—Y eso que me dices acerca de sus esposas… es en verdad misterioso —dijo Quar sin formalidades, e hincó sus blancos y perfectamente formados dientes en la piel dorada de un quinoto
[1]
—.¿Qué piensas tú de ello?
Una gota de jugo cayó en sus costosos hábitos de seda. Irritado, el dios se enjugó la mancha con una servilleta de lino.
—Pukah trajo el asunto a colación, Magnífico Señor. Cuando yo le pregunté por qué se interesaba, él mintió, diciéndome que Khardan amaba profundamente a sus esposas. Nosotros sabemos, por esa mujer, Meryem, que el califa odiaba a su primera esposa y que su segunda esposa era un loco.
—Mmmmm.
Quar parecía enteramente absorto en su tarea de limpiar la mancha de sus vestiduras.
—Fue justo cuando yo comenté que las esposas habían desaparecido cuando oí aquel extraño sonido…, como de alguien embargado por la pena, Sagrado Señor. Estoy convencido de que alguien más se halla presente en mi morada —dijo Kaug frunciendo el entrecejo con gesto pensativo—. Alguien con alas…
Quar estaba a punto de tomar otro bocado del fruto, pero su mano se detuvo a mitad de camino hacia la boca.
—¿Alas? —repitió en voz baja.
—Sí, Sagrado Señor.
Kaug describió el peculiar comportamiento de Pukah y la reacción de Sond.
—¡Promenthas! —murmuró Quar para sí—. ¡Angeles en compañía de los djinn de Akhran! ¡De modo que los dioses están combatiéndome también en el plano inmortal!
—¿Decías algo, Sagrado Señor? —preguntó Kaug aproximándose algo más.
—Digo que es probable que ese extraño intruso alado haya aprovechado tu ausencia y haya volado —dijo fríamente Quar.
—Imposible, mi Señor. He sellado mi morada antes de partir. Pensé que no debía perder un instante y traerte esta información —se justificó el
'efreet
.
—¡No veo por qué estás tan preocupado por ese Khardan! —dijo Quar arrancando otro quinoto—. ¡Toda mi gente está obsesionada con él! El imán quiere su alma. El amir quiere su cabeza. Meryem quiere su cuerpo. Ese califa es humano, nada más…, el ciego seguidor de un dios acabado.
—Podría representar una amenaza…
—¡Sólo si vosotros lo convertís en ello! —lo reprendió Quar con severidad.
Kaug se inclinó en una reverencia.
—¿Y cuáles son tus instrucciones en lo que respecta a los djinn, mi Señor?
Quar movió su delicada mano en un gesto de desprecio.
—Haz lo que quieras. Consérvalos como esclavos. Envíalos a donde enviamos a los otros. Poco me importa a mí.
—¿Y el misterioso tercer personaje… ?
—Tienes cosas más importantes en las que ocupar tu tiempo, Kaug, tales como las inminentes batallas en el sur. Sin embargo, te doy permiso para resolver tu pequeño misterio, si lo deseas.
—¿Y le interesaría a mi Señor el resultado?
—Quizás algún día, cuando me encuentre aburrido con otras tonterías, podrías venir a compartirlo conmigo —comentó Quar, mientras indicaba con un gesto seco que la presencia del
'efreet
ya no era deseada.
Inclinándose de nuevo, el
'efreet
se evaporó en el aire perfumado del jardín.
Tan pronto como Kaug se hubo ido, Quar abandonó aquel aire distraído mostrado en presencia del poderoso
'efreet
. Volviendo rápidamente a su suntuosa morada, entró en un templo cuyo exacto duplicado podía encontrarse en el mundo terreno, en la ciudad de Kich. El dios levantó un pequeño mazo y golpeó tres veces en un gong.
Un rostro demacrado apareció en la mente de Quar, con los ojos ardiendo en santo éxtasis.
—¿Me has llamado,
hazrat
Quar?
—Imán, entre la gente del desierto que capturamos debe de haber alguien emparentado con ese Khardan, su califa.
—Así lo creo…, Sagrado Señor. Su madre y un hermanastro…, tengo entendido.
—Quiero información acerca de ese hombre, el califa. Consíguela como puedas. Naturalmente, sería ideal que pudieses convertir a uno de ellos, si no a ambos, a la verdadera fe.
—Es mi esperanza llegar a convertir a todos los nómadas del desierto, Sagrado Señor.
—Excelente, imán.
El rostro de Feisal se desvaneció en la mente de Quar.
Recostándose en un sofá con brocado de seda, Quar reparó en que todavía sostenía el quinoto en su mano. Después de mirarlo con complacencia unos instantes, apretó lentamente su puño en torno a él y comenzó a estrujarlo. La piel se resquebrajó, el jugo corrió por entre sus dedos. Cuando el fruto hubo quedado reducido a una pulpa irreconocible, el dios lo tiró con indiferencia lejos de sí.
—Debemos escapar! ¡Hay que salir de aquí, Pukah! —gritó Asrial con desesperación—. ¡Ese monstruo horrible tiene razón! ¡Mateo ha desaparecido! ¡Lo he estado buscando en mi mente y no he podido verlo! ¡Una oscuridad lo envuelve, escondiéndolo de mi vista! ¡Algo terrible le ha sucedido!
—Vamos, vamos —murmuró Pukah, demasiado aturdido y confuso para saber lo que decía.
La hermosa criatura que había aparecido de pronto de ninguna parte, sus suaves manos agarradas a él, su fragancia, su calor… El djinn tuvo tan sólo la suficiente presencia de ánimo para coger aquellas suaves manos y tirar de ella hacia sí, sobre la cama.
—Relajémonos y pensemos en ello con calma —dijo Pukah acercando los labios a las lisas mejillas.
«¿Cómo se las apaña uno con las alas? Con toda seguridad, van a ponerse por medio…?»
—¡Oh, Pukah! —sollozó Asrial desconsolada bajando la cabeza, con lo que Pukah se encontró de pronto besando una masa de mojado pelo plateado—. ¡Todo es por mi culpa! ¡Jamás debí abandonarlo!
Poniéndole un brazo en torno a la cintura (deslizándolo por debajo de las alas), Pukah acercó a Asrial más estrechamente contra sí.
—¡No tenías elección, encanto mío! —le murmuró, retirándole el pelo con una caricia—. El pez te dijo que vinieses.
Sus labios rozaron el enfebrecido rostro del ángel.
—¿Y si se tratara de un truco? —dijo Asrial poniéndose en pie de un respingo con tal energía que sus alas empujaron a Pukah fuera de la cama—. ¡Podría haber sido una estratagema de Astafás, un intento de ese Señor de las Tinieblas de robar el alma de Mateo! Oh, ¿cómo no he pensado antes en ello? ¡Y tu amo, Khardan, debe de estar con Mateo! ¡Sin duda él está en peligro, también! ¡Vayámonos de aquí, Pukah, rápido!
—No podemos —dijo el djinn enderezándose en el fondo de su canasta.
—¿Por qué no? —preguntó Asrial mirándolo con ojos sorprendidos.
—Porque —suspirando, Pukah se sentó sobre la cama— Kaug ha sellado la cueva antes de marcharse.
—¿Cómo lo sabes?
Pukah se encogió de hombros.
—Compruébalo por ti misma. Intenta volver a salir al océano.
Asrial cerró los ojos; sus labios se movieron y sus alas se agitaron suavemente. Luego abrió los ojos de golpe y miro a su alrededor con la cara arrugada por la decepción.
—¡Todavía estoy aquí!
—Te lo dije —recordó Pukah arrellanándose en su carea y, estirando la mano, dio unas palmaditas en el espacio libre que quedaba a su lado en el lecho—. Ven, amor mío. Descansa. ¿Quién sabe cuánto tiempo estará ausente Kaug? Estamos atrapados aquí juntos. Saquemos al menos el mayor partido de la situación.
—Yo… creo que preferiría una silla —dijo Asrial. Con la cara sonrosada, repasó con la mirada la vivienda del djinn en busca de alguna pieza de mobiliario que no estuviera destartalada, una banqueta que no estuviese rota o un cojín al que no le faltase la mayor parte del relleno.
—No queda ni un solo mueble en pie excepto la cama, me temo —dijo Pukah con animación.
Le debía una a Kaug. Dos, de hecho.
—Ven, Asrial. Déjame consolarte, distraer tus afligidos pensamientos, devolver la paz a tu mente.
—¿Y cómo vas a hacer eso, Pukah? —preguntó con suspicacia Asrial ya sin rubor en sus mejillas—. Si no me equivoco, estás tratando de seducirme, de… hacerme el amor. ¡Eso es completamente ridículo! ¡Nosotros no tenemos cuerpo! ¡No podemos tener sensaciones físicas!
—¡Dime a mí que no he sentido esto! —protestó amargamente Pukah señalando su labio hinchado—. ¡Dile a Sond que no ha sentido la tunda que le han dado! —y, apeándose de la cama, el djinn se aproximó al ángel con las manos extendidas—. Dime que no siento lo que estoy sintiendo ahora: mi corazón acelerado, mi sangre ardiendo…
—¡Sond no lo ha sentido! —exclamó Asrial dando un paso hacia atrás—. ¡Tú tampoco lo sientes! ¡Simplemente os engañáis a vosotros mismos!
—¡Dime que tú no lo sientes también!
Agarrando al ángel por la cintura, Pukah estrechó su cuerpo contra sí y la besó.
—Yo… no he sentido… nada —jadeó con enojo Asrial cuando pudo volver a respirar y, forcejeando, intentó apartar de sí al djinn—. Yo…
—¡Calla! —dijo Pukah poniéndole la mano en la boca.
Furiosa, Asrial apretó los puños y empezó a golpear al djinn en el pecho. Pero, entonces, ella oyó también el ruido. Con los ojos dilatados de miedo, se zambulló dócilmente en brazos de Pukah.
—¡Kaug ha vuelto! —susurró el djinn—. ¡Tengo que irme!
Pukah se esfumó de un modo tan repentino que Asrial, privada de su apoyo, casi se cae. Débilmente, se dejó caer en la cama y se acurrucó allí, temblorosa, para escuchar lo que sucedía fuera de la cesta.
Lenta e inconscientemente, su lengua se deslizó por los labios, como si todavía pudiera saborear un dulzor residual.
—¡Amo! —exclamó Pukah transportado de alegría—. ¡Ya estás de vuelta!
Y se arrojó al suelo de la cueva.
—Umm —refunfuñó Kaug, mirando con el entrecejo fruncido al postrado djinn—. Si piensas que vas a correr un paño de lana sobre mis ojos…
—Por supuesto que no, mi amo. Una cosa así requeriría una gran cantidad de ovejas —dijo Pukah poniéndose con cautela en pie y andando en puntillas detrás del
'efreet
, quien recorría airadamente la cueva a grandes zancadas.
—¡Teme a Khardan!
—¿De veras, amo?
—No porque tu antiguo amo sea fuerte ni poderoso, sino porque Quar no puede gobernarlo y, al parecer, tampoco puede matarlo.
—¿Así que mi amo…, mi antiguo amo…, no está muerto?
—¿Te sorprende mucho eso, pequeño Pukah? Yo creía que no. Ni tampoco a tu alada amiga, ¿verdad?
—A menos que a Sond le hayan crecido alas, no tengo idea de a quién se está refiriendo mi amo —respondió Pukah postrándose de nuevo en el suelo y extendiendo completamente sus brazos por delante de sí—. Mi amo puede estar seguro de que mi lealtad es absoluta. Haría lo que fuera por mi amo si me lo ordenase, hasta ir en busca del califa.
—¿Lo harías, Pukah? —preguntó Kaug volviéndose para mirar fijamente al djinn.
—Nada me daría más placer, mi amo.
—Creo que, por una vez, estás diciendo la verdad, pequeño Pukah —dijo el
'efreet
sonriendo de oreja a oreja—. Sí, creo que te voy a tomar la palabra, esclavo de la cesta. Tú sabes bien a quién sirves, ¿no, Pukah? Según las leyes de los djinn, yo soy tu amo y tú mi sirviente. Si yo te ordenase traerme a Khardan limpiamente rebanado en cuatro partes iguales, lo harías, ¿verdad que sí, esclavo?
—Por supuesto, mi amo —repuso Pukah con engañosa naturalidad.
—Ah, ya puedo ver tu mente girando, maquinando algún modo de salir de ésta. Deja que gire todo lo que quiera, pequeño Pukah. Es lo mismo que un burro atado a la noria de un molino. Vueltas y más vueltas, sin llegar jamás a ninguna parte. Yo tengo tu cesta. Yo soy tu amo. No olvides esto ni el castigo que te espera si se te ocurre desobedecerme.
—No, mi amo —dijo Pukah con tono sumiso.
—Y ahora, para probar tu lealtad, pequeño Pukah, voy a encargarte una misión antes de que vayas en busca del desaparecido Khardan. Quiero que lleves la
chirak
de Sond a cierto lugar. La dejarás allí y volverás para recibir órdenes respecto al califa.
—¿Dónde está ese «cierto lugar», mi amo?
—No te echarás para atrás ya, ¿verdad, pequeño Pukah?
—¡Claro que no, mi amo! Es sólo que necesito saber adonde me dirijo si quiero llegar allí…, «zoquete, cabeza de pulpo…» —Estas últimas palabras las murmuró Pukah tan sólo para sus adentros.
—Por cierto que voy a conceder a Sond el gran deseo de su corazón. Voy a reunirlo con su amada Nedjma. Queríais saber dónde se encontraban los Inmortales Perdidos, ¿no, pequeño Pukah?
—Te aseguro, mi amo, que no tengo el más ligero interés…
—Coge la lámpara de Sond y vuela con ella a la ciudad de Serinda, y allí descubrirás lo que ha sido de los Desaparecidos.
—¿Serinda? —repitió Pukah abriendo los ojos de par en par y levantando la cabeza del suelo—. Esa ciudad ya no existe, mi amo. Desapareció bajo las arenas del desierto hace cientos de años; tanto tiempo hace de ello que ni siquiera puedo recordarlo.
Kaug se encogió de hombros.
—Entonces, te estoy pidiendo que lleves la
chirak
de Sond a una ciudad muerta, pequeño Pukah. ¿Acaso te atreves a discutir mis órdenes? —dijo el
'efreet
arrugando el entrecejo.
—¡No, amo! —protestó Pukah estirándose cuan largo era contra el suelo—. Las alas de las que hablabas se hallan en mis pies. Regresaré a mi vivienda…
—No hay prisa, pequeño Pukah. Quiero que te tomes algún tiempo para echar una ojeada a esa interesante ciudad. Porque, si me fallas, djinn, tu propia cesta terminará descansando en el mercado de Serinda.
—Sí, mi amo. Ahora, simplemente volveré un instante a mi vivienda…
—No tan rápido. Tienes que llevar esto.
En la mano del
'efreet
apareció una piedra atada a una tira de cuero.
—Siéntate.
Pukah hizo tal como le ordenaban y Kaug le puso la correa alrededor del cuello. La piedra, que terminaba en punta en su extremo superior asemejándose a una pequeña pirámide, cayó pesadamente contra el pecho desnudo de Pukah. El djinn la miró con desconfianza.
—Es muy amable de tu parte ofrecerme este regalo, ama ¿Puedo preguntarte qué es esta piedra de tan interesante aspecto?
—Turmalina negra.
—Ah, turmalina negra —repitió sabiamente el djinn—. Lo que quiera que eso sea… —murmuró para sí.
—¿Qué has dicho?
—Que la conservaré siempre, amo, para acordarme de ti —dijo Pukah—. Es lo bastante fea… —volvió a murmurar por lo bajo.
—Tienes que aprender a hablar alto y claro, pequeño Pukah.