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Authors: Eduardo Mendicutti

Tags: #Humor, #Drama, #Romántico

El palomo cojo (25 page)

BOOK: El palomo cojo
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—¿Tú tienes que decir algo? —me preguntó.

Ni aunque me hubieran dado latigazos le habría pedido perdón a la Mary. Tragué saliva para que no se me escapara el berrenchín y dije, con toda la rabia que pude:

—Ella robó la sortija.

La Mary apretó la boca, se volvió muy despacio, como si alguien la estuviera agarrando para que no se desbocara, y se vino para mí con tanta lentitud y tanto tembleque que parecía que le costaba trabajo acercarse. Se agachó un poco para tener la cara a la altura de la mía, y me dijo, rebañando las palabras:

—Chivato, mariquita, cochambroso: júralo por tus muertos.

La abuela dijo ay, niño, por Dios, no digas eso, y yo me acordé de la bisabuela Carmen, y de que era la primera vez que la Mary me pedía jurar por mis muertos después de que alguien se me muriera, y me acordé de la Mary y tío Ramón sentados en el sofá, mientras tía Victoria se desencuadernaba por culpa de la pena de los gitanos y yo pasaba las hojas de las poesías de Federico como un vaina, y era como si estuviera viendo la mano izquierda de la Mary agarrándole la bragueta a tío Ramón y, en el dedo meñique, la sortija de tía Victoria, y que nadie me acusara de decir una calumnia, y volví a tragar saliva, para que no se me enguachinara la voz, y dije:

—Lo juro por mis muertos.

Y entonces me di cuenta. Me pegó un salto el corazón y creí que iba a desmayarme sin tener tiempo de decírselo al abuelo, a la abuela, a tía Blanca. Ya sabía yo dónde estaba la sortija. Me daban ganas de pegarme por carajote, por no haberlo pensado antes, por no haber tenido la ocurrencia en el primer momento. Allí estaba la Mary, agachada, con el botón del escote del uniforme desabrochado, enseñando la parte de arriba de los pechos, y allí era donde tía Victoria se guardaba siempre la sortija, hasta para dormir, porque para eso la sortija era un talismán.

Pegué un grito:

—¡La tiene en el canalillo de la pechera!

Y entonces la Mary vio que estaba perdida. Se llevó la mano al pecho con un montón de rabia y quiso salir corriendo, pero tía Blanca cerró la puerta que daba al patio y se puso delante con cara de fiera, y el abuelo se levantó en seguida para que la Mary no pudiera escaparse por la salita de al lado del escritorio. La Mary empezó a chillar como una avutarda, y decía que a ella no la tentara nadie, que no había marrana que le pusiera la mano encima, que si hacía falta se ponía a pegar bocados, que no había nacido la gachí que se atreviera a manosearle. La abuela, la pobre, estaba horrorizada. Y ella, claro, no se movió. Pero tampoco tía Blanca, porque el abuelo le hizo una señal para que se estuviese quieta. Luego, el abuelo dijo, con muchos bríos:

—¡Cállese!

Y extendió la mano con la palma para arriba, para que la Mary pusiera la sortija allí.

La Mary se calló, y de pronto parecía muy acobardada, y se puso a mirar por todas partes hasta darse cuenta de que no tenía escapatoria. Entonces, como si le hubiera entrado de repente el descontrol, ella misma se buscó en el canalillo de la pechera y sacó la sortija y la miró un momento como si fuera una cerilla para quemar toda la casa y la tiró después con tanta fuerza y tanto coraje contra el suelo que el rubí se soltó y se fue pegando botes hasta la pared del cierro. La Mary me miró como si quisiera envenenarme y me dijo:

—Chivato, cochambroso, malasangre, maricón. Así te zurzan el ojo del culo con una soga embadurnada de alquitrán. Y que se te encaje en las tripas un retortijón que te las deje como el escobón de desatascar el váter. Que se te engoñipe hasta la saliva que tragues, que se te llene la boca de gargajos y la lengua de ronchas, que por los dientes se te meta moho y por el ombligo te salga pus. Y que por la leche que mamé, niño, pichapuerca, no encuentres en tu vida ni una sola gachí que te ponga duro el bienmesabe, que con las hembras se te quede lacio como una bicha en invierno, y que hasta con los hombres se te ponga chiquitujo, seco y pellejón, y si alguna vez, por los cuernos del demonio, se te pusiera en forma el alfajor, que te entre una bulla tan grandísima que se te salga el gusto antes de catar, que tengas que aviarte haciéndoles gallordas a los barrenderos por una perra chica, y que te apedreen por cacorro, asqueroso y mamonazo.

Lo dijo de un tirón, sin dejar que tía Blanca le tapase la boca, sin escuchar siquiera lo que el abuelo le dijo —que tenía quince minutos para irse de aquella casa con todo lo que tuviera—, sabiendo que me dejaba solo y asustado, y que por culpa de aquella maldición yo me puse a pensar que estaba averiado para siempre.

El mundo está lleno de gente solitaria

Los dos pantalones de diario. El pantalón azul marino de los días de fiesta. Las cinco camisas, contando con la blanca de manga larga que había tenido que lavar y planchar la cocinera, porque la Mary lo dejó todo empantanado. Los dos pijamas. Los cuatro pares de calzoncillos y calcetines. Las dos camisetas de quita y pon, por si refrescaba, a pesar del calor que hacía. La media docena de pañuelos blancos. El yersi granate que a tía Blanca se le había quedado chico y que yo heredé y me estaba pintiparado, con lo que había crecido, aunque Antonia decía que al yersi se le notaban las hechuras de la mujer y a mí, para salir a la calle, me daba vergüenza ponérmelo, pero mi madre protestaba porque a ver a quién había salido yo tan jartible y escrupuloso. Los zapatos marrones de cordón y las sandalias de goma que mis hermanos y yo usábamos siempre para potrear. Y los tebeos de Roberto Alcázar y Pedrín, y
Mujercitas
—ojalá mi prima Rocío se olvidara de que me había prestado el libro y no me pidiera que se lo devolviese—, y la postal que Federico, no el de los versos, el otro, le había escrito a tío Ramón y yo iba a guardar, sin dejar que nadie la viera, como un tesoro. Eso era todo lo que tenía que llevarme y aquella mañana, la última que iba a pasar en casa de mis abuelos, antes de levantarme, tumbado en la cama boca arriba y con los ojos abiertos, lo repasaba de memoria porque la abuela me había advertido mil veces que no me dejase nada olvidado cuando mis padres vinieran a por mí.

—Estarás contento —me dijo la abuela—. A lo mejor hasta te hacen una fiesta para celebrar que vuelves a casa.

Pero ella sólo lo decía para que yo estuviese alegre.

Mi madre había venido a hablar con el abuelo y había estado con él más de una hora en el escritorio, confesándose, como decía tía Blanca, y supongo que hablaron de mí aunque nadie me lo dijo; ya no estaba la Mary para contarme las cosas que pasaban. Luego mi madre subió a verme y me dijo anda, gracioso, estarás contento de la que has armado, a ver ahora cómo me organizo yo hasta que empiece el curso. Y es que hasta el 12 de septiembre no empezaban las clases y, mientras tanto, o mi madre o Antonia iban a tener que quedarse conmigo en casa, así que o Manolín y Diego dejaban de ir a la playa y se quedaban en casa haciendo desavíos, o mi madre no podía organizarse y se quedaba con las ganas de ir a jugar a la canasta a casa de las Caballero. Ya se encargó mi madre de decirme por tu culpa esto va a ser una catástrofe, hijo, ya podrás estar satisfecho. Como si yo tuviera la culpa de que la Mary le hubiera robado la sortija a tía Victoria.

Mi madre había dicho que irían a recogerme al día siguiente, después de comer, y que lo tuviese todo preparado porque mi padre no podía entretenerse, tenía una clase particular a las cinco. Por la tarde, la abuela me ayudó a recoger mis cosas y guardarlas en la maleta de escai que me había traído de casa, sólo dejamos fuera una muda y una camisa para el día siguiente y el cepillo de dientes que era siempre lo último que había que guardar. Me dijo que mirase bien el ropero y la mesilla de noche para no dejarme nada y que tenía que estar contento, que no pusiera aquella carita de tristeza. Pero la verdad es que yo no estaba ni alegre ni triste. No tenía ganas de quedarme ni de marcharme. En casa de los abuelos ya no estaban ni la Mary ni tío Ramón, y tía Victoria llevaba tres días sin salir de su cuarto; a lo mejor se quedaba allí para toda la vida, porque la Mary me había dicho una vez que el abuelo no pensaba darle más dinero, que ya no le quedaba ni una acción de la bodega, porque todas las había vendido para pagarse sus viajes y sus secretarios, y que aunque le salieran contratos para dar recitales no iba a poder firmarlos porque no tenía cómo pagarse ni el billete del tren; yo pensé que cualquier día le ponían una enfermera a tía Victoria y se liaba a hablar de sus secretarios como la bisabuela Carmen hablaba de los bandoleros, porque la Mary me dijo que ella estaba segura de que eso era contagioso. Y para quedarme con tío Ricardo, que nunca se sabía por dónde andaba —y encima también podía contagiarte lo suyo—, o con los achaques de la tata Caridad, que ya no se movía para no desbaratarse y no quería más compañía que la del agua hirviendo, mejor me iba a mi casa aunque tuviese que aguantar todo el santo día el cafrerío de mis hermanos y las interjecciones, como decía Antonia, de mi madre. Además, tío Ramón me había dicho que no me preocupase, que todo en este mundo, hasta lo que tiene más guasa, tiene también su parte buena.

Eso por lo menos, lo de tío Ramón, sí que me había puesto contento. Claro que también él se había ido ya, el mismo día que echaron a la Mary, y a saber cuándo volvería a verle, pero había hablado conmigo y yo había visto que no me odiaba y me había regalado la postal de Federico, después de que yo le prometiera que no se la iba a enseñar a nadie.

Fue después de que echaran a la Mary, que menos mal que no me la encontré por la escalera. El abuelo me había pedido perdón por haber desconfiado de mí, pero me dijo que lo de la noche anterior merecía un escarmiento; que me fuera a mi cuarto y no saliera de allí en todo el día. Era un castigo que no me importaba, no tenía ninguna gana de ir de un lado para otro. Y cuando entré en mi habitación vi que tío Ramón acababa de afeitarse y de bañarse y que estaba haciendo su maleta. El también me vio en seguida.

—Vaya —dijo—. Menudo estropicio has organizado.

Yo creí que también él iba a reñirme, pero me miró la cara de mártir que había puesto y se echó a reír como si me hubiera gastado una broma para asustarme.

—Sonríe, hombre. No pasa nada. Quítate esa cara de huérfano, cualquiera diría que no tienes a nadie en el mundo.

Al principio, no sabía si se estaba burlando de mí, si lo que quería era que yo me confiase para, en un descuido, pegarme un guantazo del que me acordase toda la vida. Pero él se dio cuenta de lo que pensaba y me hizo un gesto como diciéndome que no fuera panoli, y me sonrió como sólo tío Ramón sabía sonreír —que ya lo decía la Mary—, y me guiñó un ojo y me hizo una señal con la mano para que me acercara y me dijo:

—Anda, ven aquí. Ayúdame a guardar las cosas.

Tenía los pelos chorreando y el agua le resbalaba por la espalda. Porque lo único que llevaba puesto era una toalla sujeta a la cintura y se notaba que debajo no llevaba ni calzoncillos. Se puso a mirar toda la ropa que tenía colgada en el armario, pero cada vez que cogía una chaqueta o un pantalón ponía cara de asco y la volvía a dejar en su sitio. A mí me parecía una ropa estupenda, pero la Mary me había dicho una vez que todo lo que allí se guardaba estaba pasadísimo de moda.

—Bah —dijo tío Ramón, y cerró el armario de un portazo—. Ya me compraré algo en Madrid.

—¿Vas ahora a Madrid?

—Ahora no. Pronto.

En la maleta tenía tan poca ropa como yo, pero la diferencia estaba en que yo me iba a mi casa, donde me había dejado todo el equipo, y tío Ramón se iba a recorrer mundo y a alternar con la alta sociedad.

—¿Te está esperando alguna señora en algún sitio?

Tío Ramón puso cara de sorpresa y se rió por lo bajinis.

—Hombre —dijo—, alguna habrá en alguna parte. Y si no, tampoco hay que volverse loco. El mundo está lleno de gente solitaria.

Era seguro que lo decía para hacerse el interesante. No había manera de figurarse a tío Ramón sin una señora o una gachí, o un montón de ellas, como en las fotografías que la Mary y yo vimos a principios de verano. Seguro que tío Ramón, cuando andaba por ahí, no estaba solo ni en el cuarto de baño.

—Ahora vuélvete un momento —me dijo—, que voy a vestirme.

Si en ese momento llega a estar allí la Mary, se desmaya. Tío Ramón iba a quitarse la toalla y se iba a quedar en cueros vivos, con todas las jechuras y el perejil al aire. Eso era lo que ella había estado esperando todo el tiempo. Eso era también lo que yo quería ver. Tío Ramón no podía pedirme que me volviera de espaldas.

—Anda, vuélvete. No quiero que tu tía Blanca aparezca por aquí y diga que te estoy pervirtiendo.

A mí no me importaba que me pervirtiera. Quería decírselo a tío Ramón. Quería pedirle que me dejase mirar. Pero no tuve más remedio que darme la vuelta y morderme los labios de coraje y pensar pestes de la tía Blanca, que mandaba hasta cuando no estaba delante. Escuchaba cómo se movía tío Ramón a mis espaldas y trataba de imaginarme cómo era él desnudo del todo, pero sólo conseguía verlo con la toalla puesta, como si se le hubiera quedado pegada a la cintura y no se la pudiera arrancar. Claro que, ahora que no me veía la cara ni yo se la veía a él, podía preguntárselo todo sin que me diese tanta vergüenza. Todo.

—Tío Ramón…

—Dime.

—¿Puedo hacerte una pregunta?

—Naturalmente.

A lo mejor era pecado preguntarlo, si me daba tanta vergüenza.

—Venga, dime, ¿qué pasa?

—No… Sólo una cosa.

—Adelante.

—Tío Ramón, ¿qué sabe mejor, un hombre o una señora? ¿Una señora o una gachí? ¿Una gachí o un hombre?

Tío Ramón soltó un ja como si se le hubiera caído de la boca.

—Caramba. Caramba, caramba —me cogió de los hombros, me hizo que diese la vuelta, él ya estaba vestido, en cuclillas—. ¿Me puedes repetir la pregunta?

Ahora él me veía la cara y yo veía la suya, muy cerca, pero se la repetí:

—Digo que qué sabe mejor, ¿un hombre o una señora o una gachí?

Tío Ramón tenía cara de no haber oído esa pregunta en su vida. Volvió a ponerse de pie haciendo como que se lo pensaba mucho, igual que José Joaquín García Vela cada vez que le hacía una visita a la bisabuela Carmen y se armaba un lío para dar su opinión.

—Caramba, eso está muy bien —dijo—. Pero que muy bien. Es una pregunta estupenda. De verdad. ¿Qué sabe mejor? Pues… verás, en realidad, depende. Las señoras y las gachises saben a gloria, eso te lo digo yo. Y una vez conocí a un señor que sabía a queso manchego. Te lo juro. Sabía estupendamente.

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