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Authors: Eduardo Mendicutti

Tags: #Humor, #Drama, #Romántico

El palomo cojo (8 page)

BOOK: El palomo cojo
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—¿Qué querrá decir —preguntó mi madre— con esto de que en Viena ya no quedan húsares?

—Será alguna picardía de las suyas —dijo tía Blanca, que era con mucho la más excitada por la noticia—. Lo que no entiendo es qué está haciendo en Viena. ¿No son comunistas allí?

Ni mi madre ni mi abuela tenían la menor idea de si en Viena la gente era comunista o no, aunque mi madre decía que tía Blanca veía comunistas por todas partes y que no había que hacerle caso. De cualquier manera —y, sobre todo, teniendo en cuenta que entre las tres decidieron que Viena estaba probablemente a un paso de Rusia—, lo más prudente era no mentar ese detalle a las amistades, porque ya lo único que les faltaba a los Calderón Lebert era una roja en la familia.

—El telegrama no se le enseña a nadie —decidió tía Blanca.

De lo que decía exactamente el telegrama yo no había conseguido enterarme. La Mary me juró que ella lo había leído, pero que era larguísimo y parecía un discurso, y que lo único que estaba claro era que el día 30 de junio llegaban. Porque no venía sola, el telegrama eso también lo decía.

—¿Con quién vendrá? —tía Blanca parecía que iba a explotar de impaciencia en cualquier momento—. Aquí no se anda con rodeos: «Llegaremos a la estación de Jerez el día 30 a las nueve y media de la noche». Llegaremos. No se habrá casado, ¿verdad?

—Si viene con un hombre —observó mi abuela pacíficamente—, será mejor que se haya casado, niña.

A tía Blanca, al parecer, ni se le había pasado por la cabeza el que tía Victoria se presentase con un querido y se puso a dar chillidos para demostrar que estaba escandalizadísima. Mi madre intentó tranquilizarla un poco:

—Mujer, a lo mejor es sólo una manera de hablar. Ya sabes cómo es, se muere por llamar la atención. Seguro que se refiere a su equipaje, por ejemplo. Después de todo, le salía por lo mismo.

Yo la última frase de mi madre no la entendí muy bien, pero más tarde la Mary me explicó que los telegramas los cobran por palabras, sin que importe que estén en masculino o en femenino, en singular o en plural, o como sea, siempre que se ponga todo junto.

Por supuesto, tía Blanca no se tranquilizó en absoluto y en seguida pasó a compadecer a la bisabuela Carmen por aquella hija que le había salido tan ligera de cascos y que iba a darle los disgustos más grandes a la vejez —para mí no quedó muy claro si se refería a la vejez de la tía Victoria, de la bisabuela Carmen o de las dos—. Además, y según me contó la Mary, tía Victoria había mandado el telegrama a nombre de la bisabuela Carmen —y, al parecer, mi madre había comentado que eso era lo que establecía el protocolo—, pero la bisabuela Carmen, gracias a Dios, ya no estaba para telegramas ni para películas de suspense, y aunque la señorita Adoración se lo leyó, la mar de ceremoniosa, ella despachó el asunto con una pedorreta. A mi madre eso le hacía una gracia horrorosa.

—Pues no tiene ninguna gracia —dijo tía Blanca, sofocadísima—. Ya era lo único que nos faltaba.

Definitivamente, tía Blanca no tenía su tarde. Era imposible saber si lo único que nos faltaba era el chufleo de mi madre, la pedorreta de la bisabuela Carmen o el hecho de que tía Victoria apareciera de pronto con uno de aquellos pretendientes de quienes toda la familia conocía cartas y postales y aquellos nombres tan complicadísimos, pero jamás una foto. Por eso tía Blanca, que no paraba de mirar por el buen nombre de la familia, sugirió una vez que todo era un invento de tía Victoria para armar un poco de bulla, pero que ella misma lo escribía todo o se lo daba a escribir a cualquiera. Mi madre decía que aquello era una mentira piadosa que tía Blanca se contaba a sí misma para no ponerse frenética.

—Lo mejor —recomendó mi abuela, muy sensata— es decirle a la gente, simplemente, que Victoria viene a pasar unos días y, si alguien quiere saber detalles, se le dice que no sabemos nada. A lo mejor después resulta que no es para tanto.

Mi madre estuvo de acuerdo con la abuela, pero tía Blanca no estaba dispuesta a dejar de dar la murga y no paraba de decir puede ser horroroso, horroroso, horroroso; cualquiera diría que estaba decidida a irse a Viena inmediatamente, aunque aquello estuviera lleno de comunistas y de herejes, a enterarse de todo antes que nadie.

Yo no comprendía por qué tía Blanca, por muy decente que fuese, se descomponía tanto. Tía Victoria podía estar un poco desquiciada, pero era la mar de divertida y contaba los embustes más exagerados como una artista de cine o como si estuviera leyendo por la radio un serial. Cuando ella estaba en la casa, había tardes en que la tertulia de la abuela parecía el Teatro Principal, el gabinete se ponía de bote en bote y había que traer sillas hasta de los cuartos de las criadas. ¿Y qué había de malo en que viniese con un novio? La Mary también pensaba que iba a ser un escandalazo, pero si tía Victoria llegaba con un novio sería porque le hacía falta para algo, y la Mary me dijo con mucha guasa que eso era verdad y que cada una podía hacer con su dinero lo que le saliera del chocho.

—¿Qué tiene que ver una cosa con otra?

—¿Qué tiene que ver el qué?

—El dinero con el noviazgo.

—Picha, no preguntes tanto que después te sube la fiebre.

La Mary muchas veces era así, me dejaba con la palabra en la boca, pero cuando tenía ganas de potrear un poco, bien que se echaba conmigo en la cama y se ponía morada de hacerme cosquillas y manosearme.

—A ti lo que te pasa —le dije una vez, mientras me retorcía debajo de ella, que era mucho más fuerte que yo— es que te pica la permanente.

Eso se lo escuché yo un día a Antonia, hablando con mucha tirria de otra que por lo visto iba detrás de su marinerito de San Fernando, y me hizo un montón de gracia.

—No seas borde, niño. ¿A ti quién te enseña esas cosas?

Yo le dije que no me las enseñaba nadie y que se me ocurrían a mí solo, y ella dijo joé con el niño y me miró como si acabara de hacer algo importante.

Pero yo lo que quería era que me contase lo que se decía por ahí, porque yo sólo podía enterarme de lo que se hablaba en el gabinete, y ella si estaba de buenas me lo contaba todo, pero, de lo contrario, me decía que no fuera tan cocinilla y tan sarasa.

—Y mi abuelo ¿qué dice? ¿Sabe ya que viene tía Victoria?

—Niño, que me dejes en paz.

Yo creo, claro, que ella no tenía ni idea, porque el abuelo siempre fue muy reservado y muy especial para todas sus cosas. Uno nunca sabía lo que estaba pensando de verdad y en las tertulias del escritorio también él era el que menos hablaba. Claro que yo no sé si los hombres llegaron a comentar lo de tía Victoria, pero desde luego entre las visitas de mi abuela la noticia fue el motivo casi único de conversación durante toda la semana anterior al 30 de junio, y conforme se iba acercando la fecha el entusiasmo de todas las señoras era cada vez mayor, cada vez se ponían más pesadas preguntando cosas. Que de dónde venía esta vez. Que si ya había terminado con el conde ruso que la obligaba a desayunar a diario huevos pasados por agua con caviar y champán. Que si era cierto lo que alguien había contado en La Ibense —la cafetería, en la Plaza Cabildo, donde se pasaba revista al dedillo a todo el pueblo— de que Victoria Calderón Lebert había abierto un merendero cerca de Estoril donde se reunían todos los partidarios de don Juan cuando se acercaban por allí en peregrinación, desde Pemán hasta Cigala el manicura que siempre era más monárquico que nadie. Que cómo serían los modelos de la última moda de París que traería esta vez, tan elegante como era y con tantísimo caché como tenía. Que si José Joaquín García Vela conocía ya la noticia.

La Mary me dijo que ella ya había oído rumores de que José Joaquín García Vela, el médico, había estado siempre enamoradísimo de tía Victoria. La gente decía que por eso se había quedado soltero y andaba el pobre siempre tan desastrado, porque la tía Victoria le había dado calabazas cuando eran jovencillos y le había prohibido, además, que volviera a pedirle relaciones en toda su vida. José Joaquín García Vela no tenía a nadie que le cuidase y andaba por ahí hecho un adefesio, vestido como un espantapájaros y con unos lamparones en la ropa que nadie comprendía cómo no le daba vergüenza ir así.

—El amor… —decía tía Blanca, poniendo cara de verdadera experta.

Yo ahora sé, después de lo que pasó en aquel verano, que eso es verdad. Quiero decir, que el amor puede dejar a un hombre —y mucho más a un chiquillo de diez años— hecho una aljofifa, sin ganas de nada, hasta sin conocimiento, y mucho peor todavía si uno quiere y no le hacen caso. Antes, cuando se lo escuchaba decir a tía Blanca con aquella cara que ponía de pánfila con sofocos, me parecía una exageración.

Estuve a punto de preguntárselo a José Joaquín cuando fue a verme —porque subía siempre a mi habitación dos veces por semana, me tomaba el pulso y me ponía el termómetro y, en el pecho y en la espalda, ese aparato que está muy frío y que tiene unos cordones o unas gomas por donde el médico escucha mientras te hace respirar y decir treinta y tres—, me faltó un pelo para preguntarle si era verdad que él había sido pretendiente de la tía Victoria, y entonces ni se me ocurrió que con eso pudiera achararlo.

Menos mal que me arrepentí a tiempo.

Y me arrepentí porque de pronto me di cuenta de que se había vestido de domingo, con un traje raro porque parecía de otros tiempos, pero muy planchado y sin un roce, igual que la camisa, que tenía el cuello y los puños tiesos de almidón, y una corbata negra con un nudo perfecto, y se había cortado el pelo y seguro que se había echado por lo menos medio litro de colonia, sólo había que ver cómo olía. Estaba la mar de nervioso. Tan nervioso que me dijo:

—Machote, esto va mucho mejor. Te sentará bien el levantarte un poquito todos los días.

Casi le doy un beso de lo contento que me puse. El también parecía contento, como si se hubiera ajumado un poquito.

—No hay nada mejor que dar buenas noticias —le dijo a la abuela alegremente.

Aquella misma noche llegaba tía Victoria.

Julio
La moda italiana

Si José Joaquín García Vela te ha dicho que puedes levantarte, ni se te ocurra moverte de la cama, dijo tía Victoria, y se echó a reír como se reía siempre el capitán Valiente cuando le metía al enemigo una estocada. Pero tía Victoria decía, sin dejar de hacer cucamonas, que José Joaquín no era su enemigo, por Dios, qué ocurrencia, pero que ella no podía dejar de candonguearse de él en cuanto se lo echaba a la cara, no lo podía remediar, era como un disloque que se le ponía en la lengua y se liaba sin parar a chuflearse del pobre médico, pero que él sabía perfectamente que ella no lo hacía con mala intención, que lo hacía hasta con cariño. Entonces fue cuando yo empecé a comprender que hay cariños que fastidian mucho.

—Pero también hay fastidios que dan mucho gusto —me dijo la Mary poniendo cara de santa Cecilia, con los ojitos vueltos para arriba, cuando hablamos de la manera que tenía tía Victoria de tratar al pánfilo de José Joaquín.

Y la Mary tenía que llevar razón, porque, desde que llegó tía Victoria, José Joaquín García Vela se pasaba por la casa un montón de veces todos los días. La Mary y yo nos dimos cuenta de que se había comprado ropa nueva y de que seguramente se estaba gastando todos sus ahorros en colonia, a veces tía Victoria hasta le decía anda, José Joaquín, quédate al lado del cierro que nos atufas, y el pobre José Joaquín obedecía como un corderito.

En los primeros días después de la llegada de tía Victoria, cada vez que José Joaquín García Vela aparecía por la casa subía a mi habitación, a preocuparse por mi salud —que era la excusa que ponía siempre, porque le daba achare confesar la verdad—, pero se quedaba con dos palmos de narices, porque tía Victoria estaba en su habitación, en la otra punta de la casa, despachando con su secretario, como decía la Mary con mucho retintineo. Y es que la tía Victoria se había traído un secretario con el que despachaba a diario como una fanática, según la Mary, y cuando la Mary se lo decía al médico, con muy mala idea, a José Joaquín parecía que le daba el beriberi y hasta se le saltaban las lágrimas. Pero José Joaquín no escarmentaba, estaba clarísimo que se calentaba con el sufrimiento, eso decía la Mary, que también decía que ella procuraba no fijarse mucho porque le entraba fatiga sólo con pensar que aquel camastrón se ponía verriondo con el maltrato. Luego, poco a poco, José Joaquín empezó a calcular con bastante buen tino el poco tiempo que tía Victoria pasaba conmigo, bien en mi habitación, bien en la salita que ella tenía junto a su cuarto y a la que nos trasladábamos cuando yo me ponía muy jartible y convencía a la abuela de que me dejara levantarme un poco, que no tenía décimas y no había que preocuparse por que me volviera la destemplanza. Allí, en la salita de tía Victoria, mirábamos juntos montones de revistas que ella se había traído en una maleta, mientras el secretario hacía gimnasia y posturitas en la azotea, y allí se dedicaba José Joaquín a tomarme el pulso, hacerme respirar como si acabara de echarme una carrera desde el Barrio Bajo y ponerse carabreca mirando a tía Victoria y aguantando con la paciencia de un santojob el pitorreo tan horroroso que tía Victoria se traía con él.

—Por Dios, José Joaquín, abróchate la portañuela que no respondo de mi reputación —decía de pronto tía Victoria, haciendo como que también ella se estaba recalentando. A José Joaquín le entraba un apuro grandísimo y se volvía de espaldas para mirarse la bragueta, que ni estaba desabrochada ni nada, y todos nos reíamos un montón. Algunas noches, cuando yo volvía a mi cama y me quedaba solo en mi habitación, pensaba que a mí me daría mucho coraje que se rieran en mi cara por culpa de un enamoramiento. Claro que eso era antes de que, por culpa de un enamoramiento, primero se rieran de mí y después me echaran una maldición.

La mayoría de las noches, sin embargo, antes de dormirme, mientras daba vueltas en la cama por culpa del calor tan exagerado que llegó de golpe aquel verano, a principios de julio, yo en lo que más pensaba era en la vida tan estupenda que se pegaba tía Victoria. Siempre de viaje, siempre parando en hoteles elegantísimos de ciudades preciosas, siempre con un secretario muy llamativote con el que despachaba de miedo, según la Mary, y siempre con un equipo sensacional, todo a la última moda, que aquel año por lo visto era la italiana, telas muy alegres y muy ligeritas, faldas de mucho vuelo, escotes exageradísimos para cualquiera, pero más para una señora de su edad, como decía tía Blanca, medio descompuesta; siempre de punta en blanco y con ganas de pasárselo bien, tía Victoria era diferente a todas las señoras, mujeres o gachises que había conocido en mi vida, y muchas noches, en la cama, pensaba cuánto me gustaría ser como ella.

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