Kendermore.
Phineas, en tanto se mordisqueaba las uñas, repasó el viejo pergamino en busca de la palabra «tesoro». Lo revisó por segunda, por tercera vez, sin localizarla. ¿Acaso los ojos le habían jugado una mala pasada? Estaba seguro de haberla visto en el lado derecho del mapa, próximo al borde. El humano centró su atención en aquel punto.
—¡Buenoz díaz, doctor Dientez! —saludó la aguda voz ceceante de una niña kender.
Phineas dio tal respingo, que estuvo en un tris de salir despedido del chirriante taburete. La propietaria de la voz asomó la cabeza por la ventana.
—¿Eztá ya abierto? —preguntó—. Tengo ezte terrible dolor de muelaz y, puezto que ahora no hay nadie ezperando, me podría...
—No, todavía no «estoy abierto» —bramó enojado Phineas—. ¿Ves algún letrero en la puerta que lo indique?
—Bueno, no, pero la ventana zí lo eztá y creí que ze le había olvidado colocar el letrero. Laz muelaz me duelen muchízimo y... ¡Eh!, ¿qué ez ezo? ¿Un mapa?
El hombre apartó con brusquedad el pergamino y lo escondió de los fisgones ojos de la chica. Después levantó la mirada a la ventana. Una tira de lienzo blanco, anudada en lo alto de la cabeza, rodeaba con fuerza las mandíbulas de la kender.
—¿Te refieres a esto? Bueno, sí, es un mapa. Verás, trasladaré mi consulta y... en fin, sólo consideraba la nueva ubicación —improvisó con precipitación—. Por cierto: la ventana sí está abierta, pero la consulta no.
—¿Y cuándo lo eztará? —insistió, al tiempo que se acariciaba con cuidado la mejilla izquierda.
—¡No lo sé! —gritó impaciente—. ¡Vuelve por la tarde!
—¿Regrezo aquí o a zu nueva dirección?
Phineas la miró con ojos asesinos. Por lo general, los kenders no le resultaban molestos, como les ocurría a la mayoría de los humanos; pero esta chiquilla lo había sacado de sus casillas. Tal vez influía la resaca...
—¡Aquí! ¡Vuelve aquí! —gritó exasperado.
—¡De acuerdo! —respondió alegre la chiquilla—. ¡Adioz, lo veré ezta tarde!
Agitó la mano e inició una sonrisa que no llegó a esbozar. Luego, mientras se sujetaba la mandíbula con la mano, se alejó por la retorcida calle empedrada.
Con rapidez, antes de que otros kenders fisgones hicieran acto de presencia y metieran las narices en sus asuntos, Phineas extendió el pergamino de nuevo y lo revisó con meticulosidad. Un plano de las calles de Kendermore era lo más parecido a una caja repleta de retorcidas serpientes. No había dos calles paralelas —ni siquiera rectas— y todas ellas, a excepción de las avenidas principales, eran callejones sin salida. Phineas notó que los nombres de las vías públicas más importantes cambiaban, en apariencia, de forma indiscriminada. Tomó como ejemplo una cuyo nombre conocía porque se encontraba cercana al consultorio; allí se llamaba «Avenida del Cuello de Botella», pero dos manzanas más allá, en dirección este, la misma vía llevaba el nombre de «Calle Recta» (apelativo, por otro lado, del todo inadecuado a juzgar por el trazado impreso en el mapa, que podía calificarse de cualquier cosa menos de recto), y después, justo a continuación de la palabra, la calle recibía un nuevo nombre: «Bulevar Bildor».
Y, como si todo aquello no fuera ya bastante embrollo, el cartógrafo había utilizado sus propias indicaciones que describían importantísimas marcas señalizadoras tales como: «la casa de Bertie», «aquí es donde está el nido del petirrojo», y «rodal de violetas».
Phineas llegó a la conclusión de que, a través del mapa, el enrevesado trazado de la ciudad adquiría la categoría de maremágnum. Sin embargo, preguntar una dirección a un kender era tiempo perdido, puesto que la respuesta sería, más o menos: «Gire a la derecha —¿o es a la izquierda?—, en el gran árbol verde, luego rote sobre sí mismo dos veces, pase frente a los geranios rojos —preciosos, ¿los ha visto?—, y, antes de que se dé cuenta, ¡estará allí!»
Una vez más, la palabra brotó en el extremo derecho del pergamino, pero en esta ocasión lo hizo justo frente a sus ojos. De hecho, «tesoro» formaba parte de una frase —factor que quizás había dificultado su búsqueda—, y que decía: «Aquí se halla un tesoro de gemas y anillos mágicos sin parangón.» Unas fuertes pulsaciones martillearon las sienes del hombre. Phineas, con las manos temblorosas, cogió un pedazo de carbón del montón que se apilaba junto al brasero y dibujó un círculo en torno a la frase. Fue entonces cuando reparó en el signo que aparecía justo debajo de la gloriosa palabra.