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Authors: Eduardo Mendicutti

Tags: #Humor, #Drama, #Romántico

El palomo cojo (13 page)

BOOK: El palomo cojo
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La Mary, en cambio, estaba deseando contarme lo que traía
El Caso
y lo que, por lo visto, había escuchado por la radio en el escritorio, mientras lo adecentaba un poco, que era una leonera y ella no comprendía cómo el abuelo podía hacer tan buenos negocios con tantísimo barullo de papeles. Tía Victoria, naturalmente, no le dejó decir ni una palabra más sobre el dichoso Jarabo, no estaba dispuesta a perder ni un minuto en aquella historia tan desagradable, como si no tuviéramos suficientes crímenes en esta casa, dijo, y la Mary y yo nos quedamos de piedra. Tía Victoria dijo que sí, que a ver si no era un crimen lo que habían estado haciendo con la bisabuela Carmen, que si no lo era lo que pasaba con el tío Ricardo —y es que tío Ricardo seguía con sus horarios estrafalarios y sus palomas amaestradas y destrozonas, y desde luego nadie había intentado convencerle de que le hiciera una visita a la bisabuela Carmen, que era su madre, al fin y al cabo— y que si no era un crimen, decía tía Victoria, tener a la tata Caridad en aquellas condiciones, con aquel plañiderío que la pobre se traía por estar desbaratándose como una figurita de arena. La Mary dijo que no era para tanto, por Dios, que no se pusiera tía Victoria tan trágica, que, después de todo, aquella casa siempre había sido un loquerío de mucho cuidado, un sitio poco corriente, con gente rarita, rara y rarísima, pero que a ella le hacía hasta gracia.

—A mí también me hacía gracia, niña —dijo tía Victoria—, pero ya ves, de pronto no me hace ninguna.

A tía Victoria tenía que pasarle algo, porque ya no parecía la misma de antes.

Sólo volvía a ser como siempre cuando se metía en sus revistas y recordaba en voz alta para la Mary y para mí, para que se nos pusieran los dientes largos, todas sus fiestas, todos sus modelos exclusivos y elegantísimos, todas sus joyas —antes de que llegara la moda italiana—, todos sus triunfos y todos sus novios.

Aquella tarde, sin embargo, y por más que revolvió en la pila de revistas, no encontró ella el reportaje en el que salía bailando un vals con el príncipe Michovsky, en una fiesta del Aga Khan. Cuando se cansó de buscar, cogió una cualquiera, una revista grandísima que se llamaba
Karussell
y estaba toda escrita en alemán, y se fue derecha a la página donde salía su foto. Por regla general, tía Victoria, según la Mary, hacía mucho el paripé, se entretenía un ratito haciendo como que buscaba en las revistas las páginas en las que estaba ella, como si no las viera desde hacía un montón de años y se le hubiera olvidado casi por completo. Pero de vez en cuando, si estaba nerviosa o a punto de enfadarse, no tardaba ni un minuto en encontrar, en la revista que fuese, la foto donde ella aparecía o el párrafo en el que la nombraban, así que la Mary seguramente tenía razón cuando decía que tía Victoria se sabía todos los reportajes de carrerilla, del millón de veces que los había leído, releído y remirado, pero que le gustaba hacerse la desmemoriada y aparentar que de pronto se acordaba de lo guapísima que estaba, del éxito que tuvo o de lo bien que se lo pasó en una fiesta, porque se le antojaría más interesante y no querría hacer el ridículo como mi tía Emilia, la hermana de mi padre, que estaba todo el rato dando la matraca con las meriendas que daba la infanta doña Beatriz y a las que ella iba siempre invitada. La pobre tía Emilia, claro, es que no podía presumir de otra cosa. Tía Victoria, en cambio, podía darse pisto por haber sido una belleza y conservarse todavía divinamente, por haberse tratado en un montón de países con lo mejor de lo mejor, por haber tenido pretendientes despampanantes y, además, por haber recitado en todo el mundo, en los mejores salones, con un éxito fenomenal. En la revista
Karussell,
precisamente, había una foto de tía Victoria declamando con tantísimas ganas que parecía que acababa de darle un telele.

—Un triunfo inolvidable —dijo tía Victoria, la mar de emocionada—. Fue en Viena, en el Havelka. Un recital dedicado por entero a Federico.

¿Qué Federico? A lo mejor era el mismo que le había mandado a tío Ramón aquella postal que yo me había guardado, aquella postal en la que se veía un perro callejero mirando embobadito perdido a un palomo precioso, aunque con pinta de ser muy litri y muy doñamajestad, como decía la Mary, un palomo que parecía estar disfrutando muchísimo al ver cómo al pobre perro se le caía la baba de sólo mirarlo, porque atraparlo no lo atraparía jamás, que estaba el palomo en la punta de un árbol como una reina. A lo mejor era el mismo Federico, y tía Victoria lo conocía.

Casi no me di cuenta de que se lo preguntaba.

—¿Conoces tú a Federico?

La Mary dio un respingo, como si yo la fuera a traicionar a pesar de haber jurado por mis muertos que no lo haría nunca, pero tía Victoria se echó a reír con una risa que parecía de pena y dijo:

—¡Hubiera dado cualquier cosa por conocerle!

—Pues tío Ramón lo conoce —dije yo, y vi que la Mary apretaba la boca como si acabaran de entrarle retortijones y estuviera a punto de darle un gorigori.

—Eso es imposible, corazón —dijo tía Victoria, y me revolvió el pelo, que era una cosa que a mí me daba mucha rabia que me hicieran—. Al pobre Federico lo mató Franco hace mucho tiempo.

En aquel momento, la bisabuela Carmen, como si fuera una espía de Franco, dio un chillido que no es que fuera muy fuerte, pero sí afilado como un pincho y largo, aunque cada vez más flojo, pero como si no fuera a terminar nunca, como si se le hubiera encasquillado en la garganta. Tía Victoria se puso muy nerviosa y no sabía qué hacer para quitarle a la bisabuela Carmen aquel chillido. La Mary dijo que seguro que se le quitaba tapándole la nariz y la boca al mismo tiempo y contando hasta treinta, que aquello era como un hipo —aunque la Mary no decía nunca hipo, sino jipo, pero yo una vez le dije a Antonia, la niñera de mi casa, un día que fue a hacerme una visita, que tenía jipo y ella me mandó que no dijera eso, que no copiara tanto a la Mary, que la Mary era una fresca callejera, y que los niños de buena familia no podían tener jipo, sino hipo, que quien tenía jipo era la gente pobre y sin educación. Tía Victoria se sofocó muchísimo, le dijo a la Mary quita, niña, por Dios, tú lo que quieres es ahogarla. Le dio a la bisabuela Carmen unos cuantos achuchones para ver si, variando de postura, se le acababa el chillido, pero no había manera. Aquel chillido era como si alguien estuviese raspando un cristal con una cuchilla. Y todo, a lo mejor, porque tía Victoria había acusado a Franco de haber matado a Federico. Claro que si, en lugar de la bisabuela Carmen, hubiera sido tía Blanca quien hubiese escuchado a tía Victoria faltarle al respeto al Caudillo, lo mismo tía Victoria habría terminado sin un rizo en la permanente y con la cara llena de arañazos y a lo mejor en el cuartelillo de la Guardia Civil, porque tía Blanca se ponía muy fanática y si le daba el jipijerpe era capaz de denunciar a cualquiera. La bisabuela Carmen ya no era capaz de tirar de los pelos ni de arañar ni de poner denuncias, así que hacía lo único que podía: chillar.

—A lo mejor es que has dicho una calumnia, tía Victoria —dije yo, un poco acobardado.

—No es una calumnia, corazón. El hijoputa de Franco mandó que fusilaran a Federico.

Yo me quedé sin respiración. La Mary abrió muchísimo los ojos y cruzó las manos con tanta fuerza que parecía que quería pegárselas, para que, si venían los guardias civiles, vieran que ella no tenía nada que ver y que estaba rezando. Y la bisabuela Carmen volvió a chillar, y esta vez el chillido fue mucho más fuerte, aunque la verdad es que duró poco, la bisabuela Carmen ya no tenía fuerzas para nada. Pero a tía Victoria parecía que, de pronto, todo le daba igual. Yo pensé que a lo mejor había estado muy enamorada de Federico, que había tenido con él un interludio y era como su viuda. Volvió a sentarse en la silla y apoyó los codos en el velador, sin importarle que la bisabuela Carmen chillara o dejase de chillar, y dejó caer la cabeza entre las manos, juntas por las muñecas, y la verdad es que no parecía triste ni cansada, sólo embebida en algo que estaba recordando y que debía de ser precioso. Sonreía un poco y miraba como si fuera una estampa milagrosa la foto de
Karussell
donde estaba ella declamando como una descosida. Debajo de la foto había escrita, en letra cursiva, una frase de la que sólo se entendía el nombre de tía Victoria —Victoria Calderón Lebert— y otro nombre español: Federico García Lorca.

—Este año no me voy de aquí sin dar un recital de Federico —dijo tía Victoria—. Aunque me metan en la cárcel.

El chillido de la bisabuela Carmen, que se le había vuelto a atrancar en la garganta, era como el sonido de un cerrojo mohoso que alguien estuviera empujando para dejarnos encerrados en aquella habitación.

—Hay que reconocer que es usted un pedazo de artista —dijo la Mary con un poco de atolondramiento, como si quisiera sacudirse la descomposición que le había entrado—. Cualquiera que la vea en esta foto se da cuenta del pedazo de artista que es usted. Parece hasta extranjera.

—Pues ya ves —dijo tía Victoria, muy animada de repente—, en el extranjero me tienen por el ejemplo máximo de española. Un volcán, me tienen por un volcán. Sobre todo, cuando recito a Federico. Es lo mío. Es como si Federico hubiera escrito sus versos tan maravillosos expresamente para mí. Y acabo de tener una idea magnífica: este verano, en el Teatro Municipal, y si no me dejan el Teatro Municipal pues aquí mismo, en esta casa, a lo mejor en el patio, de noche, qué maravilla… este verano no me voy sin dar un recital de Federico que va a dejar bizcos a todos los pazguatos del pueblo. Ya veréis qué escándalo.

De pronto, tía Victoria volvía a ser la tía Victoria de siempre, muñéndose por armar alguna escandalera.

Tía Victoria se levantó la mar de entusiasmada —parecía que acababan de ponerle una inyección de bourvil en el zipizape, como decía la Mary—, se dedicó durante un momento a menear un poco a la bisabuela Carmen, le pidió por la Macarena bendita que dejara de gruñir como la pata de Melitón —Melitón era un almacenero del Barrio Alto que tenía una pata de palo que le crujía una barbaridad y daba muchísimo repelús escucharlo—, le dijo que si no paraba a ella le daba lo mismo, que el arte no podía esperar, que iba a empezar inmediatamente los ensayos y que si seguía poniéndose impertinente a lo mejor no había más remedio que llamar otra vez a la señorita Adoración, la jaraba ésa. La Mary y yo nos miramos y ella me guiñó un ojo: seguro que tía Victoria también estaba siguiendo como una fanática lo del crimen de Jarabo. Aunque no lo quisiera reconocer. Aunque le pareciera un entretenimiento de criadas. Aunque fuera una artista como una catedral. Que seguro que lo era. No había nada más que ver cómo se puso a ensayar allí mismo, en la alcoba de la bisabuela Carmen, sin importarle lo más mínimo que a la bisabuela Carmen no le saliera del tentempié dejar de chillar como una lechuza con almorranas —eso dijo la Mary, con muy poquísimo respeto, cuando le dijo a mi abuela, unos días después, que ella no pensaba quedarse a cuidar de noche a la bisabuela Carmen, por más que a Luisa, la enfermera de noche, le hubiera dado un dolor y estuviera en la cama sin poder moverse—, sin importarle que aquello pudiera parecer un escarnio. Empezó a declamar cosas rarísimas —algo así como que quería que lo verde fuera verde— y a coger unas posturas que era como para que se descoyuntara. Repetía algunos versos hasta dos o tres veces, cambiando la voz, variando la postura, haciendo pausas de vez en cuando para reconcentrarse y exprimirle, como ella nos dijo, el tuétano a Federico. Pues, a pesar de todo, seguro que también a tía Victoria se le desliaba un poco, y a lo mejor hasta un mucho, la bobina de la satisfacción cuando pensaba en Jarabo, como me dijo luego la Mary.

Claro que tía Victoria tenía a Luiyi para rebobinar todo lo que quisiera. Pero también la Mary tenía cuatro novios con los que pelaba la pava en la casapuerta, con lo que además de ocupación tenía variedad, como a ella le gustaba, y no por eso dejaba de tener derrames cuando veía la foto de Jarabo. La Mary lo decía tal cual: no hago más que verle en la foto y me da un derrame. Yo nunca me atreví a decirle que algo parecido me pasaba a mí.

Por supuesto, en aquel momento tía Victoria no estaba ni para Jarabo ni para nadie. Se quedó muy quieta, como en un trance, durante un rato en el que en la habitación sólo se escuchó el chillido de la bisabuela Carmen como el zumbido de un tábano venenoso, y de pronto se lió a recitar como si estuviera en el Teatro Villamarta de Jerez, como si tuviera delante mucho público, fotógrafos, reporteros de
La Voz del Sur
y de revistas como
Karussell.
Declamó una poesía de un tirón, y a mí se me pusieron los pelos de punta de lo bien que lo hizo. Me dio un escalofrío y pensé: me está subiendo la fiebre. Hasta me picaban los ojos y de pronto me di cuenta de que tenía seca la boca y no podía tragar nada porque estaba sin saliva. Y cuando tía Victoria terminó la poesía y se quedó como una estatua, con las manos juntas a la altura del buche pero separadas del cuerpo, y con los ojos cerrados, y respirando como si acabara de subir corriendo la Cuesta Belén, la Mary y yo nos quedamos un momento como pasmados, pero de pronto nos pusimos a aplaudir como si estuviera desfilando la Legión y a tía Victoria se le fue poniendo cara de marquesa después de haberle dado a un pobre una limosna. Pero no éramos la Mary y yo los únicos que aplaudíamos.

—¡Caro Luiyi! —dijo con muchísima mandanga tía Victoria, y se fue hacia la puerta con un brazo estirado y haciendo como que flotaba.

En la puerta del dormitorio de la bisabuela Carmen estaba Luiyi, en bañador y descalzo, con el perro Garibaldi medio asfixiado entre los músculos de los brazos y las medias sandías de los pechos —que los pechos de Luiyi eran muchísimo más grandes que los de muchas mujeres— y aplaudiendo como si estuviera en una función de cristobitas. Tía Victoria puso la mano floja para que Luiyi se la besara y cuando el secretario se la besó a mí me pareció que lo hacía como si le diera grima. A mí me daba una grima espantosa cuando, el Viernes Santo, tenía que besar los pies de un crucifijo que antes había besado un montón de gente y que tenían que estar llenos de microbios, por mucho que los monaguillos pasaran un trapito después de cada beso. Había gachises que, al besar, hacían hasta ruido y después dejaban todo el pie del crucifijo lleno de saliva. Y yo pensé que Luiyi le besaba la mano a tía Victoria como si antes se la hubiera chupeteado una gachí babosa. Tía Victoria, por un momento, se acurrucó junto a Garibaldi entre los brazos de aquel tarzán, y luego dio dos pasos al frente y se quedó de nuevo como una escultura, exactamente igual que como aparecía en la foto de
Karussell,
como si aquella postura tan artística se la supiera de memoria.

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