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Authors: Eduardo Mendicutti

Tags: #Humor, #Drama, #Romántico

El palomo cojo (21 page)

BOOK: El palomo cojo
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—Es que tu tío Ramón tiene un gancho para desmayarse —me dijo la Mary—, A mí me pide que me tire al aljibe, y yo me tiro de cabeza.

Aquello de decir que alguien tenía mucho gancho era una costumbre de mi madre, pero es que la Mary a veces hablaba como mi madre, sobre todo si le daba por sentirse protagonista de un serial, y la verdad es que mi madre, a pesar de ser tan chic, también a veces hablaba como la Mary, sobre todo cuando se ponía frenética. A mí me gustaba mucho cómo hablaba mi madre, pero también todo lo que decía la Mary, y muchas veces lo repetía sin darme cuenta, y una vez Antonia me dijo que no hablara así, que los hombres no dicen esas cosas. A mi madre lo único que no le gustaba era que dijese picardías, pero yo me había dado cuenta de que los hombres decían picardías a montones y, según mi hermano Manolín, uno hablaba así cuando era un machote y un legionario. Manolín, de mayor, quería ser legionario, pero como a mí lo que me gustaba era ser marino mercante o artista de cine, dejé de decir picardías y a lo mejor por eso me salían sin darme cuenta los dichos de mi madre y de la Mary. Además, una de las cosas que descubrí aquel verano, en casa de mis abuelos, fue que no todos los hombres dicen picardías: a tío Ramón no le escuché ni una.

En cualquier caso, lo que sí estaba clarísimo era que el gancho de tío Ramón, como decía la Mary, no tenía rival.

En nada de tiempo, la Mary cambió muchísimo. Si tío Ramón estaba en casa, ella se metía en su habitación con cualquier motivo y zascandileaba por allí, a la espera de que tío Ramón apareciese en cualquier momento y le pusiera el corazón como una alúa en una costilla. Me dijo que no podía remediarlo, que era verle a tío Ramón las jechuras y le daba la taranta, y que además se había dado cuenta de que a tío Ramón se le alegraban las niñas de los ojos cuando se la encontraba en algún sitio. Y yo al principio creía que lo de la Mary no era más que una figuración, que, como era una mozcorra —eso fue lo que le dijo un día la tata Caridad, en medio de una discusión—, lo que quería era ponerse a la altura de las señoras de la alta sociedad o de las gachises con mucha mundología a las que tío Ramón les quitaba el sentido, y para entrenarse, cuando tío Ramón estaba fuera, andaba todo el tiempo la mar de distraída y suspirosa y poniendo poquísimo interés, como dijo la abuela, en las faenas de la casa. Cuando tío Ramón volvía de calle y se ponía en su cuarto a leer o en la azotea a tomar el sol, la Mary a las faenas de la casa no les hacía ni puñetero caso y se pasaba todo el tiempo rondando a tío Ramón y haciéndole mohines y dejando que tío Ramón le tocase el pompis y le metiese el pie, con muchísima puntería, como decía siempre ella riéndose a carcajadas, por debajo del uniforme. A veces, cuando tío Ramón estaba en su cuarto, me dejaba sentarme a su lado a leer
Mujercitas,
y así fue como yo me di cuenta de que lo que decía la Mary no era una figuración, que tío Ramón de verdad se ponía interesante cuando la Mary lo provocaba. Si tío Ramón se tumbaba a tomar el sol, yo no podía tumbarme con él, porque José Joaquín García Vela me había prohibido —y el hijo de Sudor Medinilla lo confirmó— tomar el sol ni por las rendijas de una persiana. Pero no tenía más que oír las carcajadas de la Mary, que sonaban por toda la casa como si fueran pelotas de aluminio que se escapaban botando por las habitaciones, para saber que tío Ramón le estaba pellizcando la pandorga y buscándole con el pie la boca del estómago. Y me daba mucha corajina y me picaban los ojos como si estuviera a punto de llorar y me entraban ganas de salir corriendo y pegarle un empujón a la Mary y decirle que no fuera tan fresca y tan cochambrosa.

Un día, ella me dijo:

—Figúrate, tu tío Ramón me ha jurado por sus muertos que él duerme siempre sin nada. Desde tu habitación seguro que lo ves.

No le dije ni que sí ni que no. A lo mejor era verdad, y me dio rabia no haberlo visto como la Mary se pensaba, porque casi todas las noches, cuando yo me metía en la cama, tío Ramón estaba de parrandeo por ahí y nunca le veía acostarse, y por las mañanas a él le gustaba dormir hasta las tantas de adviento y la abuela me tenía prohibido andar por mi cuarto para que no le molestase. En bañador —un meyba azul marino que le sentaba estupendamente; ya no se llevaban aquéllos de punto y con tirantes como el que él tenía puesto en la fotografía que la Mary se guardó, a los pocos días de estar yo en casa de los abuelos, cuando ella consiguió que la abuela abriese el armario de tío Ramón—, con aquel color tan bonito que tenía en todo el cuerpo, y no como yo que estaba más pálido que una mojarra, tío Ramón parecía el muchachito de una de aquellas películas de romanos ateos y mártires cristianos que daban en el colegio los jueves por la tarde, cuando no teníamos clase, y que el hermano Gerardo nos explicaba después en la clase de religión, mientras nos pedía que cerrásemos los puños y nos clavásemos las uñas en las palmas de las manos, para que comprendiésemos lo que habían sufrido Jesucristo y los mártires cuando los crucificaban. Pero yo me imaginaba a tío Ramón quitándose el bañador y quedándose sin nada, y haciendo, en cueros vivos, posturitas como Luiyi y aquellos deportistas de
Adonis,
la revista que a la bisabuela Carmen le había dejado tan buen sabor, y me ponía tan nervioso que hasta el alfajor se me empinaba y me ponía a decir, sin darme cuenta, gloria bendita, gloria bendita. A la Mary no le dije ni que sí ni que no, pero le di a entender que sí, que lo había visto, para que trinase de envidia, y además porque seguro que era verdad, porque tío Ramón lo había jurado por sus muertos.

Todas las noches inventaba algo para no dormirme antes de que tío Ramón volviese de sus parrandas. Me ponía en los ojos algodones empapados de agua fría, o palillos de dientes subiéndome las cejas para que los ojos no se me cerrasen solos, o unos alfileres en el pijama para que se me clavasen en cuanto me descuidara un poco o cambiara de postura para ponerme a dormir, y no servía de nada. Por mucho que me empeñase en estar despierto, siempre me quedaba estroncado. La Mary empezó a darme mucha coba para que yo le dejase que viniera a mi habitación alguna noche, sin que nadie más lo supiera, porque ella estaba segura de que no se iba a dormir ni aunque le dieran un narcótico como los que se tomaba tía Victoria para los nervios, y me juró por sus muertos que me despertaría en cuanto llegase tío Ramón, a la hora que fuese, para que lo viéramos quedarse en cueros vivos. Y yo al principio le decía que no, que eso era una sinvergonzonería y que con un padrenuestro seguro que no se perdonaba, y, como no podía ir a la parroquia a confesarme, lo mismo me pasaba el resto del verano en pecado mortal y en peligro de condenarme para siempre.

—Eres más lila que el novio de la Luján —me decía la Mary—, que se murió de un empacho de burgaíllos.

Yo a veces iba con Antonia y Manolín y Diego, cuando había marea baja, a coger burgaíllos, que están pegados en las rocas y son como caracolitos de mar, y después, en casa, nos pasábamos la tarde entera sacando el bicho del caparazón con un alfiler y comiéndolos, claro, de uno en uno, que casi no lo notabas, de chicos y menúos que eran. Sí que tenía que ser tonto el novio de la Luján para morirse de un empacho de eso.

La Mary decía que verle el perejil a tío Ramón no era pecado, y mucho menos pecado mortal, ni siquiera falta de confesión, como decía el hermano Gerardo que eran algunos descuidos en el temor de Dios que ni siquiera llegaban a pecados veniales.

—¿Tú has visto el Adán y Eva que tiene tu abuelo en el escritorio? ¿Y no se le ve a él el perejil y a ella la bandurria? ¿Y no los ve tu abuelo todos los días? ¿Y tú te crees que por eso tu abuelo está en pecado mortal?

El Adán y Eva era un cuadro grandísimo y de mucho mérito, según tía Blanca, un cuadro como para estar en un museo en Madrid, lo único que pasaba era que no se podía tener en ningún sitio donde pudieran escandalizarse las visitas. Y si las visitas se escandalizaban, por algo sería. Claro que en las reuniones que mi abuelo tenía en el escritorio, para hablar de negocios y comentar las noticias que venían de Madrid, casi siempre estaba el padre Vicente, y él nunca pidió que taparan el cuadro con una tela morada como las imágenes en Semana Santa. Por eso, a lo mejor la Mary tenía razón y lo que pasaba era que las visitas que iban a casa de mis abuelos eran todas unas escrupulosas.

Para engatusarme, la Mary, muy mandangosa, me dijo un día que se había enterado de por qué tío Ramón estaba con nosotros y se había presentado sin avisar. Que me lo contaba si le prometía que la dejaría quedarse una noche en mi cuarto. Y yo no le prometí nada, pero ella me lo fue contando poquito a poco, con la mar de habilidad, dejándome de pronto a dos velas, cuando la cosa estaba más interesante, y soltando de vez en cuando insinuaciones —tía Blanca decía mucho que a ella no le gustaba que la gente se anduviera con insinuaciones, porque eso era de malísima educación—, para que yo le pidiera, a cambio de lo que ella quería, que me lo contase todo. No tuve más remedio que decirle que sí, porque me estaba haciendo pasar las duquelas con tanta intriga.

A mí, lo que me contó la Mary me quitó el comecome que ella me había metido en el cuerpo con tantas insinuaciones, pero aliviarme, la verdad, no me alivió nada. Tío Ramón, según la Mary, había venido a esconderse de la policía de Franco. Y todo por haberse chufleado del marqués de Villaverde. Y eso que el marqués de Villaverde y tío Ramón, antes de que el marqués se casara con la hija del Caudillo, habían sido de la misma pandilla y más amigos de lo que uno se pueda imaginar, hacían barrabasadas juntos y se prestaban dinero —bueno, según mi madre, que estaba encantada de las relaciones tan estupendas que tenía tío Ramón, era tío Ramón el que le dejaba dinero al marqués, cuando lo tenía, claro, y es que el marqués mucho título y mucha planta, pero ni una peseta—, y alternaban con las señoras de la alta sociedad para sacarles regalitos y hasta billetes que luego se gastaban con gachises de cabaré. Yo le dije a la Mary que eso era una trola que ella se había inventado, porque había leído en la revista
Gran Mundo
que el marqués siempre había estado prendado de la belleza y la gracia de la hija del Caudillo y que la boda había sido un premio a su buen gusto y a su perseverancia. De modo que si el marqués alternaba con señoras de la alta sociedad era solamente para hacer conocimientos y para que doña Carmen Polo recibiera buenos informes. Y con gachises seguro que ni se trataba. Lo que sí era verdad, porque mi madre también me lo había contado una vez, era que tío Ramón, y otros amigos de la pandilla, le prestaban al marqués dinero para que pudiera sacar a la hija del Caudillo a merendar, y algunos, los que lo tenían, hasta le dejaban el coche, y una vez tío Ramón hizo de chófer, con uniforme y todo, para que la hija del Caudillo se diera cuenta del partido tan estupendo que era su pretendiente. Todo lo demás eran calumnias. Y a lo mejor tío Ramón contaba las cosas a su manera y exageraba un poquito para darse importancia, y puede que los espías de Franco, como estaban por todas partes, lo supieran, y por eso el marqués le hizo a tío Ramón aquel feo tan horrible de no invitarle a su boda. Nada, no le mandó ni la participación. Y eso que tío Ramón pensaba hacerle un regalo de categoría. Y tío Ramón se llevó un buen sofocón, porque a toda la familia, y a todas sus amistades, y a todas las gachises de cabaré que él conocía, y que eran una patulea, él les había dicho, cuando en los periódicos salió el reportaje de la pedida, que el marqués hasta había pensado en pedirle que fuera el padrino de boda, pero tío Ramón le había dicho al marqués que no, que ni hablar, que mejor que lo fuera el Caudillo. Así que el chasco fue de campeonato, y encima tuvo que aguantar la guasa de la gente, y él le contó a todo el mundo que había sido un problema de politiquería, pero por dentro juró por sus muertos que aquélla se la pagaba. Y un día, al cabo de bastante tiempo, estaba tío Ramón en un restorán de lujo con una gachí, cuando entró la policía secreta y echaron, para hacer sitio, a unas cuantas parejas que sólo iban por el segundo plato, y los camareros prepararon una mesa muy elegante, y cuando ya estaba todo en orden entraron el marqués y la marquesa y se hizo en todo el restorán un silencio reverencial —para tía Blanca, todo lo que tenía que ver con el Caudillo era reverencial—, porque todos los habían reconocido. Y, cosas de la casualidad, la pareja tuvo que pasar precisamente junto a la mesa donde cenaban tío Ramón y la gachí, y tío Ramón se levantó de un salto, se puso delante del marqués, y, antes de que la policía secreta lo quitara de en medio de un empujón, le estrechó la mano, le dio un abrazo de lo más campechanote, le dijo caramba Cristóbal cuánto tiempo sin verte, miró a la marquesa como si fuera alguna gachí desconocida y luego, en voz más alta, para que todo el mundo lo oyese bien, le preguntó: Oye, por cierto, ¿te casaste? Todo el restorán soltó una carcajada que dio gloria oírla —al día siguiente, el restorán lo cerró la policía y el dueño acabó arruinándose—, y tío Ramón aprovechó el barullo para escabullirse antes de que la secreta le echase el guante, y tuvo que venirse a casa de los abuelos para ponerse a salvo. Eso fue lo que me contó la Mary, a cambio de que la dejara quedarse una noche en mi habitación.

A todo esto, la policía de Franco tenía que ser tonta perdida, porque tío Ramón no paraba de salir, una noche detrás de otra, y seguro que lo primero que hacía era sentarse en primera fila en La Ibense, para que lo viera todo el mundo, porque, aunque La Ibense estaba en el Barrio Bajo, aquélla era la única cafetería de postín que había entonces en el pueblo y allí se sentaba, durante horas, todo el que quería lucirse y llamar la atención; como le dijo tío Ramón a tía Victoria, esto no ha cambiado, esto sigue siendo la exposición de ganado selecto. Así que la policía de Franco sólo habría tenido que pasarse por La Ibense para echarle el guante a tío Ramón.

La Mary tenía ya calculada la hora en que tío Ramón solía volver, siempre tardísimo, pero nunca después de que amaneciera. Y lo malo era que, a aquellas horas, en casa de mis abuelos ya había gente levantada, empezando por mi abuela, que decía que aprovechaba esas horitas de tranquilidad para organizar un poco la casa; yo no sé qué podía organizar mi abuela a las cinco de la mañana, pero ella no fallaba ni un día. También mi abuelo se levantaba en cuanto en el reloj de pared de la galería daban las cinco, y armaba un corpuscristi horroroso en el cuarto de baño, que no sabía él escamondarse sin alborotar, y además iba por lo menos siete veces, en albornoz, del cuarto de baño a su alcoba, así que podías tropezarte con él en cualquier momento. Y eso por no hablar de tío Ricardo, que tenía en la brújula un desnorte tan aparatoso y te lo podías encontrar haciendo flexiones en el recibidor a la hora en que tío Ramón llegaba de sus juergas, o de la tata Caridad, que se pasaba las noches en vela en la cocina, junto a una olla de agua hirviendo —aunque la Mary decía jirviendo, que era como si el agua hirviera más o con peor intención—, y se chivaba de todo lo que veía. De manera que la Mary no podía levantarse y cruzar toda la casa a aquellas horas para verle a tío Ramón el perejil, sin que se enterase media familia Calderón Lebert, tata incluida. La única posibilidad era quedarse en mi habitación sin que nadie lo supiera.

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