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Authors: Eduardo Mendicutti

Tags: #Humor, #Drama, #Romántico

El palomo cojo (19 page)

BOOK: El palomo cojo
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La Mary, a la hora de comer, ya más calmada, me dijo que había sido un entierro precioso, y que la más descompuesta de toda la familia era tía Victoria. Pero eso era natural, porque el mariconazo de Luiyi le había dejado muy mal sabor de boca.

Y tan malo. Como que aquel día, después del entierro, cuando cada uno se marchó a su cuarto para descansar un poco del palizón, tía Victoria descubrió que en el canalillo de su pechera ya no estaba la sortija.

Agosto
Las pestañas de la Purísima

Cuando en una familia empiezan a ocurrir desgracias, lo único que se puede hacer es llevarlo con resignación. Eso fue lo que dijo tía Blanca al enterarse del robo de la sortija de tía Victoria, porque tía Victoria estaba segura de no haberla perdido, que podíamos buscar hasta en el depósito del agua si queríamos, en lo alto del tejado —como si a ella le diera por subirse allí a hacer equilibrismos—, pero que una persona tan sensible y tan artista como Victoria Calderón Lebert, rapsoda, intérprete sublime —y de fama internacional— de Federico García Lorca y otros maravillosos poetas españoles, siempre sabe a ciencia cierta cuándo un hombre le ha robado. Y es que a tía Victoria, al parecer, los hombres le habían robado muchísimo.

—¿También el príncipe Michovsky?

—El príncipe Michovsky era un caballero —me dijo tía Victoria con mucha solemnidad.

Luego, se desfondó un poco y reconoció:

—Algo sí que me robó, de todos modos. Es que a mí los hombres siempre me duran hasta que me roban.

Lo dijo con mucha tristeza, como si no tuviera remedio porque aquélla era la cruz que le había tocado en la vida.

Tía Victoria había venido a mi dormitorio a pedirle una vez más a la Mary que le contase lo que había ocurrido después de que a la bisabuela Carmen le diese el pangelingua glorioso, cuando vio a los desnudos gladiadores —ella había decidido que eran gladiadores— de la revista de Luiyi. La Mary se lo contó otra vez de cabo a rabo, como si fuera una lección de geografía que ella se sabía de memoria, y después tía Victoria volvió a recogerse en su cuarto, más desportillada que una tartana de las que llevaban a las señoras de medio pelo —las señoras de verdad iban en sus coches— a Las Piletas a tomar las aguas. Tía Victoria, desde la muerte de la bisabuela Carmen y desde que Luiyi le robó la sortija, se pasaba las horas muertas encerrada en su habitación y sin ganas ni de ensayar.

—¿Para qué voy a ensayar —le había dicho a la Mary—, si con el luto ya no puedo dar el recital que me hacía tanta ilusión?

Todo el mundo, claro, se había puesto de luto en la casa —hasta la tata Caridad se vendaba ahora los brazos con trapos negros—, y con el calor que hacía y el solazo que entraba hasta las tantas en las habitaciones, había que tener siempre las persianas echadas para que no cogiéramos todos la escarlatina. A la Mary le habían puesto un uniforme negro de nailon que la tenía todo el santo día rascándose los picores.

La Mary seguía viniéndose a mi cuarto a planchar y entonces sí que sudaba la gota gorda. Pero en verano, cuando más calor hace, la ropa seca y que ha estado mucho tiempo tendida huele mejor que nunca, a mí me gustaba mucho olería porque tenía el mismo olor de los panecillos que Gabino, el panadero, traía todas las mañanas, recién hechos, para el desayuno. La Mary decía que yo estaba majareta, que las cosas que se me ocurrían no eran corrientes, y que si no me corregía a tiempo iba a terminar como tío Ricardo; lo decía tanto que a veces me daba rabia haber nacido en aquella familia. Es lo que tiene de malo haber nacido en una familia bien, que con dinerito en la cartilla se tiene tiempo para desvariar y después se contagian los chiquillos. Eso decía la Mary.

Las visitas de la abuela seguían viniendo todas las tardes y merendando en el gabinete, y la única diferencia era que rezaban un rosario después del cafelito por el alma de la bisabuela Carmen. Todas las señoras estaban al tanto del robo de la sortija de tía Victoria, y algunas decían con mucho retorcimiento que ya no se podía tener un secretario, con la falta que hace, ¿verdad, Magdalena?, y que a dónde íbamos a parar. Mi abuela seguía sin meter apenas baza en la conversación, pero no hacía ninguna falta porque las visitas lo sabían todo: que tía Victoria había echado a Luiyi —según ellas, por faltarle al respeto a la bisabuela Carmen—, pero que Luiyi había vuelto por la noche, cuando la criada estaba en la casapuerta con uno de sus novios, y le dijo a la criada que se le habían olvidado unos papeles que le hacían mucha falta, que le acompañara por favor al cuarto de la señorita Victoria, y a la criada ni se le ocurrió que en aquello pudiera haber mala intención; lo llevó al cuarto, lo dejó allí solo para que pudiera revolver todo lo que quisiera, ay, con la pobre Victoria como un niño chico, que se había tomado sus pastillitas para los nervios, que se podía haber caído la casa y ella no se habría dado ni cuenta, y como él sabía perfectamente dónde se guardaba la pobre Victoria la sortija sólo tuvo que hurgar un poco y apropiarse la prenda, un joyón por lo visto, aunque, más que por lo que valía, a la pobre Victoria le había trastornado el robo porque la sortija era para ella como un talismán.

Menos lo de faltarle al respeto a la bisabuela Carmen, que era verdad sólo a medias, lo demás era verdad del todo, punto por punto. La Mary se lo había contado tantas veces a la tía Victoria, que también yo me lo sabía de memoria y le había cogido una tirria a Luiyi que, si me lo hubiera encontrado cara a cara, le habría escupido. Porque por su culpa tía Victoria estaba tan mustia como la vara de nardo que le regalaron antes de la guerra a tía Emilia, la hermana de mi padre, en las carreras de caballos, y que ella guardaba como una reliquia porque nunca más volvieron a regalarle otra. Por su culpa se había terminado el ver revistas de modas y actualidades y magazines extranjeros. Por su culpa se habían acabado las distracciones en aquella casa. Y encima, por su culpa, las señoras que venían de visita se recochineaban con la mala suerte de tía Victoria y, como ella no estaba delante, se consentían decir que, a partir de cierta edad, y por moderna que se sea, no se puede una permitir andar con secretarios, porque acaba una en el asilo de las Hermanas de los Pobres, con una mano delante y otra detrás. Como decía la Mary, se podía mascar el contento tan cochambroso que tenían al ver que a tía Victoria se le había terminado tan mal el interludio.

La única que seguía más buena que el pan era Reglita Martínez, aunque últimamente andaba un poco desatada por una ocurrencia que había tenido y que, si no se aguantaba un poquito, iba a terminar por hacerla insoportable. Reglita Martínez se había presentado una tarde, por las buenas, con un montón de lotería, como si fuera Pepa la Guapa, una gitana del Castillo de Santiago que era una belleza de quitar el sentido, con unos ojos verdes como bandejas, y que se ganaba la vida vendiendo cupones, después de haber podido tener todo lo que quisiera, que medio Jerez de postín había querido ponerle casa y llenarla de joyas y de ropa cara, pero ella era una desgarrá, como decía la Mary, y prefería buscarse el gusto por su cuenta y gastarse lo que tuviera con sus hombres, que estar amarrada a un pesebre aunque fuera de caoba; lo único que consintió fue que la retrataran un año para el cartel de la Fiesta de la Vendimia, pero los duros que le dieron se los gastó en una noche con el primero que se le encartó. Reglita Martínez no se había metido en ese vicio, claro está, pero andaba emperrada en colocarle la lotería a todo el mundo, a la gente bien y con clase, decía ella, porque así le tocaría el gordo a los que saben usar el dinero sin caer en pecado mortal, y no a un obrero cualquiera que, en cuanto se ve con dos pesetas encima, pierde el temor de Dios. Reglita Martínez le daba la serenata con la lotería a toda la familia y a todas las señoras que iban a visitar a la abuela, y a los señores que se reunían en el escritorio a hablar de negocios y de política con el abuelo, y a todo el mundo le prometía que iba a tener suerte. Las visitas, le dije a la Mary, no sé si la tendrán, pero lo que era a aquella familia lo único que le caían, una detrás de otra, eran desgracias.

—No te quejes —me dijo la Mary—, Las desgracias por lo menos distraen.

Con la desgracia de la muerte de la bisabuela Carmen es verdad que la casa, durante unos días, se animó un poquito. Durante una semana, y aparte de las visitas de siempre, mi madre y tía Loreto, y por supuesto tía Blanca, vinieron todas las tardes a ver a mi abuela, y mi padre y tío Esteban y tío Paco Galván se quedaban en el escritorio con el abuelo. También vinieron un día mis hermanos Manolín y Diego, aunque Antonia, la niñera, tenía instrucciones para que no se revolcaran en la cama conmigo, y es que por lo visto era verdad que la enfermedad tan antipática que yo tenía, que no se me acababa de quitar del todo, se contagiaba. Mi prima Rocío también apareció una tarde con tía Loreto, y me preguntó que si había podido escuchar bien lo que decían las almas de aquellos parientes nuestros que pasaban el purgatorio en el mirador, y yo le dije que todas las noches me daban mensajes para la familia, pero que eran secretos y, si los contaba, me iba a condenar para siempre. Rocío me trajo algunos tebeos de amor, porque sabía que me gustaban, y un libro,
Mujercitas,
que me dijo que era precioso. Me lo leí de un tirón, y me gustó tanto que lo empecé de nuevo y se lo contaba a la Mary mientras ella planchaba. Porque a lo mejor es verdad que las desgracias entretienen, como decía la Mary, y que las familias donde no hay disgustos son muy aburridas, pero a nosotros las tardes se nos hacían eternas y con algo había que distraerse. Eso sí, la Mary prefería que yo leyese
Mujercitas
por mi cuenta y que luego le contase la trama. Así que aquella tarde, después de que tía Victoria le preguntase otra vez a la Mary por todos los detalles de la noche de autos, como la Mary decía, y cuando tía Victoria se fue a su cuarto a seguir masticando, como si fueran las pipas de un higo chumbo, el mal sabor que le dejó Luiyi, yo volví a leer
Mujercitas
y en seguida se me puso el corazón en la garganta por lo emocionante que era aquel libro. Pero tía Blanca tenía razón: las desgracias nunca vienen solas y lo único que puede hacer uno es resignarse.

No grité porque, con el nervio que me entró, casi no me salía la voz. Pero por fin dije:

—Mary, lo que nos faltaba. ¡Aquí hay una pestaña de la Purísima!

De verdad. En
Mujercitas
encontré yo una pestaña de la Purísima Concepción. Y eso era un instrumento del que se servía Dios Nuestro Señor, por medio de su madre santísima, para poner a prueba nuestra fe y conseguir limosnas. Un día, el hermano Gerardo nos advirtió que teníamos que estar atentos, que en casi todas nuestras casas podía estar ocurriendo un milagro, porque en los misales de nuestras madres, de nuestras tías, de nuestras abuelas, podía aparecer en cualquier momento una pestaña de la Purísima Concepción, y ésa era la señal para que todas las familias dieran una limosna para el colegio. Las señoras que no hicieran caso corrían el peligro, como castigo, de que les salieran en los ojos orzuelos y llagas, y, como nos dijo el hermano Gerardo, ¿quién quería que su madre tuviera los ojos como los de un leproso? En cuanto llegué a mi casa le pregunté a mi madre si había encontrado en su misal una pestaña de la Purísima, y ella cometió una herejía porque me dijo que eso era una trola y un sacaperras que se habían inventado los curas, que si en su misal había alguna pestaña ni era de la Virgen ni de san Pedro, sería de ella, de mi madre, porque las pestañas se le caen a todo el mundo. Yo eso no se lo conté al hermano Gerardo, no se lo conté a nadie, sólo dije que si yo no llevaba una limosna para el colegio sólo era porque en el misal de mi madre no había aparecido todavía ninguna pestaña, y que la prueba estaba en que mi madre tenía los ojos estupendamente. Y eso era verdad, que yo se los miraba todas las mañanas —a ver, mamá, acércate, ¿tú de qué color tienes los ojos?— y no le salían ni llagas ni orzuelos ni grietas llenas de pus. Pero el hermano Gerardo nos dijo que, si no salían esas cosas, podía ser mucho peor, que a las familias que por avaricia no dieran limosnas para el colegio seguro que, antes o después, les caía una desgracia.

Mi madre no le dio al colegio ni un duro en limosnas, y a lo mejor por eso se nos murió la bisabuela Carmen. Y ahora, para seguir martirizándonos, aparecía en
Mujercitas
una pestaña de la Purísima Concepción y a ver de dónde sacaba yo dinero para mandar al colegio una limosna. La Mary me dijo que no fuera pánfilo, que aquella pestaña seguro que era mía o de mi prima Rocío, y que a ella le daba mucha lástima porque yo iba a terminar en un manicomio. Me quitó el libro de un manotazo y se puso a sacudirlo como si dentro, en vez de pestañas de la Purísima Concepción, tuviese gusarapos. Pero la pestaña de la Virgen, que estaba en la página veintinueve, no se iba ni a la de tres, y la Mary tuvo que despegarla con los dedos y se fue al cuarto de baño a lavarse las manos para que la dichosa pestaña, dijo, se fuera a las alcantarillas. Así que yo lo único que podía hacer era santiguarme, y prepararme para lo peor. Porque si en
Mujercitas
había aparecido una pestaña de la Purísima, y si yo no tenía dinero para limosnas y la Mary, despotricando, había tirado la pestaña por la cañería del lavabo, eso era señal de que las desgracias de mi familia no se habían terminado ni mucho menos.

Yo tuve un amor secreto

Estaba solo en mi habitación, en la cama, leyendo
Mujercitas,
cuando de pronto se abrió la puerta que daba a la galería y apareció tío Ramón. Como diría tía Blanca, me quedé estupefacto.

—Vaya —dijo él—. ¿Tú de dónde has salido?

Yo a él lo reconocí en seguida, nada más verle, estaba igual que en las fotografías, con aquellas jechuras tan fenomenales que tanto le alborotaban la bandurria a la Mary, con aquellos ojos verdes que ponían descompuesto a Cigala, el manicura, con aquella pinta de calavera simpático y guapetón, y con un caché despampanante, que a tía Emilia la ponía, según mi madre, como una pelandusca de Rompechapines.

Pero él no sabía quién era yo y qué estaba haciendo en su cuarto.

—Este es mi cuarto, ¿verdad que sí? Mira que si me he equivocado y me he metido en un orfanato…

Tío Ramón se puso a mirarlo todo exageradamente, moviéndose como un torero, y decía que sí con la cabeza, que aquélla era su habitación, su cómoda, su armario, su cama, su mesilla de noche, que aquél era efectivamente el cierro desde donde se veía el jardín del palacio de los infantes de Orleans, con la araucaria gigante que se podía ver desde cualquier casa del Barrio Alto, y la Cuesta Belén y el almacén de Melitón y el palacio de la duquesa si se miraba para la derecha, y la Casa de Maternidad y la Cuesta de los Perros si se miraba para el otro lado. El no se había equivocado. Allí lo único raro era yo. Y se me quedó mirando como si yo fuera uno de esos domingueros que se ponían en nuestra caseta de la playa sin pedir permiso.

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