—Decía que, si ya no me necesitas, volveré a mi vivienda y pondré este maravilloso objeto en algún lugar seguro…
—¡No, no! Lo llevarás contigo todo el tiempo, pequeño Pukah. Ése es mi deseo. ¡Ahora vete!
—Sí, amo.
Y, poniéndose en pie, Pukah se encaminó hacia su cesta.
—¿Qué haces? —rugió Kaug.
Pukah se detuvo y volvió la cabeza para mirar por encima de su hombro.
—Volver a mi vivienda, oh Poderoso Amo.
—¿Para qué? Te he dicho que cojas la lámpara de Sond y te marches.
—Y así lo haré, amo —dijo Pukah con firmeza—, una vez que haya adecentado un poco mi aspecto. Éstos —añadió indicando sus pantalones— están manchados de sangre y légamo. No querrás que me presente ante tus amigos en estas condiciones, amo. ¡Piensa en el modo en que ello podría repercutir en tu reputación!
—No tengo amigos donde tú vas a ir, pequeño Pukah —replicó Kaug con una sonrisa cruel—. Y, créeme, en Serinda nadie va a reparar en unas pocas manchas de sangre.
—Vaya, sí que tiene que ser un lugar alegre… —pensó Pukah sombríamente—. Bien, pues, en ese caso
no
entraré en mi vivienda e iré directamente a recoger la lámpara de Sond, mi amo —dijo el djinn en voz alta acercándose con disimulo cada vez más a su cesta—. El suelo de esta caverna está muy mojado. Espero no resbalar y caerme… ¡Upsss!
El djinn cayó cuan largo era al suelo, cabeza por delante, y volcó la cesta en su caída. Al golpear ésta contra el suelo, la tapa se desprendió y Pukah hizo un desesperado intento de deslizarse hasta el interior, pero Kaug estaba allí delante de él. Agarrando la tapa, el
'efreet
volvió a colocarla de un golpe sobre la cesta y la sostuvo allí firmemente con su enorme mano.
—Espero que no te habrás hecho daño, pequeño Pukah… —dijo con aire solícito el
'efreet
.
—No, gracias, amo —respondió Pukah tragando saliva—. Es asombroso lo rápido que es capaz de moverse tu gran masa corporal, ¿verdad, amo?
—¿Verdad, pequeño Pukah? Y ahora, ¡marchando de aquí!
—Sí, amo.
Suspirando, Pukah se agachó y recogió la lámpara de Sond. Despacio y con renuencia, el joven djinn comenzó a desvanecerse en el aire hasta que todo cuanto pudo verse de él eran sus ojos, mirando con desconsuelo la cesta.
—¡Amo! —exclamó su incorpórea voz—. Si pudieras concederme…
—¡Márchate! —rugió Kaug.
Los dos ojos giraron en sus órbitas y desaparecieron.
Al instante, el
'efreet
abrió de golpe la tapa de la cesta y metió su enorme mano dentro de ella.
La procesión discurría lenta y sinuosamente, a través de las llanuras, hacia la ciudad de Idrith. Ofrecía un magnífico espectáculo y, a medida que la voz se extendía por los
souks
, numerosos idrithianos trepaban las estrechas escaleras y se alineaban a lo largo de las murallas de la ciudad para ver, comentar y conjeturar.
A la cabeza de la procesión marchaban dos mamelucos. Hombres gigantescos ambos, de más de dos metros de estatura, estos esclavos llevaban unos tocados de plumas rojas y anaranjadas que añadían una longitud de casi un metro a sus altísimas figuras. Unas faldas negras de cuero con líneas de oro rodeaban sus esbeltas cinturas. El oro resplandecía también en los collares que llevaban alrededor del cuello, mientras que refulgentes gemas adornaban sus tocados. Los pechos y las piernas de los mamelucos iban desnudos y su piel, untada de aceite, brillaba al sol del mediodía. Cada gigante llevaba en las manos un estandarte con un extraño dibujo del que jamás se había visto en Idrith nada parecido. Sobre un fondo rojo como la sangre, brillaba una serpiente negra con unos ojos de llameante anaranjado.
Los estandartes de serpientes eran bastante comunes, en realidad; cada ciudad tenía por lo menos un potentado de mayor o menor importancia que se consideraba a sí mismo lo bastante ingenioso como para merecer dicho símbolo. Pero esta enseña en particular tenía algo tan siniestro como poco común.
El cuerpo de la serpiente aparecía cercenado en tres lugares y, por la representación de su lengua bífida que se agitaba en la boca de seda, parecía que la criatura vivía.
Detrás de los mamelucos marchaban seis musculosos esclavos vestidos con las mismas faldas de cuero negro ribeteado de oro pero sin el lujo adicional de los portaestandartes. Estos esclavos transportaban entre todos un palanquín cuyas blancas cortinas permanecían herméticamente cerradas, no permitiendo que nadie consiguiera captar una vislumbre siquiera del personaje que se alojaba en el interior. Una tropa de
goums
montados en negros caballos seguían al palanquín. Los uniformes de los soldados eran de un sombrío negro, con negras chaquetas cortas y amplios pantalones negros a juego que llevaban metidos en unas botas rojas de cuero que les llegaban hasta la rodilla. Cada hombre llevaba sobre su cabeza un gorro cónico de color rojo adornado con una borla negra. Largas espadas de hoja curva saltaban contra sus piernas izquierdas mientras cabalgaban.
Pero era realmente lo que venía detrás de estos
goums
en aquella solemne parada lo que atraía la atención de la muchedumbre congregada junto a las murallas de Idrith. Un gran número de esclavos transportaban tres literas, cada una de ellas cubierta por una bóveda tejida de junco. Varios
goums
cabalgaban al lado de las literas, con las cabezas agachadas. Sus uniformes aparecían rasgados y no llevaban gorros.
A continuación de las literas avanzaba otro escuadrón de
goums
escoltando a tres camellos cargados de equipaje y adornados con ricos atavíos y tocados de plumas rojas y anaranjadas. Largas borlas de flecos negros golpeaban al andar sus zanquivanas patas.
Por el lento discurrir y el aire afligido de aquellos que marchaban a través de la llanura, pronto resultó evidente a los habitantes de Idrith que era un cortejo fúnebre lo que estaban observando desde las murallas. La noticia se extendió rápidamente y más y más gente se abrió camino a empujones entre la multitud para verlo. Nada llama tanto la atención del público como un funeral, aunque sólo sea por el tranquilizador pensamiento que suscita en el espectador de que él todavía sigue vivo.
A poco más de un kilómetro de las puertas de la ciudad, la procesión entera se detuvo. Los portaestandartes bajaron sus enseñas para indicar que la partida se aproximaba en son de paz. Los esclavos apearon el palanquín en el suelo, los
goums
desmontaron, los camellos se sentaron y las literas cubiertas fueron depositadas en el suelo con gran ceremonia y respeto.
Con un aire y un sentimiento de extrema importancia, consciente de los centenares de ojos que había puestos en él, el capitán de la guardia del sultán salió con un escuadrón de hombres al encuentro e inspección de los extranjeros antes de permitirles la entrada en la ciudad. Ladrando una enérgica orden a sus hombres de guardar la alineación y mantener la disciplina, el capitán lanzó una mirada hacia el palacio del sultán, que se elevaba sobre una colina, por encima de la ciudad. Al sultán no se lo podía ver, pero el capitán sabía que estaba observando. Luminosos parches de color decoraban abundantemente los balcones, indicando que las esposas y concubinas del sultán se apiñaban en ellos para ver la procesión.
Tan rígida y derecha estaba la espalda del capitán mientras conducía lentamente y con gran dignidad su caballo más allá de los portaestandartes y avanzaba hacia el palanquín, que parecía que su espina dorsal se había vuelto de hierro. Un hombre había emergido de las blancas cortinas y esperaba en actitud respetuosa el encuentro con el capitán. Al lado del hombre estaba el líder de los
goums
, también de pie y con el mismo aire respetuoso. Un esclavo sujetaba su caballo a cierta distancia detrás de él.
Desmontando, el capitán entregó las riendas de su caballo a uno de sus hombres y se adelantó a encontrarse con el cabeza de la extraña procesión.
El hombre del palanquín iba casi completamente vestido de negro. Botas de cuero negras, amplios pantalones negros, una holgada camisa negra de mangas largas y un turbante negro adornando su cabeza. Un fajín rojo en la cintura y una gema del mismo color en el centro del turbante no llegaban a aliviar en nada el aspecto fúnebre de su atuendo. Más bien, tal vez debido al peculiar matiz del rojo que correspondía al color de la sangre fresca, lo reforzaban.
La piel de su rostro y manos era blanca como el alabastro; probablemente ésta era la razón por la que tomaba tantas precauciones para mantenerse oculto del ardiente sol, ya que Idrith estaba situada en el norte del desierto de Pagrah. En contraste, sus pobladas cejas eran negras como el azabache y sobresalían por encima de su esbelta nariz aguileña. Tenía los labios delgados y desprovistos de sangre. Un bigote recortado sombreaba su labio superior, prolongando hacia abajo las líneas de su inexpresiva boca hasta unirse con una estrecha barba negra que contorneaba una mandíbula firme y sobresaliente.
El hombre de negro saludó con una inclinación. Poniéndose una de sus blanquecinas manos en el corazón, llevó a cabo el
salaam
con elegancia. El capitán le devolvió el saludo, con mucha más torpeza al ser un hombre grande y rudo. Al levantar la cabeza sus ojos se encontraron con la escrutadora mirada del hombre y se echó involuntariamente para atrás, como si la penetrante mirada de aquellos dos ojos oscuros y fríos hubiese sido acero vivo.
Poniéndose al instante a la defensiva, el capitán se aclaró la garganta y pasó rápidamente a las formalidades.
—Ya veo, por el descenso de vuestros estandartes, que venís en son de paz, efendi. Bienvenido a la ciudad de Idrith. El sultán os ruega que digáis vuestro nombre y el asunto que os trae aquí para poder rendiros los honores correspondientes y ofreceros alojamiento sin dilación.
La expresión en el rostro del hombre de negro permaneció grave mientras respondía con la misma solemnidad y cortesía.
—Mi nombre es Auda ibn Jad. Anteriormente mercader de esclavos, me hallo ahora de viaje hacia el este, hacia Simdari, mi tierra natal. Sólo deseo detenerme en vuestra ciudad por un día y una noche para repostar mis provisiones y dar algún descanso a mis hombres. Hemos tenido una larga y triste travesía, y todavía tenemos por delante muchos centenares de kilómetros hasta llegar a destino. Sin duda alguna habréis observado, capitán —dijo el hombre de negro con un suspiro—, que somos un cortejo fúnebre.
Dudoso de cómo responder, el capitán carraspeó evasivamente y miró con el entrecejo fruncido a aquel numeroso grupo de hombres armados a quienes se le estaba pidiendo albergar en su ciudad. Auda ibn Jad pareció entender, pues, con una triste sonrisa, añadió:
—Mis
goums
os entregarán de muy buen grado sus espadas, capitán, y yo mismo responderé por su buena conducta —y, cogiendo el brazo del oficial con su esbelta mano, Auda condujo a éste hacia un lado y continuó diciendo en voz baja—: Os pediría, sin embargo, que seáis pacientes con mis hombres, sidi. Llevan el oro de Kich en sus bolsas, oro que melancólicas circunstancias les han impedido gastar. Son excelentes luchadores y hombres disciplinados, pero han sufrido un gran golpe y necesitan ahogar sus penas en vino o encontrar solaz en los demás placeres por los que esta ciudad es de sobra conocida. Por mi parte, yo también —dijo Ibn Jad lanzando una rápida mirada a varios baúles de madera revestidos de hierro que llevaba atados a los camellos— tengo algunos negocios que tratar con los mercaderes de joyas de Idrith.
Sintiendo una ola de frío extenderse desde los ojos del hombre hasta los dedos que descansaban sobre su brazo, el capitán de la guardia del sultán retrocedió ante su helado tacto. Todo el instinto que había hecho de él un buen soldado durante cuarenta años le advirtió que prohibiese a aquel hombre con ojos como cuchillos entrar en la ciudad. Los mercaderes de Idrith que observaban desde lo alto de las murallas de la ciudad no podían detectar las bolsas de dinero desde la distancia, pero sí podían ver los pesados cofres a lomos de los camellos y el oro que brillaba en torno a los cuellos de los esclavos de aquel hombre.
Mientras atravesaba las puertas de la ciudad, el capitán había visto a los seguidores de Kharmani, el dios de la riqueza, echar mano de sus libretas, y sabía muy bien que los propietarios de las casas de comidas, los salones de té y los
arwats
estaban frotándose expectantes las manos. Un clamor general de protesta heriría los tímpanos del sultán si a aquellas lanudas ovejas listas para trasquilar se les prohibiese la entrada a la ciudad… sólo porque al capitán no le gustaba la mirada que había en los ojos de aquella oveja.
Todavía le quedaba, sin embargo, al capitán, otra baza que manejar en el juego.
—Todo aquel que desee entrar en la ciudad de Idrith deberá entregarme, no sólo sus armas, sino también todos sus objetos mágicos y sus djinn, efendi. Éstos serán entregados como sacrificio a Quar —dijo el capitán esperando que dicho edicto, que provenía del dios mismo y por tanto ni siquiera el sultán podía desobedecer, disuadiría a los visitantes.
Sus esperanzas fueron en vano, sin embargo.
Auda ibn Jad asintió gravemente con la cabeza.
—Sí, capitán. Dicho mandamiento nos fue ya impuesto en la ciudad de Kich. Fue allí donde dejamos todos nuestros avíos mágicos y nuestros djinn. Nos sentimos honrados de hacerlo en el nombre de tan gran dios como es Quar y, como podéis ver, él a cambio nos ha favorecido con su bendición en nuestra travesía.
—¿No os ofenderéis si os registro, efendi? —preguntó el capitán.
—No tenemos nada que ocultar, sidi —respondió Ibn Jad humildemente mientras iniciaba otra elegante inclinación.
«Por supuesto que no», pensó el capitán. Lo sabían de antemano y venían preparados. Aun así, él tenía que proceder a los trámites de rigor. Volviéndose, ordenó a sus hombres iniciar el registro, al mismo tiempo que Auda ibn Jad ordenaba al líder de sus
goums
encargarse de la descarga de los camellos. Con un saludo, el hombre corrió a llevar a cabo el mandato de su señor.
—¿Qué hay ahí dentro? —preguntó el capitán señalando las literas.
—Los cuerpos, sidi —contestó Ibn Jad con un tono discreto y reverente—. Creo haber mencionado ya que esto es un cortejo fúnebre, ¿verdad?