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Authors: Paul Auster

Tags: #narrativa, #drama

El Palacio de la Luna (42 page)

BOOK: El Palacio de la Luna
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—Es usted un joven muy perturbado —me dijo—. Si quiere que le dé un consejo, creo que debería consultar a un médico.

Le pedí al chófer que me dejara en el motel Eden Rock. No deseaba pasar otra noche en aquel lugar, así que me puse a hacer el equipaje inmediatamente. No tardé más de diez minutos en terminar la tarea. Até las correas de mi bolsa de viaje, me senté un momento en la cama y le eché una última mirada a la habitación. Si en el infierno proporcionan alojamiento, pensé, debe de parecerse a esto. Sin ninguna razón aparente —es decir, sin ninguna razón de la que yo fuera consciente en ese momento— cerré el puño, me levanté y di un puñetazo en la pared con todas mis fuerzas. El delgado tabique de cartón cedió sin la menor resistencia, reventando con un crujido sordo cuando mi brazo lo atravesó. Me pregunté si el mobiliario sería igual de frágil y levanté una silla para averiguarlo. La estrellé contra el escritorio y contemplé con alegría cómo se hacían astillas. Para completar el experimento, agarré con la mano derecha una de las patas rotas de la silla y fui por toda la habitación atacando un objeto tras otro con mi improvisada porra: las lámparas, los espejos, la televisión, todo lo que había. Sólo me llevó unos minutos destrozar el cuarto de arriba a abajo, pero me hizo sentir infinitamente mejor, como si al fin hubiese hecho algo lógico, algo realmente digno de la ocasión. No me quedé mucho rato admirando mi obra. Todavía jadeante por el esfuerzo, recogí mis bultos, salí corriendo y me marché en el Pontiac rojo.

Seguí conduciendo, sin parar, durante doce horas. Cayó la noche cuando entraba en Iowa y, poco a poco, el mundo se redujo a una inmensidad de estrellas. Llegué a estar hipnotizado por mi propia soledad, dispuesto a continuar hasta que ya no pudiera mantener los ojos abiertos, mirando la línea blanca de la carretera como si fuera la última cosa que me unía a la tierra. Estaba en algún lugar de Nebraska cuando finalmente pedí una habitación en un motel y me fui a dormir. Recuerdo un estrépito de grillos en la oscuridad, el golpe sordo de las polillas que se estrellaban contra la tela metálica de la ventana, un perro que ladraba débilmente en algún lejano rincón de la noche.

Por la mañana comprendí que el azar me había llevado en la dirección correcta. Sin detenerme a pensarlo, había seguido la carretera que llevaba al Oeste y ahora que estaba en camino, me sentí de pronto más tranquilo, más dueño de mí. Decidí que haría lo que Barber y yo nos proponíamos hacer al emprender el viaje, y el saber que tenía un objetivo, que no estaba huyendo de algo sino yendo hacia algo, me dio el valor de admitir ante mí mismo que en realidad no deseaba estar muerto.

No creía que llegase a encontrar la cueva (hasta el último momento, eso era un resultado inevitable), pero sentía que el acto de buscarla sería suficiente en sí mismo, un acto que anularía todos los otros. Tenía más de trece mil dólares en la maleta, lo que quería decir que nada me retenía: podía continuar hasta haber agotado todas las posibilidades. Conduje hasta el final de las llanuras, pasé una noche en Denver y luego seguí a Mesa Verde, donde me quedé tres o cuatro días, trepando por las enormes ruinas de una civilización desaparecida, renuente a alejarme de ellas. No había imaginado que en Estados Unidos hubiera nada tan antiguo, y cuando crucé la línea de demarcación de Utah sentí que empezaba a entender algunas de las cosas de las que Effing me había hablado. No era tanto que me impresionara la geografía (a todo el mundo le impresiona), sino que la inmensidad y el vacío de aquella tierra había comenzado a modificar mi sentido del tiempo. El presente ya no parecía tener las mismas consecuencias. Los minutos y las horas eran demasiado pequeños para poder medirlos en este lugar, y una vez que abrías los ojos a lo que te rodeaba, te veías obligado a pensar en términos de siglos, a comprender que mil años no es más que un segundo. Por primera vez en mi vida, sentí que la Tierra era un planeta que giraba en los cielos. Descubrí que no era grande, era pequeña; era casi microscópica. De todos los objetos del universo, nada es más pequeño que la Tierra.

Tomé una habitación en el motel Comb Ridge, en el pueblo de Bluff, y durante un mes pasé mis días explorando la comarca. Trepé por montañas rocosas, merodeé por los intersticios de los cañones, le hice cientos de kilómetros al coche. Descubrí muchas cuevas, pero ninguna tenía señales de haber sido habitada. Sin embargo, me sentí feliz durante esas semanas, casi eufórico en mi soledad. Para evitar incidentes desagradables con los habitantes de Bluff, me corté el pelo, y la historia que les conté de que era un estudiante de geología pareció desvanecer cualquier sospecha que hubieran podido tener respecto a mí. Sin otro plan que continuar mi búsqueda, podría haber seguido así muchos meses más, desayunando todas las mañanas en Sally’s Kitchen y luego recorriendo los alrededores hasta el anochecer. Un día, sin embargo, fui más lejos que de costumbre en el coche, dejé atrás el valle de Monument y llegué hasta el almacén navajo de Oljeto. La palabra significaba “luna en el agua”, lo cual en sí mismo era suficiente para atraerme, pero, además, alguien de Bluff me había dicho que el matrimonio que regentaba el almacén, el señor y la señora Smith, sabían más de la historia de la región que ninguna otra persona en muchos kilómetros a la redonda. La señora Smith era nieta o biznieta de Kit Carson y la casa en que vivía con su marido estaba llena de mantas y cerámica de artesanía navaja, una colección de objetos indios digna de un museo. Pasé un par de horas con ellos, bebiendo té en la fresca oscuridad de su cuarto de estar, y cuando finalmente encontré el momento de preguntarles si habían oído hablar de un hombre al que llamaban George Boca Fea, ambos menearon la cabeza y dijeron que no. ¿Y de los hermanos Gresham? les pregunté. ¿Habían oído hablar de ellos? Claro que sí, contestó el señor Smith, eran una banda de forajidos que desapareció hacia unos cincuenta años. Bert, Frank y Harlan, los últimos asaltantes de trenes del Salvaje Oeste. ¿No tenían un escondite en alguna parte?, pregunté, tratando de disimular mi excitación. Alguien me dijo una vez que vivían en una cueva, me parece que era en lo alto de las montañas. Creo que está usted en lo cierto, comentó el señor Smith, yo también lo he oído decir. Se supone que estaba en las cercanías del puente de Rainbow. ¿Cree usted que sería posible encontrarla?, le pregunté. Antes puede que sí, murmuró, puede, sí, pero ahora no le serviría de nada buscarla. ¿Por qué?, pregunté. Por el pantano de Powell, respondió él. Toda esa parte está ahora bajo el agua. La anegaron hace unos dos años. A menos que tenga un buen equipo de buceo, no es probable que encuentre hada allí.

Renuncié. En el momento en que el señor Smith dijo esas palabras, comprendí que ya no tenía sentido continuar buscando. Siempre había sabido que tendría que dejarlo más tarde o más temprano, pero nunca imaginé que ocurriría tan bruscamente, de un modo tan terminante. Yo acababa de empezar la tarea, le estaba cogiendo el gusto, y ahora, de repente, no tenía nada que hacer. Regresé a Bluff, pasé una última noche en el motel y me marché a la mañana siguiente. De allí fui al pantano de Powell, porque quería ver personalmente las aguas que hablan destruido mis hermosos planes, pero resultaba difícil enfurecerse contra un pantano. Alquilé una motora y pasé todo el día navegando, mientras trataba de decidir qué podía hacer ahora. Era un problema al que ya estaba acostumbrado, pero mi sensación de fracaso era tan enorme que no se me ocurría nada. Cuando llevé la motora al embarcadero y empecé a buscar mi coche, descubrí de pronto que alguien habla tomado la decisión por mí.

El Pontiac había desaparecido. Lo busqué por todas partes, pero una vez que vi que no estaba en el sitio donde yo lo había aparcado, comprendí que me lo habían robado. Tenía mi mochila con mil quinientos dólares en cheques de viaje, pero el resto del dinero lo había dejado en el maletero..., más de diez mil dólares en metálico, toda mi herencia, todo lo que poseía en el mundo.

Caminé hasta la carretera principal, confiando en que alguien me llevaría, pero ningún coche paró para recogerme. Les maldije a todos cuando pasaban de largo; gritándoles obscenidades. Estaba oscureciendo, y como mi mala suerte en la carretera continuaba, no tuve más remedio que adentrarme en la maleza y encontrar un sitio donde pasar la noche. La desaparición del coche me dejó tan aturdido que ni siquiera se me ocurrió denunciar el robo a la policía. Cuando desperté por la mañana, temblando de frío, pensé que el robo no había sido cometido por los hombres. Era una jugarreta de los dioses, un acto de malicia divina cuyo único propósito era aplastarme.

Fue entonces cuando eché a andar. Estaba tan furioso, tan ofendido por lo que me habla sucedido, que dejé de hacer autoestop. Caminé todo el día desde el amanecer al anochecer, pisando como si quisiera castigar la tierra bajo mis pies. Al día siguiente hice lo mismo. Y al otro. Y luego al otro. Continué andando durante los próximos cuatro meses, avanzando lentamente hacia el Oeste, deteniéndome en algunos pueblos un día o dos y siguiendo luego mi camino, durmiendo en los campos, en cuevas, en las cunetas. Durante las dos primeras semanas, me sentía como alguien golpeado por el rayo. Hervía en mi interior, lloraba, aullaba como un loco, pero luego, poco a poco, la ira se fue consumiendo y me adapté al ritmo de mis pasos. Gasté un par de botas tras otro. Hacia el final del primer mes, comencé a hablar de nuevo con la gente. Unos días después compré una caja de puros y todas las noches me fumaba uno en honor de mi padre. En Valentine, Arizona, una camarera gordita, que se llamaba Peg, me sedujo en un restaurante vacío a las afueras del pueblo y acabé quedándome en su casa diez o doce días. En Needles, California, me torcí el tobillo izquierdo y no pude andar durante una semana, pero, por lo demás, anduve sin interrupción, dirigiéndome hacia el Pacífico, llevado por una creciente sensación de felicidad. Sentía que una vez que llegara al fin del continente hallaría respuesta a una importante pregunta. No tenía ni idea de cuál era esa pregunta, pero la respuesta la habían ido formando mis pasos y sólo tenía que seguir andando para saber que me había dejado atrás a mí mismo, que ya no era la persona que había sido.

Me compré el quinto par de botas en un lugar llamado Lago Elsinor el día 3 de enero de 1972. Tres días después, agotado, subí una colina y entré en el pueblo de Laguna Beach con cuatrocientos trece dólares en el bolsillo. Ya podía ver el océano desde lo alto del promontorio, pero continué andando hasta llegar al borde del agua. Eran las cuatro de la tarde cuando me quité las botas y noté la arena contra la planta de mis pies. Había llegado al fin del mundo, más allá no había nada más que aire y olas, un vacío que llegaba hasta las costas de China. Aquí es donde empiezo, me dije, aquí es donde mi vida comienza.

Me quedé en la playa largo rato, esperando a que se desvanecieran los últimos rayos del sol. Detrás de mí, el pueblo se dedicaba a sus actividades, haciendo los acostumbrados ruidos de la Norteamérica de fines de siglo. Mirando a lo largo de la curva de la costa, vi cómo se escondían las luces de las casas, una por una. Luego salió la luna por detrás de las colinas. Era una luna llena, tan redonda y amarilla como una piedra incandescente. No aparté mis ojos de ella mientras iba ascendiendo por el cielo nocturno y sólo me marché cuando encontró su sitio en la oscuridad.

{1}
“Multiple sclerosis”, esclerosis múltiple. (
N. de la T
.)

{2}
Especie de béisbol que se juega en un terreno más pequeño que el normal, con una pelota grande y blanda. (
N. de la T
.)

{3}
He optado por conservar las palabras inglesas porque, traducidas, el juego de palabras carecía totalmente de sentido.
Doubting Thomas
es una expresión común que se aplica a quien duda de todo (En referencia a Santo Tomás, que dudó de la resurrección de Jesús.)
Fuking Thomas
sería “Tomás, el que jode”. La abreviatura convencional
f-ing
se pronuncia igual que Effing. (
N. de la T
.)

{4}
Wobblies era el nombre popular de los miembros de Industrial Workers of the World (Trabajadores Industriales del Mundo). (
N. de la T
.)

{5}
Educador, filósofo y obispo anglicano irlandés que vivió y trabajó en Estados Unidos desde 1728 a 1731. (
N. de la T
.)

{6}
Tribu de indios de la región costera de Carolina del Norte supuestamente relacionados con la desaparición hacia 1590 de la colonia de sir Walter Raleigh en la isla de Roanoke. (
N. de la T
.)

{7}
Young Men Christian Association (Asociación Cristiana para Jóvenes). (
N. de la T
.)

{8}
Barber significa “barbero”. (
N. de la T
.)

{9}
Práctica de masticar los alimentos lenta y completamente para ayudar a una buena digestión. (
N. de la T
.)

{10}
Ceremonia en la que los muchachos judíos de trece años asumen responsabilidades religiosas. (
N. de la T
.)

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