El Palacio de la Luna (33 page)

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Authors: Paul Auster

Tags: #narrativa, #drama

BOOK: El Palacio de la Luna
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Hizo el viaje en avión poco después, un viernes por la tarde a principios de octubre, justo cuando el tiempo empezaba a cambiar. Una vez que llegó a su hotel, el Warwick, me llamó para decirme que estaba en Nueva York y quedamos en encontrarnos en el vestíbulo del hotel en cuanto yo pudiera llegar. Cuando le pregunté cómo le reconocería, se rió suavemente y dijo:

—Seré la persona más grande que haya en el vestíbulo, no es posible que no me vea. Pero por si acaso hubiera otro hombre de mi tamaño, soy el calvo, el que no tiene ni un pelo en la cabeza.

Según descubrí pronto, la palabra “grande” no le hacia justicia. El hijo de Effing era inmenso, monumental por su volumen, un montón de carne sobre carne. Yo nunca había conocido a nadie de esas dimensiones, y cuando le vi sentado en un sofá del vestíbulo, dudé en acercarme a él. Era uno de esos hombres monstruosamente gordos con los que a veces se cruza uno entre la multitud: por mucho que uno se esfuerce en desviar la vista, no puede remediar quedarse mirándole con la boca abierta. Era titánico en su obesidad, de una redondez tan protuberante que uno no podía mirarle sin sentirse encogido. Era como si su tridimensionalidad fuese más pronunciada que la de otras personas. No sólo ocupaba más espacio que los demás, sino que parecía rebosarlo, rezumar por los bordes de sí mismo y habitar zonas en las que no estaba. Sentado en reposo, con su calva cabeza de coloso saliendo de los pliegues de la masa de su cuello, había algo legendario en él, algo que me pareció obsceno y trágico al mismo tiempo. No era posible que el escuálido y diminuto Effing hubiese engendrado a aquel hijo: era un error genético, una simiente renegada que se había desmandado, desarrollándose más allá de toda medida. Por un momento, casi conseguí convencerme de que era una alucinación, pero luego nuestros ojos se encontraron y una sonrisa iluminó su rostro. Llevaba un traje de mezclilla verde y unos zapatos Hush Puppy de color tostado. El puro a medio consumir que sostenía con la mano izquierda no parecía mayor que un alfiler.

—¿Solomon Barber? —pregunté.

—El mismo —dijo—. Y usted debe ser el señor Fogg. Es un honor conocerle.

Tenía una voz fuerte y resonante que retumbaba ligeramente a causa del humo de tabaco en sus pulmones. Estreché la enorme mano que me tendió y me senté a su lado en el sofá. Durante unos segundos ninguno de los dos dijo nada más. La sonrisa fue desvaneciéndose de la cara de Barber y en ella apareció una expresión preocupada y ausente. Me estaba examinando atentamente, pero al mismo tiempo parecía absorto en sus pensamientos, como si acabara de ocurrírsele algo importante. Luego, inexplicablemente, cerró los ojos y respiró hondo.

—Una vez conocí a alguien que se llamaba Fogg —dijo al fin—. Hace mucho tiempo.

—No es un apellido de los más corrientes —contesté—. Pero hay unos cuantos.

—Fogg estaba en mi clase en los años cuarenta. Por entonces yo empezaba a dar clases.

—¿Recuerda el nombre de pila del chico?

—Lo recuerdo, sí, pero no era un chico, era una chica, Emily Fogg. Estaba en mi clase de primero de historia de Estados Unidos.

—¿Sabe de dónde era?

—De Chicago. Creo que era de Chicago.

—El nombre de mi madre era Emily, y era natural de Chicago. ¿Podía haber dos Emily Fogg de la misma ciudad en la misma universidad?

—Es posible, pero no lo creo probable. El parecido es demasiado grande. La reconocí en el momento en que entró usted aquí.

—Una coincidencia detrás de otra —dije—. Parece que el universo está lleno de coincidencias.

—Sí, a veces puede resultar muy desconcertante —dijo Barber, empezando a perderse de nuevo en sus pensamientos. Con evidente esfuerzo, al cabo de unos segundos volvió a la realidad y continuó—: Espero que no se ofenda por mi pregunta, pero ¿cómo es que usa usted el apellido de soltera de su madre?

—Mi padre murió antes de que yo naciera y mi madre decidió usar su propio apellido.

—Perdone. No pretendía ser indiscreto.

—No tiene importancia. No conocí a mi padre y mi madre hace años que murió.

—Sí, me enteré poco tiempo después de que sucediera. Un accidente de tráfico, creo, una tragedia terrible. Debió de ser espantoso para usted.

—La atropelló un autobús en Boston. Yo era aún un niño.

—Una tragedia terrible —repitió Barber, cerrando los ojos otra vez—. Era una muchacha hermosa e inteligente, su madre. La recuerdo bien.

Diez meses después, cuando Barber estaba muriéndose en un hospital de Chicago con la espalda rota, me dijo que había empezado a sospechar la verdad ya en aquella primera conversación en el vestíbulo del hotel. La única razón de que no me lo dijera entonces fue que pensó que podría asustarme y hacerme salir corriendo. Todavía no me conocía y no podía predecir cómo respondería yo ante una noticia tan repentina y cataclísmica. Le bastaba con imaginar la escena para comprender la importancia de guardar silencio. Un desconocido de 170 kilos de peso me invita a un hotel, me da la mano y luego, en lugar de hablar de las cosas que yo he venido a comentar, me mira a los ojos y me dice que es mi padre, perdido hace mucho tiempo. Por muy fuerte que fuese la tentación, no podía hacerlo. Con toda probabilidad, yo pensaría que era un loco y me negaría a volver a hablar con él. Puesto que tendríamos mucho tiempo para llegar a conocernos, no quería estropear sus posibilidades provocando una escena en un momento inoportuno. Como sucede con tantas otras cosas en la historia que estoy tratando de contar, esto resultó ser un error. Contrariamente a lo que Barber imaginaba, no había mucho tiempo. Confiaba en el futuro para resolver el problema, pero ese futuro nunca llegó. Eso no fue culpa suya, ciertamente, pero pagó por ello de todas formas, y yo pagué con él. A pesar de los resultados, no veo qué otra cosa hubiese podido hacer. Nadie podía saber lo que iba a suceder; nadie podía haber adivinado las cosas terribles y tenebrosas que nos esperaban.

Incluso ahora, no puedo pensar en Barber sin sentirme abrumado por la compasión. Aunque nunca supe quién era mi padre, por lo menos sabia que había existido un padre. Después de todo, un niño tiene que venir de alguna parte y al hombre que engendra a ese niño se le suele llamar padre. Barber, en cambio, no sabía nada. Se había acostado con mi madre una sola vez (una noche lluviosa y sin estrellas de la primavera de 1946), y al día siguiente ella se había ido, desapareciendo para siempre de su vida. No sabía que ella se había quedado embarazada, no sabía que había tenido un hijo, no sabía nada de lo que había hecho. Teniendo en cuenta el desastre que se produjo a continuación, parece justo que al menos hubiese recibido algo a cambio de sus sufrimientos, aunque fuese el conocimiento de lo que había hecho. La asistenta había entrado temprano en la habitación, sin llamar, y como no pudo reprimir el grito que salió de su garganta, todos los huéspedes de la pensión estaban en el cuarto antes de que ellos hubieran tenido tiempo de ponerse la ropa. Si hubiera sido sólo la asistenta, tal vez habrían podido inventar una historia, tal vez incluso habrían escapado a las consecuencias, pero, tal como ocurrió, había demasiados testigos contra ellos. Una alumna de primero, de diecinueve años, en la cama con su profesor de historia. Había reglas contra esa clase de cosas, y solamente un idiota sería tan torpe como para dejarse coger, especialmente en un sitio como Oldburn, Ohio. Se despidieron, Emily volvió a Chicago, y ahí se acabó la historia. Su carrera nunca se recuperó de ese revés, pero lo peor fue el tormento de perder a Emily. Continuó el resto de su vida, y no pasó un mes (según me dijo en el hospital) sin que reviviera la crueldad de su rechazo, la expresión de horror absoluto que apareció en su cara cuando le pidió que se casara con él.

—Me has destruido —le dijo—, y por nada del mundo dejaré que vuelvas a verme.

Y así fue. Cuando logró encontrar su pista, trece años más tarde, ella ya descansaba en su tumba.

Por lo que puedo deducir, mi madre nunca le contó a nadie lo que había sucedido. Sus padres ya habían muerto, y como Victor estaba viajando con la Orquesta Cleveland, nada la obligaba a hablar del escándalo. A todos los efectos, no era más que otra estudiante que había dejado la universidad, cosa que en 1946, y tratándose de una chica, a nadie le parecería muy alarmante. El misterio fue que cuando se enteró de que estaba embarazada, se negó a dar el nombre del padre. Yo se lo pregunté a mi tío varias veces durante los años que vivimos juntos, pero él estaba tan en la ignorancia como yo.

—Ése fue el secreto de Emily —me dijo—. Yo le insistí más veces de las que quisiera recordar, pero nunca me dio la menor pista.

Dar a luz a un hijo natural en aquellos tiempos era algo que requería valor y obstinación, pero parece ser que mi madre nunca vaciló. Junto con todo lo demás, tengo que agradecerle eso. Una mujer con menos fuerza de voluntad me habría dado en adopción; o, peor aún, habría abortado. No es una idea muy agradable, pero si mi madre no hubiese sido como era, puede que yo nunca hubiera llegado a este mundo. Si ella hubiese hecho lo más sensato, yo habría muerto antes de nacer, hubiese sido un feto de tres meses tirado en el fondo de un cubo de basura en alguna callejuela.

A pesar de lo mucho que le dolió, el rechazo de mi madre no sorprendió demasiado a Barber, y a medida que pasaban los años le resultaba más difícil guardarle rencor por ello. Lo asombroso era que ella hubiese podido sentirse atraída por él. Tenía veintisiete años en la primavera de 1946 y lo cierto era que Emily fue la primera mujer que se acostaba con él sin cobrar por hacerlo. E incluso esas transacciones habían sido pocas y muy separadas entre sí. El riesgo era demasiado grande, y una vez que descubrió que la humillación podía matar el placer, raras veces se atrevía a intentarlo. Barber no se hacía ilusiones respecto a sí mismo. Comprendía lo que la gente veía cuando le miraba y sabía que tenían razón al sentir lo que sentían. Emily había sido su única oportunidad y la había perdido. Aunque era duro aceptarlo, no podía evitar pensar que aquello era exactamente lo que se merecía.

Su cuerpo era una mazmorra y estaba condenado a cadena perpetua dentro de él, un prisionero olvidado sin derecho a recurrir, sin esperanza de una reducción de la pena, sin posibilidad de una rápida y piadosa ejecución. Había alcanzado su estatura de adulto a los quince años, algo más de un metro ochenta y cinco, y desde entonces había empezado a aumentar de peso. Luchó durante toda su adolescencia para mantenerlo por debajo de los 110 kilos, pero sus borracheras hasta altas horas de la noche no contribuían a ello y las dietas tampoco parecían servir de nada. Huía de los espejos y procuraba estar solo siempre que podía. El mundo era una carrera de obstáculos formados por ojos que miraban fijamente y dedos que señalaban, y él formaba parte de un espectáculo de monstruos ambulante, el chico globo que atravesaba anadeando la corriente de las risas y hacía que la gente se parara a su paso. Los libros se convirtieron pronto en un refugio para él, un lugar donde podía esconderse no sólo de los demás sino de sus propios pensamientos. Porque Barber nunca tuvo dudas respecto a quién era el culpable del aspecto que tenía. Al sumergirse en las palabras de la página que tenía ante sí, lograba olvidarse de su cuerpo y eso, más que ninguna otra cosa, le ayudaba a cesar en sus autorrecriminaciones. Los libros le daban la posibilidad de flotar, de interrumpir la conciencia de sí, y mientras concentrara toda su atención en ellos, podía engañarse y creer que se había liberado, que las cuerdas que le ataban a su grotesco amarradero se hablan cortado.

Terminó la enseñanza secundaria siendo el primero de su clase y con unas notas que asombraron a todo el mundo en el pueblo de Shoreham, Long Island. En junio de ese año hizo un sentido y confuso discurso de despedida en defensa del movimiento pacifista, la república española y un segundo mandato de Roosevelt. Era el año 1936, y el público que había en el caluroso gimnasio le aplaudió con fuerza, aunque no estuviera de acuerdo con sus ideas políticas. Luego, lo mismo que haría su hijo veintinueve años más tarde, se marchó a Nueva York para estudiar cuatro años en la Universidad de Columbia. Al final de ese período había fijado la barrera de su peso en 125 kilos. A continuación vinieron los cursos para el doctorado en historia y un rechazo por parte del ejército cuando trató de alistarse.

—No queremos gordos —le dijo el sargento con una risita despreciable.

Así que Barber se incorporó a las filas del frente interior y se quedó en casa, junto con los parapléjicos y los deficientes mentales, los hombres demasiado jóvenes o demasiado viejos. Pasó esos años en el departamento de historia de Columbia rodeado de mujeres, una anómala masa de carne masculina empollando entre las estanterías de la biblioteca. Pero nadie negaba que era realmente bueno en su especialidad. Su tesis doctoral sobre el obispo Berkeley y los indios ganó el Premio de Estudios Norteamericanos en 1944 y después le ofrecieron puestos en varias universidades del Este. Por razones que ni siquiera él comprendía, eligió Ohio.

El primer año fue bastante bien. Resultó ser un profesor querido por sus alumnos, entró en el coro de la facultad como barítono y escribió los tres primeros capítulos de un libro sobre relatos de cautiverio entre los indios. En Europa la guerra acabó al fin esa primavera y cuando en agosto arrojaron las dos bombas sobre Japón, trató de consolarse pensando que no podía volver a ocurrir nunca. Contra toda probabilidad, el año siguiente empezó brillantemente. Entre septiembre y enero consiguió bajar su peso a 130 kilos, y por primera vez en su vida comenzó a mirar al futuro con cierto optimismo. El semestre de primavera llevó a Emily Fogg a su clase de primero de historia, una muchacha encantadora y efervescente que inesperadamente se enamoró de él. Era demasiado bueno para ser cierto, y poco a poco se convenció de que repentinamente todo era posible, incluso aquello que jamás se había atrevido a imaginar antes. Luego vino la escena de la pensión, la asistenta irrumpiendo en su habitación, el desastre. La misma velocidad de los acontecimientos le paralizó, le dejó tan aturdido que no supo reaccionar. Cuando aquel mismo día le llamaron al despacho del rector, la idea de protestar por su despido ni siquiera se le ocurrió. Volvió a su habitación, hizo las maletas y se marchó sin decir adiós a nadie.

El tren nocturno le llevó a Cleveland, donde tomó una habitación en un hostal de la YMCA.
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Su plan era tirarse por la ventana, pero después de tres días de esperar el momento oportuno, comprendió que le faltaba valor. Después, decidió dejarse ir, abandonar la lucha de una vez por todas. Si no tenía el coraje de morir, se dijo, por lo menos viviría como un hombre libre. De eso no había duda. No volvería a huir de sí mismo; no permitiría que los demás determinasen su identidad. Durante los siguientes cuatro meses, comió hasta casi lograr el olvido, atiborrándose de pasteles de crema, de donuts, de patatas con mantequilla, de asados empapados en salsa, de tortitas con nata, de pollo frito y de grandes platos de sopa de pescado. Cuando concluyó esta etapa de desenfreno había engordado otros quince kilos; pero las cifras ya no importaban. Había dejado de mirarlas y por lo tanto habían dejado de existir.

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