—Ten paciencia —le aconsejó con suavidad el imán—. Vemos el camino bajo nuestros pies, pero no el final. Sin embargo, seguimos caminando, o no llegaríamos a ninguna parte. Así que el niño estira la mano hacia el fuego. La madre le da un manotazo y le dice que no lo haga. Hasta que el niño es capaz de entender que el fuego lo va a quemar, el mal menor lo protege del mal mayor. ¿No es así?
—Algo así, supongo.
Achmed siempre había oído decir que los sacerdotes estaban locos. Ahora tenía la prueba.
Estirando la mano, el imán tocó al joven en la frente.
—¿Comprendes ahora? —preguntó Feisal deslizando suavemente sus dedos sobre la herida.
Achmed se volvió y miró con perplejidad al sacerdote.
—¿Comprender qué?
Feisal sonrió. Sus ojos brillaban más que el sol de
dohar
.
—En materia espiritual, tú eres el niño. Tu dios, Akhran, el falso dios, es el fuego: vivos colores y luz danzarina. Lo mismo que el fuego, él es un dios peligroso, Achmed, pues terminará quemando tu alma y nada quedará de ella más que cenizas. El amir y yo somos padres que deben protegerte del daño externo, hijo mío. Intentamos razonar con vosotros, pero no comprendisteis nuestras palabras. Por tanto, con el fin de salvaros del infierno, tuvimos que golpearos la mano…
—¿Y qué hay de aquellos a quienes golpeasteis un poco demasiado fuerte? —replicó Achmed enojado levantando la voz—. ¡Aquellos que murieron!
—Nadie lamenta la pérdida de vidas más que yo —dijo el imán clavando sus ardientes ojos en los de Achmed—. Fue tu gente, muy especialmente tu obstinado hermano, la que nos atacó. Nosotros nos defendimos.
Poniéndose en pie de un salto, Achmed comenzó a caminar de nuevo hacia las celdas.
—¡Créeme, Achmed! —exclamó el imán tras él—. ¡El amir habría podido destruir por completo a vuestras tribus! ¡Habría podido borraros de la faz de la tierra! Habría sido mucho más fácil. Pero ésa no era su intención, ni tampoco la mía.
—¡Y nos tomasteis como rehenes! —le lanzó el joven por encima del hombro.
Levantándose con elegancia, el imán caminó tras él, hablando a una espalda rígida como el acero.
—¿Rehenes? ¿Dónde está la petición de rescate? ¿Se os ha puesto acaso sobre la tarima en el mercado de esclavos? ¿O torturado, o golpeado? ¿Ha osado alguien violar o molestar a alguna de vuestras mujeres?
—Tal vez no —dijo Achmed aminorando su furioso paso y con la cabeza medio vuelta—. ¡Nata flotando sobre leche agriada! ¿Qué queréis de nosotros?
Deteniéndose ante el joven, el imán extendió las manos.
—No queremos nada
de
vosotros. Sólo queremos dar.
—¿Dar qué?
—La nata, para usar tus palabras. Queremos compartirla con vosotros.
—¿Y qué nata es ésa? —preguntó el joven con desprecio burlón.
—Conocimiento. Entendimiento. Fe en un dios que de verdad os ama y se preocupa por ti y tu gente.
—¡Akhran se preocupa por su gente!
El tono de Achmed era desafiante, pero Feisal sabía que era el desafío de un niño golpeando en revancha la mano que lo ha herido, no el desafío de un hombre firmemente asentado en sus convicciones. Acercándose hasta Achmed, el sacerdote apoyó las manos sobre los hombros del joven. El imán sintió al muchacho retraerse, pero también sintió que el toque de amistad no le era del todo desagradable al solitario joven. Feisal prefirió no decir nada más que desafiase la fe del muchacho, sabiendo muy bien que ello únicamente obligaría a éste a reforzar sus defensas. La idea de Feisal era penetrar despacio en la fortaleza del alma de Achmed, cuidadosamente guardada, y no atacarla con un ariete.
—Hay alguien que quiere verte, Achmed… Un miembro de tu tribu. ¿Puedo traerlo mañana?
—Puedes hacer lo que te parezca. ¿Qué elección tengo yo? Soy tu prisionero, después de todo.
—Os mantenemos en vuestras celdas del mismo modo que la madre guarda a su bebé en una cuna, para protegerlo del mal.
Cansado de oír hablar de niños o, tal vez, cansado de que se refiriesen constantemente a él como un niño, Achmed hizo un gesto de impaciencia.
—¿Hasta mañana, entonces? —dijo el imán.
—Si así lo quieres… —repuso, malhumorado, Achmed.
Pero el sacerdote había visto el brillo en sus ojos y la subida de color en su rostro ante la mención de un visitante.
—La paz de Quar sea contigo esta noche —dijo el imán mientras hacia un gesto a un guardia, que acudió a llevarse a Achmed de nuevo a su celda.
Girando la cabeza, el joven vio marcharse al sacerdote con su ligero cuerpo moviéndose con elegancia bajo los blancos hábitos que ahora aparecían manchados de la suciedad y mugre de la prisión. A pesar de ello, Feisal no parecía disgustado. Ni siquiera había intentado sacudirse o mantenerse apartado de ella. Había tocado a los mendigos, los condenados, los enfermos. Les había ofrecido su dios. «Las ropas se pueden limpiar, —había dicho el imán—, lo mismo que el alma».
La paz de Quar, o de cualquier otro dios, estuvo bien lejos de Achmed aquella noche.
Achmed aguardó con impaciencia la mañana siguiente para conocer la identidad del misterioso visitante. Esperaba que pudiera ser su madre pero, cuando llegó la hora del encuentro de los prisioneros y sus familias a través de la verja, ella no estaba allí. La madre de Khardan había acudido a verlo, sin embargo, y aseguró a Achmed que lo que el imán le había dicho era cierto. Sofía estaba mejorando y, aunque todavía no se encontraba lo bastante fuerte para desplazarse hasta la prisión, le enviaba su amor a su hijo.
—El imán me dijo que mi madre habría muerto allí en el desierto. ¿Es verdad eso?
—Nuestras vidas están en las manos de Akhran —repuso Badia apartando la mirada y volviéndose para marchar—. Rézale a el.
—¡Algo anda mal! —dijo Achmed agarrando la mano de la mujer a través de las rejas—. ¿Qué es? Badia, tú siempre has sido una segunda madre para mí. Veo preocupación en tu cara. ¿Se trata de madre? ¿Es mi madre? ¡Dime qué es lo que ocurre!
—No es un problema tuyo, Achmed —respondió la mujer con voz entrecortada—. Es mío —y se apretó una mano contra el corazón—. Nuestro dios me da fuerzas para sobrellevarlo. Queda en paz. Te dejo con esto —dijo, besándolo en la frente— y la bendición de tu madre.
Volviéndose, se alejó rápidamente y desapareció entre la multitud de los cercanos
souks
antes de que Achmed pudiera hacerle nuevas preguntas. Entonces sonó una campanilla. Los guardias salieron para conducir de nuevo a los prisioneros hasta sus celdas entre los lamentos y los gritos de despedida de sus madres, esposas e hijos.
Sin duda, Badia no era el visitante al que el imán se refería, pensó Achmed mientras cruzaba el recinto con paso lento y arrastrado. Perdido en sus pensamientos, sintió un sobresalto cuando alguien le dio un codazo en el costado. Levantando los ojos, vio a Sayah, un hrana, junto a él.
—¿Qué es lo que quieres, pastor? —preguntó con rudeza Achmed, viendo que la expresión de Sayah era ceñuda y sombría.
—Me preguntaba sólo si habías oído la noticia.
—¿Qué noticia? —dijo Achmed con aparente desinterés—. ¿Alguna de vuestras mujeres ha dado a luz una cabra y tú eres el padre?
—Eres tú quien ha criado la cabra y está en tu propia tribu.
—¡Bah!
Achmed se dispuso a marchar pero Sayah lo agarró de la manga.
—Uno de los vuestros, un akar, ha renunciado a nuestro sagrado Akhran y se ha convertido al dios de esta ciudad —le susurró.
—¡No lo creo! —dijo Achmed lanzando a Sayah una mirada desafiadora.
—Como quieras, pero ¡mira allí! —replicó Sayah indicando con un gesto hacia la verja.
Achmed volvió la cabeza de mala gana, sabiendo lo que iba a ver antes incluso de mirar a su alrededor, ya que al instante había adivinado la identidad del visitante anunciado por el imán. De pie junto a la verja, con un aspecto a la vez desafiante y muy nervioso, estaba Saiyad, uno de los hombres de mayor confianza de Majiid, vestido con limpias ropas blancas. A su lado estaba el imán.
Por el ronco murmullo que se elevó a su alrededor, Achmed comprendió que los otros miembros de la tribu akar habían oído las palabras de Sayah y habían visto a Saiyad junto a las rejas acompañado del sacerdote. Al mirar a su alrededor en busca de consejo, ¡Achmed se sorprendió no poco al encontrarse con todos los akares mirándolo expectantes! De pronto le vino a la cabeza al joven que todos aquellos hombres daban por seguro que él tomaría el papel de líder. Era hijo de Majiid, después de todo…
Confundido y abrumado por aquella inesperada responsabilidad, Achmed musitó algo acerca de «hablar con él y aclarar este error» y caminó de nuevo hacia la verja. Los guardias corrieron en pos de él, pero un gesto del imán los envió de nuevo a sus tareas. Reagrupando a los demás prisioneros, los guardias los escoltaron de vuelta a las celdas y desahogaron sus frustraciones con los nómadas una vez que se aseguraron de que el imán no los veía.
Mientras se acercaba a Saiyad, con los ojos clavados en él sin parpadear, Achmed vio cómo los ojos del hombre miraban al suelo, al cielo, a la prisión, ai imán, a todas partes menos a él. Los dedos de Saiyad se movían sin cesar, doblándose, entrecruzándose y separándose para luego pasar a manosear y juguetear con un puñado del blanco algodón de su holgado atuendo.
—De modo que no es un error —dijo Achmed en un susurro, con el corazón arrastrándose por la arena.
Por fin alcanzó la verja. El imán no entró, prefiriendo mantener a Saiyad consigo al otro lado de ella, tal vez temeroso por la vida de su visitante. Una mirada a la oscura y presagiosa expresión de Achmed debió hacer al imán sentirse contento de haber tomado dicha precaución.
—Saiyad —dijo Achmed con frialdad—,
salaam aleikum
.
—Y… y mis saludos para ti, Achmed —respondió Saiyad mirando a la cara al joven por primera vez.
De lo que, obviamente, enseguida se arrepintió, ya que apartó la mirada al instante mientras sus dedos se aferraban con fuerza al tejido de su vestidura.
—¿Qué te trae por aquí? —preguntó Achmed tratando de ocultar su creciente furia.
¿Por qué habría cometido Saiyad aquella estúpida acción? O, lo que es peor, ¿por qué sentía ahora la necesidad de venir a restregarles su mugre en las narices?
—Saiyad ha venido a interesarse por tu bienestar, Achmed —dijo el imán con aparente naturalidad—, y a asegurarse de que a ti y a los otros se os está tratando bien.
—Sí, ¡ésa es la razón por la que he venido! —corroboró Saiyad, con la cara iluminada por una amplia sonrisa.
«¡Embustero!», pensó Achmed con un imperioso deseo de hacerle tragar al hombre todos sus dientes.
—Así que es cierto lo que dicen —comentó el joven en voz baja—. Te has convertido a Quar.
La amplia sonrisa del hombre se desvaneció al punto para ser reemplazada por otra más bien forzada. Encogiéndose de hombros, miró reprobadoramente al imán y, sin dejar el fragmento de tela que estaba ya sucio de tanto manoseo, se acercó más a la verja e indicó con un ademán a Achmed que hiciese lo mismo.
Sintiendo un hormigueo en la piel como si se estuviese aproximando a una serpiente, el joven hizo lo que le pedía. El imán volvió la cara hacia otro lado y fingió hallarse absorto en la belleza del palacio que se elevaba cerca de allí.
—¿Qué otra cosa podía hacer, Achmed? —susurró Saiyad al tiempo que sus dedos abandonaban sus vestiduras y agarraban las del joven a través de las barras—. ¡No sabes la clase de vida que llevamos ahí fuera, en el desierto!
—¿Y qué clase de vida es, si se puede saber? —preguntó Achmed tratando de guardar la compostura aunque sintiendo que el frío invadía todo su ser.
—¡Estamos a punto de morirnos de hambre! Los soldados lo quemaron todo; no nos dejaron nada…, ¡ni siquiera un pellejo de cabra donde poner el agua! ¡No tenemos cobijo ninguno! De noche dormimos en la arena. Durante el día luchamos por la sombra de una palmera. Hay muchos enfermos y heridos y sólo unas pocas mujeres con la magia necesaria para atenderlos. Se llevaron a mi esposa y mis hijos…
—¡Deja de lloriquear! —interrumpió Achmed con un gesto brusco de su mano mientras, sin poder evitarlo, se apartaba con repulsión del contacto de Saiyad—. ¡Tú no eres el único que sufre! ¡Y, por lo menos, eres libre! ¡Míranos a nosotros, aquí encerrados, peor que los animales! —y, mirando de reojo al imán, añadió en voz baja—: Sin duda mi padre estará planeando alguna manera de sacarnos de aquí. O Khardan…
—¡Khardan! —exclamó demasiado alto Saiyad.
Ambos vieron la repentina sacudida de los esbeltos hombros del imán y el ligero movimiento de su cabeza. Volviendo la espalda al sacerdote, Saiyad miró cara a cara a Achmed. Los ojos que hacía un momento tenía avergonzadamente puestos en el suelo, se encontraron de pronto con los del joven con un aire de desprecio. Achmed sintió una profunda inquietud al ver el labio del hombre curvarse en una desdeñosa sonrisa.
—¿No has oído nada de tu precioso hermano?
—¿Qué? ¿Qué sucede con Khardan? —El corazón del Achmed dejó de latir—. ¿Qué le ha ocurrido?
Ahora era él quien agarraba las ropas de Saiyad.
—¿Ocurrido? ¿A él? —dijo éste con una desagradable risotada—. ¡Nada! ¡Nada en absoluto, el sucio cobarde… !
—¿Cómo te atreves?
Achmed tiró violentamente del hombre hacia sí con sus manos y le golpeó la cabeza contra las barras. Uno de los guardias dio un paso hacia ellos, pero el imán, que supuestamente no oía ni veía lo que estaba sucediendo, hizo un gesto rápido e imperceptible y, de nuevo, los guardias se retiraron.
—¡Es la verdad, y nada de cuanto me hagas la va a cambiar! ¡Nuestro califa huyó del campo de batalla disfrazado de mujer!
Achmed miró fijamente al hombre y, de repente, se echó a reír.
—¡Embustero además de traidor! Al menos podrías haber inventado algo más creíble.
Y, soltando al hombre, Achmed se limpió las manos en sus propias ropas, como quien ha estado en contacto con un leproso.
—Sí, ¿verdad? Eso digo yo… —insistió Saiyad enojado—. ¡Usa la cabeza, Achmed! Si estuviese mintiendo, en efecto, ¿no se me habría ocurrido antes cualquier otra historia? ¿Por qué razón iba a mentir, en cualquier caso?
—¡Para conseguir que me una a él! —respondió Achmed con un gesto furioso hacia el sacerdote.
—¡Me importa un comino si te unes a nosotros o no! —rugió Saiyad y, dándose cuenta de que estaba perdiendo el control y dañando su propia causa, el hombre se rehizo con un aire de raída dignidad—. He venido aquí paraexplicarte por qué he hecho lo que he hecho, con la esperanza de que tú y los otros me comprendáis. Lo que te he dicho acerca de Khardan es la verdad; lo juro por… —aquí Saiyad vaciló; a punto había estado de decir «Akhran», pero, al ver la silenciosa figura del imán a cierta distancia de ellos, se atragantó— … por el honor de mi madre —concluyó no muy convencido—. Todos en el desierto saben que es verdad.