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Authors: Eduardo Mendicutti

Tags: #Humor, #Drama, #Romántico

El palomo cojo (24 page)

BOOK: El palomo cojo
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—¿Lo has pensado bien?

Le dije que sí con la cabeza. La moví con muchas ganas, para que viese que estaba completamente seguro de lo que le había dicho.

—Está bien. Siéntate en esa silla y no digas nada más, ¿me oyes?, nada más hasta que no te pregunte.

Hice lo que me mandaba. Me senté en la silla que me había señalado, enfrente de su mesa de trabajo, y él se quedó un momento pensativo y con cara de preocupación, como si tuviera que tomar una decisión grave. Luego, se levantó y se fue a la salita de al lado a hablar con la abuela.

Me quedé un rato solo y estuve mirando las cosas que había en el escritorio, porque allí había entrado muy pocas veces y nada más que para darle un beso al abuelo el día de su santo o cuando Manolín y yo hicimos la primera comunión. Era una habitación llena de muebles con cajoncitos para los papeles del negocio y de cuadros con fotografías de las viñas, las bodegas, los caballos y algunos trabajadores de mi abuelo. Junto al cierro, además de la butaca donde el abuelo se sentaba a meditar, había una mesa camilla muy grande, con seis sillones de rejilla alrededor, y allí era donde el abuelo tenía sus reuniones de hombres solos. Cuando volvió, después de haber estado un buen rato hablando con la abuela, me miró como diciendo ahora veremos cómo te portas, y luego se puso a revisar unas cuentas, en su mesa de trabajo, como si yo no estuviese allí. Con el abuelo en el escritorio, yo seguía mirando todo lo que había en la habitación y, sobre todo, los cuadros de las paredes, pero no era capaz de fijarme bien en lo que veía.

Sonaron unos golpecitos en la puerta que daba al patio.

—Adelante —dijo el abuelo, y guardó los papeles de las cuentas en un cartapacio de piel que tenía encima de la mesa.

Entró primero la abuela, después la Mary, y luego tía Blanca, que seguro que se las había arreglado para que la abuela se lo contase todo, porque tenía cara de estar sofocadísima. La Mary no parecía más apurada de lo corriente, y eso quería decir que la abuela no le había contado lo que yo había dicho, le diría que el abuelo quería hablarle y se pensaría que sólo iba a reñirle por lo de la noche pasada. La Mary era muy frescales con tía Blanca y con la abuela, si le echaban un rapapolvo se hacía la mártir resignada, como tía Blanca decía, y no se le veía el propósito de enmienda. Pero con el abuelo era diferente; al abuelo le tenía mucho respeto y por eso, aunque no se le notase un apuro grandísimo, sí que traía cara de magdalena penitente, como decía mi madre de su cuñada Emilia, que desde que se había muerto la infanta Beatriz, y ya no venía Boby Deglané a organizar la verbena «El y Ella», parecía que estaba todo el tiempo haciendo los ejercicios de san Ignacio. Lo único que la Mary, claro, no se esperaba lo que el abuelo de verdad iba a decirle.

El abuelo no se levantó, me miró un momento para recordarme en el jaleo en el que me había metido, y le clavó a la Mary en las niñas de los ojos aquella mirada que él ponía para impresionar.

—Voy a decírselo sin rodeos, Mary —el abuelo siempre trataba al servicio de usted—. Parece que no fue Luiyi, como usted decía y nos hizo creer a todos, el que cogió la sortija de la señorita Victoria. Parece que fue usted.

A la Mary se le puso la cara más blanca y más tiesa que una papalina de las monjas de la Divina Pastora.

—Parece que anoche la llevaba usted puesta.

La cabeza se le fue a la Mary de pronto para atrás, como si se le hubiera soltado un nervio o le acabaran de dar un guantazo.

—Tendrá que devolverla inmediatamente.

La Mary dijo un ¡ay! tan escandaloso que parecía que le estaban haciendo por dentro un destrozo grandísimo. Y después, desatada, y con lo hablanchina que siempre fue, se puso a protestar como una locomotora:

—¡Eso es una calumnia, don Guillermo! A mí nadie me llama ladrona. ¡Nadie! Una es más jonrá que el Prendimiento, entérese. ¡A mí que no me busquen delito! Yo no sé de dónde habrá sacado usted ese embuste tan gordo, don Guillermo. ¡Dígame quién se lo ha dicho! Por su señora madre que en paz descanse, dígamelo. Que lo diga en mi cara. Tráigalo usted aquí y a ver si tiene asaduras para decírmelo frente a frente. Tráigalo, don Guillermo, y que me lo diga a mí, si tiene valor. ¡Que me llame a la cara ladrona y soy capaz de arrancarle la lengua, por la gloria de mi padre!

A la Mary la voz le bajaba y le subía como un gorila pegando saltos. Y yo creí que iba a darle una embolia por lo roja que se puso de pronto y por el trabajo que le costaba respirar.

El abuelo, sin perder la compostura, le hizo una señal para que se callara un momento y no alborotase tanto. La Mary se estrujaba con las manos el delantal como si estuviera aguantándose las ganas de liarse a tortas con el primero que se le pusiera por delante. Se le saltaban las lágrimas y, cuando se calló, los dientes le castañeaban como si estuviera arrecida de frío.

El abuelo cogió un plumín de la bandejita donde tenía un montón de todos los tamaños, se puso a mirarlo con mucha atención, como si en aquel plumín estuviera la prueba, y cabeceaba de un modo que parecía que estaba dándole vueltas a alguna idea rara que se le había ocurrido de repente, como si tuviera dudas de si la Mary decía la verdad o mentía.

De pronto volvió a mirarme, se quedó un rato observándome con mucha seriedad y por fin me preguntó:

—¿Tú que dices?

Le miré las manos a la Mary y no llevaba la sortija puesta, pero no quería pensar que me lo había figurado.

—Que es verdad —dije—. La sortija la tiene ella. Y anoche se la puso en el dedo meñique de esa mano.

Y señalé la mano izquierda de la Mary con mucha decisión, como si yo mismo quisiera convencerme de que no lo había soñado.

La Mary, por un momento, mirándome con la boca abierta, se quedó como pasmada, pero luego pareció que le daba una apendicitis y se encogió y empezó a apretarse la barriga y volvió a ponérsele la lengua desatada:

—Chivato, mariquita, embustero, asqueroso. ¡Qué mentira más grande! ¡Qué boca más sucia! Qué bicho más malo eres, cochambroso. ¡Qué cara se te ha puesto de maricón!

El abuelo dio un puñetazo en la mesa y le mandó que se callase.

—Menos escándalo, Mary. Sólo tiene que decir la verdad.

—Ya le he dicho la verdad, don Guillermo —juntó las manos como si fuera a rezar y se quiso arrodillar delante de la mesa, pero tía Blanca y la abuela no la dejaron— Si no me cree, avise a los guardias.

—A los guardias —dijo entonces tía Blanca tomando posesión del mando en plaza, como decía mi madre cuando tía Blanca se ponía a dar órdenes— los avisan las vecindonas. En las buenas familias estas cosas se arreglan en casa.

Tía Blanca dijo que ella y la abuela, sin perder un minuto, se iban con la Mary al cuarto de las criadas a registrarlo todo. La Mary se echó a llorar como si se le acabara de ahogar en un hundimiento toda la familia. El abuelo me hizo una señal muy categórica para que no me moviera de la silla. Tía Blanca y la abuela se llevaron a la Mary cogiéndola cada una de un brazo, y por el patio la llantina de la Mary era como el lililí del moro, un angustierío que daba grima y remordimiento.

Asustadas, las palomas que estaban picoteando por el patio echaron a volar, y Garibaldi, el perro de tía Victoria —que por lo visto seguía desmayada—, pegó unos ladriditos que parecían las toses de un trompetín hecho un escarque. El abuelo me dijo:

—Voy un momento a avisar a Manolo para que prepare el coche y a recoger unas muestras en la bodega. No se te ocurra moverte de aquí.

Y tardó mucho. Tardaron mucho la abuela y tía Blanca en volver con la Mary. En el escritorio hacía un calor raro, diferente al del primero o el principal, un calor que iba variando todo el tiempo, como si resbalara allí dentro, en un aire que no cambiaba nunca. A lo mejor me estaba subiendo la fiebre y era verdad que me había cambiado la cara, a lo mejor era cierto lo que había dicho la Mary, se me estaba poniendo la cara igual que la de Cigala, el manicura, y eso sería peor que una enfermedad y seguro que daba más calentura, como una vacuna podrida. A Diego, recién nacido, la vacuna de la polio se la pusieron podrida y estuvo a punto de morirse, él se lo contaba a todo el mundo. Me toqué en el brazo la vacuna de la polio para ver si estaba bien, sequita, y yo creí que me daba un pinchazo y me salía sangre, pero cuando me miré los dedos no tenía nada, sólo sudor. Allí, en el escritorio, sudabas mucho y no te dabas cuenta, era como si el calor que había dentro de aquel cuarto no fuera calor de verdad hasta que no se te metía en el cuerpo. Los cristales del cierro estaban pintados de blanco y no se veía la calle, si pasaba alguien por la acera sólo se veía su sombra como un fantasma. No podía acordarme bien de la cara de Cigala, pero sí de que tío Ramón escupía cada vez que Cigala le echaba un piropo. Tía Blanca decía que Cigala tenía siempre una cara muy peripuesta, una cara la mar de chistosa cuando se ponía en vena y a morisquetear, y que era un artista haciendo las manos. Mi madre, de chufleo, decía siempre que Cigala y mi tía Emilia se parecían una barbaridad. Y a lo mejor yo empezaba a parecerme a mi tía Emilia, después de todo era la hermana de mi padre. Pero yo había dicho la verdad, no me lo había inventado, vi la sortija de tía Victoria en el dedo de la Mary mientras le agarraba la bragueta a tío Ramón. La Mary había cogido la sortija, seguramente, el día en que tía Victoria echó a Luiyi y luego, descompuesta, se fue a su cuarto y le dijo a la Mary que tenía que tomarse un narcótico para poder dormir, y la Mary aprovechó que tía Victoria estaba narcotizada y luego se inventó que Luiyi había vuelto por unos papeles para echarle la culpa. Seguro que fue así. Seguro que encontraban la sortija en el cuarto de la Mary, en el ropero, en la mesilla, en el bolsillo de aquel vestido rojo que se puso para el recital de tía Victoria. Seguro que tía Blanca no dejaba ningún escondite sin registrar. Y empezaron a dolerme los ojos, no sé si por la fiebre o porque me entraban ganas de llorar y me aguantaba tanto que era como si los ojos me fueran a reventar si parpadeaba. A lo mejor el escritorio no lo ventilaban nunca y el aire estaba lleno de polvo que podía dejarte ciego. Tenían que ser ya cerca de las doce, y en Radio Sevilla estaba a punto de empezar
La perla de Madagascar,
aquel serial que a la Mary y a mí nos gustaba tanto, aquel día tocaba el capítulo decimocuarto, llevábamos la cuenta al dedillo, y el locutor a lo mejor ya estaba diciendo aquello que decía siempre, antes de cada capítulo, y que la Mary y yo nos sabíamos de memoria: La encarnizada violencia de la pasión llevó el perdón a sus corazones. Seguro que a la Mary no la perdonaban. Y seguro que tío Ramón no me perdonaba a mí. No querría ni mirarme a la cara, sobre todo si era verdad que se me estaba poniendo como la de Cigala, el manicura. Eso me había dicho la Mary, de lo rabiosa que estaba. Y allí dentro, en el escritorio, hacía tanto calor, un calor tan raro, que a lo mejor no era calor de verdad, era que yo tenía otra vez fiebre o, por lo menos, destemplanza.

Cuando el abuelo volvió al escritorio, yo estaba temblando, pero hice todo lo posible para que no me lo notase.

—Mal asunto —dijo él—. La sortija no aparece por ningún sitio.

Se quedó en pie en medio de la habitación, muy quieto, muy serio, y yo sabía lo que estaba pensando: Me has mentido.

Seguro que la Mary había escondido la sortija donde nadie la pudiera encontrar.

—Ahora va a venir la Mary otra vez —dijo el abuelo muy despacio, como procurando que yo entendiese bien cada una de sus palabras—. Si lo que has dicho ha sido una calumnia, te daré una oportunidad para que le pidas perdón.

Quería decirle que no había dicho ninguna mentira, que tenía que creerme, que la Mary llevaba muchísimo tiempo muriéndose por tener la sortija, diciendo lo bonita que era, y ponía una cara tan agoniosa que se le veía a la legua que estaba dispuesta a hacer lo que fuera para cogerla y guardársela y que le sirviera, como a tía Victoria, de talismán. Quería decirle que se fiara de mí. Que no me cogiera tirria ni odio ni asco porque no era una calumnia lo que yo había dicho. Pero es que si hubiera hablado una sola sílaba me habría echado a llorar como un descosido y yo no quería que el abuelo me viera llorando, no quería que dijese echa calumnias y encima llora como una niña, y además, si lloraba, lo mismo él pensaba que yo tenía remordimientos y me arrepentía sin querer reconocerlo y, con lo severo que era, no volvería a creerme ninguna otra cosa que dijera en la vida y no me querría ni ver ni me dejaría entrar nunca más en la casa. Así que me aguanté y hasta dejé de mirarle, para que no me diese la llantera al ver lo triste que estaba, y me puse a rezar como un tarsicio para que la sortija apareciera en alguna parte.

Pero la Mary, la abuela y tía Blanca entraron en el escritorio y en seguida me di cuenta de que no la habían encontrado.

—Nada —dijo tía Blanca, y era verdad lo que decía a veces mi madre, a tía Blanca le fastidiaba mucho equivocarse y no descubrir que la gente estaba en pecado mortal—. Como no la tenga amarrada de un hilo en el fondo del aljibe, otro sitio no se me ocurre.

Yo pensé que, con lo grandísima que era la casa de mis abuelos, la Mary podía esconder la sortija en el rincón más raro que se le ocurriera.

—Blanca —dijo el abuelo, dejando bien claro el disgusto que tenía—, no condenes a la muchacha si no puedes demostrarlo. A lo mejor no ha robado nada.

La Mary vio el cielo abierto. Me miró como si fuera una gladiadora que me había ganado la pelea en el circo romano, y después se encocoró igual que una gallina peleona.

—Yo no soy una ratera, don Guillermo —dijo, echándole en cara al abuelo, de muy mala forma, la equivocación—. Yo no sé qué mal bicho le ha picado a este niño para que la coja conmigo de esa manera. ¿Y sabe lo que le digo? En esta casa no hay nadie con más jonra que yo, aunque todos ustedes sean unos ricachones y yo más pobre que las ratas.

—Mary —el abuelo parecía de pronto más enfadado que nunca—, no le consiento que hable así. Si no le gusta esta casa, puede irse inmediatamente.

—Ahora mismo —dijo ella, y se dio media vuelta con tanto coraje que por poco tira a la abuela del empujón que le dio.

—¡Un momento!

Cuando el abuelo mandaba algo de aquel modo lo mejor era estarse quieto y esperar a que pasara el chaparrón, mi madre siempre lo decía. La Mary se quedó donde estaba, volvió un poco la cabeza para ver de refilón lo que quería el abuelo y pegó un sorbetón de pura corajina. Yo sabía que el abuelo me estaba mirando.

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