Ahora bien, la corrupción rara vez es un acto individual. Suele involucrar grupos de personas vinculadas por el intercambio de favores y la oferta de oportunidades. Suele crear círculos concéntricos de cómplices y bancadas de beneficiarios. El
PRI
hizo de la corrupción una forma de vida porque podía hacerlo; el
PRI
se volvió diestro en el arte del pillaje porque había pocos personajes con las manos limpias que denunciaran al ladrón. El
PRI
saqueó la bodega cada sexenio porque no había nadie que sonara la alarma. Siempre había uno que encubría a otro, y la propuesta de pagar para ganar no sólo era posible sino deseable. El dinero —como escribe el novelista Martin Amis— es una complicidad tácita y el
PRI
la promovió de manera explícita.
Carlos Salinas de Gortari está presente y de regreso. Habita en la conciencia colectiva del país y quiere influir en él. El ex presidente quiere pelear por su pasado y por su futuro, por su lugar en la historia y el sitio meritorio que desea allí. Desde hace años, Carlos Salinas está fraguando su futuro y su reinvención, su agenda y su reconstrucción. Quiere limpiar su nombre y el de su familia. Quiere ser reconocido por las reformas que instrumentó y las políticas modernizadoras que impulsó. Quiere reconquistar el lugar que —en su percepción— le fue injustamente arrebatado.
Asesorando al que lo escuche. Usando al que se deje. Paseando por las pantallas de cuando en cuando. Celebrando con los notables. Abrazando a la plutocracia. Planeando su siguiente paso, su siguiente entrevista, su siguiente aparición. Midiendo sus fuerzas contra las de sus adversarios y pensando cómo debilitarlos. Participando con las armas que le quedan en la disputa por la nación. Como si la exoneración fuera posible. Como si el perdón fuera deseable.
Porque para eso regresa. Para ser aclamado, aceptado, reconocido. Para que México lo reconozca como el gran hombre que él piensa que es. Para limpiar su nombre y todo lo que hoy se asocia con él: las privatizaciones amañadas y las licitaciones pactadas, el hermano encarcelado y el hermano asesinado, la corrupción familiar y el escándalo que produce, los errores de pre-diciembre y la crisis que provocan, el nacimiento de los zapatistas y la muerte de Colosio. Ese olor a podrido que acompaña todo lo que toca. Ese legado maloliente que lo sigue dondequiera que va. Esa herencia ambivalente que lo persigue.
Pero México se haría un enorme daño si malintepretara al salinismo. Sería un gran error aplaudir el liderazgo de Carlos Salinas sin entender sus efectos. Salinas sí fue un líder y muchas de las reformas que promovió fueron buenas para el país; Salinas sí fue un modernizador y muchos de los cambios que condujo requirieron una enorme dosis de coraje. Pero no hay que olvidar nunca que fue también un líder poco loable y un modernizador a medias. Tuvo la visión necesaria para negociar el
TLC
pero cerró los ojos ante la corrupción de sus amigos y su familia. Tuvo la visión necesaria para liberalizar la economía pero cerró los ojos ante la necesidad del cambio político. Quería cambiar a México pero no lo suficiente. Fue el arquitecto de un paso difícil a la modernidad, pero también su saboteador.
El expresidente se ve a sí mismo como un innovador, como un reformista, como alguien que sacudió a México y lo obligó a cambiar. Pero es indispendable recordar que la cara moderna de Carlos Salinas —tanto ayer como hoy— coexiste con la cara pre moderna del hombre que quiso ser rey. Debajo de la toga del ex emperador había un priísta medular, producto del sistema en el cual creció y al cual gobernó. Nunca ha sido y nunca será un demócrata; nunca ha sido y nunca será un apóstol de la transparencia; nunca ha sido y nunca será un creyente de la rendición de cuentas. Gobernó para asegurar el predominio del
PRI
y por ello nunca fue inmune al ciclo electoral; a pesar de sus intentos reformistas quería —al final del día— que su partido permaneciera en el poder a toda costa.
Y de allí sus errores y los motivos detrás de su estrepitosa caída. Carlos Salinas tuvo y tiene varias caras. Salinas quería ser neoliberal y neopopulista. Quería inyectarle mayor competitividad a algunos sectores de la economía y proteger el predominio de monopolios en otros. Quería impulsar la “modernización” del
PRI
y asegurar su preservación como partido hegemónico. Quería entenderse con la derecha y desmantelar a la izquierda. Quería promover la eficiencia económica y conservar la partida secreta. Quería promover la disciplina fiscal y financiar la victoria presidencial del
PRI
. Quería gobernar con la tecnocracia y con los dinosaurios.
El suyo fue un sexenio de contradicciones insuperables, y por ellas su presidencia se desplomó mucho más rapidamente de lo que incluso sus críticos hubieran pronosticado. Las ambiciosas reformas económicas que instrumentó no produjeron el crecimiento económico prometido ni la prosperidad augurada. La falta de mecanismos institucionales para crear apoyo político —más allá de la popularidad del presidente— llevó al levantamiento zapatista. El canibalismo dentro de la clase política provocó asesinatos, traiciones y fuga de capitales. Políticas monetarias y fiscales inconsistentes, un exorbitante déficit comercial, y malos manejos macroeconómicos colocaron al país en la frontera del caos. No es posible justificar al salinismo argumentando que los fines justificaron los medios. Algunos de los fines —como asegurar la victoria del
PRI
, costara lo que costara— tuvieron un costo muy alto para el país.
El gabinete de Salinas en reunión con líderes panistas.
De hecho, el populismo que actualmente enarbola Andrés Manuel López Obrador es producto del liberalismo diluido y parcial que Salinas instrumentó durante su paso por el poder. La política anti institucional de López Obrador es resultado de la modernización incompleta que Salinas promovió. Como un personaje de
La conspiración de la fortuna
, Salinas quería sacudir al país viejo, andrajoso e inmemorial. Quería convertirlo en un país extranjero. Quería convertirlo en un lugar próspero. Pero pensó que era posible arañarlo sin alterarlo; creyó que era viable romper la piel de México sin tocar su fondo. Y ése fue su gran error.
Salinas nunca buscó destruir a la república mafiosa sino sólo remodelarla. Nunca quiso tocar la forma en la cual se ejerce el poder en México sino sólo cambiarlo de manos. Nunca intentó rasgar la red de negocios en la que se había convertido el
PRI
, sino tejer otras con sus “jóvenes turcos”. Nunca pensó en acabar con las pandillas en el poder sino crear la propia. Nunca buscó acabar de tajo con el tráfico de influencias sino permitir que su grupo las encabezara. Fue un paralítico encabezando el baile. Fue un hombre que habló de la modernización pero no le apostó a fondo. Promovió el éxito económico con la política plutocrática. Y de allí las transformaciones vertiginosas en muchos ámbitos excepto en el comportamiento de los políticos priístas y la élite empresarial. Y de allí la permanencia de las prebendas, la conservación de los cotos, el freno a la competencia económica real en sectores clave, el surgimiento de nuevos empresarios con viejas maneras.
Salinas jugó a cambiar al país cuando creía que eso no era verdaderamente deseable. Fue un déspota ilustrado pero un déspota al fin. Como no buscó erradicar hábitos políticos, siguen vivos. Como no buscó desmantelar complicidades añejas, siguen presentes. Como no quiso erradicar vicios históricos, hoy resurgen en su partido. Como no quiso democratizar la dominación, la hizo más evidente. Y hoy Andrés Manuel López Obrador hace campaña denunciando todo eso. El país próspero para los beneficiarios del salinismo e injusto para todos los demás. El sistema económico que produce grandes fortunas y grandes desigualdades. El sistema político que sigue siendo un mecanismo para la circulación de las élites. El sistema de partidos que permite la extracción sin la representación. El México donde la iniciativa individual es sofocada por el atrincheramiento corporativo.
Por ello asusta el pragmatismo de unos y la amnesia de otros. Es entendible que los beneficiarios de Carlos Salinas reiteren sus virtudes, lo inviten a sus fiestas, y lo acompañen a festejar la boda de sus hijos. Pero para la mayoría de los mexicanos que le apostaron a Carlos Salinas, el colapso de su gobierno implicó perder la casa y el carro y el empleo y la dignidad. Ahora que está de moda contrastar la eficacia del salinismo con la ineficacia de la democracia, el país debe preguntarse si lo primero vale sacrificar lo segundo. Hitler ofrecía resultados, Mussolini lograba que los trenes operaran a tiempo, Fujimori controlaba el terrorismo, Menem seducía a los inversionistas internacionales, Hussein mantenía la paz social. Pero ¿a qué precio? México ya pagó el precio del gobierno de Carlos Salinas de Gortari y no debe enfrentarlo de nuevo bajo un nuevo nombre.
Lo que Salinas y sus seguidores no entienden es que la modernización de México de la que se jactaba Carlos Salinas jamás podrá obtenerse tan sólo a través de videos filtrados a la televisión, reuniones secretas, asesoría política a Enrique Peña Nieto, el cobro oculto de favores, la resurrección sigilosa del séquito salinista. El cambio real entrañaría convertir a la república mafiosa en la república auténtica. Una que hable en nombre del interés público en vez del de la clase política. Una que proteja a los consumidores por encima de quienes se aprovechan de ellos. Una que regule a los empresarios más poderosos del país en lugar de claudicar frente a ellos. Una que acabe con la complicidades, con los privilegios, con la conspiración desafortunada de los políticos en contra los ciudadanos.
Pero como bien advierte Aguilar Camín, “la política, vista de cerca, aun la política más alta, es siempre pequeña, mezquina, miope, una riña de vecindario”. Y a Salinas no le interesa dinamitar la cueva de Alí Babá que es hoy el poder en México. A Salinas no le interesa crear ese país donde tendría que rendir cuentas. Donde tendría que hacer pública su declaración patrimonial, donde tendría que explicar las privatizaciones irregulares, donde tendría que reconocer los errores de política económica que desembocaron en el de diciembre, donde tendría que decir la verdad sobre sus hermanos, donde tendría que aclarar el destino de la partida secreta. En ese país profunda y verdaderamente moderno no sería posible que se sentara a celebrar México con sus dueños. En ese país no habría cabida para él.
Los hombres grandes casi siempre han sido hombres malos y Carlos Salinas es uno de ellos. Basta con recordar los dramas, asesinatos, violencia, corrupción, mentiras, traiciones, amantes, cuentas ocultas, pasaportes falsos, la búsqueda del poder y el precio que se paga por conseguirlo. Esas son las historias que acompañan a la familia Salinas por donde quiera que va. Esas son las palabras que la definen. Una familia que parece
famiglia
. Una familia que muestra cómo ha funcionado la política en el país y la podredumbre de ese funcionamiento. Una pequeña Mafia mexicana con todo y El Padrino que la controla. Allí en el sótano, allí en el subsuelo, allí operando en las sombras.
Los Salinas —Carlos, Raúl, Enrique, et. al.— son un ejemplo, un arquetipo. Como los personajes de las novelas de Mario Puzo y las películas de Francis Ford Coppola, representan algo más que sí mismos. Plasman la forma en que la clase política se ha comportado y quiere seguir comportándose. De manera sórdida. De manera torcida. Con amantes en México y cuentas en Suiza; con partidas secretas y testigos ejecutados; con millones acumulados y juicios pendientes. Rodeados de fiscales que se suicidan, países que los investigan, colaboradores que desaparecen, cargos que no se pueden comprobar. Al margen de la ética, al margen del interés público.
La familia Salinas es más que sus miembros. Es una experiencia. La experiencia aterradora de asomarse a la cloaca de un clan. De presenciar las actividades de personas esencialmente amorales. De contemplar la vida que viven, los abusos que cometen, las mentiras que dicen, en vivo y a todo color. Allí en la pantalla de la realidad nacional. Una galería extraordinaria de hombres y mujeres que pueblan el mundo feudal de la política en el país. Presidida por el don Carlos: sonriente, sagaz, visionario pero letal. Un hombre influyente. Un hombre al frente de un imperio subterráneo que empieza con la clase empresarial, abarca a los medios, constriñe la conducta de muchos periodistas, incluye a sectores del
PRI
, toca a Los Pinos y termina en la cárcel donde su hermano vivió diez años.
Un hombre que, como don Corleone, quiere ganar legitimidad para sí mismo y para su familia. Ser aplaudido como el gran modernizador de México. Ser admirado, buscado, reconocido, aunque partes de su imperio estuvieran construidas sobre los cimientos de la corrupción. Una corrupción compartida, revelada en conversaciones telefónicas grabadas entre sus hermanos Raúl y Adriana. Una corrupción facilitada por empresarios, avalada por amigos, ignorada por tecnócratas, permitida por las autoridades. Año tras año. Cuenta tras cuenta. Millón tras millón. Inmueble tras inmueble. Una corrupción fácil de tapar y difícil de comprobar, como lo han argumentado los fiscales suizos.
Esos fiscales que se dieron cuenta de las dificultades que conlleva una investigación internacional de lavado de dinero. Y los obstáculos que enfrenta: la resistencia de las élites involucradas, la recalcitrancia del gobierno mexicano, la destrucción de documentos, los testigos cuestionables, su miedo a comparecer. Pero a pesar de las pesquisas frustradas hay algo inocultable. Eso que queda, eso que permanece. Lo que huele mal de 48 cuentas congeladas a lo largo del sistema financiero suizo. Lo que huele mal de compañías fantasma en las islas Caimán. Las transferencias multimillonarias de bancos en México, Estados Unidos, Luxemburgo, Alemania y Francia. Las acusaciones de lavado de dinero. El total de 130 millones de dólares. Acumulados por una persona —Raúl Salinas de Gortari— que siempre fue un funcionario menor, un académico a ratos, un
bon vivant
siempre. Que cuando conoció a María Bernal le dijo que era multimillonario, con la suerte de ser “el hermano del presidente”.