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Authors: Paul Auster

Tags: #narrativa, #drama

El Palacio de la Luna (30 page)

BOOK: El Palacio de la Luna
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Comprendí que Effing deseaba morirse. Había planeado esta pequeña farsa para ponerse enfermo y lo estaba haciendo con una temeridad y una alegría que me dejaban pasmado. Agitaba su paraguas de un lado a otro, desafiaba el aguacero con su risa y, a pesar del disgusto que me inspiraba en aquel momento, no pude por menos de admirar su valor. Era como un Lear en miniatura resucitado en el cuerpo de Gloucester. Aquélla iba a ser su última noche y quería vivirla con frenesí, provocar su propia muerte sería su último acto glorioso. Mi impulso inicial fue ponerlo a cubierto, pero luego le miré bien y me di cuenta de que era demasiado tarde. Ya estaba calado hasta los huesos y, tratándose de alguien tan frágil como Effing, probablemente eso significaba que el daño ya estaba hecho. Cogería un resfriado, éste se convertiría en pulmonía y poco después moriría. Me parecía tan seguro, que de pronto dejé de luchar contra ello. Estaba mirando a un cadáver, me dije, y poco importaba lo que hiciera. Desde entonces no ha pasado un día en que no haya lamentado la decisión que tomé esa noche, pero en aquel momento parecía tener sentido, como si hubiera estado moralmente mal interponerse en el camino de Effing. Si ya estaba muerto, ¿qué derecho tenía yo a estropearle la diversión? El hombre estaba resuelto a destruirse, y como me había arrastrado al torbellino de su locura, no levanté un dedo para impedírselo. Me quedé quieto y dejé que ocurriera, cómplice voluntario de su suicidio.

Salí del portal y empujé la silla de Effing, entrecerrando los párpados porque la lluvia me entraba en los ojos.

—Creo que tiene usted razón —dije—. Parece que la lluvia tampoco me toca a mí.

Mientras hablaba, un relámpago serpenteó por el cielo, seguido de un trueno tremendo. La lluvia nos azotaba implacable, atacaba nuestros cuerpos indefensos con una cortina de balas liquidas. La siguiente ráfaga de viento le arrebató a Effing sus gafas, pero él se rió, gozando de la violencia de la tormenta.

—Es extraordinario, ¿no? —me gritó por encima del ruido—. Huele a lluvia. Oigo como si lloviera. Incluso noto el sabor de la lluvia. Y sin embargo estamos absolutamente secos. Es el triunfo de la mente sobre la materia, Fogg. ¡Al fin lo hemos logrado! ¡Hemos descubierto el secreto del universo!

Era como si hubiese atravesado una misteriosa frontera muy dentro de mí, pasando por una trampilla que conducía a las cámaras más internas del corazón de Effing. No era simplemente que hubiese caído en su grotesca estratagema, había reconocido finalmente su derecho a la libertad y en ese sentido había demostrado al fin ser digno de su confianza. El viejo iba a morir, pero mientras viviese, me querría.

Nos pateamos otras siete u ocho manzanas y Effing fue gritando en éxtasis todo el camino.

—¡Es un milagro! ¡Es un maldito milagro! ¡Dinero caído del cielo! ¡Cójanlo antes de que se acabe! ¡Dinero gratis! ¡Dinero para todo el mundo!

Nadie le oía, naturalmente, porque las calles estaban totalmente vacías. Éramos los únicos idiotas que no se habían refugiado en ningún sitio, así que para deshacerme de los billetes que nos quedaban tuve que hacer varias breves visitas a bares y cafeterías que nos cogían de camino. Dejaba a Effing aparcado junto a la puerta para entrar en estos establecimientos y oía su alocada risa mientras distribuía el dinero. Ese sonido zumbaba en mis oídos: el insensato acompañamiento musical de nuestro espléndido número cómico. La cosa ya se había desmadrado. Nos habíamos convertido en una catástrofe natural, un tifón que iba tragándose víctimas inocentes a su paso.

—¡Dinero! —gritaba yo, riendo y llorando al mismo tiempo—. ¡Billetes de cincuenta dólares para todos!

Estaba tan empapado que mis botas formaban charcos, me derramaba como una lágrima de tamaño humano, chorreaba agua sobre todo el mundo. Fue una suerte que ése fuera el final. Si aquello se hubiera prolongado mucho más, probablemente nos habrían encerrado por conducta peligrosa.

El último sitio que visitamos fue una cafetería de la cadena Child, un sórdido y humeante agujero iluminado con cegadoras luces fluorescentes. Había doce o quince clientes acodados en la barra y tenían un aspecto a cual más triste y desdichado. Sólo me quedaban cinco o seis billetes en el bolsillo y de pronto no supe dominar la situación. Ya no era capaz de pensar ni de decidir. Como no se me ocurrió nada mejor, levanté el dinero en el puño y lo arrojé al otro lado del local.

—¡El que quiera que lo coja! —chillé.

Luego salí corriendo de allí y me alejé empujando la silla de Effing bajo la tormenta.

Nunca volvió a salir de casa después de esa noche. La tos empezó a la mañana siguiente y al final de la semana las flemas habían pasado de los conductos bronquiales a los pulmones. Llamamos a un médico y nos confirmó el diagnóstico de pulmonía. Quiso enviar a Effing inmediatamente al hospital, pero el viejo se negó, afirmando que tenía derecho a morir en su cama y que si alguien le ponía una mano encima para sacarlo de su casa, se mataría.

—Me abriré la garganta con una cuchilla de afeitar —le dijo— y usted tendrá que vivir con eso sobre su conciencia.

El médico ya habla tratado a Effing anteriormente y era lo bastante inteligente como para haberse traído una lista de servicios de enfermería privados. La señora Hume y yo hicimos todas las gestiones necesarias y durante la semana siguiente estuvimos metidos hasta las cejas en cuestiones prácticas: abogados, cuentas bancarias, poderes, etcétera. Hubo que hacer innumerables llamadas telefónicas y firmar incontables papeles, pero dudo que valga la pena entrar en detalles. Lo importante era que finalmente hice las paces con la señora Hume. Cuando volví a casa con Effing la noche de la tormenta, estaba tan furiosa que no me dirigió la palabra en dos días. Me hacía responsable de la enfermedad de Effing, y como básicamente yo era de la misma opinión, no traté de defenderme. Me entristecía que estuviera enfadada conmigo. Justo cuando yo empezaba a pensar que la desavenencia seria permanente, la situación cambió de repente. No tengo forma de saber cómo sucedió, pero me imagino que le diría algo a Effing al respecto y él a su vez la persuadiría de que no me culpase a mí. La siguiente vez que la vi, me abrazó y se disculpó, conteniendo lágrimas de emoción.

—Le ha llegado la hora —afirmó solemnemente—. Está dispuesto a irse en cualquier momento y no podemos hacer nada para impedírselo.

Las enfermeras trabajaban en turnos de ocho horas y eran ellas las que le administraban las medicinas, vaciaban la cuña y vigilaban el gota a gota que le habían puesto a Effing en el brazo. Con pocas excepciones, eran bruscas y frías, y probablemente no hace falta decir que Effing quería tener que ver con ellas lo menos posible. Fue así hasta los últimos días, cuando ya estaba demasiado débil para fijarse en ellas. A menos que tuvieran alguna tarea específica que realizar, insistía en que se quedaran fuera de su habitación, lo cual quería decir que generalmente estaban en el sofá del cuarto de estar, hojeando revistas y fumando con gesto de silencioso desdén. Una o dos nos dejaron plantados y a una o dos tuvimos que echarlas. Aparte de esta línea dura con las enfermeras, sin embargo, Effing se comportaba con notable dulzura, y desde el momento en que cayó en cama fue como si su personalidad se hubiese transformado, purgada de su veneno por la creciente proximidad de la muerte. No creo que sufriera muchos dolores, y aunque tenía días buenos y días malos (en un momento dado, de hecho, pareció que se había repuesto por completo, pero setenta y dos horas después tuvo una recaída), el proceso de la enfermedad era un gradual agotamiento, una lenta e ineluctable pérdida de fuerzas que continuó hasta que al fin su corazón dejó de latir.

Yo pasaba los días en su habitación, sentado al lado de su cama, porque él deseaba que estuviese allí. Desde el episodio de la tormenta, nuestra relación había cambiado tanto que ahora me quería como si fuera carne de su carne y sangre de su sangre. Me cogía la mano y me decía que era un consuelo para él y murmuraba que se alegraba mucho de tenerme allí. Al principio yo desconfiaba de estas efusiones sentimentales, pero como las demostraciones de este recién nacido afecto iban en aumento, no tuve más remedio que aceptar que era auténtico. Durante los primeros días, cuando todavía tenía fuerzas para mantener una conversación, me pidió que le hablara de mi vida y yo le conté historias sobre mi madre, sobre el tío Victor, sobre mis tiempos en la universidad, sobre el desastroso período que condujo a mi colapso y sobre cómo Kitty Wu me salvó la vida. Effing dijo que le preocupaba lo que sería de mí cuando él la palmara (la palabra es suya), pero yo traté de tranquilizarle asegurándole que era perfectamente capaz de cuidar de mí mismo.

—Eres un soñador, muchacho —me dijo—. Tienes la cabeza en la luna y me parece a mí que nunca vas a tenerla en otro sitio. No eres ambicioso, el dinero te importa un pepino, y eres demasiado filósofo para tener ningún talento artístico. ¿Qué voy a hacer contigo? Necesitas a alguien que te cuide, alguien que se asegure de que tengas comida en el estómago y un poco de dinero en el bolsillo. Una vez que yo me vaya, estarás donde estabas al principio.

—He estado haciendo planes —mentí, esperando hacerle cambiar de tema—. He solicitado una plaza en la escuela de biblioteconomía de Columbus y me la han concedido. Creí que ya se lo había dicho. Las clases empiezan en otoño.

—¿Y cómo vas a pagarlas?

—Me han dado una beca completa, más una cantidad para mis gastos. Es una buena oportunidad. Los cursos duran dos años y después siempre tendré una forma de ganarme la vida.

—Me cuesta imaginarte como bibliotecario, Fogg.

—Reconozco que se hace raro, pero creo que puede ser adecuado para mí. Después de todo, las bibliotecas no están en el mundo. Son sitios aparte, santuarios del pensamiento puro. De ese modo, podré seguir viviendo en la luna el resto de mi vida.

Yo sabía que Effing no me había creído, pero me siguió la corriente por conservar la armonía, porque no deseaba perturbar la tranquilidad que había entre nosotros. Esto era típico de él durante sus últimas semanas. Creo que se enorgullecía de poder morir de esta forma, como si la ternura que había empezado a manifestarme fuese una demostración de que aún era capaz de realizar cualquier cosa que se propusiera. A pesar de sus menguadas fuerzas, seguía creyendo que controlaba su destino, y esta ilusión se mantuvo hasta el final: la idea de que había organizado su propia muerte, de que todo se desarrollaba conforme a su plan. Había anunciado que el doce de mayo sería el día fatal y parecía que ahora lo único que le importaba era cumplir con su palabra. Se había entregado a la muerte con los brazos abiertos y al mismo tiempo la había rechazado, luchando con sus últimos gramos de energía para someterla, para retrasar el momento final hasta que se produjera de acuerdo con las condiciones impuestas por él. Incluso cuando ya apenas podía hablar, cuando le suponía un enorme esfuerzo articular el menor sonido, la primera cosa que quería saber cuando yo entraba en su habitación por las mañanas era a qué día estábamos. Como perdía la noción del tiempo, me hacía la misma pregunta cada pocas horas a lo largo del día. El tres o el cuatro de mayo empeoró repentinamente de forma espectacular y parecía improbable que pudiese aguantar hasta el doce. Empecé a jugar con las fechas para que creyera que todo iba de acuerdo con el plan previsto, adelantando las fechas cada vez que me preguntaba. Una tarde especialmente mala acabé cubriendo tres días en el espacio de unas cuantas horas. Estamos a siete, le dije; estamos a ocho; estamos a nueve, y él estaba ya tan mal que no se dio cuenta de la discrepancia. Cuando su estado se estabilizó de nuevo esa misma semana, yo seguía adelantado y durante los dos días siguientes no tuve más remedio que decirle que estábamos a nueve. Me parecía que lo menos que podía hacer por él era darle la satisfacción de pensar que había ganado esa prueba de voluntad. Pasara lo que pasara, yo me aseguraría de que su vida acabase el día doce.

Me dijo que el sonido de mi voz le calmaba, e incluso cuando se encontraba demasiado débil para decir nada, quería que yo continuase hablando. Le daba igual lo que dijese mientras pudiese oír mi voz y saber que estaba allí. Yo hablaba y hablaba, pasando de un tema a otro según me daba. No siempre era fácil mantener esta especie de monólogo, y cuando me faltaba la inspiración, recurría a ciertos trucos para poder seguir: refundir los argumentos de novelas o películas, recitar poemas de memoria —a Effing le gustaban especialmente sir Thomas Wyatt y Fulke Greville— o comentar noticias del periódico de la mañana. Curiosamente, aún recuerdo muy bien algunas de esas noticias y siempre que pienso en ellas ahora (la extensión de la guerra a Camboya, las matanzas de Kent State), me veo sentado en aquella habitación mirando a Effing acostado en la cama. Veo su boca desdentada abierta; oigo el silbido del aire en sus pulmones congestionados; veo sus ojos ciegos y lacrimosos mirando fijamente al techo, las manos como arañas agarrando la manta, la espantosa palidez de su piel arrugada. Por algún oscuro e involuntario reflejo, esos hechos han quedado situados para mi en los contornos de la cara de Effing y no puedo pensar en ellos sin volver a verle frente a mí.

A veces no hacía sino describir la habitación en que estábamos. Usando el mismo método que había aprendido en nuestros paseos, elegía un objeto y empezaba a hablar de él. El dibujo de la colcha, el escritorio del rincón, el plano enmarcado de las calles de París que colgaba al lado de la ventana. En la medida en que Effing podía seguir lo que le decía, estos inventarios parecían proporcionarle un gran placer. En un momento en que era tanto lo que estaba perdiendo, la presencia física inmediata de las cosas permanecía en los límites de su conciencia como una especie de paraíso, un territorio inaccesible de milagros ordinarios: el campo de lo táctil, lo visible y lo perceptible que rodea la vida. Al poner estas cosas en palabras, le daba a Effing la oportunidad de volver a experimentarlas, como si simplemente ocupar un lugar en el mundo de las cosas fuese un bien superior a cualquier otro. En cierto sentido, trabajé más para él en aquella habitación de lo que había trabajado nunca en los meses anteriores, concentrándome en los más ínfimos detalles de los materiales —las lanas y los algodones, las platas y los estaños, los nudos de la madera y las volutas de la escayola—, ahondando en cada hendidura, explorando las microscópicas geometrías de lo que estuviera viendo, enumerando cada color y cada forma. Cuanto más se debilitaba Effing, con más ahínco me aplicaba yo a la tarea, redoblando mis esfuerzos para tender un puente sobre la distancia que crecía entre nosotros. Al final llegué a alcanzar tal grado de precisión que tardaba horas en recorrer toda la habitación. Avanzaba centímetro a centímetro, negándome a dejar escapar nada, ni siquiera las motas de polvo que flotaban en el aire. Exploté los limites de ese espacio hasta que se volvió inagotable, una plenitud de mundos dentro de otros mundos. En un momento dado comprendí que probablemente estaba hablando en el vacío, pero seguí hablando de todos modos, hipnotizado por la idea de que mi voz era lo único que podía mantener vivo a Effing. No sirvió de nada, naturalmente. Él se iba apagando y durante los dos últimos días que pasé con él, dudo que oyera una palabra de lo que dije.

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