Read El Palacio de la Luna Online

Authors: Paul Auster

Tags: #narrativa, #drama

El Palacio de la Luna (31 page)

BOOK: El Palacio de la Luna
7.58Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

No estaba con él cuando murió. Permanecí a su lado hasta las ocho de la tarde del día once, cuando la señora Hume vino a relevarme e insistió en que me tomara la noche libre.

—Ya no podemos hacer nada por él —me dijo—. Usted ha estado aquí con él desde esta mañana y ya es hora de que salga a tomar el aire. Si pasa de esta noche, por lo menos estará usted fresco mañana.

—No creo que haya un mañana.

—Puede que no. Pero lo mismo dijimos ayer y todavía está aquí.

Me fui a cenar con Kitty al Palacio de la Luna y después nos metimos a ver una de las películas del programa doble del Thalia (creo recordar que era
Cenizas y diamantes
, pero puede que me equivoque). Normalmente, al salir de allí habría acompañado a Kitty a su colegio mayor, pero tuve un mal presentimiento respecto a Effing, así que cuando terminó la película fuimos caminando por la avenida West End hasta casa. Era casi la una de la noche cuando llegamos allí. Rita estaba llorando cuando nos abrió la puerta y no hizo falta que dijese nada para que yo supiera lo que había sucedido. Effing había muerto menos de una hora antes de nuestra llegada. Cuando le pregunté a la enfermera la hora exacta, me dijo que había sido a las 12:02, dos minutos después de la medianoche. Así que Effing había conseguido llegar al día doce, después de todo. Parecía tan absurdo que no supe cómo reaccionar. Noté un extraño hormigueo en la cabeza y de pronto comprendí que los cables de mi cerebro estaban cruzados. Supuse que estaba a punto de romper a llorar, por lo que me fui a un rincón de la habitación y me cubrí la cara con las manos. Me quedé allí esperando a que cayeran las lágrimas, pero no cayeron. Pasaron unos momentos más y luego salieron de mi garganta unos curiosos sonidos. Tardé otro momento en darme cuenta de que me estaba riendo.

Según las instrucciones que había dejado, el cuerpo de Effing debía ser incinerado. No deseaba que hubiera servicio fúnebre ni entierro y pedía específicamente que no se permitiera a ningún representante de ninguna religión participar en la ceremonia. Ésta había de ser extremadamente sencilla: la señora Hume y yo teníamos que coger el transbordador que va a Staten Island y cuando estuviéramos a medio camino (con la Estatua de la Libertad visible a nuestra derecha) esparciríamos sus cenizas sobre las aguas de la bahía de Nueva York.

Traté de localizar a Solomon Barber en Northfield, Minnesota, pensando que debía darle la oportunidad de asistir, pero después de varias llamadas a su casa, donde nadie contestó, llamé al departamento de historia del Magnus College y allí me dijeron que el profesor Barber estaba de permiso durante el semestre de primavera. La secretaria no parecía dispuesta a darme más información, pero cuando le expliqué el propósito de mi llamada, cedió un poco y añadió que el profesor Barber se había ido a Inglaterra en viaje de investigación. ¿Cómo podía ponerme en contacto con él allí?, pregunté. Eso sería imposible, me dijo, puesto que no había dejado su dirección. Pero ¿qué hacían con su correspondencia?, insistí, se la mandarían a algún sitio. No, me contestó, no se la mandaban. Les había pedido que se la guardaran hasta que regresara. ¿Y cuándo sería eso? En agosto, me dijo, disculpándose por no poder ayudarme, y había algo en su voz que me hizo pensar que decía la verdad. Ese mismo día me senté y le escribí una larga carta a Barber explicándole la situación lo mejor que pude. Era una carta difícil de redactar y estuve trabajando en ella dos o tres horas. Una vez que la terminé, la pasé a máquina y se la envié en un paquete junto con la transcripción revisada de la autobiografía de Effing. Consideré que con eso se acababa mi responsabilidad en el asunto. Había hecho lo que Effing me había pedido y a partir de entonces la cosa quedaba en manos de los abogados, que se pondrían en contacto con Barber a su debido tiempo.

Dos días más tarde, la señora Hume y yo recogimos las cenizas del crematorio. Iban en una urna de metal gris no mayor que una barra de pan y me resultaba difícil imaginar que Effing estuviera realmente allí dentro. Gran parte de él se había convertido en humo y se me hacía raro pensar que quedara algo. A la señora Hume, que indudablemente tenía un sentido de la realidad más fuerte que el mío, parecía darle miedo la urna y la llevó todo el camino hasta casa separada de su cuerpo, como si contuviese material radiactivo o venenoso. Acordamos que, lloviera o hiciera sol, al día siguiente haríamos nuestro viaje en el transbordador. Daba la casualidad de que era su día de visita al Hospital de Veteranos, y antes que dejar de ver a su hermano, la señora Hume decidió que él viniera con nosotros. Mientras hablaba se le ocurrió que tal vez debiera venir Kitty también. A mí no me parecía necesario, pero cuando le transmití el mensaje a Kitty, contestó que quería venir. Era un suceso importante, dijo, y le agradaba demasiado la señora Hume como para no prestarle su apoyo moral. Así fue como nos convertimos en cuatro en vez de dos. Dudo que Nueva York haya visto nunca un grupo de enterradores más variopinto.

La señora Hume salió temprano por la mañana para ir a buscar a su hermano al hospital. Mientras estaba fuera, llegó Kitty, vestida con una minifalda azul diminuta; sus suaves piernas cobrizas resultaban espléndidas con los zapatos de tacón alto que se había puesto para la ocasión. Le expliqué que se suponía que el hermano de la señora Hume no estaba bien de la cabeza, pero que, como yo no le conocía, no estaba muy seguro de lo que eso quería decir. Charlie Bacon resultó ser un hombre grande, de unos cincuenta y tantos años, con la cara blanda, el pelo rojizo y escaso y unos ojos vigilantes e inquietos. Apareció con su hermana en un estado más bien aturdido y exaltado (era la primera vez que salía del hospital desde hacía más de un año) y durante los primeros minutos no hizo otra cosa que sonreírnos y darnos la mano. Llevaba una cazadora azul con la cremallera subida hasta el cuello, unos pantalones caqui recién planchados y unos relucientes zapatos negros con calcetines blancos. En el bolsillo de la chaqueta tenía un pequeño transistor del que salía el cable de un auricular. Llevaba el auricular puesto en el oído todo el rato y cada dos o tres minutos metía la mano en el bolsillo y movía los diales de la radio. Cada vez que lo hacía, cerraba los ojos y se concentraba, como si estuviera escuchando mensajes de otra galaxia. Cuando le pregunté qué emisora le gustaba más, me contestó que eran todas iguales.

—No escucho la radio por gusto —me dijo—. Es mi trabajo. Si lo hago bien, puedo saber qué está pasando con los grandes bombazos debajo de la ciudad.

—¿Los grandes bombazos?

—Las bombas H. Hay docenas de ellas almacenadas en túneles subterráneos y no paran de cambiarlas de sitio para que los rusos no sepan dónde están. Debe haber cientos de emplazamientos diferentes, allá en las profundidades de la ciudad, mucho más abajo que el metro.

—¿Qué tiene eso que ver con la radio?

—Dan la información en clave. Cada vez que hay una retransmisión en directo en una de las emisoras eso quiere decir que están moviendo los bombazos. Los partidos de béisbol son los mejores indicadores. Si los Mets ganan cinco a dos, eso quiere decir que los están poniendo en la posición cincuenta y dos. Si pierden seis a uno, es la posición dieciséis. En realidad es bastante simple una vez que le coges el tranquillo.

—¿Y qué pasa si juegan los Yankees?

—El equipo que juegue en Nueva York, ése es en el que hay que fijarse. Nunca están en la ciudad en el mismo día. Cuando los Mets juegan en Nueva York, los Yankees están de viaje y viceversa.

—Pero ¿de qué nos va a servir saber dónde están las bombas?

—Para poder protegernos. No sé qué pensará usted, pero a mí no me hace demasiado feliz la idea de que me vuelen en pedazos. Alguien tiene que enterarse de lo que pasa, y si nadie más lo hace, supongo que ese alguien tendré que ser yo.

La señora Hume estaba cambiándose de vestido mientras yo tenía esta conversación con su hermano. Cuando terminó de arreglarse, salimos todos de casa y cogimos un taxi para ir a la estación del transbordador en el centro de la ciudad. Hacía un hermoso día, con el cielo azul y un vientecillo fresco. Recuerdo que yo iba sentado en el asiento de atrás con la urna sobre las rodillas, escuchando a Charlie hablar de Effing mientras el taxi bajaba por West Side Highway. Al parecer se habían visto varias veces, y después de agotar el tema de la única cosa en común que tenían (Utah), pasó a hacernos un largo y fragmentario relato de sus tiempos allí. Nos dijo que había hecho su entrenamiento como bombardero durante la guerra en Wendover, en mitad del desierto, destruyendo ciudades de sal en miniatura. Realizó treinta o cuarenta misiones volando sobre Alemania y luego, al final de la guerra, volvieron a mandarle a Utah y le pusieron en el programa de la bomba A.

—Se suponía que no teníamos que saber lo que era —dijo—, pero yo lo descubrí. Sí hay que encontrar una información, se puede estar seguro de que Charlie Bacon la encontrará. Primero fue el Gran Chico, la que tiraron en Hiroshima con el coronel Tibbets. Yo estaba incluido en la tripulación del siguiente avión, tres días después, el que iba a Nagasaki. Por nada del mundo iban a obligarme a hacer eso. La destrucción a esa escala es cosa de Dios. Los hombres no tienen derecho a meterse en algo así. Les engañé fingiendo que estaba loco. Una tarde salí y eché a andar por el desierto, bajo aquel calor espantoso. No me importaba que me pegaran un tiro. Lo de Alemania ya había sido bastante horrible, pero no iba a permitirles que me convirtieran en agente de la destrucción. No, señor, prefería volverme loco a tener eso sobre mi conciencia. En mi opinión, no lo habrían hecho si los japoneses fuesen blancos. Los amarillos les importan un comino. Sin ofender —añadió de pronto, volviéndose hacia Kitty—, por lo que a ellos respecta, los amarillos no valen más que los perros. ¿Qué cree que hacemos ahora en el sudesde asiático? La misma historia, matar amarillos allá donde podamos. Es como repetir otra vez las matanzas de indios. Ahora tenemos bombas H en lugar de bombas A. Los generales siguen fabricando nuevas armas en Utah, lejos de todo, donde nadie puede verlos. ¿Recuerdan esas ovejas que murieron el año pasado? Seis mil ovejas. Echaron un nuevo gas venenoso en el aire y todo murió en varios kilómetros a la redonda. No, señor, por nada del mundo aceptaré tener sangre en las manos. Amarillos, blancos, ¿qué diferencia hay? Todos somos iguales, ¿no es verdad? No, señor, por nada del mundo conseguirán que Charlie Bacon les haga el trabajo sucio. Prefiero estar loco a manejar esos bombazos.

Su monólogo se interrumpió cuando llegamos al transbordador y durante el resto del día Charlie se retiró a los arcanos de su radio. No obstante, lo pasó bien en el barco, y, a pesar de mí mismo, descubrí que yo también estaba de buen humor. La propia rareza de nuestra misión eliminaba de alguna manera los pensamientos negros, y hasta la señora Hume consiguió hacer todo el viaje sin derramar una lágrima. Más que nada, recuerdo lo guapa que estaba Kitty con su diminuto vestido, con el largo pelo negro ondeando al viento y su delicada manita en la mía. El barco no iba lleno a esa hora del día y en cubierta habla más gaviotas que pasajeros. Cuando avistamos la Estatua de la Libertad, abrí la urna y eché las cenizas al viento. Eran una mezcla de blanco, gris y negro, y desaparecieron en cuestión de segundos. Charlie estaba a mi derecha y Kitty a mi izquierda, rodeando con un brazo a la señora Hume. Todos seguimos con la vista el breve y agitado vuelo de las cenizas hasta que no hubo nada que ver. Entonces Charlie se volvió a su hermana y le dijo:

—Eso es lo que quiero que hagas conmigo, Rita. Cuando muera, quiero que me quemes y me eches al viento. Es algo espléndido, verlas bailar en todas direcciones al mismo tiempo es la cosa más espléndida del mundo.

Cuando el transbordador atracó en el muelle de Staten Island, dimos una vuelta y regresamos a la ciudad en el siguiente barco. La señora Hume nos había preparado una gran cena y antes de una hora nos sentamos a la mesa y empezamos a comer. Todo había terminado. Tenía mi bolsa preparada y, en cuanto termináramos de cenar, saldría de casa de Effing por última vez. La. señora Hume pensaba quedarse hasta que se hiciera la testamentaria, y si todo iba bien, dijo (refiriéndose al legado que recibiría), se marcharía a Florida con Charlie para empezar una nueva vida. Quizá por quincuagésima vez, me dijo que podía quedarme allí todo el tiempo que quisiera y por quincuagésima vez le contesté que tenía un sitio donde vivir en casa de un amigo de Kitty. ¿Qué planes tenía?, me preguntó. ¿Qué pensaba hacer? No había necesidad de mentirle.

—No estoy seguro —le respondí—. Tengo que pensarlo. Pero ya me saldrá algo antes de que pase mucho tiempo.

Hubo apasionados abrazos y lágrimas al despedirnos. Prometimos mantenernos en contacto, aunque, naturalmente, no lo hicimos, y ésa fue la última vez que la vi.

—Es usted un joven caballero —me dijo en la puerta—, y nunca olvidaré lo bueno que ha sido con el señor Thomas. La mitad de las veces, él no se merecía tanta bondad.

—Todo el mundo merece la bondad —dije—. Sea quien sea.

Kitty y yo habíamos salido ya y estábamos a mitad de camino del descansillo cuando la señora Hume vino corriendo detrás de nosotros.

—Casi se me olvida —dijo—. Tengo que darle una cosa.

Volvimos a entrar en el piso, donde la señora Hume abrió el armario empotrado del vestíbulo y cogió una arrugada bolsa de papel marrón del estante superior.

—El señor Thomas me dio esto el mes pasado —me dijo—. Me pidió que lo guardara hasta el momento en que usted se fuera.

Yo estaba a punto de meterme la bolsa debajo del brazo y volver a salir, pero Kitty me detuvo.

—¿No sientes curiosidad por saber qué hay dentro? —me preguntó.

—Pensé que era mejor esperar a que saliéramos —dije—. Por si es una bomba.

La señora Hume se río.

—No diría yo que el viejo buitre no fuera capaz de tal cosa.

—Exacto. Una última broma desde el otro lado de la tumba.

—Bueno, si no la abres tú, la abriré yo —dijo Kitty—. Puede que haya algo bueno dentro.

—Ya ve lo optimista que es —le dije a la señora Hume—. Siempre esperando lo mejor.

—Deje que la abra —dijo Charlie, metiéndose en la conversación con entusiasmo—. Apuesto a que hay un valioso regalo dentro.

—De acuerdo —dije, tendiéndole la bolsa a Kitty—. Puesto que he sido derrotado en la votación, dejaré que tengas el honor.

BOOK: El Palacio de la Luna
7.58Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

'Til Death Do Us Part by Kate White
Flying Fur by Zenina Masters
One Last Scream by Kevin O'Brien
Tales for a Stormy Night by Dorothy Salisbury Davis
Enter Second Murderer by Alanna Knight
A Lady’s Secret by Jo Beverley
A Four Letter Word by Michelle Lee