Arrancan gajo tras suculento gajo, transacción tras transacción, contrato tras contrato, cobro tras cobro. Como lo ha sugerido la Comisión Federal de Competencia, cada familia mexicana transfiere 65 mil pesos anuales a los monopolistas del país. Y los pobres pagan 40 por ciento más de lo que deberían por la falta de competencia en servicios básicos como telefonía. Los consumidores somos una fábrica lucrativa de jugo concentrado, que corre por las venas de la mayor parte de los reconocidos por la revista
Forbes
, al margen de su “talento empresarial”. De 2009 a 2010 los nueve grandes ricos mexicanos incrementaron su patrimonio en 61 por ciento, al pasar de 55.1 a 90.3 millones de dólares. Y ello no se debió tan sólo al alza de sus acciones en la Bolsa o a inversiones visionarias que lograron hacer en una economía que se contrajo ocho por ciento. La respuesta se halla también en la estructura concentrada de la economía mexicana. En la falta de competencia que despliega. En las prácticas extractivas que permite. En el rentismo cotidiano que produce. Un huerto nacional de naranjas, donde 90 por ciento de los abusos cometidos contra los consumidores quedan impunes. Pero un huerto cada vez más reseco, menos productivo, que en lugar de cosechar fruta jugosa produce pobres en números crecientes. Y de allí la urgencia de revisar las reglas para la producción de naranjada, y modificar las sanciones para quienes la elaboran abusivamente.
Muchos en la élite económica han logrado hacerlo por el tipo de capitalismo que prevalece en México. Por la persistencia de lo que el premio Nobel de Economía Joseph Stiglitz llama
crony capitalism
: el capitalismo de cuates, el capitalismo de cómplices, el capitalismo que no se basa en la competencia sino en su obstaculización. Ese andamiaje de privilegios y “posiciones dominantes” y nudos sindicales en sectores cruciales —telecomunicaciones, servicios financieros, transporte, energía, educacion— que aprisiona a la economía y la vuelve ineficiente. Que inhibe el desarrollo de México en un mundo cada vez más competitivo. Que opera con base en favores, concesiones y colusiones que el gobierno otorga y la clase empresarial exige para invertir. Que concentra el poder económico y político en una red compacta que constriñe la competencia y ordeña a los ciudadanos. Gran parte de aquello que explica por qué México está atorado.
Como dice mi esposo canadiense con la perspectiva que le da provenir de un lugar bien gobernado: “Mexico no es un país de ciudadanos, es un país de intereses.” A veces tan feudal como lo fuera la Europa del siglo
XIV
, convertida en un enorme tablero donde cada recuadro pertenecia a un poderoso
lord
. Mexico hoy, capturado por costumbres que lo remontan al medievo; atorado por actitudes que lo condenan a quedarse allí. Un país de intereses enquistados, de privilegios atrincherados, de cotos reservados. Presentes a lo largo del sistema politico y económico, complacidos con la situación actual y empeñados en asegurar su preservacion. Defensores de un arreglo feudal que dificulta la posibilidad del avance nacional.
Se ha vuelto un lugar común afirmar que el principal obstáculo del país es una democracia que no logra construir acuerdos. Un sistema político donde los partidos no tienen incentivos para la colaboración. Las reformas que México necesita no ocurren por la falta de consensos, es lo que se repite como mantra. Hace falta un gran acuerdo nacional, es lo que se repite en foro tras foro. Hace falta un Pacto como el de la Moncloa, es lo que se propone en reunión tras reunión. Ése suele ser el diagnóstico común sobre lo que nos aqueja y lleva a la discusión sobre propuestas encaminadas a construir mayorías legislativas u otras medidas con el objetivo de crear un gobierno “fuerte”. Pero ante ese diagnóstico y esas recomendaciones me parece que estamos centrando la atención en el problema equivocado. México no está postrado debido a la falta de acuerdos o a la inexistencia del consenso, o la ausencia de mayorías. En México sí hay un acuerdo tácito entre políticos, empresarios, sindicatos, gobernadores y otros beneficiarios del
statu quo
. Pero es un acuerdo para no cambiar.
Es un pacto para el “no”. Para que no haya reformas profundas que afecten intereses históricamente protegidos. Para que no sea posible disminuir las tajadas del pastel que muchos sectores reciben, en aras de permitir la creación de un pastel más grande para todos. Basta con examinar las reformas votadas, los presupuestos avalados, y las partidas asignadas. Los innumerables paquetes fiscales —aprobados por mayorías legislativas— no cambian las reglas del juego; tan sólo van tras el contribuyente cautivo. Los nombramientos en los últimos años de los miembros del
IFE
—aprobados por mayorías— no buscan crear contrapesos, sino asegurar que no existan. La exención de impuestos a nuevos jugadores en telefonía celular —aprobada por mayorías— no busca fomentar la competencia sino hacerle otro favor a Televisa. Los distintos presupuestos de Egresos —aprobados por mayoría— no buscan reorientar el gasto público para desatar el crecimiento económico, sino mantener su uso para fines políticos. En México todos los días se forman mayorías en el Congreso. Pero son mayorías que logran preservar en lugar de transformar.
Mayorías entre diputados y senadores, forjadas por intereses que quieren seguir protegiendo, incluyendo los suyos. Por los poderes fácticos a los cuales hay que obedecer. Por los derechos adquiridos que dicen, es políticamente suicida combatir. Por los privilegios sindicales que —con la excepción del
SME
— el Poder Ejecutivo no está dispuesto a confrontar. Por la presión de cúpulas empresariales que le exigen al gobierno que actúe, pero les parece inaceptable que lo haga en su contra, como en el tema de la consolidación fiscal o la promoción de la competencia. Muchos demandan reformas, pero para los bueyes del vecino. Más aún, cuando esas reformas ocurren en su sector, se aprestan a vetarlas. El país se ha vuelto presa de un pacto fundacional que es muy difícil modificar, porque quienes deberían remodelarlo viven muy bien así. Los partidos con su presupuesto blindado de miles de millones de pesos. Los empresarios con sus altas barreras de entrada a la competencia y sus reguladores capturados y sus diputados comprados y sus amparos y sus ejércitos de contadores para eludir impuestos en el marco de la ley. Los gobernadores con sus transferencias federales y la capacidad que tienen para gastarlas como se les dé la gana. El
PAN
temeroso de tocar intereses por temor a que busquen refugio con el
PRI
. Allí está, visible todos los días: el
Pactum Nullus Mutatio
.
El pacto rentista, el pacto extractor, el pacto conforme al cual es posible apropiarse de la riqueza de los otros, de los ciudadanos. Y los oligarcas de este país llevan décadas enriqueciéndose legalmente a través de aquello que los economistas llaman el “rentismo”. El rentismo gubernamental-empresarial-sindical-partidista construido con base en transacciones económicas benéficas para numerosos grupos de interés pero nocivas para millones de consumidores. El rentismo depredador basado en contratos otorgados a familiares de funcionarios públicos. La protección a monopolios y la claudicación regulatoria. El control de concesiones públicas por parte de oligarcas disfrazados de “campeones nacionales”. El pago asegurado a trabajadores del sector público al margen de la productividad. El uso del poder de chantaje para capturar al Congreso y frenar las reformas; subvertir a la democracia y obstaculizar el desarrollo de los mercados; perpetuar el poder de las élites y seguir exprimiendo a los ciudadanos.
El problema de México no es la falta de acuerdos, sino la prolongación de un pacto inequitativo que lleva a la concentración de la riqueza en pocas manos; un pacto ineficiente porque inhibe el crecimiento económico acelerado; un pacto auto-sustentable porque sus beneficiarios no lo quieren alterar; un pacto corporativo que ningún gobierno logra reescribir apelando a los ciudadanos. Y así como durante siglos hubo un consenso en torno a que la tierra era plana, en el país prevalece un consenso para no cambiar.
Aquellos que se olvidan del pasado están condenados a repetirlo
.
G
EORGE
S
ANTAYANA
La historia, dijo Stephen, es una pesadilla de la cual estoy tratando de despertar
.
J
AMES
J
OYCE
“A favor”, dice un diputado tras otro, en un anuncio de radio en el que presumen que saben ponerse de acuerdo. “En el Senado de la República, damos resultados”, insiste otro
spot
en el que se alaba su labor. Campaña tras campaña de autoelogios, pagada con el dinero de los contribuyentes mientras el Senado en realidad los ignora. Propaganda financiada con el dinero de las personas a las cuales ambos órganos de gobierno dicen representar, cuando distan de hacerlo. Dándose palmadas en la espalda, al mismo tiempo que extienden la mano y abren la cartera. Ejemplos de “cómo vivimos ahora”, diría Anthony Trollope, quien escribió una novela con ese título denunciando la decadencia moral que presenció en Inglaterra, su propio país. Ejemplos de todo lo que ocurre en el nuestro.
Esa cierta clase de deshonestidad, magnífica en sus proporciones, que escala a lugares altos, y se vuelve tan rampante y espléndida que enseña a los demás cómo volverse deshonestos, lamentaba Trollope. Porque al volverse espléndida, deja de ser abominable. Si la deshonestidad puede “vivir en un palacio hermoso con cuadros en las paredes… con mármol y marfil en todos los rincones y puede llegar al Parlamento y manejar millones, entonces la deshonestidad no es escandalosa, y un hombre que se vuelve deshonesto de esa manera ni siquiera es visto como un sinvergüenza”. Y entonces la deshonestidad que debería ser condenada de pronto es justificada. Se convierte en parte del paisaje; en una pincelada de lo posible; en algo permitido por un país donde ya todo se vale. Así vivimos ahora.
Nuevo recinto del Senado.
Con un Congreso en el que los coordinadores de las fracciones parlamentarias disponen discrecionalmente de millones de pesos para sus bancadas. Con un Poder Legislativo cuyo presupuesto ha crecido 37 por ciento en términos reales durante el sexenio. Donde los senadores obtienen una remuneración mensual de hasta 385 237 pesos, más un aguinaldo de 169 600 pesos. Donde los diputados reciben hasta 150 139 pesos mensuales a partir de la “dieta base”, la “asistencia legislativa” y la “atención ciudadana”. Donde constantemente se aprueba la renovación del parque vehicular para los diputados y los senadores. Donde se gastan millones de pesos para las tarjetas
IAVE
, incluso para diputados que viven en el Distrito Federal. Donde todos están muy ocupados remodelando oficinas, contratando asesores, solicitando boletos de avión, anotándose para turismo legislativo a París.
Así vivimos ahora. Y como nos recuerda Giovanni Sartori: “Evidentemente escasean los buenos políticos y no podemos esperar milagros. Así que si un chivo es chivo, seguirá siendo un chivo.” Un país de chivos que pastan por los pasillos del poder, devorando todo lo que encuentran a su paso. Insaciables. Voraces. Glotones. Campantes. Alimentándose del presupuesto y engordando día tras día gracias a lo que que consumen de él. Rebaños rapaces porque no encuentran cercas que los acorralen, pastores que los controlen, castigos para el rumiante que coma de más. Reflejo de una democracia sin rendición de cuentas; síntoma de una democracia de alto costo y bajo rendimiento.
Evidenciada, abuso tras abuso, en las páginas de los periódicos y la cobertura de los noticieros. Chivos rampantes, desatados, con cuatro estómagos capaces de digerir lo que consumen en el Poder Ejecutivo, Legislativo y Judicial. La “tajada” de 146 millones de pesos que los coordinadores parlamentarios se reparten en vez de devolver. La compra de carros y chocolates, y flores para “alegrar el ambiente de trabajo” con ese remanente. Las irregularidades detectadas en la cuenta pública de Vicente Fox. La canalización de recursos a agricultores que no los necesitan a través del programa Procampo. La lista de “aviadores” que cobran en la Cámara de Diputados pero en realidad no trabajan allí. Los fraudes detectados mas no penalizados en los contratos de Pemex. Los fondos de retiro autorizados para 250 jueces y 70 magistrados. Allí pastando, los bovinos en su bacanal.
Cada uno, botón de muestra de cómo se percibe y cómo se vive un puesto público. La cultura del “dame.” La cultura que ve al gobierno como un lugar al cual uno llega y se va con derechos. El derecho a gastar y a cobrar y a pedir y a otorgar y a ocultar, incluso. El derecho que se dan tanto la Suprema Corte como el Consejo de la Judicatura Federal, por ejemplo, a otorgar a sus miembros “prestaciones sociales y económicas” de manera discrecional. El derecho de la Secretaría de Hacienda de crear fideicomisos con recursos reservados, al margen de la rendición de cuentas, erigidos específicamente para evadirla. Como señala la
ONG
Colectivo por la transparencia, en México, uno de los rubros peor evaluados son los fideicomisos que acumulan y administran recursos multimillonarios en condiciones de completa opacidad.
Y, ¿qué decir de los gobernadores? Los mandatarios de diecinueve estados que ganan salarios superiores al ingreso promedio de los 50 gobernadores de Estados Unidos, de 101 mil dólares anuales. Argumentando —cuando son evidenciados— que “otros ganan más”. Apresurándose a formar parte de la negociación del presupuesto federal, con la esperanza de asegurar partidas más generosas. Gobernadores que han canibalizado los recursos del excedente petrolero durante los últimos años, sin dejar rastros productivos de él. Una pieza más del rompecabezas que explica por qué un país con tantos recursos, no logra aprovecharlos. México atorado porque está muy mal gobernado.