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Authors: Eduardo Mendicutti

Tags: #Humor, #Drama, #Romántico

El palomo cojo (3 page)

BOOK: El palomo cojo
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Desde entonces —o sea, desde hacía siglos—, la encargada de atender a tío Ricardo era la vieja tata Caridad. Como decía tía Blanca poniendo una cara horrible de resignación, la tata Caridad era una verdadera reliquia en casa de los Calderón Lebert. Ya era viejísima cuando yo tenía diez años, y llevaba en casa de mis abuelos desde que era mocita, a poco de casarse mi bisabuela, y ella había criado a mi abuelo y a todos sus hermanos y por eso mi abuelo la quería una barbaridad y mi abuela, que era una bendita, se lo consentía todo. Yo creo que mi madre y tía Blanca le tenían bastante tirria a la tata Caridad, pero como hacía un avío tremendo ocupándose de tío Ricardo procuraban disimularlo todo lo posible. A la tata Caridad, además, le pasaba una cosa muy misteriosa e interesante, yo no he vuelto a encontrar en mi vida a otra persona a quien le ocurriera lo mismo. La tata Caridad no tenía una cosa que todo el mundo tiene. A mí me tenía fascinado. La tata Caridad, por decirlo de una vez, no tenía perfil. Bueno, lo que no tenía era perfil derecho. Ella misma se lo contaba a todo el mundo. Te estaba mirando de frente y de pronto giraba la cabeza a la izquierda y decía, sin la menor vacilación, ahora no veo lo que se dice nada, una nube, es que no tengo perfil. Las personas mayores decían siempre uy Caridad, por Dios, de verdad qué raro, no me lo puedo ni creer; se les notaba muchísimo que estaban haciendo el paripé para quitársela de encima. La verdad es que yo, al principio, sí que le veía el perfil, pero parece que era el perfil izquierdo que se transparentaba, según ella me explicó. Luego, poco a poco, fui dándome cuenta de que era cierto, que conforme ella giraba la cabeza a la izquierda se le iban borrando la nariz, la barbilla, el perfil entero, pero la Mary me dijo que a la tata Caridad sólo le pasaba que era tuerta, tuerta perdida, y mi madre también quiso quitármelo de la cabeza y me explicó que la tata Caridad tenía cataratas en el ojo derecho, y eso sí que tenía que ser imposible. Alguna vez soñé con el ojo de la tata Caridad y, dentro, unas cataratas como las del Niágara o las del Iguazú, pero después me despertaba y estaba clarísimo que mi madre me había contado una majadería.

No podía comprender por qué. No había nada malo en que la tata Caridad no tuviera perfil. Y es cierto que la pobre se ponía pesadísima haciéndose la mártir —porque si la cara se le siguiera borrando acabaría quedándose sin ella— y contándote su vida de cabo a rabo, pero, si uno la dejaba hablar, aunque no le hiciera el menor caso, ella se quedaba tan contenta. Por la noche, cuando andaba fisgoneando por toda la casa con la excusa de atender a tío Ricardo, se largaba ella sola, en voz alta, unas peroratas interminables, pero ya a nadie le llamaba la atención ni parecía importarle lo más mínimo.

—Tus abuelos —me dijo con mucho misterio, una vez que la sorprendí hablando como una cotorra de un pretendiente que ella tuvo de chiquilla, antes incluso de entrar a servir, sentada junto a mi abuela que dormía como una santa en la mecedora del comedor— necesitan distraerse un poco, pobrecitos.

Yo no comprendía, la verdad, que a nadie pudiera faltarle distracción en aquella casa.

Mis abuelos hacían una pareja muy apacible y silenciosa, se lo tomaban todo con mucha tranquilidad y, desde luego, comprendían perfectamente que tío Ricardo necesitara tener preparado el almuerzo —sopa de maizena, jamón de york, un tocino de cielo y una copita de Quo Vadis, el amontillado de la familia— a las cuatro y diez de la madrugada, o que la tata Caridad exhibiera sus fantásticos achaques ante cualquiera que se pusiese a tiro, desde el aguador que entraba por el patio falso todas las mañanas con su burro lleno de tinajas que siempre iban chorreando, hasta el presidente del Ateneo, muy amigo de mi abuelo, o las Hermanitas de los Pobres, que iban a pedir cada jueves, sin fallar uno, a la hora sonámbula de la siesta. Mi abuela recibía muchas visitas y formaba cada tarde, en el gabinete, unas tertulias muy animadas, con tazas minúsculas de café, docena y media de tortas de aceite recién traídas de Casa Guerrero y un vasito de moscatel a última hora, que ésa era la consigna para que las señoras empezasen a desfilar cuando mi abuela ya iba sintiéndose cansada. Todas las señoras que estaban de visita hablaban muchísimo, aunque a media voz, y el gabinete se llenaba entonces de un murmullo que parecía lleno de espuma. Mi abuela se pasaba callada casi todo el rato, sonriendo. Mi abuelo, mientras tanto, se reunía en el escritorio, para hablar de negocios y de las noticias que llegaban de Madrid, con el tío Antonio, don Sixto el del Ateneo, José Javier García Vela —que era el médico de mi familia y de toda la gente bien de la ciudad— y el padre Vicente, un cura capuchino que olía a incienso viejo y nos confesaba a todos el sábado a mediodía, en el oratorio que había junto a la alcoba de la abuela. Yo espiaba también aquellas conversaciones de los hombres, aunque lo que más recuerdo de ellas era el aroma del tabaco y el olor inconfundible que salía del escritorio.

En ocasiones, aquellas tertulias de mis abuelos, siempre estrictamente separadas, se sobresaltaban un poco, sobre todo cuando llegaba tía Victoria, la artista de la familia, «a pasar unos días». Tía Victoria se presentaba de improviso y casi siempre venía del extranjero, porque se pasaba la vida viajando, gastándose su parte del negocio, dando recitales en los sitios más extraños, mandando postales desde ciudades increíbles y recibiendo —durante todo el año y en casa de los abuelos, porque ésa era la dirección que siempre daba como fija— cartas de pretendientes que parecían todos polacos o neozelandeses, por la cantidad de consonantes que usaban en los apellidos. Nada más llegar, se reunía con mi abuelo y con tío Antonio para tratar de la venta de otro paquete de acciones —porque el arte, cuando es serio, no da para nada, decía— con el consiguiente desconsuelo de sus hermanos, que trataban de explicarle en vano que el negoció ya no era lo que había sido. Ella se hacía la sorda y se montaba un chorro de zalamerías y luego se iba, radiante, a la reunión de las señoras, a alborotar. Tía Victoria contaba siempre montones de historias llenas de lujo y atrevimiento, decía muchas picardías y todas las señoras se ponían medio frenéticas y se divertían horrores. Mi abuela —que siempre fue un poquito cuajona, la verdad sea dicha— se animaba una barbaridad con aquella cabraloca de su cuñada, y yo, desde el pasillo, por su manera de hablar —lo poquito que hablaba— y de reírse, me daba cuenta de que se lo pasaba divinamente.

Aquel año, poco antes de que mi madre me llevara con los abuelos para tener ella las tardes libres, y por si en aquella casa faltase animación, la bisabuela Carmen empezó a ponerse rara. Las habitaciones de la bisabuela Carmen, la madre de mi abuelo, estaban en el segundo piso y a ella la cuidaban dos mujeres que se turnaban para no dejarla sola por las noches, más una señorita de compañía la mar de dispuesta, Adoración, que se ocupaba de que todo estuviese en orden. La bisabuela Carmen siempre fue la mar de pejiguera para todas sus cosas, de manera que la señorita Adoración tenía su mérito, aunque también es verdad que lo cobraba a precio de oro, como decía mi madre. La bisabuela Carmen, por señalar sólo una de sus rarezas, no recibía visitas —ni siquiera la de sus hijos o la de su nuera Magdalena, mi abuela, que desde que se casó con mi abuelo había pasado a ser la señora de la casa y a ocupar con su marido, sus hijos y su servicio las habitaciones del principal— más que los sábados y domingos de cuatro a seis de la tarde. Sólo de cuatro a seis. Jamás hacía excepciones y nunca recibía a más de dos personas al mismo tiempo, de forma que la señorita Adoración llevaba un cuaderno muy pulcro donde anotaba los nombres de los visitantes y el horario que les correspondía, a veces con semanas de antelación.

Por raro que parezca, las amistades de la familia no habían terminado por aburrirse y las citas con Carmen Lebert se habían convertido en el pueblo en una tradición muy distinguida que, al menos las señoras de familia bien, no podían dejar de cumplir regularmente. Pero en el verano del 58, Carmen Lebert —que con sus casi noventa años había conservado una salud y una lucidez, según mi madre, inaguantables— empezó a sufrir una serie de achaques galopantes que obligaron a la señorita Adoración a cancelar todas las visitas, excepto las del médico —quien aseguraba sin ningún apuro que no entendía nada de lo que le ocurría a aquella señora— y las de mi abuelo y tío Antonio. Por lo visto, empezó a perder el control y al cabo de unas semanas se pasaba todo el tiempo pidiendo de comer y de beber y queriendo ir al retrete sin ninguna necesidad. Empezó a decir que no reconocía a nadie, aunque, para compensar, se puso a recordar a todas horas unos amoríos que, según ella, tuvo de joven con una cuadrilla entera de bandoleros; mientras tía Blanca aseguraba voladísima que todo aquello era una insensatez, mi madre decía entre muchas risas que a ella no le habría extrañado lo más mínimo que fuese verdad. La señorita Adoración se tiraba todo el día santiguándose y mi abuela encargó en la Parroquial una docena de misas por su suegra.

En contra de lo que pueda parecer, aquella manera de desvariar que le entró a la bisabuela Carmen no le quitó a la casa nada de ajetreo. Las visitas ya no entraban en el dormitorio, pero no por eso se acabó todo aquel trajín de señoras que venían siempre de dos en dos, con tiempo de sobra para subir con una parsimonia de campeonato los dos larguísimos tramos de escalera que llevaban al segundo piso, entre gemiditos de cansancio y cotilleos de todos los colores. Con frecuencia, las que volvían de pelearse con la señorita Adoración —que en ningún momento se dejó ablandar o sobornar para franquear la entrada del dormitorio a ninguno de aquellos loros— se encontraban con las que iban a ello e improvisaban en el descansillo, en unas butacas que mi abuela ordenó poner allí y que acabaron por convertir el descansillo en una verdadera salita de estar, unas tertulias muy entretenidas. Tío Ricardo las odiaba a todas con verdadera pasión —la Mary decía que por culpa de ellas tío Ricardo no visitaba a su madre, la bisabuela Carmen, desde hacía años—, pero yo creo que si aquellas señoras hubieran dejado de ir de visita, habría sido como si todas las paredes de la casa de pronto empezaran a desconcharse.

A cambio del vacío que dejaron en su dormitorio todas aquellas brujas, la bisabuela Carmen decidió contar, a veces a gritos e incluyendo viejísimas canciones verdusconas, sus aventuras con aquellos bandoleros que la trataron como a una reina y se fueron matando los unos a los otros o suicidándose por su amor. Era como una película y la bisabuela Carmen se inspiraba mucho mejor por la noche, de manera que, entre unas cosas y otras, en casa de mis abuelos por la noche sí que había bulla y no en la Feria de Sevilla.

Mi madre, tan mona como siempre, debió de pensar que, puesto que yo estaba medio chuchurrío y desganado, no iba a echar cuenta de nada y dormiría tan ricamente.

La Mary, en cambio, mientras colocaba mi ropa en el armario de la habitación de tío Ramón, el hermano balarrasa de mi madre, que fue donde me pusieron, me miró con mucha guasa y me preguntó:

—Niño, ¿tú hablas en alto cuando duermes?

Le dije que no.

—¿Y roncas?

Le dije que tampoco.

—¿Y no te tiras peditos?

Me acharé y me encogí de hombros, porque yo sabía que algunos sí que me tiraba, pero me daba vergüenza decirlo.

—Qué barbaridad. ¿Estornudas? ¿Sabes hacer algo con las orejas?

Yo me eché a reír.

—Picha, no te rías que esto es la mar de serio. Aquí, si por la noche no haces algo, por la mañana no te dan de desayunar. Así que ya puedes ir ensayando lo que sea.

Yo me imaginaba que estaba de pitorreo, pero por si acaso le dije:

—Algunas veces toso…

—Uy, guapo, ni hablar. Esa es mi especialidad.

La Mary se puso a toser como si fuera a echar los pulmones.

—Es lo que mejor me sale —dijo—. Vete pensando en otra cosa.

Me dio el pijama y se me quedó mirando a ver lo que hacía.

—Niño, si te da vergüenza, espera a que termine de hacerte la cama y me voy corriendo.

A mí me daba una vergüenza horrorosa desnudarme delante de la Mary.

—Para lo que habrá que ver… —dijo ella—. Seguro que tienes una pichita como un altramuz.

La Mary, como ya he dicho, era la criada del cuerpo de casa, y tía Blanca la ajustó cuando ella se casó; según mi madre, en nada de tiempo se había hecho la dueña de todo. Tenía ya veinte años y era rubia, bajita y ni gorda ni delgada. Mi madre, la primera vez que la vio, dijo que era muy ordinaria hablando y moviéndose, pero a mí me pareció bastante guapa y graciosa, aunque en seguida me di cuenta de que era una fresca. La Mary y yo desde el principio hicimos muy buenas migas.

—Dime, ¿la tienes chiquitita como un altramuz?

Eso desde luego no era verdad.

—Antonia me dijo una vez que ya quisieran tenerla como yo muchos hombres hechos y derechos.

—¿Y quién es Antonia?

—La niñera que tenemos ahora en mi casa.

—¿Y de verdad te dijo eso?

Ella preguntaba y seguía haciendo la cama, sólo me miraba de refilón.

—De verdad que me lo dijo. Un día que me estaba bañando.

—Pues si eso es verdad —dijo la Mary, mirándome de pronto a la cara y mientras se recogía bien con una horquilla los pelos del rodete—, ya se me ocurre lo que puedes hacer tú por la noche. Niño, «eso» es lo que aquí no hace nadie.

Y cuando dijo «eso» puso una cara que parecía que estaba hablando de lo mejor del mundo.

Sentir o no sentir

Me dieron la habitación de tío Ramón, la mejor de toda la casa —eso por lo menos me dijo todo el mundo, no sé si para consolarme— y me la prepararon para que no me faltase de nada y estuviese como un príncipe. Mi padre, al despedirse, me había dicho:

—Zángano, no te quejarás. Menudo cuarto para ti solo.

Mi tío Ramón estaba siempre fuera y tenía una fama lo que se dice fatal de juerguista y vivalavirgen, y yo creo que por eso la abuela lo quería tantísimo, por su mala cabeza. La Mary me dijo que las madres son así. La pobre abuela nunca sabía por dónde andaba tío Ramón, de pronto lo mismo llamaba desde Barcelona que desde la Conchinchina, y siempre era para pedir dinero. Siempre. Entonces había que ver cómo se ponía la abuela de apurada y de triste. Un día la Mary me lo contó todo, pero me hizo jurar que no se lo diría a nadie.

—Júralo.

—Lo juro.

—Por tus muertos.

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