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Authors: Eduardo Mendicutti

Tags: #Humor, #Drama, #Romántico

El palomo cojo (20 page)

BOOK: El palomo cojo
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Arrugó la frente —lo que, según mi madre, estaba feísimo porque era señal de desconfianza—, y me preguntó:

—¿Tú eres hijo de alguien conocido?

Como si yo pudiera ser hijo de una criada, o de una gachí del Barrio Bajo y estuviera allí por caridad.

Le dije que sí, que mi madre era Mercedes, y él hizo una mueca muy graciosa, como diciendo que la noticia le aliviaba mucho.

—Tu madre es la mar de chic —dijo—. Las únicas personas verdaderamente chic de esta familia son tu madre, Victoria y yo, naturalmente. Al resto no le vendría mal entrenar un poco.

Lástima que no tuviera un lápiz y un cuaderno para apuntarlo y que no se me olvidara: tenía que ensayar mucho para ser el día de mañana una persona chic.

—¿Y cómo te llamas?

Se lo dije, y él dijo que claro, que como mi padre, y que él conocía a un mequetrefe que se llamaba igual que nosotros y que decía que no había nadie en el mundo que se llamara así y que fuera maricón. Yo también lo conocía: un primo hermano de mi padre. Lo que no sabía es que fuera un mequetrefe.

Tío Ramón cogió la maleta que había traído y la puso encima de la cama. La abrió y dentro tenía muy pocas cosas, como si hubiera venido para pasar pocos días. Eso sí, él estaba impecable. Llevaba una guayabera blanca y con jaretitas por la parte de delante, muy limpia y muy moderna, se veía que era de tergal, el último grito, y unos pantalones azul marino sin un brillo ni un rocetón y con la raya marcada estupendamente. Traía puestas unas playeras de lona, también blancas, y estaba la mar de conjuntado. Y guapísimo. La verdad es que era guapísimo, no me extrañaba que a la Mary se le calentara la sartén nada más verle, aunque fuera en fotos, y que Cigala le echara piropos cuando se lo encontraba por la galería, aunque tío Ramón escupiese y pusiera cara de asco. Tenía un moreno de sol que daba gusto mirarle, y como la guayabera la llevaba con las mangas arremangadas se le veían unos músculos como los de Joaquín Blume, y con razón decía la Mary que ojos como los de tío Ramón no los había ni en Jolibú. Con aquella planta y aquellos ojos y aquel caché era natural que volviese locas a todas las gachises que se le pusieran por delante, y también a todas las señoras de buena familia y millonetis, porque un color como el que tenía tío Ramón no se cogía en una playa cualquiera, ni siquiera en la de Chipiona. Sólo se podía coger en un crucero por el Caribe, con señoras de la alta sociedad.

Tío Ramón quiso poner sus cosas en el armario, pero el cuerpo que se podía abrir estaba hasta los topes de ropa blanca; en el cuerpo central, el del espejo, tenía yo mi ropa, y todos los cajones estaban llenos de menudencias, como decía tía Blanca; y el otro cuerpo, donde habían metido todo lo de tío Ramón, seguía cerrado con llave y sin que la Mary, a pesar del achicharre y la curiosidad que tenía, hubiera encontrado otra excusa para hacer que la abuela lo abriese.

Yo vi que a tío Ramón no le gustó nada encontrarlo todo tan ocupado.

—¿Y tú duermes aquí —me preguntó— o estás de paso?

Se notaba que ya se le empezaba a quemar la sangre.

Yo me puse a contarle lo que me pasaba, que me había puesto enfermo y que aún tenía destemplanza, y que estaba allí, en casa de los abuelos, para pasar todo el verano, pero en aquel momento entró la Mary en la habitación, con los avíos de la plancha, y se quedó encajada en el segundo paso en cuanto se dio cuenta de que allí dentro había un señor. Claro que en seguida supo quién era, y estuvo a punto de tirar todo lo que llevaba por culpa de la sorpresa, y luego dijo ay qué alegría señorito Ramón, ay qué emocionadísima estoy, pero ¿por dónde ha entrado usted?, ¿a quién ha avisado de que venía?, ¿saben la señora y el señor y la señorita Blanca y la señorita Victoria que está usted aquí? Tío Ramón se rió como un artista de cine —premeditadamente, como decía Antonia cuando nos contaba las películas que había visto en el cine San Agustín el jueves por la tarde, que era cuando ella libraba—, se llevó el dedo índice a los labios y dijo:

—Es un secreto.

—¿Se ha enterado usted de que ha muerto la pobre doña Carmen?

Tío Ramón no lo sabía, así que no había venido para acompañar a la familia en el sentimiento, o para que le acompañasen en el sentimiento a él, porque después de todo la muerta era su abuela y le tocaba más que a mí, y a mí Reglita Martínez me había dado el pésame con mucha consideración. Tío Ramón había venido por razones misteriosas, sin avisar a nadie, y había entrado en la casa sin que nadie le abriera, con su propia llave, y se había venido derecho a su cuarto sin tropezarse con nadie ni por la escalera ni por la galería. O sea, que hasta que la Mary entró en la habitación, nadie más que yo sabía que tío Ramón estaba en casa. La Mary salió corriendo a dar la noticia y tío Ramón me miró con cara de resignación, y yo me acordé de lo que decía tía Blanca, que cuando las cosas vienen mal no hay otra cosa que hacer sino resignarse.

Y a tío Ramón, sin duda, algo le había salido mal. Y eso que él le dijo a todo el mundo que no, que las cosas le iban estupendamente, que no había más que fijarse en el buen color que tenía y lo macizo que estaba, y que en realidad iba camino de Tánger para pasar unas vacaciones con gente de la alta sociedad, pero de pronto se había dicho, mira, ¿por qué no me voy unos días a visitar a mi gente? La abuela, que vino en seguida a mi cuarto descompuesta por la sorpresa, no se sabía bien si estaba contenta o preocupada, o seguramente las dos cosas al mismo tiempo; contenta, porque veía a tío Ramón con un aspecto fenomenal y tan dicharachero y presumido como siempre, y preocupada porque no era corriente que él se presentara sin avisar, sin anunciarse a bombo y platillo, y sin haber pedido antes dinero para el viaje. La que estaba encantada, en cambio, era tía Victoria. En seguida me di cuenta de que tío Ramón y ella se llevaban divinamente, que se alegraban de verdad de verse de nuevo, que tía Victoria iba a ponerse otra vez más animada que las verbenas de la infanta doña Beatriz, que los dos estaban locos por contarse sus cosas. Tío Ramón la llamaba Victoria a secas, y eso que era más tía suya que mía, era su tía carnal y, en cambio, era mi tía abuela, como eran tíos abuelos míos el tío Antonio y el tío Ricardo. La Mary también se dio cuenta de ese detalle y me dijo después que en eso se notaba que tío Ramón era un atrevido de mucho cuidado y que sabía tratar a las mujeres. Ella, desde luego, estaba que se derretía. Ponía cada dos por tres los ojos en blanco, todas las frases de tío Ramón le parecían para desmayarse, y en cuanto se le presentaba la ocasión le ponía la mano en cualquier parte, yo creo que sólo le faltó ponérsela en la bragueta. Pero con quien de verdad estuvo tío Ramón cariñoso fue con la tata Caridad.

—Estás guapísima —le dijo—. Te pareces a doña Carmen Polo.

La abrazó como si fuera una niña chica y la tata Caridad se puso a lloriquear y a contarle todos sus achaques. A tío Ramón no le parecían nada del otro mundo. Le dijo que no se preocupase, que él iba a hablar con un médico amigo suyo que trataba a todas las señoras de la alta sociedad de cosas parecidas, y que en cuanto se pusiera bien iba él a llevarla a un crucero por el Caribe.

—Ay, gracias, entrañas mías —le dijo la tata Caridad, sin dejar el lloriqueo—. Yo tengo bastante con un poquito de agua hirviendo.

Y es que ése era el último maniqueísmo —como decía tía Blanca— de la tata Caridad. Lo descubrió la Mary una tarde, cuando fue a preparar la merienda. La tata Caridad estaba sentada junto al fogón, con el calor tan espantoso que hacía, y en la candela había puesto una olla de agua que hervía a todo meter. La Mary le preguntó, con muy poca misericordia, para qué puñetas hacía falta a aquellas horas una olla de agua hirviendo. La tata Caridad le dijo que a aquellas horas no hacía falta para nada, pero que el agua hirviendo acompaña mucho. Desde entonces, la tata Caridad tenía el maniqueísmo de poner agua a hervir a todas horas, y a mí me daba mucha lástima pensar que ya no tenía más compañía que ésa.

—Con un poco de agua hirviendo —dijo tío Ramón—, se animan el atrevimiento las señoras de la alta sociedad.

—Ay, qué ángel —dijo la Mary—, Es para desmayarse.

Tío Ramón preguntó también por el tío Ricardo, que si seguía haciendo la vida a su aire, que si se iba en taxi a la playa de Valdelagrana un día sí y otro también, en invierno y en verano, a aquellas horas imposibles —porque tío Ramón no había visto el taxi aparcado en la puerta, como estaba siempre, y no sabía si eso quería decir que tío Ricardo había dejado ya de hacer turismo, o que él llegó cuando estaba en Valdelagrana—, y que si todavía criaba palomas y continuaba con el empecinamiento de amaestrarlas. La abuela se quejó, como siempre, de los destrozos que las palomas hacían en la casa, y la tía Victoria contó que ahora tenía un palomo cojo, un palomo precioso, zumbón y zarandalí, pero que tenía esa desgracia de cojear y parecía él muy amargado e independiente, pero que con quien se llevaba la mar de bien —misterios de la naturaleza— era con Garibaldi. Y allí estaba, en mi cuarto, o en el cuarto de tío Ramón, que yo no sabía ya de quién era, el perro Garibaldi, tan tiquismiquis como siempre, derritiéndose de mandanga en brazos de su dueña y dejando, encantado de la vida, que tío Ramón le pasara aquella mano tan preciosa —pero tan de hombre, decía la Mary— que él tenía, y que tan bien manejaba, por encima del lomo.

—¿Esta cosa ladra, Victoria? —preguntó tío Ramón, con un tonillo chuflón que a la Mary también le pareció que era para desmayarse.

Tía Victoria le explicó que ladrar, ladraba poquito, y que ni siquiera se había puesto a aullar —que ya era ponerse, pobre Garibaldi— cuando se murió la bisabuela Carmen, a pesar de que, según la Mary, todos los perros lo hacen cuando alguien está agonizando. Pero tía Victoria había dicho que eso lo harían los perros en el campo, que, en las familias bien, los perros con educación no hacen esas ordinarieces. La Mary contestó que a Garibaldi sólo le pasaba una cosa, que era mariquita, y que por eso se llevaba tan bien y congeniaba tanto con el palomo cojo. Tía Victoria reconoció, la mar de pizpireta, y así se lo dijo aquella tarde a tío Ramón, que su perro Garibaldi era, además de muy sensible, un poco rarito, y no sé por qué yo empecé a ponerme colorado. A lo mejor porque me daba vergüenza no haberme puesto a gritar y a llorar a mares cuando la bisabuela Carmen se murió.

—Victoria, Victoria —dijo tío Ramón, y parecía que le estaba riñendo en broma—: todos somos raritos de vez en cuando.

—Pero algunos son más raros que otros —dijo entonces tía Blanca, a la que nadie había visto entrar.

Tía Blanca apareció como siempre, incordiando, con aquel estiramiento que parecía que había heredado directamente de los visigodos, como decía mi madre cuando quería meterse con ella. Le dijo a tío Ramón que benditos los ojos, que suponía ella que algo bueno le llevaría esta vez por allí, aunque sólo fuera para variar, y que el abuelo le estaba esperando en el escritorio para tener con él un tetatet. Tía Blanca decía cosas en francés cuando quería ser chuflona, y mi madre decía que eso era un sacrilegio, que el francés sólo hay que utilizarlo para cosas elegantes. Pero tía Blanca no conseguiría ser elegante en toda su vida, así que por lo visto había decidido ser una amargada. Sólo había que ver con qué superioridad tan almidonada, como me dijo la Mary, le hablaba y miraba a tío Ramón.

—Date prisa, que tu padre está muy ocupado.

Y tío Ramón le dijo:

—A sus órdenes, mi sargenta.

—Ay, qué ángel —dijo la Mary otra vez—. Es para desmayarse.

A mí también me hizo mucha gracia y me eché a reír, y tía Blanca nos miró a la Mary y a mí como si quisiera fusilarnos, pero tío Ramón se acercó y me revolvió el pelo. A mí me daba un montón de rabia que me hicieran eso, pero aquella vez, cuando me lo hizo tío Ramón, me gustó mucho. Luego, tío Ramón, para demostrarle a tía Blanca que no pensaba entrarle ningún apuro, fue a asomarse al cierro con mucho interés, como si temiera que en un rato lo hubieran cambiado todo de sitio, y dio un suspiro muy concienzudo y muy mundano. Después empezó a canturrear aquella canción.

Cantaba muy bien tío Ramón, suavecito, con una voz preciosa, y hasta tía Blanca guardó silencio para escucharle.

Lo malo era que no se le entendía nada.

—Es inglés —dijo tía Victoria, que hablaba un montón de lenguajes.

Era maravilloso que tío Ramón supiera cantar en inglés.

—Qué barbaridad —dijo tía Blanca—. Qué modernidades. La gente elegante y decente en lo que siempre ha hablado ha sido en francés. A saber lo que dice la letra de esa canción. Verdulerías.

—Es una balada irlandesa, hermanita Blanca —tío Ramón le hablaba con mucha parsimonia y con un poquito de pespunte, como decía la Mary, en la pronunciación de cada palabra—. Una preciosidad. Se llama
Yo tuve un amor secreto.

—Ya decía yo.

Tío Ramón empezó otra vez la canción por el principio y esta vez le salió todavía mejor, con más sentimiento. Pero la abuela se le acercó y le dijo:

—Anda, Ramón, no hagas esperar a tu padre.

Tío Ramón sonrió con mucho estilo, le dio un beso a la abuela, le guiñó un ojo a tía Blanca, le puso los dientes largos a la Mary con una caída de ojos como las de Alfredo Mayo, y le prometió a la tata Caridad que al día siguiente sin falta hablaba con aquel amigo suyo que iba a quitarle todos los achaques. Y cuando ya estaba en la puerta, a punto de salir de la habitación, se volvió a mirarme y me dijo:

—Lo siento, muchachito. Vas a tener que dejarme mi cama.

A mí se me puso un nudo en la garganta, pero la abuela me dijo que no me preocupase, que iba a salir ganando, que estaría estupendamente en el antiguo cuarto de tía Blanca, aquella habitación tan grandota que se comunicaba por una puerta de cristales con la de tío Ramón.

Y en aquel mismo momento tuve que cambiarme y lo mudaron todo, para que tío Ramón tuviera su dormitorio dispuesto cuanto antes.

Un hombre con gancho

A tía Victoria le volvió de pronto y con mucha fuerza el empeño de dar el recital. Primero, porque el impulso artístico, como ella decía, no tiene reglamento ni consideración, cuando te entra no hay convencimiento ni aborrición ni luto que valga; el impulso artístico te domina como a un polichinela. Y segundo porque a tío Ramón la idea también le entusiasmaba, él había visto una vez a tía Victoria recitar en Biarritz, un sitio elegantísimo, y tía Victoria había actuado, con cositas de Campoamor, decía ella, en el salón de música de un hotel de lujo, que se puso de bote en bote. Tío Ramón no olvidaría nunca aquella fecha, aquel alarde de tía Victoria y aquel éxito tan grandísimo que tuvo, y aunque sólo fuera para que él pudiese admirarla otra vez, y aunque fuera imposible tener más público, por el luto de la familia, tía Victoria tenía que dar ese recital. Así que ella empezó otra vez a ensayar a todas horas, como si le hubieran dado cuerda y no pudiese parar, y dijo que la velada no podía retrasarse mucho, para aprovechar bien el impulso artístico.

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