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Authors: Paul Auster

Tags: #narrativa, #drama

El Palacio de la Luna (39 page)

BOOK: El Palacio de la Luna
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Nunca se trató de que no nos quisiéramos. Incluso cuando nuestras batallas estaban en el punto más intenso y lacrimoso, nunca nos retractamos, nunca negamos los hechos, nunca fingimos que nuestros sentimientos habían cambiado. Era simplemente que ya no hablábamos el mismo idioma. En lo que a Kitty se refería, el amor significaba nosotros dos y nada más. No había lugar para un niño y, por lo tanto, cualquier decisión que tomáramos debía depender exclusivamente de lo que nosotros quisiéramos. Aunque era Kitty la que estaba embarazada, para ella el niño no era más que una abstracción, un caso hipotético de vida futura más que una vida que ya había comenzado. Hasta que naciera no existiría. Desde mi punto de vista, sin embargo, el niño habla empezado a existir desde el momento en que Kitty me dijo que lo llevaba dentro. Aunque no fuese mayor que un pulgar, era una persona, una realidad ineludible. Si buscábamos a alguien para que le hiciese un aborto, a mí me parecía que seria igual que cometer un asesinato.

Todas las razones estaban de parte de Kitty. Yo lo sabía, pero eso no cambiaba nada. Me encerré en una obstinada irracionalidad, cada vez más asustado de mi propia vehemencia, pero incapaz de hacer nada al respecto. Soy demasiado joven para ser madre, decía Kitty, y pese a que yo reconocía que era una afirmación legítima, nunca estaba dispuesto a concedérsela. Nuestras madres no eran mayores que tú, le rebatía yo, equiparando tercamente dos situaciones que no tenían nada en común y de pronto nos encontrábamos con la esencia del problema. Eso estaba muy bien para nuestras madres, decía Kitty, pero ¿cómo podría ella seguir bailando si tuviera que cuidar a un bebé? A lo cual yo contestaba, fingiendo pretenciosamente que sabía lo que me decía, que yo cuidaría del bebé. Imposible, afirmaba ella, no se puede privar a un niño de su madre. Tener un niño es una responsabilidad tremenda y hay que tomársela en serio. Me aseguraba que le gustaría mucho que tuviésemos niños algún día, pero aquél no era el momento oportuno, aún no estaba preparada para eso. Pero el momento ha llegado, le contestaba yo, lo quieras o no, ya hemos hecho un niño, y ahora tenemos que aceptar las cosas como son. Llegados a este punto, exasperada por mis estúpidos argumentos, Kitty se echaba a llorar inevitablemente.

Yo detestaba ver esas lágrimas, pero ni siquiera las lágrimas me hacían ceder. Miraba a Kitty y me decía que debía dejarlo, que debía abrazarla y aceptar lo que ella deseaba, pero cuanto más trataba de ablandarme, más inflexible me volvía. Quería ser padre, y ahora que tenía una posibilidad al alcance de la mano, no podía soportar la idea de perderla. El niño representaba la oportunidad de compensar la soledad de mi infancia, de formar parte de una familia, de pertenecer a una unidad que fuese algo más que yo mismo, y como no había sido consciente de ese deseo hasta entonces, se manifestaba en enormes e incoherentes estallidos de desesperación. Si mi madre hubiese sido sensata, le gritaba a Kitty, yo no habría nacido. Y luego, sin darle tiempo a responder: Si matas a nuestro hijo, me matarás a mí también.

El tiempo estaba en contra nuestra. Sólo teníamos unas pocas semanas para tomar la decisión, y cada día que pasaba, la presión se hacía más insoportable. No existía ningún otro tema para nosotros, hablábamos de ello constantemente, discutíamos hasta altas horas de la noche, viendo cómo nuestra felicidad se disolvía en un océano de palabras, en exhaustas acusaciones de traición. Porque en todo el tiempo que pasamos discutiendo, ninguno de los dos se movió de su postura. Kitty era la que estaba embarazada y por lo tanto era yo el que tenía que convencerla, no al revés. Cuando finalmente me convencí de que era inútil, le dije que hiciera lo que tenía que hacer. No deseaba seguir castigándola. Casi sin hacer una pausa, añadí que le pagaría la operación.

Las leyes eran diferentes entonces, y la única manera de que una mujer pudiera conseguir un aborto legal era que un médico certificara que tener un niño pondría en peligro su vida. En el estado de Nueva York las interpretaciones de la ley eran lo bastante amplias como para incluir “peligro psíquico” (lo cual quería decir que podría intentar suicidarse si el niño nacía) y por lo tanto un informe de un psiquiatra era tan válido como el de un médico. Dado que la salud física de Kitty era perfecta y que yo no quería que abortase ilegalmente —mis temores a ese respecto eran inmensos—, no tenía más remedio que encontrar un psiquiatra que estuviese dispuesto a complacerla. Al fin encontré uno, pero sus servicios no fueron baratos. Entre sus honorarios y las facturas del Hospital de Saint Luke por el aborto, acabé pagando varios miles de dólares por destruir a mi propio hijo. Estaba casi arruinado otra vez, y cuando me senté junto a la cama de Kitty en el hospital y vi la expresión agotada y atormentada de su cara, no pude evitar la sensación de que todo había desaparecido, que me habían arrebatado mi vida entera.

Regresamos al barrio chino a la mañana siguiente, pero nada volvió a ser igual. Ambos habíamos conseguido convencernos de que podríamos olvidar lo sucedido, pero cuando tratamos de volver a nuestra antigua vida, descubrimos que ya no estaba allí. Después de las terribles semanas de conversaciones y peleas, los dos caímos en el silencio, como si ahora nos diese miedo mirarnos. El aborto había sido más difícil de lo que Kitty había imaginado y, a pesar de su convicción de que era lo mejor, no podía remediar pensar que había hecho algo malo. Deprimida, maltrecha por lo que había sufrido, andaba taciturna por el almacén como si estuviera de luto. Yo comprendía que debía consolarla, pero no tenía fuerzas para vencer mi propio dolor. Me quedaba sentado viéndola sufrir y en un momento dado me di cuenta de que lo estaba disfrutando, que quería que pagase por lo que había hecho. Creo que eso fue lo peor de todo, y cuando al fin vi la mezquindad y la crueldad que había dentro de mí, me volví contra mí mismo, horrorizado. No podía seguir adelante. Ya no soportaba ser como era. Cada vez que miraba a Kitty, no vela otra cosa que mi despreciable debilidad, el monstruoso reflejo de la persona en que me había convertido.

Le dije que necesitaba marcharme durante algún tiempo para reflexionar, pero eso era sólo porque no tenía valor para decirle la verdad. Kitty lo comprendió, no obstante. No necesitaba oír las palabras para saber lo que pasaba, y cuando a la mañana siguiente me vio haciendo la maleta y disponiéndome a marchar, me suplicó que me quedara con ella, llegó a ponerse de rodillas y a rogarme que no me fuera. Su cara estaba desencajada y cubierta de lágrimas, pero yo ya me había convertido en un bloque de madera y nada podía detenerme. Dejé mis últimos mil dólares sobre la mesa y le dije a Kitty que los usara mientras yo estaba fuera. Luego salí por la puerta. Antes de llegar a la calle ya estaba sollozando.

7

Barber me albergó en su apartamento el resto de la primavera. Se negó a permitir que contribuyera a pagar el alquiler, pero como mis fondos estaban otra vez casi a cero, me busqué un trabajo inmediatamente. Dormía en el sofá del cuarto de estar, me levantaba a las seis y media todas las mañanas y me pasaba el día subiendo y bajando muebles para un amigo que tenía una pequeña empresa de mudanzas. Detestaba ese trabajo, pero era lo suficientemente agotador como para entorpecer mi mente, por lo menos al principio. Más adelante, cuando mi cuerpo se acostumbró a la rutina, descubrí que no podía dormirme si no me emborrachaba hasta caer en redondo. Barber y yo nos quedábamos hablando hasta medianoche y luego yo me encontraba solo en el cuarto de estar, enfrentado a la elección de mirar al techo hasta la madrugada o emborracharme. Generalmente necesitaba una botella entera de vino antes de poder cerrar los ojos.

Barber no pudo tratarme mejor, ni ser más considerado y comprensivo, pero yo me encontraba en un estado tan lamentable que apenas me enteraba de que él estaba allí. Kitty era la única persona que era real para mí y su ausencia era tan tangible, tan insoportablemente insistente, que no podía pensar en otra cosa. Cada noche comenzaba con el mismo dolor en mi cuerpo, la misma palpitante, asfixiante necesidad de que ella me tocara de nuevo y, antes de que pudiera darme cuenta de lo que me pasaba, notaba el ataque por debajo de la piel, como si los tejidos que me mantenían entero estuvieran a punto de estallar. Esto era la privación en su forma más repentina y absoluta. El cuerpo de Kitty era parte de mi cuerpo y, no teniéndolo a mi lado, ya no me sentía yo. Me sentía mutilado.

Después del dolor, las imágenes empezaban a desfilar por mi cabeza. Veía las manos de Kitty tendiéndose hacia mí para tocarme, veía su espalda y sus hombros desnudos, la curva de sus nalgas, su vientre liso plegándose cuando ella se sentaba en el borde de la cama para ponerse los leotardos. Me era imposible hacer que estas imágenes se desvanecieran, y no bien se presentaban, una engendraba otra, reviviendo los menores, los más íntimos detalles de nuestra vida en común. No podía recordar nuestra felicidad sin sentir dolor y, sin embargo, insistía en provocar ese dolor, indiferente al daño que me hacía. Cada noche me decía que debía coger el teléfono y llamarla y cada noche resistía la tentación, recurriendo a todo el odio que sentía hacia mí mismo para no hacerlo. Después de dos semanas de torturarme de este modo, empecé a tener la sensación de que me había prendido fuego.

Barber estaba preocupado. Sabía que había sucedido algo espantoso, pero ni Kitty ni yo queríamos decirle qué era. Al principio se atribuyó el papel de mediador entre nosotros, hablaba con uno y luego iba a informar al otro de la conversación, pero a pesar de todas sus idas y venidas no consiguió nada. Siempre que trataba de arrancarnos el secreto, los dos le dábamos la misma respuesta: No puedo decírtelo; pregúntaselo al otro. A Barber nunca le cupo duda de que Kitty y yo seguíamos queriéndonos y el hecho de que nos negáramos a hacer nada le desconcertaba y le frustraba. Kitty quiere que vuelvas, me decía, pero no cree que lo hagas. No puedo volver, le contestaba yo. No hay nada que desee más, pero no puede ser. Como último recurso, Barber llegó incluso a invitarnos a cenar en un restaurante al mismo tiempo (sin decirnos que el otro iría también), pero su plan fracasó cuando Kitty me vio entrar en el restaurante. Si hubiese vuelto la esquina sólo dos segundos después, la estrategia podría haber dado resultado, pero pudo evitar la trampa y, en lugar de reunirse con nosotros, dio media vuelta y se marchó a casa. Cuando Barber le preguntó a la mañana siguiente por qué no había ido, ella le contestó que no quería trucos.

—Es M. S. quien tiene que dar el primer paso —dijo—. Yo hice algo que le rompió el corazón, y no le culparía si no quisiera volver a verme nunca más. Él sabe que no lo hice a propósito, pero eso no significa que tenga que perdonarme.

Después de eso, Barber se retiró. Cesó de llevar mensajes y dejó que las cosas siguieran su triste curso. Las últimas palabras que Kitty le dijo eran típicas del valor y la generosidad que siempre encontré en ella y durante meses, incluso años, no pude pensar en esas palabras sin sentirme avergonzado. Si alguien había sufrido, era Kitty, y sin embargo era ella quien cargaba con la responsabilidad de lo que había sucedido. Si yo hubiera poseído una mínima parte de su bondad, habría corrido inmediatamente a su encuentro, me habría postrado ante ella y le habría pedido que me perdonara. Pero no hice nada. Los días pasaban y yo seguía siendo incapaz de actuar. Como un animal herido, me enrosqué dentro de mi dolor y me negué a ceder. Tal vez estaba aún allí, pero ya no se podía contar con mi presencia.

Barber había fracasado en su papel de cupido, pero continuó haciendo todo lo que podía por salvarme. Trató de que volviera a escribir, habló conmigo de libros, me convenció para que fuera con él al cine, a restaurantes y bares, a conferencias y conciertos. Nada de esto me sirvió de mucho, pero yo no estaba tan mal como para no valorar el intento. Se esforzó tanto por ayudarme que, inevitablemente, empecé a preguntarme por qué se molestaba tanto por mí. Estaba trabajando intensamente en su libro sobre Thomas Harriot, inclinado sobre su máquina de escribir durante seis o siete horas seguidas, pero en el momento en que yo entraba en casa, siempre estaba dispuesto a dejarlo todo, como si mi compañía le interesara más que su trabajo. Esto me desconcertaba, porque yo sabía que en aquella época mi compañía era realmente ingrata y no entendía que nadie pudiera disfrutar de ella. Por falta de otras ideas, empecé a pensar que era homosexual, que tal vez mi presencia le excitaba demasiado y le impedía concentrarse en otra cosa. Era una deducción lógica, pero sin fundamento, un palo de ciego. No me hizo ninguna insinuación y, por su forma de mirar a las mujeres por la calle, yo me daba cuenta de que sus deseos se limitaban al sexo opuesto. ¿Cuál era la explicación, entonces? Quizá la soledad, pensé, soledad pura y simple. No tenía ningún otro amigo en Nueva York y, hasta que apareciera alguien, estaba dispuesto a aceptarme tal cual era.

Una noche de finales de junio fuimos a tomar unas cervezas a la White Horse Tavern. Hacía una noche calurosa y húmeda y cuando nos sentamos a una mesa de la parte del fondo (la misma en la que Zimmer y yo nos habíamos sentado tantas veces en el otoño de 1969), por la cara de Barber empezaron a correr chorros de sudor. Mientras se secaba con un enorme pañuelo a cuadros, se bebió la segunda cerveza de un trago o dos y luego, de pronto, dio un puñetazo en la mesa.

—Hace demasiado calor en esta ciudad —declaró—. Pasa uno veinticinco años alejado de ella y se olvida de lo que son los veranos aquí.

—Espera a que lleguen julio y agosto —dije—. Ya verás lo que es bueno.

—Ya he visto suficiente. Si me quedo aquí mucho más tiempo, tendré que empezar a salir envuelto en toallas. La ciudad entera es como un baño turco.

—Siempre podrías tomarte unas vacaciones. Mucha gente se marcha durante los meses de calor. Podrías ir a la montaña, a la playa, a donde quieras.

—Sólo hay un sitio adonde me interesa ir. Supongo que sabes cuál es.

—Pero ¿qué pasa con tu libro? Creí que querías terminarlo antes.

—Sí. Pero ahora he cambiado de opinión.

—No puede ser sólo por el calor.

—No, necesito un descanso. Y si a eso vamos, tú también lo necesitas.

—Estoy bien, Sol, de veras.

—Un cambio de ambiente te sentaría bien. Ya no hay nada que te retenga aquí, y cuanto más tiempo te quedes, peor te pondrás. No estoy ciego, ¿sabes?

—Ya lo superaré. La situación empezará a mejorar pronto.

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