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Authors: Eduardo Mendicutti

Tags: #Humor, #Drama, #Romántico

El palomo cojo (10 page)

BOOK: El palomo cojo
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—Vamonos a mi cuarto a ver revistas, que allí se está más fresquito —decía muchas tardes tía Victoria—. Si las visitas preguntan por mí, Magdalena, les dices que estoy ensayando mi nuevo repertorio.

Porque tía Victoria era rapsoda. Yo sabía que ella iba por esos mundos de Dios recitando versos, que la contrataban como a una artista y tenía un éxito fenomenal, pero cuando tía Victoria me explicó que a las personas que hacen eso se las llama rapsodas a mí me pareció mucho más importante. Por supuesto, todas las visitas de mi abuela se ponían como locas a preguntar por tía Victoria si no la encontraban en el gabinete, dispuesta a la cháchara, pero mi abuela se sabía la lección de maravilla y les pedía por favor un poquito de consideración, Victoria está ocupadísima con su nuevo repertorio y a lo mejor lo estrena aquí este verano. Así las señoras se controlaban un poco y dejaban de dar la murga para que tía Victoria fuera a hacerles compañía. Tía Victoria, mientras tanto, iba repasando con la Mary y conmigo revista por revista y no perdía de vista a Luiyi, su secretario, que se ponía en la azotea a hacer gimnasia en taparrabos y estaba tan pendiente de sus músculos —que eran de verdad un espectáculo, como los de los artistas de las películas de gladiadores—, que no se daba cuenta de que las señoras se salían del gabinete, con la excusa de ir a hacer un pipí, y se asomaban por la ventana de la cocina para ver a Luiyi casi en cueros vivos. Tía Victoria sí que se daba cuenta, claro, la mar de bien, y yo creo que se ponía negra, pero ella disimulaba y se lo tomaba a chufleo, aunque la Mary y yo llegamos a la conclusión de que si tía Victoria ponía tanto interés en enseñarnos las revistas y en hacerlo en su cuarto era sólo para poder vigilar a su secretario, porque el cuarto de tía Victoria daba directamente a la azotea y así no se le escapaba a ella ni un detalle.

La mayoría de las revistas, todas estupendas, eran extranjeras y estaban escritas en inglés o en francés o en idiomas todavía peores, muchas en italiano, claro, porque era la última moda. Estaban además llenas de fotografías, de modo que no había mucho que leer. Tía Victoria, que hablaba, o por lo menos comprendía, cuatro lenguajes, nos hacía un resumen de lo que trataba cada reportaje y la Mary y yo nos pasábamos un montón de tiempo fijándonos en todos los detalles de cada foto, así podía tía Victoria mirar lo que hacía Luiyi y la cara de pelanduscas que, según ella, se les ponía a las señoras que se asomaban a la ventana de la cocina a ponerse moradas de pestañear. A la Mary le chiflaban los reportajes de artistas de cine, pero tía Victoria sentía predilección por los ecos de sociedad, que así nos enseñó ella que se llamaban, aquellas fotografías de fiestas donde todo el mundo salía elegantísimo. En aquellas fotos, tía Victoria señalaba de pronto a un señor con una pinta estupenda y decía éste es el príncipe fulano de nosequé, siempre unos nombres rebuscadísimos, y añadía, coquetona:

—Con él tuve yo un interludio.

Tía Victoria, por lo visto, había tenido montones de interludios, tantos que a mí me parecía que era imposible que los hubiera tenido uno detrás de otro, así que pensé que seguramente los había tenido de tres en tres o de cuatro en cuatro, como la Mary, que cada noche tenía un interludio en la casapuerta con un novio diferente. Una tarde le pregunté a tía Victoria si todos aquellos príncipes con los que ella había tenido interludios tenían también un olor particular, un olor de familia, y de familia de postín —como aquel olor de los Calderón Lebert que tanto se notaba en el cuarto de tía Victoria— y ella me dijo que por supuesto, que de oler no se libra nadie. Lo que ocurre es que cuando se tiene un interludio el olor es siempre maravilloso, y cuando no se tiene, el olor es a veces un pestazo que no se puede aguantar. Eso me dijo.

Lo curioso era que tía Victoria, conforme había ido cumpliendo añitos —siempre lo decía en diminutivo, como dando a entender que los años que ella cumplía eran más pequeños y envejecían menos que los que cumplía el resto de las señoras y gachises del mundo—, había ido eligiendo para sus interludios a señores más jóvenes y con menos empaque, pero con menos olor también, seguramente. La Mary me decía que no fuera panoli, que si tía Victoria los prefería cada vez más tiernos no era porque oliesen menos, sino porque empujaban mejor. Yo no sabía qué tenían que ver los empujones con una cosa tan fina como los interludios de tía Victoria, y además la Mary no decía empujar sino rempujar, que aún sonaba peor y más ordinario. Pero estaba clarísimo, de todos modos, que tía Victoria, en los últimos años, había tenido interludios con muchachos que podrían haber sido, según la Mary, sus nietos. El que salía retratado con ella en la última revista —que era de diciembre del año anterior—, tenía la planta de un guardiamarina y la carita de un querubín, por lo menos eso fue lo que nos dijo tía Victoria cuando nos lo señaló, y también nos dijo que era muy educado y cariñoso y que tenía un talento natural para alternar en sociedad, porque no era príncipe ni nada, ni siquiera de buena familia, sólo un muchacho de origen humilde que había salido guapo y con maneras de marqués, aunque al final lo tuvo que dejar porque ella le encontraba un defecto horroroso.

—¿Qué defecto, tía Victoria? —le pregunté yo, muy excitado, pensando que tendría un ojo de cristal, o una pata de palo, o algo así.

Tía Victoria me dijo:

—Tenía opiniones.

Yo sabía ya perfectamente lo que son opiniones, pero no que eso pudiera ser un defecto, aunque por lo visto, para tía Victoria, tener un novio con opiniones era tan malo como tenerlo con granos, piojos, legañas, boqueras y cosas por el estilo. Desde luego, el mazacote de Luiyi no tenía opiniones o, si las tenía, se las callaba como un muerto, el muy vivales, por la cuenta que le traía. Luiyi se limitaba a hacer ejercicios y posturitas para que las señoras de la tertulia de mi abuela se pusieran frenéticas y a endurecer los músculos para tener contenta a tía Victoria a la hora de rempujar, como decía la Mary.

Luiyi aún no había salido en ninguna revista, porque en las que tía Victoria había traído de aquel mismo año sólo aparecía ella dando recitales, siempre muy elegante, eso sí, pero muy sobria, casi tan sobria como la tía Blanca, que según mi madre siempre había sido un desastre a la hora de arreglarse, siempre había tenido un gusto fatal y además era de las del puño cerrado. Naturalmente, tía Victoria, en aquellas fotos tan cultísimas de los recitales, iba sobria pero arreglada que era un primor —cuando a la Mary le daba por la palabra primor, que debía parecerle el colmo de la finura, no la soltaba ni a tiros—, lo único que ocurría era que no llevaba floripondios ni joyas de ninguna clase.

—Ay, señorita Victoria —decía la Mary, con mucha retranca—, ¿qué ha hecho usted con las alhajas tan preciosísimas que tenía?

—Las tengo, niña, las tengo —protestaba tía Victoria—. Están guardadas en la caja de mi banco de París. Es que ahora no se llevan nada las joyas.

Al parecer, eso también era culpa de la moda italiana. Pero la Mary me dijo que ella se olía que por culpa de las deudas y de los secretarios y de los interludios, por empeñarse en vivir como la Begum y ser tan manirrota, tía Victoria había tenido que empeñar, o a lo mejor vender, todas sus alhajas y ya no le quedaba ni una sortija. Y la verdad es que en las fotos de las revistas más antiguas, en las que aparecía con aquellos caballeros tan imponentes, tía Victoria llevaba siempre unas joyas de quedarse bizcos, pero en las revistas más nuevas, donde salía con los pretendientes que, aparte de planta de guardiamarinas y carita de querubín, sólo tenían opiniones, las joyas de tía Victoria eran cada vez más escasas y más chicas. Por eso los interludios a tía Victoria le duraban cada vez menos, según la Mary, y por eso no tendría nada de raro que Luiyi cogiera las de villamanrique en cualquier momento. Y tía Victoria seguro que lo sabía, pero no lo podía remediar, tenía que estar a la última moda, porque si no a ver qué iban a decir las señoras de la tertulia de mi abuela, y las que visitaban a la bisabuela Carmen, y el resto de las señoras del pueblo, si es que quedaba alguna, y hasta las gachises y las mujeres corrientes y molientes; todas dirían: Victoria Calderón Lebert ya no es lo que era. Y eso sí que no. Si la moda italiana prohibía las joyas, pues fuera joyas, y si el adoquín de Luiyi se percataba del chasco —porque de joyas guardadas en un banco de París, nada de nada— y levantaba el vuelo, mala suerte. Tía Victoria lo más que podía hacer era estar encima de él todo el tiempo posible. Por eso no quería juntarse con las visitas en el gabinete y nos pedía a la Mary y a mí que fuéramos a su habitación a ver revistas, mientras ella estaba atenta por si Luiyi de pronto, en un sopetón que le diera, como a las palomas de tío Ricardo, echaba a volar.

Las palomas de tío Ricardo tenían la virtud de poner muy nerviosa a tía Victoria. La verdad es que aquellas palomas volaban como a acelerones, como si de pronto les diese un sacudimiento, cambiaban de repente de dirección, o se posaban con unas prisas que daban fatiga, o echaban a volar de repente, como si acabaran de oír un disparo. Era como si tío Ricardo les hubiera contagiado el majareteo. Bien mirado, el único que todavía se lo tomaba con calma era aquel palomo zumbón y zarandalí, que cojeaba el pobre con mucha resignación y se paseaba mucho por delante de la puerta de cristales de la habitación de tía Victoria, la que daba a la azotea, como si estuviera buscando a alguien que le hiciera un poquito de caso.

—Qué palomo más triste —dijo, una tarde, tía Victoria.

—Ya ve usted que cojea —se burló la Mary.

Pero tía Victoria dijo que eso de cojear, si no es muchísimo, no tiene nada de malo, que hay muchos hombres que cojean y son muy sensibles y muy elegantes. Dijo que ella conocía a algunos que eran verdaderos genios.

—Por ejemplo, Visconti.

Ni la Mary ni yo sabíamos quién era Visconti y la tía Victoria nos explicó que era un italiano guapísimo y que sabía una barbaridad y hacía unas películas preciosas. La Mary le preguntó que de qué pie cojeaba el tal Visconti y tía Victoria, riendo, dijo que de los dos. Aquello sí que era raro. Pero tía Victoria sabía de lo que hablaba, porque conocía al cojo Visconti la mar de bien y había pasado con él ratos estupendos. A lo mejor incluso habían tenido un interludio. Y me apostaría un ojo de la cara a que a Visconti nunca se le escaparía un badulaque como Luiyi, por mucho que a la moda italiana le repugnasen las joyas. O sea que aquello de cojear no era tan malo, podía incluso ser magnífico, y por eso estuve de acuerdo cuando tía Victoria dijo, mirando con mucha atención al palomo cojo:

—Se parece muchísimo a él. Desde hoy, se llamará Visconti.

Y luego se puso a contar historias maravillosas de Visconti, y no se preocupaba de Luiyi más que para mirarlo de vez en cuando por el rabillo del ojo, como si de pronto no le importase mucho que en cualquier momento Luiyi echase a volar, como si le diera igual que se esfumase de repente en uno de los revuelos chiflados de las palomas de tío Ricardo, sobre todo cuando Garibaldi se ponía a corretear detrás de ellas pegando unos ladridos que parecían pellizquitos de monja, y era como si de nuevo tía Victoria tuviese el mundo a sus pies, como si otra vez estuviera cargada de joyas, como si volviera a oler igual que una muchacha de veinte años —aquel olor que yo le notaba a la Mary cuando se echaba encima de mí para comprobar si por fin se me había puesto contento el alfajor— y tuviera ganas de bulla y de chuflearse del pobre José Joaquín García Vela. Aquella noche, cuando me llevó a la cama el vaso de leche, la Mary me dijo que le encantaba tía Victoria, que daba gusto ver cómo seguía siendo —a pesar de los añitos, y a pesar de lo sosa que era la moda italiana— una zangarilleja de cuidado.

Tiramoños

A quien no soportaba la tía Victoria era a la señorita Adoración. Le tenía una tirria horrorosa. Y es que la señorita Adoración no estaba dispuesta a que tía Victoria entrase en la alcoba de la bisabuela Carmen cada vez que le saliera del jopo, por muy hija suya que fuera y por muy convencida que estuviese de que la bisabuela Carmen lo que necesitaba era compañía, pero compañía de verdad, no la de aquella sargenta cacatúa que quería mangonearlo todo y obligaba a todas las señoras bien que querían visitar a la bisabuela, y hasta a la propia familia, a obedecerla como si fueran reclutas y a que entrasen con cuentagotas. A pesar de todo, tía Victoria se colaba en la alcoba de la bisabuela Carmen sin pedir la venia ni nada, sin echar cuenta del día ni la hora que fuese, metiendo baza en todo, viniese o no a cuento, más que nada para fastidiar y por demostrarle a la señorita Adoración que una hija es una hija y tiene sus derechos, y que ella, la señorita Adoración, no era más que una enfermera chusquera y una mandada, por mucho pisto que se diese. La Mary tampoco soportaba a la señorita Adoración y remedaba mucho, con muchas morisquetas, los aires de comandanta que se daba la gachí, y le chiflaba meter cizaña y jalear a tía Victoria cada vez que despotricaba contra la señorita Adoración y amenazaba con ponerla de patitas en la calle.

—Lo que pasa —me dijo la Mary— es que tu abuela, y sobre todo tu abuelo, todavía están de parte de la bruja ésa y creo que ya le han llamado la atención a tu tía Victoria. Claro que ella se pasa las regañinas por el sotanillo del triquitraque y no les hace ni caso.

Un día estaba yo en la cama, manoseándome un poco la flojera, como decía la Mary, y escuché a la abuela y a tía Victoria discutir a cuenta de la señorita Adoración. Tía Victoria decía que aquello de tener a todas las señoras que iban a visitar a la bisabuela Carmen venga a subir y bajar escaleras, o de tertulia en el descansillo como si fueran marmotas, era una mortificación de abadesa maniática, aunque si las señoras se lo consentían, allá cuaresmas, pero no dejar a una hija ver y cuidar a su madre como le dictase la sangre y el cariño era un contradiós que no se podía tolerar. Tía Victoria le echaba mucho paripé a aquel discurso, sobre todo cuando decía lo de la hija y la madre y la sangre y el contradiós, parecía Matilde Conesa haciendo un serial. La abuela se lo tomaba con mucha calma, decía que el abuelo tenía confianza en la señorita Adoración y que él, como el mayor de los hermanos, quería dar ejemplo y hacía lo que la señorita Adoración ordenaba, y lo mismo tío Antonio, el otro hermano del abuelo, que hacía siempre lo que el abuelo decía, y el pobre tío Ricardo a saber lo que pensaba, si es que pensaba algo, aunque la abuela se imaginaba que hacía años que tío Ricardo no veía a su madre, la bisabuela Carmen, viviendo como vivían en la misma casa. Entonces tía Victoria dijo, muy dramática, que eso sí que era un crimen y que, aunque tuviese que pelearse con el mismísimo sumo pontífice, ella iba a tomar cartas en el asunto y poner las cosas en su sitio.

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