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Authors: Eduardo Mendicutti

Tags: #Humor, #Drama, #Romántico

El palomo cojo (12 page)

BOOK: El palomo cojo
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—Así que estás malo —dijo por fin, nervioso, y era como si tanteara con el pie antes de dar un paso, para no pegarse un zarpajazo horroroso.

Yo dije que no con la cabeza. No le podía mentir. Me daba lástima engañarle.

—Me alegro —dijo, y sonrió, parecía que acababa de quitarse un peso de encima—. Eso me parecía a mí.

Luego se acercó, me revolvió un poco el pelo, y de repente hizo algo que nunca había hecho antes. Se inclinó y me dio un beso en la frente. Tenía los labios muy fríos y le temblaban.

—Gracias, hijo —murmuró.

Se fue muy deprisa, antes de que tía Victoria, tía Blanca y mi madre salieran del gabinete muy desconcertadas y preguntando ¿pero dónde se ha metido ese hombre?, ¿es que se lo ha tragado la tierra? Yo en seguida puse cara de tener destemplanza y de encontrarme pachucho.

—A ti también te va a sentar de perlas el que se vaya la señorita Adoración —me dijo tía Victoria—. Se te van a quitar todos esos arrechuchillos que tienes. Te lo digo yo. A partir de mañana, nos vamos todas las tardes al cuarto de la bisabuela Carmen a ver las revistas.

Tía Victoria dio un brinquito, juntó las manos bien agarradas la una a la otra a la altura de la garganta, se mordió el labio de abajo con unas ganas que yo creí que se lo iba a arrancar, y dejó escapar un gritito tan apretujado que parecía el silbido de una culebra contentísima porque estaba a punto de zamparse un conejo. Era como si le acabase de tocar la lotería.

Después estiró los brazos, cogió postura de artista de cine frente a una patulea de admiradores, y anunció: —¡Todos nos lo vamos a pasar divinamente! Todos menos José Joaquín García Vela, que no volvió a aparecer por la casa del Barrio Alto.

Los crímenes de julio

Yo no veía a la bisabuela Carmen desde que hice la primera comunión. Aquel día, después del convite y de que nos hicieran las fotos, vestidos de marinerito, delante de la historiadísima puerta —tenía montones de floripondios y clavos de bronce— del salón del piso bajo de mi casa, a Manolín y a mí, que hicimos la comunión juntos, nos llevaron a casa de los abuelos. El abuelo nos regaló a cada uno, después de besarnos en la cabeza y decir que yo era clavado a tío Ricardo cuando era chico, una medalla de oro de la Virgen de la Caridad y una alcancía con doscientas pesetas dentro, para que nos fuéramos acostumbrando a ahorrar nuestro dinerito. La abuela nos tenía preparada una bandeja grandísima de bizcotelas y tocinos de cielo y nos pusimos como el quico, y eso que durante el convite también habíamos comido una barbaridad. Luego nos llevaron al cuarto de la bisabuela Carmen. Estaba en la cama, apoyada en un millón de almohadones, cubierta del cuello para abajo por un peinador limpio como una patena y replanchado —mi madre decía que había una mujer dedicada exclusivamente, las veinticuatro horas del día, a lavarle y plancharle los peinadores a la bisabuela Carmen, pero yo creo que era una exageración—, con la melena suelta —unos pelajos delgaduchos y amarillentos que parecían gusanas con tuberculosis, según había dicho mi hermano Manolín, que juraba que se le había ocurrido a él solo, aunque la verdad es que Manolín nunca juraba, sólo decía palabrita del Niño Jesús—, y tan chiquituja que yo no sabía si estaba de pie o sentada. Tenía la cara arrugada como una cotufa, pero como si fuera de algodón, sin una pupa ni una vena saltada, no como la abuela, que era mucho más joven, claro, pero que a veces tenía en la cara postillas que se pintaba con mercurio cromo para secárselas y que se le cayeran. La bisabuela Carmen le pidió a mi madre que abriera la alacena que había detrás de las cortinas del cierro y que sacara para nosotros dos papelones de bizcochos; eran hojas grandes de papel de estraza, y en cada una de ellas había pegados doce bizcochos del tamaño de una caja de mixtos y que sabían a gloria, unos bizcochos que no se encontraban en ninguna otra parte, que no se podían comprar en las tiendas, en ninguna confitería, porque se los hacían exclusivamente a la bisabuela Carmen en el horno de Madre de Dios. La bisabuela Carmen se los comía por docenas, pero a la hora de convidar a los demás era muy agarrada, a las visitas sólo les daba uno por cabeza, que a las pobres no les llegaría ni a la punta de los dientes, y a mí y a mis hermanos y a Rocío y a los otros primos, el día del santo de cada uno, sólo nos daba una tira de la hoja de papel de estraza con tres bizcochos pegados. Así que cuando, por nuestra primera comunión, a Manolín y a mí nos dio un papelón entero ni él ni yo nos lo podíamos creer y, de lo nerviosos que nos pusimos, nos zampamos todos los bizcochos en un periquete mientras mi madre hacía un esportón de aspavientos y decía que allá nosotros, que nos iba a entrar un cólico miserere. La bisabuela Carmen parecía la mar de contenta, como si acabara de hacer una grandísima obra de caridad y ya tuviera asegurado el cielo. De manera que, la última vez que vi a la bisabuela Carmen, ella estaba ya hecha un muergo engurruñido, pero se reía como si estuvieran haciéndole cosquillas. Y así la recordaba.

Por eso me quedé alelado al volver a verla, aquel verano, después de que a la señorita Adoración le hicieran la cuenta y tía Victoria dijera que ella se iba a encargar de que la bisabuela Carmen estuviera cuidada como es debido. La señorita Adoración se fue un viernes por la mañana temprano —y me acuerdo del día que era porque, todos los viernes, venían las monjas de la Divina Pastora a dejar la capillita de la Milagrosa, que recogían los lunes, y aquel día a las monjas les abrió la señorita Adoración cuando se iba, y la retorcida de la gachí, según me contó la Mary, hizo una cosa muy arremangada y muy suya: les cerró la puerta en las narices y les dijo vuelvan ustedes a llamar que ya no soy quién para abrirle a nadie la puerta de esta casa—, se fue como Victoria Eugenia al destierro, que era una cosa que mi tía Blanca decía mucho, y según la Mary iba muy arreglada, eso sí, con su vestido de los domingos y una rebeca por los hombros, tiesa como un alambre de rueda de bicicleta, con su maleta de cartón, una maleta muy estropeada que, me dijo la Mary, le colgaba de la mano derecha como un ataúd de pobre, y, en la mano izquierda, a la altura de la pechera, bien agarradito pero bien a la vista de todo el mundo, el cuaderno de pastas de hule granate donde había ido apuntando las horas de visita de todas las señoras que, primero, querían ver a Carmen Lebert y, luego, cuando la señorita Adoración les prohibió entrar en el cuarto, se reunían en el descansillo de la escalera por turno riguroso y se pasaban la tarde poniendo del revés a todo bicho viviente. Aquel cuaderno era suyo y ella se lo llevaba, y a lo mejor se pensaba la pamplinera guardia de asalto, como dijo tía Victoria, que, sin sus apuntes, en el recibidor del tercer piso, con todas las señoras amontonadas sin orden ni concierto, se iba a armar la de Brunete. Como si tía Victoria no supiera organizar un jubileo y, si hacía falta, animar un poco una novena y hasta unos funerales. De algo le tenía que servir su experiencia de rapsoda y los éxitos que había tenido, como artista, en todo el mundo.

—Anda, pasa —me dijo—, no te quedes ahí como una Flagelación.

Y es que yo me había quedado en la puerta, como pasmado, incapaz de moverme, con las manos cogidas por delante del cuerpo y la cabeza gacha, pero no tanto como para no ver a la bisabuela Carmen, y la verdad es que tía Victoria tenía razón: era como si estuviese amarrado a una columna, igual que un Cristo de Semana Santa, y alguien fuera a pegarme latigazos. Tía Victoria, cinco minutos antes, se había presentado en mi cuarto, muy contenta, y me había dicho vamos ahora mismo al cuarto de la bisabuela que ahora da gloria verla y a lo mejor hasta se acuerda de ti, pero a mí me dio como una parálisis nada más asomarme a la alcoba y de lo único que tenía ganas era de salir corriendo.

Yo no me podía creer que aquel tolondrón enmorecido y desparramado como una lombriz con calambres —eso dijo la Mary cuando la vio— fuera la bisabuela Carmen. Dijo tía Victoria que lo del color amoratado era culpa de la sofocación, que entre el calor y las mortificaciones que había tenido que sufrir en los últimos meses estaba la pobre congestionada, y que la señorita Adoración, con sus manías y sus martirios, la había puesto como un timbre. Yo no sé qué clase de perrerías le haría la señorita Adoración a la bisabuela Carmen, aunque por lo que decía tía Victoria tenían que haber sido horrorosas, pero la verdad era que la bisabuela Carmen tenía el color del hábito de la cofradía de la Soledad y no paraba de moverse ni de hablar, como si se le hubiera metido en el cuerpo el mal de sanvito. Y no es que gritara ni pegara saltos como un enano en una charlotada, lo que hacía era un runrún sin descanso y lleno de tiritonas que a mí me recordó, en seguida, el murmullo de las palomas de tío Ricardo, pero como si las palomas, además de murmurear, estuvieran pegándose, a escondidas, picotazos. A mí me pareció que había un zumbido como un cuchicheo en todo el cuarto, que toda la habitación se había contagiado del parloteo apagadito pero incansable de la bisabuela Carmen, que el aire respingaba de vez en cuando como si alguien le diera pellizcos y que si yo me atrevía a entrar en la habitación me iba a dar corriente. Me pareció, de pronto, que otra vez tenía destemplanza, y hasta me llevé la mano a la frente para convencerme de que era verdad, pero entonces llegó la Mary como un avión y me dijo ¿qué haces aquí plantado como un sombrajo?, parece que estás despidiendo un duelo. La Mary, sin ningún escrúpulo, lo dispuso todo en un kirieleisón, tres sillas y un velador junto a la cama de la bisabuela Carmen, y me agarró del brazo y me metió en el cuarto sin ningún miramiento, me dejó junto a la silla que estaba a los pies de la cama y me mandó tú te sientas aquí, y entonces fue cuando se quedó mirando a la bisabuela Carmen y dijo aquello de que parecía, la pobre, una lombriz con calambres. Tía Victoria, que estaba ordenando un poco todos los tarros de medicinas que había encima de la cómoda y que según ella no servían para nada, se volvió muy seria a decirle a la Mary que no hablara así de la señora, que bastante había tenido la criatura con los maltratos de la señorita Adoración, pero la Mary le dijo que ella hablaba en plan cariñoso y que le daba muchísima pena. Luego la Mary se fue a la cocina a por una jarra de limonada y tía Victoria me dijo enseguidita vuelvo con las revistas, así que me dejaron solo, asustado, con escalofríos por culpa de la fiebre que yo sabía que me estaba subiendo, y sin poder dejar de mirar a la bisabuela Carmen que se quejaba, tenía temblores —pero no temblores fuertes, sino como si estuviera amanada— y decía cosas que yo no le podía entender.

Menos mal que la bisabuela Carmen no me miró. Yo creo que ni se daba cuenta de que yo estaba allí. A lo mejor ni siquiera veía, o lo veía todo borroso, o pensaba que veía lo que era imposible que viese, cosas y gente de otro tiempo, qué sé yo, los montes de Sierra Morena y las partidas de bandoleros que se peleaban por ser sus pretendientes, aquellos disparates que, según tía Blanca, le había dado por contar sin pararse nunca. Yo, aunque no quería, no dejaba de mirarle la cara y lo mismo me parecía que estaba sonriendo como que estaba a punto de echarse a llorar. Claro que si, además de mirarla, me empeñaba en entender algo de aquella monserga estropajosa que ella soltaba sin cansarse, había momentos en que se me antojaba que se estaba riendo por lo bajinis, chufleándose como una bruja piruja de todos nosotros, pero otras veces pensaba que la bisabuela Carmen estaba lloriqueando, pero no lo hacía muy fuerte para que no le pegasen. Entonces, también a mí me entraban ganas de llorar.

Por suerte, la Mary y tía Victoria tardaron poco en volver, porque si no a lo mejor me habría dado un ataque.

—¿Qué? —dijo tía Victoria—. ¿Te ha reconocido?

Yo le dije que no, y que además no se le entendía nada.

—Seguro que es cosa de acostumbrarse —dijo la Mary—. Loli, la enfermera, me ha dicho que ella ya le entiende mucho.

Tía Victoria había dicho que no quería que la enfermera estuviese todo el día en la habitación, que no hacía ninguna falta, aunque la enfermera de noche era distinto. Loli, la enfermera de día, era joven y fuertota y empezó a ir sólo hasta media mañana, el tiempo justo para hacer el cuarto y arreglar a la bisabuela Carmen. A la enfermera de noche no la vi nunca, aunque sabía que se llamaba Luisa y que tenía la desgracia de no poder dormir, era como una enfermedad, por eso hacía aquel trabajo. La tía Victoria estaba empeñada en ocuparse ella sola de todo lo que le hiciera falta a la bisabuela Carmen, la Mary me dijo que a lo mejor había hecho una promesa porque si no aquello no se entendía, pero de noche decidió dejarlo todo en manos de la enfermera, y es que de noche, según la Mary, tía Victoria tenía que despachar con Luiyi. Tía Victoria llevaba sólo cuatro o cinco días dedicada con muchísimo entusiasmo a sus nuevas ocupaciones y se pasaba todo el rato diciendo que estaba encantada, y según la Mary eso daba por fuerza muy mala espina porque seguramente quería decir que lo estaba pasando fatal pero no le daba la gana reconocerlo. Menos mal que mi abuela, por lo que me dijo la Mary, también se imaginaba que a tía Victoria le iba a entrar la jartura en seguida, que iba a aburrirse y mandarlo todo a la porra en cuanto pasara la novedad, así que mi abuela le seguía pagando a Loli todo el sueldo para que estuviera disponible, porque la Mary, desde luego, había dicho que cuando tía Victoria diese la espantada, ella no pensaba poner los pies en aquel cuarto, que ella no tenía caprichos de sepulturera. Sin embargo, eso no era del todo verdad, porque por aquellos días, hacia mediados de julio, no había quien le descolgara de la boca los dimes y diretes de un crimen, unos muertos y un asesino, guapísimo según la Mary, que se llamaba Jarabo.

Aquella tarde, con la limonada, la Mary trajo
El Caso,
donde venía todo lo del crimen.

—Dicen que el muchacho hasta se drogaba, fíjese que lástima, señorita Victoria.

Tía Victoria había puesto una pila de revistas encima del velador y le estaba arremetiendo un poco las sábanas a la bisabuela Carmen.

—Qué horror, Mary, por favor —dijo tía Victoria—. Ya te he dicho que no hables de eso delante del niño. Hay que hablar sólo de cosas bonitas. Ahora mismo buscamos la revista donde estoy yo con el príncipe Michovsky en el baile del Aga Khan y ya veréis qué preciosidad.

A la Mary le chiflaban todos los detalles del crimen de Jarabo, pero también la volvían loca los bailes principescos de tía Victoria, que sabía contarlos maravillosamente. Y la verdad es que a mí me pasaba lo mismo. Tía Victoria, por supuesto, ni se figuraba que lo del crimen me lo sabía yo de carrerilla. La Mary me había puesto al tanto de todos los pormenores, me había ido contando, cada vez que tenía un momento para charlar conmigo, dónde, cuándo y cómo había asesinado Jarabo a cada una de las víctimas, y cómo se había manchado la ropa de sangre, de manera que tuvo que llevarla a la tintorería, y los de la tintorería se chivaron y por eso le echaron el guante. La Mary decía que ella se imaginaba a Jarabo, tan requeteguapo, quitándose la ropa y lavándose completamente en cueros, restregándose fuerte con una manopla y jabón Lagarto, desesperadito para no dejarse encima ni una gota de sangre, enjabonándose bien, despacio, hasta con regusto, desde la raíz del pelo hasta el dedo gordo del pie, pasando por todo lo demás, y ella no podía remediarlo, a ella empezaba en seguida a rechinarle la bisagra. O sea que la Mary se moría de ganas de tener un interludio con el tal Jarabo. Algunas noches, yo me imaginaba que Jarabo entraba medio desnudo por el cierro de mi habitación, me decía que le ayudara, que se había escapado de la cárcel, que se tenía que bañar para que no pudieran seguirle el rastro, y yo entonces le dejaba pasar al cuarto de baño y me quedaba mirando, por la rendija de la puerta, cómo se quedaba completamente desnudo y se miraba en el espejo mientras la bañera se llenaba de agua, y me parecía que él sabía que yo lo estaba mirando, y era verdad, porque de pronto él se volvía y sonreía y me guiñaba un ojo, y yo no sabía si era para darme las gracias o para decirme que entrase y me bañara con él, allí, los dos juntos, los dos desnudos, en la bañera llena de agua fresquita, con el calor que hacía. Ese sueño no se lo conté a la Mary, para que no se pusiera celosa.

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