Authors: Justin Cronin
—¿Qué haces aquí, Maus? Te he buscado por todas partes.
Estaba parado ante ella. Maus se encogió de hombros, con la vista clavada todavía en aquella horrible labor.
—No deberías estar aquí.
—Lo han desinfectado, Galen.
—Quiero decir que no deberías estar aquí sola.
Mausami no dijo nada. ¿Qué estaba haciendo allí? Tan sólo un día antes, se habría sentido tan asfixiada en aquel lugar que habría perdido la razón. ¿Por qué pensaba que aprendería a hacer calceta?
—Estoy bien, Galen. Estoy perfectamente bien aquí.
Se preguntó si era la culpa lo que la impulsaba a atormentarle. Pero no lo creía. Era más bien ira, ira por su debilidad, ira por que la quisiera como lo hacía, cuando estaba claro que ella no había hecho nada para merecerlo, ira porque tendría que mirarlo a la cara después de que naciera el niño (un niño que, debido a las ironías de la vida, sería idéntico a Theo Jaxon) y explicarle la verdad.
—Bien. —El hombre hizo una pausa y carraspeó—. Me voy por la mañana. He venido a decírtelo.
—¿Qué quiere decir que te vas?
Dejó las agujas y lo miró. Cuando entornaba los ojos a la tenue luz, su rostro tenía un aspecto infantil.
—Jimmy quiere que vaya a la central eléctrica. Ahora que Arlo ha muerto, no sabemos qué está pasando allí.
—Vamos, Galen. ¿Por qué te envían?
—¿Crees que no puedo encargarme de ello?
—Yo no he dicho eso, Galen. —Se oyó suspirar—. Sólo me estaba preguntando por qué tú, eso es todo. Nunca has ido a la central.
—Alguien tiene que ir. Tal vez crean que soy el hombre más adecuado para el trabajo.
Se esforzó por ser agradable.
—Ve con cuidado, ¿de acuerdo? Ojo avizor.
—Lo dices como si hablaras en serio.
Mausami no supo qué contestar. De pronto, se sintió cansada.
—Pues claro que hablo en serio, Galen.
—Porque en caso contrario, seguro que lo dirías.
«Díselo —pensó ella—. ¿Por qué no se lo dices?»
—Adelante, tranquilo. —Volvió a su labor—. Estaré aquí cuando vuelvas. Ve a la central.
—¿De veras crees que soy tan estúpido?
Galen estaba con los brazos en jarras y la miraba fijamente. La mano derecha, la más cercana a su cuchillo, se agitó de manera involuntaria.
—Yo no he dicho... eso.
—Bien, pues no lo soy.
Transcurrió un momento de silencio. Había llevado la mano al cinto, que estaba puesto de modo que pudiera sacar el cuchillo.
—¿Qué estás haciendo, Galen? —preguntó ella con delicadeza.
La pregunta pareció despertarle.
—¿Por qué dices eso?
—Por tu forma de mirarme. ¿Qué estás haciendo con la mano?
El hombre dejó caer la vista. Un sonido gutural resonó en su garganta.
—No lo sé —contestó con el ceño fruncido—. Supongo que tú me has provocado.
—¿No te buscarán en la pasarela? ¿No deberías estar allí?
Su expresión de retraimiento tenía algo de extraño, como si no la estuviera viendo.
—Supongo que será mejor que me vaya —dijo Galen.
Pero no hizo el menor esfuerzo por marcharse, ni para retirar la mano.
—Nos veremos dentro de unos días —dijo Mausami.
—¿Qué quieres decir?
—Porque vas a la central, Galen. ¿No has dicho eso?
Un destello de reconocimiento alumbró en su cara.
—Sí, me voy mañana.
—Cuídate, ¿de acuerdo? Hablo en serio. Ojo avizor.
—De acuerdo. Ojo avizor.
Escuchó sus pasos alejarse por el pasillo, el sonido ahogado de repente cuando la puerta de la Sala Grande se cerró a su espalda. Sólo entonces Mausami se dio cuenta de que había soltado las agujas y las aferraba en su puño. Miró a su alrededor y la sala se le antojó de repente demasiado enorme, un lugar abandonado, desprovisto de sus catres y cunas. Todos los Pequeños desaparecidos.
Entonces, lo presintió, un escalofrío que la recorrió por dentro: estaba a punto de suceder algo.
Durante noventa y dos años, ocho meses y veintiséis días, desde que el último autocar había subido la montaña, la Primera Colonia había vivido de esta manera:
Bajo las luces.
Bajo la Ley Única.
Según la costumbre.
Según el instinto.
En el día a día.
Sólo con ellos, y los que habían engendrado, por compañía.
Bajo la protección de la Guardia.
Bajo la autoridad del Hogar.
Sin el ejército.
Sin memoria.
Sin el mundo.
Sin las estrellas.
Para Tía, que estaba sola en su casa del claro, la noche (la Noche de Cuchillos y Estrellas) empezó como tantas otras noches. Estaba sentada a la mesa de la cocina, invadida de vapor, escribiendo su libro. Aquella tarde había sacado un puñado de páginas del hilo de tender, rígidas por el sol (siempre se le antojaban cuadrados de luz de sol capturada), y pasó el resto de las horas diurnas preparándolas: recortando el borde en la plancha para cortar, abriendo la encuadernación y sus cubiertas de piel de cordero estirada, eliminando con cuidado las puntadas que sujetaban las páginas, utilizando la aguja y el hilo para coser las nuevas. Era una tarea lenta, satisfactoria como todas las cosas que exigían tiempo y concentración, y cuando hubo terminado, las luces ya se estaban encendiendo.
Era curioso que todo el mundo pensara que sólo tenía un libro.
El volumen en el que estaba escribiendo, por lo que ella recordaba, era el vigésimo séptimo de su clase. Daba la impresión de que siempre que abría un cajón, amontonaba tazas en un armario o barría bajo la cama se topaba con otro. Suponía que por eso los guardaba de aquella manera, diseminados al azar, no alineados pulcramente en una estantería de forma que la miraran. Siempre que encontraba uno, era como toparse con un viejo amigo.
La mayoría contaban las mismas historias. Historias que recordaba del mundo y de cómo era. De vez en cuando, algo se materializaba como caído del cielo, un recuerdo olvidado, como la televisión, y las tonterías que miraba (su resplandor azulado y verdoso, y la voz de su padre: «Ida, apaga ese maldito aparato, ¿no sabes que pudre el cerebro?»). O algo la inspiraba, la forma en que un rayo de sol resbalaba sobre una hoja, un olor transportado por la brisa, y las sensaciones empezaban a recorrerla, fantasmas del pasado. Un día de otoño en un parque, una fuente de la que brotaba agua, la forma en que su espuma parecía capturar la luz de la tarde, como una enorme flor rutilante. Su amiga Sharise, la chica de la esquina, sentada a su lado en un escalón para enseñarle un diente que se le había caído, sostenía la raíz ensangrentada en la palma de la mano para que Tía lo viera. («Ya sé que el Ratoncito Pérez no existe, pero siempre me trae un dólar.») Su madre doblando la colada en la cocina, con su vestido de verano favorito, el de color verde claro, y el aroma de la toalla que estaba doblando contra el pecho. Cuando eso sucedía, Tía sabía que era una buena noche de escritura, recuerdos que se abrían a otros recuerdos, como un pasillo flanqueado de puertas que su mente recorría y la mantenía ocupada hasta que el sol se alzaba en las ventanas.
Pero esa noche no, pensó Tía, mojaba la punta de la pluma en el tintero y alisaba la página con la mano. Esta noche no era adecuada para estas cosas viejas. Se proponía escribir a Peter. Esperaba que aquel chico con estrellas en su interior apareciera en su casa.
Las cosas se le presentaban a su manera. Suponía que era así porque había vivido mucho, como si fuera un libro y el libro estuviera compuesto de años. Recordó la noche en que Prudence Jaxon había aparecido en su puerta. La mujer estaba enferma de cáncer, ya avanzado, mucho antes de que le tocara. Parada en la puerta de Tía con la caja apretada contra el pecho, tan frágil y delgada como si el viento se la pudiera llevar. Tía lo había visto muchas veces a lo largo de su vida, aquella cosa maligna en los huesos, y nunca había otra cosa que hacer que escuchar y hacer lo que la persona pedía, y eso fue lo que Tía hizo por Prudence Jaxon aquella noche. Tomó la caja y la guardó, y antes de un mes Prudence Jaxon había muerto.
«Ha de venir por voluntad propia.» Aquéllas eran las palabras que Prudence había dicho a Tía, palabras verdaderas, porque así era el camino de todas las cosas. Las cosas de tu vida llegaban en el momento justo, como un tren que tuvieras que tomar. A veces era fácil, bastaba con subir, el tren era lujoso y confortable, y lleno de gente que te sonreía en silencio, y un revisor te validaba el billete y te revolvía el pelo con su manaza, diciendo: «Qué guapa eres, eres la chica más bonita, y qué suerte hacer un viaje en tren acompañada de tu papá», mientras te hundías en tu mullido asiento y bebías gaseosa de jengibre de una lata y veías el mundo desfilar flotando en un silencio mágico ante tu ventanilla, los altos edificios de la ciudad a la luz otoñal de la mañana, y la parte posterior de las casas con la colada aleteando, y un paso a nivel con barreras donde un niño saludaba con la mano desde su bicicleta, y después los bosques y los campos y una sola vaca pastando.
Pero ¿qué pasaba con Peter? No era al tren, sino a Peter, a quien se proponía escribir. (Sólo que ¿adónde habían ido? ¿Adónde habían ido en tren aquella única vez, los dos juntos, ella y su papá, Monroe Jaxon? Habían ido a ver a su abuela y sus primos, recordó Tía, a un lugar llamado «el Sur».) Peter, y el tren. Porque a veces era fácil, y a veces no. Las cosas de tu vida se precipitaban sobre ti y lo único que podías hacer era agarrarte y aguantar. Tu antigua vida terminaba y el tren te conducía a otra, y al momento siguiente te descubrías parada en el polvo rodeada de helicópteros y soldados, y lo único que tenías para acordarte de la gente era la foto que habías encontrado en el bolsillo de tu chaqueta, la de tu mamá, a la que nunca volverías a ver en todos los días de tu vida, que te había deslizado en el bolsillo cuando te abrazó en la puerta.
Cuando Tía oyó la llamada, y la puerta mosquitera se abrió y cerró después de que la persona entrase, casi había dejado de llorar como una estúpida. Se había jurado no volver a hacerlo. «Ida —se decía—, basta de llorar por cosas que no tienen remedio.» Pero aquí estaba, después de tantos años, y aún se conmovía hasta ese extremo cada vez que pensaba en su mamá, deslizando aquella foto en su bolsillo, consciente de que, cuando Ida la encontrara, las dos estarían muertas.
—¿Tía?
Esperaba que fuera Peter, que vendría con sus preguntas sobre la chica, pero no era él. No reconoció el rostro, que flotaba en la niebla de su visión. Una cara estrecha y aplastada de hombre, como si la hubiera encontrado atascada en una puerta.
—Soy Jimmy, Tía. Jimmy Molyneau.
¿Jimmy Molyneau? No era posible. ¿No había muerto Jimmy Molyneau?
—Estás llorando, Tía.
—Pues claro que estoy llorando. Se me ha metido algo en el ojo.
El hombre se sentó en una silla frente a ella. Ahora que había encontrado las gafas de ver entre las que colgaban alrededor de su cuello, vio que era, tal como había afirmado, Molyneau. Aquella nariz era la de los Molyneau.
—¿Qué quieres? ¿Has venido por la caminante?
—¿Qué sabes de ella, Tía?
—Vino un corredor esta mañana. Dijo que habían encontrado a una chica.
No sabía muy bien qué quería el joven. Parecía triste, derrotado. En circunstancias normales, Tía habría agradecido un poco de compañía, pero como el silencio se prolongaba, con aquel hombre extraño y hosco al que sólo recordaba vagamente, con aquella expresión de abatimiento en la cara, empezó a impacientarse. La gente no debería entrar en un sitio sin algún propósito.
—No sé por qué he venido. Creo que debía decirte algo. —Exhaló un profundo suspiro y se pasó una mano sobre la cara—. En realidad, debería estar en la muralla.
—Si tú lo dices...
—Sí, bien. Es donde debería estar el comandante, ¿verdad? En la muralla. —No la estaba mirando. Tenía la vista clavada en sus manos. Meneó la cabeza como insinuando que la muralla era el último lugar de la tierra donde desearía estar—. Es importante, ¿eh? Yo, comandante.
Tía no supo qué decir. Pasara lo que pasara por la mente de aquel hombre, no estaba relacionado con ella. Había momentos en que no podías reparar algo roto con palabras, y parecía que se trataba de uno de ésos.
—¿Crees que podrías ofrecerme una taza de té, Tía?
—Si quieres, te la preparo.
—Si no te molesta...
Le molestaba, pero no había otro remedio. Se levantó y puso la tetera a hervir. Mientras tanto, aquel hombre, Jimmy Molyneau, se quedó sentado en silencio a la mesa, contemplando sus manos. Cuando el agua empezó a hervir en la tetera, sirvió dos tazas con el colador y las llevó a la mesa.
—Con cuidado. Está caliente.
El hombre tomó un sorbo cauteloso. Daba la impresión de que había perdido todo interés por hablar. Lo cual ya le convenía a Tía. De vez en cuando, aparecía gente con problemas, cosas privadas, tal vez pensando que, como vivía sola y no veía a casi nadie, no se lo podría contar a otros. Por lo general eran mujeres que venían a hablar de sus maridos, pero no siempre. Tal vez este Jimmy Molyneau tenía problemas con su mujer.
—¿Sabes lo que dice la gente de tu té, Tía?
Estaba contemplando la taza con el ceño fruncido, como si la respuesta que buscaba estuviera flotando en el líquido.
—¿Qué dice?
—Que es el motivo de tu longevidad.
A medida que pasaron los minutos se fue haciendo un pesado silencio. Para concluir tomó un último sorbo de té, hizo una mueca a causa del sabor, y devolvió la taza a la mesa.
—Gracias, Tía. —Se puso en pie con movimientos cansados—. Creo que será mejor que me vaya. Me alegro de haber hablado contigo.
—Ha sido un placer.
Se detuvo en la puerta, con una mano apoyada en el marco.
—Soy Jimmy —dijo—. Jimmy Molyneau.
—Sé quién eres.
—Por si acaso —dijo—. Por si alguien pregunta.
Los acontecimientos que se iniciaron con la visita de Jimmy a casa de Tía estaban destinados a ser recordados mal, empezando con el nombre. La Noche de Cuchillos y Estrellas fue, de hecho, tres noches distintas, con un par de días en medio. Pero con esos incidentes (que estaban destinados a que los relataran no sólo cuando acababan de producirse, sino también muchos años después), el tiempo parecía comprimirse. Es un error habitual de la memoria imponer a tales acontecimientos la coherencia de una narrativa concentrada, empezando con la asignación de un intervalo de tiempo concreto. Aquella estación. Aquel año. La Noche de Cuchillos y Estrellas.