El país de los Kenders (33 page)

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Authors: Mary Kirchoff

Tags: #Fantástico

BOOK: El país de los Kenders
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—¡Oh, sin la menor duda! —Fue la vehemente respuesta de Bozdil.

El gnomo entrelazó los dedos de las manos a guisa de estribo.

—Te ayudaré a subir —ofreció.

Arrobado, Tas posó el pie con premura en las manos enlazadas del gnomo y alcanzó el extremo superior de la vitrina. Se izó con agilidad y tomó asiento en el amplio reborde. Luego pegó los brazos al tronco y se deslizó por la abertura. La cristalina pieza emitió una vibración aguda.

La respiración levantaba ecos en la hueca cavidad, el simple roce de los pies en el fondo vítreo le retumbaba en los oídos. Aplastó las palmas de las manos y la nariz contra la azulada pared transparente.

—¿Qué te parece? —consultó a gritos.

Su voz levantó reverberaciones que lo ensordecieron y se llevó los índices a los oídos para amortiguar el sonido.

—¡Perfecto! —palmoteo alegre Bozdil—. Ni siquiera precisas un ajuste de medida. ¡Insuperable!

—¿Eh?

Tas estrechó los ojos. Veía que el gnomo movía los labios, pero sólo escuchaba un débil susurro. «La eternidad va a resultar un poco aburrida e incomprensible vista desde aquí», se dijo para sus adentros. Sus reflexiones las interrumpió un temblor que sacudió el transparente habitáculo, como si la tierra o el edificio temblaran. Cuando la sacudida se repitió, esta vez con más violencia, la expresión de satisfacción impresa en el semblante del gnomo se tornó en desconcierto. Al instante, la sustituyó otra de cólera y, sin mediar palabra, dio media vuelta y corrió fuera de la estancia; las mangas amplias ondeaban tras él.

—¡Aguarda, Bozdil! ¿Qué ocurre? ¿Dónde vas? ¡Vuelve, no puedo salir!

Tas golpeó el cristal con los puños, impaciente.

El eco de sus gritos hizo vibrar el transparente reducto. Ignoraba lo que acontecía, pero fuera lo que fuese, tenía visos de ser muy interesante y no estaba dispuesto a perderse la diversión. El problema radicaba en cómo salir del recipiente. En sí era amplio, pero la angosta abertura apenas dejaba lugar para deslizarse al exterior. Tas estiró los brazos, asió el borde y se impulsó hacia arriba. Sacó la cabeza y los hombros, quedó atorado y, a pesar de sus forcejeos y tirones, no pasó más allá de los codos.

Irritado por el retraso, el kender se dejó caer al fondo, alzó los brazos por encima de la cabeza, se alzó de puntillas y saltó. Se quedó corto. Impertérrito, sin darse por vencido, repitió la maniobra. En esta ocasión consiguió que los hombros sobrepasaran el orificio y extendió los brazos con rapidez. Se sujetó al borde con las axilas y acto seguido se abrió camino al exterior a fuerza de retorcerse como una anguila.

En ese mismo momento, el castillo se sacudió en sus cimientos con más violencia que en las ocasiones precedentes. Tas escuchó un crujido pavoroso originado en algún lugar cercano. El recipiente, ya desequilibrado por el peso acumulado en la parte superior, se tambaleó de forma amenazadora. Tas se quedó inmóvil como una estatua, pero no ocurrió de igual modo con la vasija, cuyos balanceos aumentaron de intensidad y la llevaron al borde de la repisa sobre la que se apoyaba. En el crítico momento en que se desplomaba, el kender saltó como un resorte y aterrizó a gatas en el suelo. La vasija se estrelló contra las losas y se hizo añicos; una lluvia de fragmentos de cristal roció a Tas.

El kender comprobó con una somera ojeada que a pesar de la capa de polvo cristalino y las afiladas esquirlas, no estaba herido. De una de las estanterías tomó un paño, se sacudió las ropas, y corrió en pos de Bozdil.

El gnomo se hallaba en el corredor, de espaldas a Tas, con la mirada fija en el fondo del pasillo. Se escuchó un golpe sordo y el castillo tembló con levedad. La puerta crujió y gimió. Un instante después, la hoja de madera saltó en pedazos y una lluvia de astillas y trozos de roca del dintel cayó sobre el suelo. A través de los dentados restos, irrumpió cual furia desatada, Winnie, el mamut lanudo. A horcajadas sobre su espalda cabalgaba Woodrow, con las manos aferradas a la peluda capa del animal.

—¿Qué significa todo esto? —chilló Bozdil—. ¡Estáis en un museo, no en un palenque! ¡En nombre de la ciencia, os conmino a cesar este alboroto!

El joven humano se enderezó sobre la inestable montura.

—Nos marchamos —anunció—. Tasslehoff vendrá con nosotros.

A fin de dar más énfasis a sus palabras, Woodrow blandió con ademán amenazador la jupak del kender que enarbolaba en la mano.

—Nopermitiréqueoslollevéis —replicó Bozdil.

—Esunespécimendenuestromuseo —agregó Ligg, que apareció tras los restos destrozados de la puerta.

El gnomo asía en su mano izquierda la piel de una pequeña lagartija completa, con patas, cola y cabeza.

—Serunespécimenrepresentaungranhonor, semejanteaalcanzarlainmortalidad —barbotó el gnomo.

—No lo habéis disecado ya, ¿verdad? —inquirió Woodrow con voz estrangulada.

—Sí, habéis llegado tarde —se apresuró a responder Ligg.

El joven humano dio un respingo y tragó saliva para deshacer el nudo atravesado en su garganta.

—Comportaos con sensatez y olvidaremos esto —prosiguió el gnomo más corpulento, al tiempo que se subía las lentes posadas sobre su nariz.

Winnie sacudió la cabeza con tanta furia que obligó a Woodrow a incrementar la presión de su presa.

—No aceptaré trato alguno —declaró el mamut con firme resolución.

—¡Mira qué estropicio has causado! Al menos ayúdanos a repararlo y a limpiar los escombros —suplicó Bozdil.

—No llegamos a tiempo para salvar a Tasslehoff —sollozó Winnie, e intentó en vano que su voz no temblara—. Pero, de cualquier modo, Woodrow y yo nos vamos. He decidido no ser una mera conserva en beneficio de la posteridad. No me obliguéis a lastimaros, Ligg, Bozdil. Me tratasteis bien durante estos quince años; no obstante, me marcho. Y mi amigo vendrá conmigo. Haré cuanto sea preciso para alcanzar la libertad.

El mamut avanzó en dirección a los dos hermanos, quienes se situaron codo con codo en medio del corredor. En aquel preciso momento, Tas irrumpió en el pasillo. Captó de inmediato la furia que embargaba al mamut y temió por la seguridad de los dos gnomos, plantados con resolución a fin de obstaculizar el paso del mastodonte, que cargaba contra ellos llevado por la ansiedad de escapar junto con su amigo. El kender no lo pensó dos veces. Se escabulló silencioso tras los hermanos y puso en práctica su treta preferida: golpear las cabezas una contra otra. Los cráneos sonaron como dos cocos huecos. Los gnomos, sorprendidos, se desplomaron en brazos de Tas, quien los arrastró hasta la pared y dejó así vía libre a Winnie.

—¡Tasslehoff! —gritaron a coro el humano y el mamut al verlo—. ¡Creímos que habías muerto!

El animal refrenó la carrera para darle tiempo a asirse de la espesa pelambre y trepar por el flanco. El kender subió a la grupa y se sentó detrás de Woodrow. El mamut reanudó la precipitada carrera a lo largo del corredor.

—¡Chicos, cuánto me alegro de veros! —exclamó Tas, mientras alargaba el cuello a fin de orientarse—. ¿Por dónde se sale?

Woodrow esbozó una bobalicona sonrisa de alivio.

—No lo sabemos —dijo después—. Pero probaremos una puerta tras otra hasta dar con la que nos saque de este endemoniado lugar.

—¡Yujuuu! —exclamó alborozado Tas cuando Winnie agachó la testa y embistió una puerta.

Al disiparse la nube de polvo, entrevieron lo que aguardaba al otro lado.

—Oh, no —musitaron tanto el kender como Woodrow.

En el extremo opuesto/de la estancia se divisaba otra puerta cuyo tamaño inducía a pensar que se trataba de la salida. Entre el acceso y el mamut lanudo se interponía un felino gigantesco —un puma, dedujo Tas— atado a una cadena de diez metros sujeta a la pared.

—Media vuelta, Winnie. Encontraremos otra salida —urgió el kender.

Pero el mamut se plantó firme.

—Vamos, amigo, lo que ves ante ti es un puma —suplicó Woodrow—. Has vivido enclaustrado entre estos muros toda tu vida. No te imaginas de lo que es capaz esa bestia. Da media vuelta y buscaremos otra vía de escape.

El joven humano había subestimado al mamut. A despecho de los años de cautiverio, los instintos de Winnie se mantenían latentes; el animal cargó contra el felino, que nunca se había enfrentado a una mole del tamaño de Winnie. El puma se agazapó y se deslizó hacia un lado con movimientos furtivos en espera de saltar al flanco del mastodonte cuando la pared lo obligara a frenar la embestida. Winnie pasó a su lado como una exhalación, chocó contra la pared, y se abrió camino a través de los bloques machacados. Al otro lado lo recibió la dorada luz del sol.

¡Ni aun entonces detuvo la carrera! El mamut lanudo, fuera de sí, bajó la pendiente a saltos y dejó atrás el castillo sin importarle resbalar en la tierra suelta, mientras lanzaba al aire chillidos de alegría desenfrenada y ondeaba incansable la trompa.

* * *

Más abajo, en la ladera de la montaña, Gisella y Denzil cabalgaban en fila por una trocha sinuosa y estrecha; la enana iba adelante. Al sobrepasar la sombra proyectada por un escarpado peñasco, oteó a lo lejos y divisó la silueta de una torre recortada contra el cielo claro de la mañana. Hizo un alto y aguardó a Denzil.

Reanudaron la marcha; cuando salieron del nuevo recodo trazado en la tortuosa senda rocosa, Gisella avistó algo en lontananza y se alzó sobre los estribos a fin de disponer de mejor perspectiva. Ante sus ojos se alzaba una serie de estructuras diferentes a cuantas había visto en su vida; eran cuatro torres que se elevaban desde la escarpada pared de la montaña a diferentes niveles. Bajo las moles, se apercibía un castillo que surgía de la propia roca del farallón; o, tal vez, la montaña se había derrumbado sobre él. La enana creyó divisar dos figuras montadas en un peñasco. Luego constató que el tal peñasco era en realidad algún extraño animal enorme y lanudo. Denzil frenó su montura junto a la de Gisella y, al igual que ella, se alzó en los estribos; hizo visera con la mano y escudriñó el horizonte.

—Dos jinetes cabalgan a lomos de una bestia extraña —comentó el hombre—. Al parecer proceden de esa fortaleza. ¿Son tus compañeros?

La enana estrechó los ojos. Por fortuna tenía el sol a la espalda.

—Hay mucha distancia para afirmarlo con certeza. El que va al frente es bastante más pequeño que el otro y lo que lleva en una mano es una jupak, sin lugar a dudas. Sí, son Woodrow y Burrfoot. ¿Crees que su montura es otra figura de madera? —Gisella rió divertida de su propia broma.

Él pasó por alto la pregunta.

—Los esperaremos aquí —anunció lacónico.

—¿Te apetece que hagamos más corta la espera? —insinuó ella sonriente, mientras le acariciaba la pierna y le propinaba un azote en las nalgas.

Denzil se sentó con brusquedad y Gisella retiró la mano con presteza para evitar que se la aplastara contra la silla.

—No —replicó cortante el hombre.

Acto seguido, tiró de las riendas y dirigió al caballo fuera de la senda, tras unos arbustos desde donde vigilaría el camino. Gisella lo siguió; un ligero mohín de enfado se pintaba en su rostro.

—¿Qué te ocurre? —instó—. Durante toda la mañana te has comportado de un modo muy raro.

—Sal del camino —le ordenó él—. Ponte detrás de mí.

Acto seguido tomó la ballesta y la tensó; luego extrajo un dardo de la cartuchera atada a la silla.

—Guarda silencio y no te muevas —advirtió.

Gisella apoyó los brazos en el regazo y su gesto petulante se desvaneció y dio paso a una expresión indignada.

—¿Cuándo me alisté en tu ejército? —barbotó—. Más aun, ¿qué tramas? Esas son las personas a las que venimos a rescatar, ¿lo recuerdas? Deja de manipular ese arma tensada y cargada o lastimarás a alguien.

—¡Herir y matar es mi especialidad! —bramó él—. Ponte detrás de mí; si no, serás la primera.

—¡Vaya! ¡Una reacción típica! —Gisella echaba chispas—. Pasas la noche con un tipo y ya se cree el amo y señor. Entérate, zopenco: Gisella Hornslager no se inclina, ni se arrastra, ni acata órdenes, y menos de un sujeto cejijunto. Por consiguiente, o empleas otro tono al dirigirte a mí o te das media vuelta y regresas solo a la aldea.

Denzil giró la ballesta de modo que el arma apuntara directamente a la enana. Ninguna emoción alteraba la impavidez de su semblante.

—Vine en busca del kender. Lo que les ocurra a los demás carece de importancia. Que vivas o mueras me tiene sin cuidado. Sé que guardas una pequeña daga atada al muslo; sácala y tírala al suelo. Escóndete y cierra el pico... o te haré callar.

Gisella se mordió el labio. ¿Soñaba? Había pasado con este hombre una noche fabulosa que, hacía un momento, ansiaba que se repitiera muchas veces más. Ahora ese mismo nombre apuntaba una ballesta contra ella y afirmaba que dispararía sin el menor remordimiento. Es más, hablaba de Tasslehoff como si el kender fuera una posesión valiosa. ¿Acaso Denzil era un cazador de recompensas? La enana comprendió que desafiarlo no era prudente, al menos por el momento. Se maldijo por ser tan impulsiva e involucrarse con un tipo al que apenas conocía. Siguió sus instrucciones, dejó caer la daga y se situó en el escondrijo, detrás de él.

Sin prestarle atención, el hombre sacó del bolsillo una tira de lienzo y la ató en torno al protector de cuero del antebrazo izquierdo, tomó un puñado de dardos de la cartuchera y los deslizó uno a uno bajo la banda de tela con firme destreza.

Con creciente horror, Gisella comprendió que Woodrow y Tasslehoff caerían en una emboscada. El heroísmo no era una de sus cualidades. Cierto que a lo largo de sus viajes se había tenido que defender en más de una ocasión, pero entre un artesano borracho o un goblin depauperado y un asesino profesional, mediaba un abismo. Dirigió una mirada ansiosa a la daga, caída en el suelo. No tenía la menor posibilidad.

* * *

Tasslehoff reía alegre.

—¿Te fijaste en la expresión del puma cuando Winnie destrozó la pared? Fue lo más divertido que he visto en mi vida. Se quedó como si hubiese mordido una mofeta podrida.

—¡No me asusté! —exclamó entre jadeos el mamut—. Pensaba que era cobarde, pero me equivoqué. Bajé la cabeza y ¡embestí!

Woodrow se giró y escudriñó el castillo que dejaban atrás.

—No nos persiguen. ¿Se os ocurre alguna razón para que actúen de este modo? Después de todo, tienen el dragón.

—Quizá sean invisibles —sugirió Tas, al tiempo que se asomaba a fin de echar una ojeada—. Tampoco los veo. Eso es lo que ocurre cuando algo es invisible, ¿no? ¿Qué opinas, Winnie? ¿Es posible que tanto ellos como el dragón se hayan vuelto incorpóreos?

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