—No, eso será lo que compre una vez que venda mis mercancías. Ahora mismo transporto algunas especias, unos rollos de telas, y unos melones que maduran a cada momento que pasa.
De inmediato, la enana se acercó presurosa al carromato y rebuscó impaciente en el interior de un morral de cuero colgado en el lateral. Tras revolver sin éxito un manojo de papeles, llamó con voz irritada, sin levantar la vista.
—¡Woodrow!
—¿Sí, señora? —respondió el joven, que se encontraba junto a ella.
La enana se sobresaltó.
—¡Oh, querido! Tienes la mala costumbre de acercarte como un fantasma —lo reprendió—. Instala al kender en el carro en tanto encuentro ese maldito mapa. Comprobaré si existe alguna ruta que nos ahorre tiempo durante el viaje de regreso. Si no es así, ya podemos tirar parte del cargamento.
Las orejas de Tas se alzaron interesadas.
—¿Mapa? ¿Busca un mapa? Tengo montones. Mi familia se dedica a dibujar mapas. Yo mismo soy cartógrafo. ¡Es mi actividad! —aseveró, petulante.
—¿De verdad?
La expresión de Gisella era una mezcla de esperanza y recelo.
—Claro que sí. Aquí tiene.
Tasslehoff sacó de su chaleco de piel un sorprendente montón de pergaminos enrollados.
Luego de estudiar con detenimiento los números y notas garabateados en el ángulo superior izquierdo de cada uno de ellos, entresacó por fin uno y lo extendió sobre el suelo. Los trazos aparecían algo desdibujados y las puntas del pergamino estaban desgarradas, pero, por lo demás, el mapa se encontraba en condiciones aceptables.
—Es extraño —comentó el kender, mientras pestañeaba sorprendido—. No aparece señalada la situación de Solace. Bueno, en realidad se trata de una población pequeña que, por otro lado, todos saben dónde se encuentra. Justo al oeste de Xak Tsaroth, que
sí
está marcada.
El dedo de Tas siguió una línea en el mapa desde la ciudad indicada en el pergamino hasta el punto en el que se hallaba Solace.
—Deduzco que llegó por la ruta del sur, desde Pax Tharkas, ¿verdad? Es lo que hace todo el mundo —comentó el kender.
Gisella asintió con un cabeceo, mientras estudiaba interesada el mapa, que apoyó sobre el hombro del kender.
—Fíjese en esto. La región de Balifor está a unos mil kilómetros de aquí, en dirección este. —Tas trazó con el dedo una línea invisible que llegó al borde derecho del mapa—. Se encuentra justo al lado de la ciudad de Kendermore. Remontaremos algunas colinas y cruzaremos unos cuantos bosques, pero ahorraremos mucho tiempo si tomamos esta ruta en lugar de la del sur, mucho más larga. Si nos damos prisa, llegaremos a Kendermore en menos de un mes —concluyó tras realizar unos rápidos cálculos mentales.
Había algo en el plan del kender que desazonaba a Gisella.
—Déjame que eche una ojeada a eso.
Tomó el mapa y lo observó con expresión confusa.
—¡Ya sé en qué es diferente! —exclamó al poco—. No veo ninguna de las indicaciones para reconocer el terreno que había en mi mapa.
—¿El suyo lo había hecho un kender? —preguntó Tas y ella negó con la cabeza—. Ahí lo tiene. Los kenders usamos a menudo nuestras propias indicaciones, símbolos y medidas detalladas.
—¿Tales como «un pie de tío Bertie»?
La enana señaló unas palabras escritas en la parte superior del pergamino. Luego, al mirar a la parte izquierda, enarcó las cejas.
—¿Qué significa esto otro? «Donde encontré las piedras bonitas.» ¿A eso llamas «indicaciones detalladas»?
Tas se encogió de hombros.
—Lo eran para tío Bertie.
Gisella estudió el pergamino con evidente incertidumbre.
—No sé, Tasslefoot. No conozco muchos de los nombres de las ciudades que aparecen marcadas en este mapa.
—Todas las importantes están, ¿no? Xak Tsaroth, Thorbardin, Neraka. ¡Todas!
El kender pateó el suelo, irritado por la desconfianza de ella.
—Su mapa no sería tan detallado como el mío. ¿Quiere llegar a Kendermore antes de que los melones se echen a perder o no?
Gisella frunció el entrecejo.
—Por supuesto que sí.
—Entonces, déjelo en mis manos —dijo el kender con grandilocuencia.
Después enrolló el mapa y lo guardó bajo su chaleco.
—Si hay algo en lo que soy hábil de verdad, es en llegar al punto al que me dirijo —agregó con petulancia.
Y, sin más, se encaramó al pescante del carro. Gisella, tras dar las últimas instrucciones a Woodrow, se metió en la parte trasera del carro.
El joven asintió en silencio y se acercó a los dos caballos para darles su ración de forraje. Uno de los animales tenía el pelaje grisáceo; el otro era blanco. En tanto comían, Woodrow les acarició los fuertes cuellos con aire ausente.
El joven no sabía mucho acerca de los kenders, pero algo que sí había aprendido en los escasos contactos que había tenido con los miembros de esta raza era que, en primer lugar, ninguno de ellos sabía nunca hacia dónde se dirigía, ni lograba llegar a ninguna parte. No obstante, no contradijo el firme aserto de Tasslehoff; al fin y al cabo, él no tenía prisa por llegar a ningún sitio.
—Y, recuerda, déjate estos tapones de cera en los oídos durante dos semanas. Cuando te los quites, tu audición habrá mejorado de forma considerable.
El kender, un aserrador llamado Semus, inclinó la cabeza hacia un lado y contempló con aire perplejo a Phineas Curick; acto seguido se golpeó con suavidad el oído con su jupak. Phineas se aproximó al kender.
—¡Consérvalos durante dos semanas! —gritó.
—¡Gracias, doctor Oídos! ¿Me escucha usted bien? —chilló a su vez Semus, al tiempo que esbozaba una sonrisa de satisfacción.
Phineas asintió y ayudó al radiante kender a bajar de la silla; luego lo encaminó hacia la sala de espera.
—Son diez monedas de cobre —pidió, mientras extendía la mano.
El kender rebuscó en sus bolsillos y un momento después sacaba un puñado de caramelos pegajosos.
—Me temo que hoy ando algo corto de dinero. Quizá le vendrían bien unos cuantos tablones para arreglar un poco este cuchitril. Añadir unas cuantas estanterías y cosas por el estilo...
—No, muchas gracias.
Sin más, Phineas le arrancó los tapones de los oídos al sobresaltado kender y lo puso de patitas en la calle. El humano, un hombre calvo de mediana edad, se sacudió las manos en un gesto concluyente y regresó a la consulta. En la sala de espera se encontraban diez kenders, sentados en un largo banco adosado a la pared norte del cuarto.
Hacía año y medio que Phineas Curick practicaba una peculiar especialidad médica en Kendermore. Aunque viviera cien años, pensaba para sí, jamás comprendería a esta raza. Día tras día, acudían a montones a su consulta con sus dolores y molestias y enfermedades imaginarias; y, día tras día, les recetaba píldoras de azúcar, tapones de cera, leche cuajada, o mostaza, a sus fieles pacientes. En realidad, la única práctica médica que conocía era la extracción de dientes. Aunque también requerían sus servicios para tal efecto.
Cosa curiosa, para los kenders con dolor de muelas, era el doctor Dientes; para los que sufrían de los oídos, doctor Oídos; para aquellos con problemas en las articulaciones, doctor Huesos. Ningún achaque revestía excesiva gravedad, pero tampoco carecía de importancia.
—¿Quién es el siguiente? —inquirió.
Los diez kenders sentados se levantaron de un brinco... o al menos lo intentaron. Sólo uno de ellos quedó de pie y se encaminó con tranquila seguridad a la sala de consulta. Los otros nueve se cayeron al suelo, con las piernas y los brazos enredados en un confuso revoltijo, los cordones de los zapatos anudados por una causa misteriosa a las patas del banco. Phineas no se sorprendió. Había presenciado muchos acontecimientos en la abarrotada sala de espera; la mayor parte de las dolencias reales que atendía se las causaban allí mismo sus pacientes. Los altercados se producían de forma regular, y de estas situaciones sacaba provecho ya que, una vez concluida la contienda, siempre había dientes rotos que extraer, narices sangrantes que taponar, etc., etc. Con todo, admiraba el peculiar ingenio de los kenders.
Phineas hizo caso omiso de los característicos improperios mordaces, cruzó con cuidado sobre los cuerpos revueltos y siguió a su nuevo cliente a la sala de consulta.
Se lavó las manos en el agua fría y turbia contenida en una jofaina de barro, al tiempo que dedicaba una sonrisa a su paciente.
—Acomódate en esa silla —invitó—. ¿Qué te ocurre? ¿Algún diente, un oído... o quizá necesitas un corte de pelo?
—Sí, sí, todo. También el corte de pelo —respondió el kender, un individuo joven a juzgar por el oscuro cabello castaño y el rostro exento de arrugas—. Pero, lo principal, son mis ojos. Cuando salgo a la calle, a plena luz del día, no veo nada durante un rato y luego, cuando regreso de la deslumbrante claridad del exterior a las sombras de adentro, tampoco veo nada.
—¿Ése es el problema? —preguntó el doctor, en tanto preparaba un enorme compás de calibre, pinzas y tenazas de hielo, en una bandeja de madera situada junto a la silla.
El kender dirigió una inquieta mirada a las herramientas dispuestas en orden sobre la batea.
—Un pequeño problema, sí, ya que soy el portero de la posada de Kendermore. ¿Para qué utilizará esas cosas? —inquirió, mientras se acurrucaba en el rincón más alejado de la silla.
—No te preocupes. Sólo tomaré unas medidas.
Phineas abrió las tenazas de hielo y colocó las puntas en las sienes del kender. A continuación las cerró con lentitud y estudió con atención el resultado, al tiempo que exclamaba repetidos «Ummm» y «Ajaa».
—¡Correcto! —declaró por último.
Con cuidado para no alterar la abertura de las tenazas, Phineas se acercó a una hilera de monturas de gafas de alambre colocadas en la pared que tenía a la espalda. Un momento después encontró las que encajaban con la medida y las colocó sobre la bandeja. Nuevamente se dio media vuelta y rebuscó en uno de los numerosos cajones del escritorio, del que sacó dos rectángulos de pergamino oscuro encerado y los introdujo en las ranuras que normalmente deberían ocupar los cristales de las gafas. Por último, colocó un artilugio sobre la nariz del kender y cerró las patillas en torno a las orejas.
—Llevarás estas gafas durante dos semanas. Cuando te las quites, tu visión habrá mejorado de forma considerable.
—Pero es que no veo absolutamente nada, doctor Ojos —protestó el kender, en tanto trataba con aire asustado de encontrar los brazos del sillón para bajarse del asiento.
—Si vieras, no habrías venido a mi consulta —puntualizó en tono paciente Phineas.
El rostro del kender se iluminó bajo las oscuras gafas.
—¡Eso es cierto! ¡Gracias, doctor Ojos!
—Sólo cumplo con mi trabajo —contestó el hombre con modestia—. Me debes veinte monedas de cobre.
Era un precio elevado para unas gafas de papel, pero de algún modo compensaría la pérdida de ingresos del anterior paciente.
—Me temo que no veo bien —se disculpó el kender—. Tome usted mismo el dinero.
Abrió un saquillo atado a su cinturón con una cuerda. Phineas cogió veintitrés monedas, más otras dos por este nuevo servicio.
—Gracias. Vuelve cuando quieras.
El kender, con los brazos extendidos, echó a andar; chocó contra el marco de la puerta y rebotó en un esqueleto que colgaba en el camino a la sala de espera. Phineas lo guió hasta la puerta de la calle.
De los nueve pacientes anteriores, sólo quedaban dos. Al parecer, los restantes habían partido tras desanudar los cordones de sus zapatos. O, quizá, se habían marchado en tropel, amarrados todos en un gran nudo, especuló Phineas.
Uno de los dos pacientes era una joven cuyos índices habían quedado atrapados, vaya uno a saber cómo, en los extremos de un palo hueco. El otro era un obrero de la construcción que se había clavado la pernera del pantalón en una tabla.
Al advertir Phineas el reflejo del sol poniente en los cristales de las ventanas, dio por finalizada la jornada de trabajo.
Acompañó hasta la salida a los contrariados kenders, y les aconsejó que regresaran al día siguiente. Cerró la puerta tras ellos y apagó la única fuente de luz del cuarto, un pequeño y mortecino candil de aceite.
Phineas se felicitó por su buena suerte mientras limpiaba los instrumentos en la parte trasera de su «consultorio». ¡Los kenders eran unos pacientes maravillosos, incluso para alguien que no era médico! Si bien era cierto que rara vez curaba por completo a ninguno de sus clientes, el sentimiento de culpa se acallaba con la certeza de que les proporcionaba un gran alivio psicológico en momentos de ansiedad. Y tal circunstancia era valiosa de un modo u otro, ¿o no?, pensó.
—Diez piezas de cobre por consulta —se respondió a sí mismo, al tiempo que reía satisfecho.
En aquel momento escuchó un ruido en la sala de espera; se secó las manos en el salpicado delantal y voceó irritado.
—¡He cerrado! ¿No has visto el letrero? Vuelve mañana.
Nunca se sabía lo que ocurriría, puesto que echar la llave a la puerta principal no era garantía de que los kenders no se colaran en cualquier momento en el consultorio.
Pasaron unos segundos durante los que reinó un completo silencio. Desconcertado, Phineas se dirigió a la sala de espera, sumida en las sombras.
—¡Hola! —saludó una voz grave desde la oscuridad.
El hombre, sobresaltado, brincó y chocó contra una estantería abarrotada de recipientes de cristal que tintinearon al chocar entre sí.
—¿Quién demonios eres y qué quieres? ¡Me has dado un susto de muerte! —espetó indignado.
—Soy Saltatrampas Furrfoot. Encantado de conocerte. —Una pequeña mano estrechó la suya—. Mis amigos me llaman Saltatrampas. Lamento haberte asustado. La verdad es que los humanos sois un manojo de nervios, pero imagino que no lo podéis remediar. ¿Sabías que tu puerta estaba atascada?
Phineas, recobrado del sobresalto, escudriñó las sombras en un esfuerzo por divisar a su interlocutor.
—No estaba atrancada, sino cerrada —replicó con sequedad—. Y se supone que deberías encontrarte en el otro lado. Vuelve mañana.
—¿Por qué no enciendes una vela o lo que sea? ¡Está muy oscuro!
—¿Es que no me has oído? ¡He dicho que el consultorio está cerrado!
—Ya te oí, pero no creía que lo dijeras por mí, puesto que lo que me trae es cuestión de vida o muerte.