¿Quiénes pagan el costo de la complicidad constante entre el gobierno y La maestra? Seis de cada diez alumnos que no concluyen secundaria con conocimientos básicos de matemáticas. Cuatro de cada diez alumnos que tampoco los obtienen en español. Una “líder moral” del
SNTE
más preocupada por empoderar a sus allegados que por educar mexicanos. Un sistema educativo que cuesta mucho pero que rinde poco, sobre todo cuando se le compara con otros miembros de la
OCDE
. Un sindicato beligerante que exige más recursos en cada negociación presupuestal, pero no parece dispuesto a modernizarse a fondo para conseguirlos.
Peor aún: millones de niños mexicanos haciendo planas, copiando párrafos, memorizando fechas, acumulando la ignorancia en la forma de datos inertes. Millones de niños mexicanos que aprenden todo sobre los héroes que nos dieron patria, pero no se les educa para que sepan cómo ser ciudadanos activos en ella. Millones de niños mexicanos coloreando figuras de héroes mexicanos muertos, memorizando historias de victimización, rindiéndole tributo al pasado antes de pensar en el futuro. Sobrevivientes de una educación construida sobre mitos, enfocada a producir una identidad nacional. Y vaya que lo ha logrado: México, el país que produce personas orgullosamente nacionalistas, pero educativamente atrasadas. México, el país que enseña a sus habitantes a lidiar con un entorno que ya no existe. México, el país donde en la escuela pública se aprende poco de ciencia, pero se aprende mucho de sometimiento; se aprende poco de tecnología pero se aprende mucho de simulación; se aprende poco de álgebra pero se aprende mucho de cumplimientos mediocres, negociaciones injustas y beneficios extralegales. México el país donde, en la escuela pública, no se desata el sentido crítico o la autonomía ética o el empeño en el cambio social, sino una extendida propensión a la conformidad.
Condenándonos a la mediocridad permanente porque de cada 100 estudiantes que ingresan a la primaria, sólo 68 completa la educación básica y sólo 35 termina la primaria. Sólo 8.5 por ciento de la población cuenta con una licenciatura. Sólo tres por ciento de la población indígena completa al menos un año de universidad. Sólo una de cada cinco mujeres indígenas entre los quince y 24 años sigue estudiando. La educación pública en México es un desastre, ni más ni menos. Y el problema fundamental está en un modelo político y económico que privilegia el mantenimiento del corporativismo por encima del crecimiento económico; que premia clientelas en lugar de construir ciudadanos; que usa a los maestros para ganar elecciones en vez de educar niños. Un sistema de cotos reservados y sindicatos apapachados y acuerdos políticos arraigados.
El sistema educativo ha sido parte central de ese modelo maltrecho, con los resultados que el reporte “Brechas”, de la
ONG
Mexicanos Primero, ilumina dolorosa pero necesariamente. Las desigualdades mayúsculas, las brechas que separan los estratos educativos, las brechas que dividen a México del mundo. La escuela mexicana de nivel básico que funciona como espejo de las divisiones sociales pero no como propulsor para trascenderlas. El hecho de que la inequidad en la distribución del aprendizaje está relacionada con las desigualdades socioeconómicas. Y ante ello la complacencia de tantos. La costumbre de ver las brechas como algo normal e imbatible.
Porque el sistema educativo no está pensado para garantizar la movilidad social. Y eso se debe a nuestros pobres resultados educativos. Se debe a nuestra apuesta histórica a la plata, al oro, al cobre, al petróleo, al gas, a las playas, a los bosques. Lo que no hemos logrado entender aún es que la única apuesta que verdaderamente cuenta es la apuesta a la gente, al capital humano, a aquello que es genuinamente renovable y multiplicador.
La educación en los países exitosos y dinámicos es radicalmente diferente. Allí, ayuda a desarrollar las facultades críticas de la mente, indispensables para prosperar en el mundo y en la vida. Ayuda a fomentar talentos necesarios como la creatividad, la curiosidad, el mérito, la ambición. Nutre una cultura de aprendizaje en la cual los alumnos viven con la boca abierta, con la mano alzada, preguntando, procesando, debatiendo con los maestros y no nada más copiando lo que escriben en el pizarrón. Premia el ingenio, la irreverencia, la capacidad para resolver problemas y no sólo el lamentarse frente a ellos.
La razón del rezago se encuentra en el binomio
SEP/SNTE
. En un modelo magisterial que ofrece ya poco margen para seguir siendo viable. En la creciente subordinación de diversos secretarios de Educación Pública a los dictados de La Maestra porque han querido llevar la fiesta en paz y alimentar sus propias aspiraciones presidenciales. En la persistencia de prácticas claramente ilegales como los cobros de maestros en dos entidades federativas, las secretarias con plazas de maestros, los prestanombres que eluden los concursos nacionales, el manejo discrecional de plazas, y la colonización de dependencias por “comisionados” que obstaculizan cualquier cambio de fondo.
El primer examen de oposición para concursar por plazas —parte de la Alianza por la Calidad de la Educación— constituye, sin duda, un gran primer paso, un valioso instrumento de diagnóstico y rendición de cuentas. Como lo revela la evaluación de Mexicanos Primero, el concurso muestra un resultado preocupante sobre la calidad de la docencia en México. Únicamente diez por ciento de los concursantes tiene realmente los conocimientos y habilidades necesarios para ingresar al servicio docente, según el instrumento de evaluación. Hay 16 433 docentes que no tienen la capacidad de desempeñarse como tales y, de ellos, más de 4 000 tuvieron la posibilidad de alcanzar la definitividad de la plaza. Tenemos 3 695 docentes en servicio que no deberían estar dentro del sistema educativo y no es posible separarlos del cargo.
El estado de la educación en un país avisora cómo será en treinta años. Ante lo que ello implica ya no podemos seguir perdiendo el tiempo. Seguir pensando que no es necesario replantear los fundamentos de nuestro sistema educativo. Seguir pensando que un maestro no es un profesional digno sino un peón de apoyos políticos. Seguir resignándonos a escuelas pobres para pobres, canalizadoras de ciudadanos de segunda. Seguir ignorando que la brecha en educación se traduce en brechas de desarrollo, en brechas de derechos, en brechas que condenan a una niña indígena a la marginación, cuando se merece lo mismo que queremos para nuestras propias hijas.
Para modernizar a México habrá que empezar por los padres de familia y sus bajas expectativas. Habrá que comenzar por los maestros y quien los mueve. Habrá que empezar por el gobierno y sus cálculos políticos. Habrá que imbuirle a la actuación del secretario de Educación Pública el sentido de urgencia —y el fuego en la panza— de una acción efectiva. Habrá que insistirle al gobierno federal que La Maestra puede ser una aliada, pero habrá que obligarla a actuar y a pactar de otra manera, con otros objetivos. Nunca como ahora la política educativa había estado tan controlada por el sindicato y ante ello, se vuelve imperativo que la
SEP
recobre la rectoría que perdió.
Porque si la respuesta de las autoridades al desastre educativo sigue siendo el silencio, la actitud defensiva, o la descalificación, condenarán a México a ser un país cada vez más rezagado, cada vez más rebasado, cada vez más aletargado, cada vez más pobre. Porque si no se instituye un padrón único de maestros, si no se transforma la educación normalista, si no se crean sistemas de formación continua de profesores, si no se implanta la certificación periódica y obligatoria para los docentes, si no se involucra a la sociedad civil en una revolución educativa, México continuará siendo un país parapetado detrás de las excusas y el miedo y la tibieza y la renuencia de tantos a pagar costos políticos. Porque si el gobierno le sigue permitiendo a Elba Esther Gordillo obtener recursos y puestos y posiciones sin comprometerse a fondo con ese primer paso que es la Alianza por la Calidad de la Educación, millones de niños mexicanos seguirán parados frente a la pared.
Y millones de jóvenes mexicanos continuarán siendo educados para la conformidad; para contribuir a la lógica compartida del “por lo menos”. Por lo menos no provocó una crisis económica, se dice de Vicente Fox. Por lo menos hizo obra pública, se dice de Andrés Manuel López Obrador. Por lo menos es un político eficaz, se dice de Manlio Fabio Beltrones. Por lo menos es guapo, se dice de Enrique Peña Nieto. Por lo menos en el sexenio pasado sólo se robaron un jeep rojo y una Hummer. Por lo menos no ocupamos el último lugar en las evaluaciones
PISA
de educación. Por lo menos el Aeropuerto de la Ciudad de México no es tan malo como el de Ruanda, se escucha por allí. México se ha convertido en el país del “por lo menos"; el país de los estándares bajos y las expectativas encogidas; el país donde las cosas están mal pero podrían estar mucho peor. México ya no vive en el laberinto de la soledad, está atrapado en el laberinto de la conformidad.
La propensión a compararse hacia abajo es el denominador común de muchos mexicanos. Refleja el sentir de quienes se conforman con la realidad porque no quieren o no saben cómo cambiarla. Refleja los instintos de políticos e intelectuales conservadores que evalúan a México con la vara comparativa del pasado e invitan a los ciudadanos a hacerlo también. Vicente Fox no hizo nada, pero por lo menos no hizo nada muy malo, aseguran. El gobierno no logra combatir a los delincuentes, pero por lo menos no reprime a sus adversarios como lo hizo en 1968, sugieren. El segundo piso del Periférico es un una obra disfuncional, pero por lo menos existe, argumentan. Antes las elecciones eran fraudulentas y ahora por lo menos son más limpias, postulan. Antes el
PRI
era un partido de Estado y ahora se ve obligado a reconquistarlo, señalan. Frente al vaso roto es mejor el vaso medio vacío. Todo es relativo.
La vara de medición está tan cerca del suelo que el país se tropieza —una y otra vez— con ella. Las expectativas son tan bajas que cualquier político incompetente o corrupto, o populista puede satisfacerlas fácilmente. Es innegable: Vicente Fox no provocó una crisis económica, pero bajo su presidencia México no se volvió un país más competitivo, o más seguro. Es indudable: Andrés Manuel López Obrador promovió obras públicas, pero bajo su gobierno la vida en el Distrito Federal no se volvió considerablemente mejor. Es innegable: Beatriz Paredes habla muy bien, pero bajo su liderazgo el
PRI
no se convirtió en un partido más visionario o moderno. Es indudable: Enrique Peña Nieto es muy popular pero el Estado de México no es un lugar bien gobernado. Después de décadas de gobiernos desastrosos, muchos se conforman con gobiernos mediocres. Después de años de presidentes depredadores, muchos se conforman con presidentes ineptos. Y después de dos sexenios de democracia disfuncional, muchos parecen estar dispuestos a sacrificarla.
Como los mexicanos no pueden imaginarse algo mejor, se conforman con lo existente. Como no quieren enfrentarse a la realidad, se acomodan ante ella. Comienzan a pensar que el pasado no era tan malo. Comienzan a racionalizar, a justificar, a relativizar. Comienzan —por ejemplo— a defender a Carlos Salinas de Gortari. Por lo menos es un político pragmático. Por lo menos gobernó con una tecnoburocracia reformista. Por lo menos firmó el Tratado de Libre Comercio.
Y el mismo relativismo florece en otros bandos. El mismo conformismo emerge entre quienes defienden a Andrés Manuel López Obrador o Felipe Calderón y se declaran satisfechos con su trayectoria. Por lo menos
AMLO
favorece a los pobres, declaran. Por lo menos Calderón combate el crímen, justifican. Por lo menos
AMLO
ha escrito libros describiendo su proyecto alternativo de nación, concluyen. Por lo menos Calderón tiene una esposa sensata, argumentan. Por lo menos ninguno de los dos es el
PRI
, suspiran.
Estos argumentos tienen un común denominador; parten de la premisa “así es México”. Parten de la inevitabilidad. Parten de la conformidad. Ya lo decía Octavio Paz: “Y si no somos todos estoicos e impasibles —como Juárez y Cuauhtémoc— al menos procuramos ser resignados, pacientes y sufridos. La resignación es una de nuestras virtudes populares. Más que el brillo de nuestras victorias nos conmueve nuestra entereza ante la adversidad”. Nuestro conformismo con la corrupción cuando es compartida. Nuestra paciencia frente a las obras públicas mal pensadas y mal ejecutadas. Nuestra tolerancia ante empresarios que venden malos productos en contextos monopólicos. Nuestra resignación ante la posibilidad del regreso del
PRI
a Los Pinos. Nuestra convicción compartida de que México es incambiable. Nuestra complicidad con el
statu quo
.
Hoy, la defensa del país basada en el argumento del “por lo menos” equivale a una defensa de la mediocridad. Equivale a una apología del gradualismo que beneficia a pocos y perjudica a muchos. México sólo será un país mejor cuando sus habitantes dejen de pensar en términos relativos y empiecen a exigir en términos absolutos. Cuando se conviertan en profetas armados con una visión de lo que podría ser. Cuando empuñen lo que Martin Luther King llamó “coraje moral”. Cuando vociferen que los bonos navideños y las obras interminables y los aeropuertos caóticos y las cárceles incontrolables y la inseguridad rampante y la violencia desbordada y el Estado ausente son realidades que ningún mexicano está dispuesto a aceptar.
Porque si nadie alza la vara, el país seguirá viviendo —aplastado— debajo de ella. Porque si nadie exige que las cosas cambien, nunca lo harán. Porque si nadie rechaza la conformidad, el país seguirá gobernado por políticos que no hacen nada (como Vicente Fox); que violan las leyes electorales (como Enrique Peña Nieto); que mandan al diablo a las instituciones (como Andrés Manuel López Obrador); que sólo promueven reformas minimalistas (como Felipe Calderón); que tienen mucha visión pero poca ética (como Carlos Salinas de Gortari). Porque si los mexicanos siguen habitando el laberinto de la conformidad, será muy difícil crear mejores gobiernos y mejores gobernantes desde allí.
Escribía Kazantzakis que el peor pecado es la satisfacción. Y demasiados mexicanos están demasiado satisfechos, porque no viven tan mal bajo el despotismo de la costumbre. Les sobra conformismo y les falta descontento. Defienden en términos relativos una corrupción que no puede ser defendida en términos absolutos. Comparan a México hacia abajo en vez de mirar hacia arriba. Pero el problema es que el consuelo de muchos suele ser el consuelo de tontos. Y las expectativas bajas se convierten en profecías. Y los laberintos de la conformidad también pueden convertirse en laberintos sin salida.