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Authors: Eduardo Mendicutti

Tags: #Humor, #Drama, #Romántico

El palomo cojo (14 page)

BOOK: El palomo cojo
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La Mary y yo volvimos a aplaudir, aunque sin tanto entusiasmo como antes, la verdad.

—Lo único que le faltan son las joyas —dijo de pronto la Mary, y cuando le miré la cara me di cuenta perfectamente de que lo había dicho con muy mala intención.

Tía Victoria dio un pequeño respingo, como hacen todas las mujeres en el circo cuando un mago las hipnotiza y, para que se despierten, les hace un chasquido con los dedos delante de la cara; todas dan un saltito y luego, durante unos segundos, parecen sonámbulas. Pues eso fue lo que hizo tía Victoria, como si acabara de salir de un éxtasis —el hermano Gerardo nos explicó una vez lo que era un éxtasis, cruzó los brazos sobre el pecho y ladeó un poco la cabeza, igual que la Inmaculada de Murillo, aunque Gurrea, uno de la clase que era muy lagartija, dijo que tenía cara de pánfilo y todos nos echamos a reír y el hermano Gerardo salió del éxtasis en un santiamén y con muy malas pulgas. Tía Victoria, en cambio, dejó de estar extasiada y parecía que se había quedado medio carajota y que no se había enterado de lo que la Mary había dicho. Pero la Mary no se engurruñía por eso.

—Decía, señorita Victoria, que sin joyas no es lo mismo, las cosas como son.

Tía Victoria, como si se hubiera quedado sorda. Por lo visto, aquello de tener un éxtasis era una ruina.

Y la Mary, erre que erre.

—Digo, señorita Victoria, que aquí, en la foto, se ve que llevaba usted unas alhajas divinas. Esa mano, con esos brillos, tenía que valer un imperio.

Yo me fijé y vi que era verdad. En la foto de
Karussell
tía Victoria llevaba las manos llenas de sortijas que brillaban como las bombillas de la feria. Pero tía Victoria seguía en babia, o eso era lo que quería aparentar, como si las musarañas le estuvieran contando la Biblia desde Adán y Eva.

—Da hasta fatiga pensar que un joyerío tan precioso tenga que quedarse en un cajón por culpa de una moda zarrapastrosa. De verdad, señorita Victoria.

Estaba claro que la Mary no pensaba salir de aquella habitación sin que tía Victoria le contase qué había pasado con todas aquellas alhajas, dónde las guardaba, cuánto podían valer, cuándo nos las iba a enseñar. La Mary me lo venía diciendo desde hacía la mar de tiempo: Tu tía Victoria nos enseña esas joyas como me llamo Mary y como que mi madre me parió con la raja de arriba abajo. Claro que también decía que tía Victoria había tenido que venderlo todo y se había inventado lo de la moda italiana para disimular. A mí me daba rabia pensar que tía Victoria estuviese tan pobre, pero había una cosa clara: si la moda italiana, tan chuchurría, prohibía llevar joyas, ¿por qué se había presentado tía Victoria, tan chic, el día en que llegó, con un collar de perlas? La Mary en ese detalle no se había fijado, porque me lo habría dicho, pero yo sí que me fijé porque todo el mundo decía que yo era un niño muy detallista. Seguramente, aquel collar de perlas y aquellos zarcillitos que a lo mejor le regalaron cuando la confirmación era lo único que a tía Victoria le quedaba. Eso lo había pensado yo desde el primer momento, pero no quise decírselo a la Mary para que no me dijera que en esas cosas no se fijan los niños y que yo era tirando a rarito.

Por eso me callé, por eso me callaba a veces muchas cosas, porque me daba miedo que dijeran que era rarito. Rarito había sido tío Ricardo cuando era niño, y ya se veía cómo había terminado el pobre. Rarito fue siempre, según tía Victoria, José Joaquín García Vela, y muchas veces me acordaba de pronto de la cara de lástima que tenía la última vez que le vi, en mi dormitorio, cuando salió del gabinete después de que tía Victoria lo mangoneara a su antojo, y por nada del mundo quería ser como él. Rarito era Federico, el que le había escrito la postal a tío Ramón, que la Mary me dijo que tenía que serlo para escribirle a otro hombre una cosa así y que a ella no le parecía trigo limpio. Y rarito había empezado siendo Cigala, el manicura, según él mismo decía, rarito desde chavea, y había acabado siendo maricón. Así que yo procuraba no hacer ni decir nada por lo que la Mary pudiera decirme ay, picha, qué rarito me estás saliendo, pero a veces tenía un descuido y la Mary o Antonia o hasta mi madre, sobre todo si estaba nerviosa porque yo me ponía pejiguera y a ella se le hacía tarde para ir a casa de las Caballero, me lo decían. Y me aguantaba, pero siempre me entraban ganas de llorar.

—Es que la moda italiana tiene mucha guasa, ¿verdad, tía Victoria?

Cuando dije eso, más que nada porque me daba pena saber que tía Victoria estaba tan pobre y no quería que la Mary siguiera siendo con ella tan campanera —Antonia me había explicado que Campanera, la madre del actor Joselito en una canción, era una mujer mala—, tía Victoria sonrió como si comprendiera que tenía que bajarse del guindo, pero la Mary me miró como si quisiera decirme ay qué rarito eres, renacuajo. La Mary, cuando se emperraba en algo, era capaz hasta de pegar mordiscos.

Claro que ni la Mary ni yo, ni Luiyi, ni por supuesto la bisabuela Carmen —que ya no gritaba, la pobre, pero seguía chirriando como la radio cuando se encajaba en una interferencia, y pegando por debajo de las sábanas brinquitos de cigarrón— podíamos ni figurarnos lo que iba a hacer tía Victoria. Y es que de pronto se llevó la mano a la pechera, se rebuscó en el canalillo, se sacó de allí una sortija que de momento ni la Mary ni yo pudimos ver cómo era, se la puso en el dedo meñique de la mano derecha y volvió a estirar el brazo como si fuera el cardenal Bueno Monreal el domingo de Pascua.

Era una sortija muy pequeña, pero preciosa. Tenía la forma de una serpiente enroscada y terminaba como la bicha del Paraíso: una cabeza dé serpiente con la boca abierta y, dentro, como una manzana, un rubí tan colorado que parecía, como dijo la Mary, un goterón de sangre. Y es que la Mary se quedó embobada. Dijo que no había visto una cosa tan bonita y tan fina en toda su vida. A pesar de lo chica que era, la sortija tenía un labrado que era una obra de arte y la Mary dijo, muy novelera, que seguro que tenía historia.

—¿Verdad que tiene historia, señorita? Se ve a la legua.

Pero tía Victoria no se daba por aludida. Era como si acabara de resucitar, pero estuvieran todavía desembalsamándola. Sólo dejaba volar su mano por delante de nuestras narices como un murciélago presumido. El oro de la sortija, pero sobre todo el rubí, brillaban como si quisieran decir algo. Luiyi dijo que también era la primera vez que él veía aquel anillo y que seguro que, cuando lo usaba, tía Victoria era capaz de declamar mejor que nadie en el mundo. Parecía, dijo la Mary, un talismán. Y era un crimen que tía Victoria lo tuviese guardado en la pechera, como si fuera el cambio de la plaza. Un crimen casi tan grande como el de Jarabo. Un crimen que no tenía perdón de Dios. Si ella fuera tía Victoria, no se quitaría esa sortija ni para dormir.

—Y a la moda italiana —dijo—, que la zurzan.

Pero a tía Victoria el éxtasis le había sentado como un litro de Barbiana. De repente, le dieron como unos espasmos. Se encogió igual que si acabara de darle un cólico y escondió entre los rebujos de la blusa la mano en la que tenía la sortija. A lo mejor tenía miedo de pronto de que alguien se la robara. Se la sacó del dedo con muchas precauciones y se la volvió a guardar en el canalillo de la pechera. Después se quedó como en trance, como si de nuevo la hubiera cogido el éxtasis. Pero en seguida se enderezó. Tan campante. Sonriendo como una trapecista después de haber hecho de dulce un salto mortal. Tan contenta, tan coquetona y tan dispuesta como siempre. Miró a Luiyi como si estuviera deseando despachar con él. Me revolvió el pelo. Le riñó medio en broma a la Mary por tener encima del velador
El Caso
con las últimas noticias sobre el crimen de Jarabo. Le tocó la frente a la bisabuela Carmen y le hizo una morisqueta que quería decir que estaba de perlas. Y, de pronto, dijo que allí dentro hacía muchísimo calor, y abrió de par en par la ventana que daba al patinillo, y de golpe se coló en la alcoba todo el olor de la bodega, que estaba abierta porque había hombres encalando, y aquel olor era como un puré de uva, y yo sentí un escalofrío y que me mareaba, y a la bisabuela Carmen le dio una tos que sonó como si alguien acabara de darle un puntapié a un vaso de latón, y la Mary se levantó corriendo y dijo por Dios, señorita Victoria, tenga cuidado, y cerró la ventana, porque, aunque era julio y hacía un calor espantoso, estábamos teniendo un verano rarito, cuando menos se pensaba se levantaba un aire y se formaba una corriente criminal.

El cazador nocturno

La tata Caridad dijo que a mí lo que me pasaba era que tenía el olor del vino metido en los huesos. Otra vez tenía destemplanza y no podía levantarme porque me daban mareos, y mi abuela dijo que habría que llamar a José Joaquín García Vela, que a lo mejor por tratarse de mí hacía una excepción y consentía en poner de nuevo los pies en aquella casa. Yo no sé si le avisaron, pero desde luego no apareció. Mi madre y mi padre vinieron juntos, los dos con muchas prisas, y le dijeron a la abuela que no se preocupara, que era sólo un arrechucho sin importancia de la enfermedad tan latosa que había pasado y que la culpa a lo mejor era de alguna comida no demasiado católica que me había sentado mal. Pero la tata Caridad no paraba de decir que no, que la culpa era del olor del vino que se me había pegado al esqueleto como un reuma.

Durante dos o tres días tuve que quedarme en cama y tía Victoria estaba tan ocupada con la bisabuela Carmen y con los ensayos de las poesías de Federico que no encontraba tiempo para venir a mi dormitorio a ver las revistas y a presumir de éxitos apoteósicos, como ella decía, y novios despampanantes. La Mary sí que se vino una tarde a planchar al cierro de mi habitación, pero se pasó todo el tiempo hablando de la sortija de tía Victoria, de lo preciosa que era, de lo bien que tenía que sentirse cualquier señora, y no digamos cualquier gachí, si llevaba puesta una alhaja como aquélla. La Mary hablaba con tantas ganas de la sortija que cualquiera diría que, con tal de tenerla, era capaz de cometer un crimen como el de Jarabo. También me dijo la Mary, sin muchas aclaraciones, que algo raro pasaba entre tía Victoria y Luiyi, que ella los veía disgustados el uno con el otro, y que una noche incluso los había oído discutir y la Mary estaba segura de que era, también, por la sortija.

Reglita Martínez pasó a verme antes de meterse en el gabinete para hacer la tertulia con las visitas de la abuela, y nos contó a la Mary y a mí que a un cuñado de una hija de la planchadora que ella había tenido mucho tiempo en su casa le había tocado un millón de pesetas en la lotería. Reglita Martínez estaba horrorizada, porque el pobre hombre era un obrero corriente y moliente,
¿y
qué podía hacer un obrero con un millón de pesetas? Pobrecito, seguro que se condena, dijo Reglita Martínez. Y se santiguaba con mucha devoción, como si a fuerza de santiguarse estuviera haciendo una pared para que el obrero al que le había tocado un millón de pesetas en la lotería no cayera derecho al infierno. Luego, en la tertulia, Reglita Martínez volvió a contarlo y todas las señoras estaban de acuerdo en que aquel obrero, con un millón, se condenaba seguro, porque el dinero hay que saber usarlo y para eso hace falta una educación y una clase. Si yo fuera Papa, dijo Reglita Martínez, excomulgaba a la lotería por hacer que se condenen los obreros.

La Mary, como es natural, me dijo que ella estaba dispuesta a condenarse por un millón y, desde luego, por la sortija de tía Victoria, que si no valía el millón le faltaba poco.

Las señoras de la tertulia de la abuela, por cierto, estaban muy extrañadas y disgustadísimas porque tía Victoria ya no se iba con ellas a cotorrear, con lo animada y lo entretenida que tía Victoria había sido siempre, y no hacían más que preguntarle a la abuela que por qué Victoria no se dignaba ya hacerles un poquito de compañía, ¿es que le da miedo que le contagiemos algo, Magdalena?, ¿es que tanto tiene que despachar con su secretario?, ¿es que ya no le parecemos gente bien y por eso no quiere saber nada de nosotras? Lo decían con tanto retintín que se notaba a la legua que estaban muertas de envidia.

Pero yo estaba cancamurrio, como decía la Mary, y me daba lo mismo que las señoras de la tertulia de la abuela pusieran a tía Victoria de vuelta y media. Le pedí a la Mary que abriera un poco el cierro, que me estaba asfixiando por el calor que hacía dentro del dormitorio y por aquel olor del vino, un olor que se había extendido ya por toda la casa como un pariente aprovechado —o sea, como Reglita Martínez, que no había llegado a ser pariente nuestra por el plantón que le dio tío Ricardo, pero ella no echaba cuenta de eso y se presentaba siempre en la casa a las horas en que había algo de comer—, un olor que a mí, según la tata Caridad, se me había metido en los huesos y me tenía más desangelado y más triste que una cena de cuaresma. La Mary, que estaba sudando como un botijo y tenía una mancha grandísima en el uniforme, debajo del sobaco, no quiso abrir el cierro, la abuela había dicho que ni se le ocurriera. La Mary dijo que nos tocaba padecer como ánimas del purgatorio, y yo pensé de pronto que a lo mejor aquellas almas que estaban en el mirador, metidas en los cuadros, también se ahogaban con el olor del vino y estaban echándole maldiciones al abuelo por haber mandado en aquellos días encalar la bodega y abrirla de par en par. El olor del vino era tan espeso que a mí me parecía que se podía agarrar y que dejaba los dedos un poco pringosos. Y no dejaba sitio a ningún otro olor. De pronto, toda la casa no olía más que a vino y la tata Caridad decía que a las personas mayores no les llegaba tan adentro, pero que a un niño de diez años como yo se le metía hasta el tuétano y podía llegar a derretirle los huesos.

Claro que a lo mejor la tata Caridad decía eso porque estaba deseando que a alguien le ocurriera algo parecido a lo que a ella le estaba pasando. Y es que la pobre iba de mal en peor. Ya no sólo había perdido por completo el perfil derecho, sino que estaba empezando a perder también el izquierdo y andaba por toda la casa dando trompicones, y por supuesto en sus bajos no sentía absolutamente nada porque se le habían descolgado del todo, y según ella las piernas ya muchas veces le desaparecían las dos de golpe —de repente, se caía de culo en medio de la galería y allí se quedaba sentada, lloriqueando, hasta que a la Mary le salía de los tirabuzones del zepelín, como ella me decía, ir a recogerla y llevarla a su cuarto y dejarla encima de la cama hasta que se le pasara lo que mi tía Blanca llamaba el maniqueísmo; cuando a la tata Caridad le da el maniqueísmo, decía tía Blanca, no hay quien la soporte.

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