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Authors: Paul Auster

Tags: #narrativa, #drama

El Palacio de la Luna (15 page)

BOOK: El Palacio de la Luna
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—No se desanime si actúa de una forma un poco rara. A veces se exalta, pero eso no significa nada en realidad. Lo ha pasado muy mal estas últimas semanas. El hombre que le cuidó durante treinta años murió en septiembre y ha sido muy duro para él adaptarse.

Intuí que tenía una aliada en aquella mujer, y eso me daba una especie de protección contra cualquier cosa extraña que pudiera suceder. El cuarto de estar era desmesuradamente grande, con ventanas que daban al Hudson y a New Jersey Palisades, al otro lado del río. Effing estaba en su silla de ruedas en medio de la habitación, situado frente a un sofá del cual le separaba una mesa baja. Tal vez mi impresión inicial de él fuera causada por el hecho de que no reaccionó a nuestra entrada. La señora Hume le anunció que yo había llegado.

—El señor M. S. Fogg está aquí para la entrevista.

Pero él no dijo una palabra ni movió un músculo. Era una inmovilidad sobrenatural y mi primera reacción fue la de pensar que estaba muerto. Sin embargo, la señora Hume me sonrió y me indicó con un gesto que me sentara en el sofá. Luego se fue y me encontré a solas con Effing, esperando a que rompiera el silencio.

Tardó mucho rato, pero cuando al fin habló, su voz llenó la habitación con sorprendente fuerza. No parecía posible que su cuerpo pudiera emitir tales sonidos. Las palabras salían de su garganta con una especie de furiosa y áspera energía y fue como si de pronto alguien hubiera encendido una radio y hubiera sintonizado una de esas emisoras lejanas que a veces se cogen en mitad de la noche. Era algo totalmente inesperado. Una sinapsis de electrones casual me traía aquella voz desde una distancia de mil kilómetros y la claridad con que sonaba aturdía mis oídos. Por un momento, llegué a preguntarme si no habría un ventrílocuo escondido en alguna parte.

—Emmett Fogg —dijo el viejo, escupiendo las palabras con desprecio—. ¿De dónde sale ese nombre de mariquita?

—M. S. Fogg —respondí—. La M es la inicial de Marco y la S de Stanley.

—Eso no lo mejora. En todo caso, lo empeora. ¿Qué va usted a hacer al respecto, muchacho?

—No voy a hacer nada. Mi nombre y yo hemos pasado mucho juntos y con el tiempo le he cogido cariño.

Effing rió despectivamente al oír esto, una risa grosera que parecía dar el tema por concluido de una vez por todas. Inmediatamente después, se enderezó en su silla. Era notable con qué rapidez esto transformó su aspecto. Ya no era un semicadáver comatoso perdido en vagas ensoñaciones; se había vuelto todo vigor y atención, una hirviente masa de energía resucitada. Según supe más adelante, ése era el verdadero Effing, si verdadero es una palabra que pueda emplearse para referirse a él. Su personalidad se basaba en tan gran medida en la falsedad y el engaño que era casi imposible saber cuándo decía la verdad. Le encantaba engañar al mundo con sus experimentos y súbitas inspiraciones, y de todos los números que montaba, su preferido era el de hacerse el muerto.

Se inclinó hacia adelante, como para indicarme que la entrevista iba a empezar en serio. A pesar de los parches negros que llevaba sobre los ojos, noté que dirigía su mirada hacia mí.

—Contésteme, señor Fogg —dijo—. ¿Es usted un hombre de visión clara?

—Antes pensaba que sí, pero ya no estoy tan seguro.

—Cuando tiene una cosa ante sus ojos, ¿es capaz de identificarla?

—Generalmente, sí. Pero hay veces en que resulta bastante difícil.

—¿Por ejemplo?

—Por ejemplo, a veces tengo dificultad para distinguir a los hombres de las mujeres por la calle. Ahora hay tanta gente que se deja el pelo largo, que no siempre es suficiente con una rápida ojeada. Especialmente cuando te encuentras mirando a un hombre femenino o una mujer masculina. Las señas pueden inducir a confusión.

—Y cuando se encuentra mirándome a mí, ¿qué palabras le vienen a la mente?

—Diría que estoy mirando a un hombre en una silla de ruedas.

—¿Un hombre viejo?

—Sí, un hombre viejo.

—¿Muy viejo?

—Sí, muy viejo.

—¿Ha observado algo de particular en mi, muchacho?

—Los parches que le tapan los ojos, supongo. Y que sus piernas parecen paralizadas.

—Sí, sí, mis dolencias. Saltan a la vista, ¿no?

—En cierto modo, sí.

—¿Ha sacado alguna conclusión respecto a los parches?

—Nada concreto. Mi primera idea fue que era usted ciego, pero en realidad eso no es lógico. Si una persona no ve, ¿por qué iba a molestarse en taparse los ojos para no ver? No tendría sentido. Por lo tanto, se me ocurren otras posibilidades. Tal vez los parches oculten algo peor que la ceguera. Una espantosa deformidad, por ejemplo. O puede que le hayan operado recientemente y tenga que llevarlos por prescripción facultativa. Por otra parte, también podría ser que esté parcialmente ciego y que la luz fuerte le moleste en los ojos. O que le guste llevar parches porque sí, porque le parecen atractivos. Hay muchas respuestas posibles a su pregunta. En este momento no dispongo de suficiente información para decir cuál es la respuesta exacta. En el fondo lo único que sé con certeza es que lleva usted parches en los ojos. Puedo afirmar que están ahí, pero no sé el porqué.

—En otras palabras, no da nada por sentado

—Puede ser peligroso. Sucede a menudo que las cosas son distintas de lo que parecen y uno puede meterse en líos por precipitarse en sus conclusiones.

—¿Y mis piernas?

—Esa pregunta me parece algo más sencilla. Por lo que se ve de ellas debajo de la manta, parecen estar atrofiadas, lo cual indicaría que no las ha usado desde hace muchos años. En ese caso, sería razonable suponer que no puede usted andar. Quizá nunca ha podido andar.

—Un viejo que no puede ver ni andar. ¿Qué piensa de eso, muchacho?

—Pienso que ese hombre depende más de otros de lo que quisiera.

Effing gruñó, se recostó en su silla y levantó la cara hacia el techo. Durante los siguientes diez o quince segundos, ninguno de los dos hablamos.

—¿Qué clase de voz tiene usted, muchacho? —preguntó al fin.

—No lo sé. Cuando hablo no me oigo realmente. Las pocas veces que he oído mi voz grabada en una cinta me ha sonado horrible. Pero, al parecer, a todo el mundo le pasa igual.

—¿Puede hacer la distancia?

—¿La distancia?

—Puede hacer largos recorridos. Puede usted hablar durante dos o tres horas sin quedarse ronco. Puede estar ahí sentado leyéndome en voz alta toda una tarde y que las palabras sigan saliendo de su boca. Eso es lo que quiero decir con hacer la distancia.

—Creo que puedo, sí.

—Como usted mismo ha observado, he perdido la vista. Mi relación con usted estará compuesta de palabras, si su voz no puede hacer la distancia, no vale usted un comino para mí.

—Comprendo.

Effing se echó de nuevo hacia adelante, luego hizo una breve pausa, para aumentar el efecto dramático.

—¿Le doy miedo, muchacho?

—No, creo que no.

—Pues debería dárselo. Si decido contratarle, aprenderá lo que es el miedo, se lo garantizo. Tal vez no pueda ver ni andar, pero tengo otros poderes, poderes que pocos hombres han dominado.

—¿Qué clase de poderes?

—Poderes mentales. Una fuerza de voluntad capaz de moldear el mundo físico y darle la forma que yo quiera.

—Telequinesis.

—Sí, si quiere llamarle así. Telequinesis. ¿Recuerda el apagón de hace pocos años?

—El otoño de 1965.

—Exactamente. Fui yo quien lo causó. Había perdido la vista recientemente y un día me encontraba solo en esta habitación, maldiciendo mi suerte. A las cinco aproximadamente me dije: Ojalá el mundo entero tuviera que vivir en la misma oscuridad que yo. Antes de que pasara una hora, todas las luces de la ciudad se habían apagado.

—Pudo ser una coincidencia.

—Las coincidencias no existen. Esa palabra sólo la usan los ignorantes. Todo lo que hay en el mundo está hecho de electricidad, tanto lo animado como lo inanimado. Hasta los pensamientos emiten una carga eléctrica. Si son lo bastante fuertes, los pensamientos de un hombre pueden cambiar el mundo que le rodea. No lo olvide, muchacho.

—No lo olvidaré.

—Y usted, Marco Stanley Fogg, ¿qué poderes tiene?

—Ninguno que yo sepa. Tengo los poderes humanos normales, supongo, pero nada más. Puedo comer y dormir. Puedo andar de un sitio a otro. Puedo sentir dolor. A veces puedo incluso pensar.

—Un agitador. ¿Es eso lo que es usted, muchacho?

—No. Dudo que pudiera convencer a nadie de que hiciese algo.

—Una víctima, entonces. Es una cosa u otra. Haces o te dejas hacer.

—Todos somos victimas de algo, señor Effing. Aunque sólo sea del hecho de estar vivos.

—¿Está usted seguro de estar vivo, muchacho? Puede que únicamente imagine que lo está.

—Todo es posible. Puede que usted y yo seamos sólo quimeras, que no estemos realmente aquí. Si, estoy dispuesto a considerar eso como posibilidad.

—¿Sabe tener la boca cerrada?

—Si es preciso, supongo que soy tan capaz de callarme como el siguiente.

—¿Y quién sería el siguiente, muchacho?

—Cualquiera. Es una expresión. Puedo hablar o guardar silencio, depende de la situación.

—Si le contrato, Fogg, probablemente llegará usted a odiarme. Recuerde que es todo por su bien. Hay un propósito oculto en todo lo que hago, y no es usted quien ha de juzgarlo.

—Intentaré tenerlo en cuenta.

—Bien. Ahora acérquese y deje que le palpe los músculos. No puedo permitir que un alfeñique me lleve por la calle, ¿verdad? Si sus músculos no sirven para eso, no vale usted un comino para mí.

Me despedí de Zimmer aquella noche y a la mañana siguiente metí las pocas cosas que poseía en mi mochila y me fui a casa de Effing. El azar quiso que no volviera a ver a Zimmer hasta trece años después. Las circunstancias nos separaron, y cuando me lo encontré por casualidad en la primavera de 1982 en el cruce de la calle Varick y West Broadway en el bajo Manhattan, había cambiado tanto que al principio no le reconocí. Habla engordado entre diez y quince kilos, y mientras caminaba con su mujer y sus dos niños, me fijé en su aspecto absolutamente convencional: la panza y la calvicie incipiente del comienzo de la madurez, el aire plácido y distraído del padre de familia veterano. Ibamos en direcciones opuestas y nos cruzamos. Luego, de repente, oí que me llamaba. Eso de encontrarse casualmente con alguien del pasado es algo que ocurre con frecuencia, supongo, pero ver a Zimmer me removió todo un mundo de cosas olvidadas. Casi no me importaba saber qué había sido de él, que estaba enseñando en una universidad de California, que había publicado un libro de cuatrocientas páginas sobre el cine francés, que no había escrito un poema desde hacia más de diez años. Lo importante, simplemente, era que le había visto. Estuvimos parados en aquella esquina hablando de los viejos tiempos durante quince o veinte minutos, luego él y su familia se fueron corriendo a dondequiera que fuesen. No he vuelto a verle ni a saber de él desde entonces, pero sospecho que la idea de escribir este libro se me ocurrió por primera vez después de ese encuentro de hace cuatro años, en el preciso momento en que Zimmer desapareció calle abajo y le perdí de vista otra vez.

Cuando llegué al piso de Effing, la señora Hume me hizo sentar en la cocina para darme una taza de café. Me dijo que el señor Effing estaba echando su sueñecito mañanero y que no se despertaría hasta pasadas las diez. Mientras tanto, me informó de cuáles serían mis obligaciones en la casa, a qué horas eran las comidas, cuánto tiempo pasaría con Effing cada día, etcétera. Ella era la que se ocupaba del “trabajo corporal”, según expresión suya, lavarle y vestirle, acostarle y levantarle, afeitarle, llevarle al retrete, mientras que mi trabajo sería un poco más complicado y menos definido. No me contrataba para que fuera su amigo exactamente, pero algo muy parecido a eso: un compañero comprensivo, una persona que rompiera la monotonía de su soledad.

—Bien sabe Dios que no le queda mucho tiempo —dijo—. Lo menos que podemos hacer es encargarnos de que sus últimos días no sean demasiado tristes.

Dije que comprendía.

—Tener cerca a una persona joven mejorará su ánimo —continuó—. Por no hablar del mío.

—Me alegro de tener este trabajo —dije.

—Él disfrutó de su conversación ayer. Dijo que usted le había dado buenas contestaciones.

—En realidad, no sabía qué decir. A veces es muy difícil seguirle.

—Si lo sabré yo. Pero siempre hay algo cociéndose en ese cerebro suyo. Está un poco loco, pero yo no le llamaría senil.

—No, es muy inteligente. Sospecho que tendré que estar siempre bien alerta con él.

—Me dijo que tenía usted una voz agradable. Por lo menos, es un principio prometedor.

—No me lo imagino usando la palabra
agradable
.

—Puede que no fuera ésa la palabra exacta, pero eso es lo que quería decir. Dijo que su voz le recordaba a la de alguien que había conocido.

—Espero que fuera alguien que le caía bien.

—No me lo dijo. Esa es una de las cosas que aprenderá del señor Thomas. Nunca te dice nada que no quiera decir.

Mi habitación estaba al final de un largo vestíbulo. Era un cuartito con una ventana que daba a un patio trasero, un rudimentario cubículo no mayor que la celda de un monje. Esto era territorio conocido para mí y no tardé en sentirme a gusto entre el escaso mobiliario: una anticuada cama de hierro con barras verticales en la cabecera y en los pies, una cómoda y una librería que cubría una pared, ocupada fundamentalmente por libros rusos y franceses. Había un solo cuadro en la habitación, un grabado grande dentro de un marco negro, que representaba una escena mitológica llena de figuras humanas y de una plétora de detalles arquitectónicos. Más adelante supe que era una reproducción en blanco y negro de una de las tablas de una serie de pinturas de Thomas Cole titulada
El curso del imperio
, una saga visionaria del esplendor y la decadencia del Nuevo Mundo. Deshice mi equipaje y comprobé que todo lo que poseía cabía perfectamente en el primer cajón de la cómoda. Sólo había traído un libro, un ejemplar de bolsillo de las
Pensées
de Pascal que Zimmer me había dado como regalo de despedida. Por el momento lo puse encima de la almohada y luego retrocedí un paso para examinar mi nueva habitación. No era gran cosa, pero era mía. Después de tantos meses de incertidumbre, me consolaba simplemente poder estar entre aquellas cuatro paredes, saber que ahora había un sitio en el mundo que podía llamar mío.

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