El pasaje (82 page)

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Authors: Justin Cronin

BOOK: El pasaje
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Peter experimentó la sensación de que estaba intentando beber agua de una manguera.

—Lo siento, Michael. Me he perdido.

Michael se volvió hacia él.

—Te estoy diciendo que ese trasto de su cuello está tomándole la temperatura cada hora y media desde hace algo más de noventa y tres años. Noventa y tres años, cuatro meses y veintiún días, para ser exactos. Amy SAC tiene cien años.

Cuando su mente consiguió enfocar de nuevo la cara de Michael, Peter cayó en la cuenta de que se había derrumbado en la silla.

—Eso es imposible.

Michael se encogió de hombros.

—De acuerdo, es imposible. Pero no hay otra explicación, Peter. Y hay más. ¿Recuerdas la primera partición? ¿La palabra USAMRIID? La reconocí al instante. Significa Instituto de Investigaciones Médicas de Enfermedades Infecciosas del Ejército de Estados Unidos. Hay montones de material con el encabezado de USAMRIID. Documentos sobre la epidemia, montones de material técnico. —Se volvió en su silla y dirigió la atención de Peter hacia la parte superior de la pantalla. —¿Ves esta larga hilera de números en la primera línea? Es la firma digital del ordenador principal.

—¿La qué?

—Considéralo una dirección, el nombre del sistema que este pequeño transmisor está buscando. Tal vez pienses que es un galimatías, pero si lo miras con atención, los números te revelarán más. Este aparato debía de tener una especie de sistema localizador incorporado, tal vez conectado con un satélite. Maquinaria militar antigua. Por lo tanto, lo que estás viendo son coordenadas en una cuadrícula, no algo disparatado. Sólo longitud y latitud. 37 grados 56 minutos norte, por 107 grados 49 minutos oeste. Bien, vamos al mapa...

Michael limpió la pantalla y pulsó unas teclas. Apareció una nueva imagen. Peter tardó un momento en asimilar lo que estaba viendo, un mapa del continente norteamericano.

—Entramos las coordenadas, así...

Una cuadrícula de líneas negras apareció sobre el mapa, que se dividió en cuadrados. Michael levantó los dedos del teclado y pulsó «entrar». Apareció un punto amarillo brillante.

—... y ya lo tenemos. Sudoeste de Colorado. Una ciudad llamada Telluride.

El nombre no significaba nada para Peter.

—Colorado, Peter. El corazón de la ZCC.

—¿Qué es la ZCC?

Michael exhaló un suspiro de impaciencia.

—Debes repasar tus nociones de historia, en serio. La Zona Central de Cuarentena. Donde empezó la epidemia. Los primeros virales salieron de Colorado.

Peter experimentó la sensación de que un caballo desbocado lo estaba arrastrando.

—Más despacio, por favor. ¿Me estás diciendo que Amy viene de allí?

Michael asintió.

—Sí, básicamente. El transmisor era de corto alcance, de modo que tenía que estar a unos pocos clics cuando se lo implantaron. La verdadera pregunta es por qué.

—¡Ya te vale! ¿Me lo preguntas como si lo supieras?

Michael hizo una pausa.

—Deja que te pregunte algo. ¿Has pensado alguna vez en qué son los virales? No sólo en lo que hacen, Peter. En lo que son.

—¿Seres sin alma?

Michael asintió.

—Exacto, eso es lo que todo el mundo dice. Pero ¿y si hubiera algo más? Esta chica, Amy, no es una viral. Si lo fuera, todos estaríamos muertos. Pero ya has visto cómo se ha curado, y sobrevivió ahí fuera. Y, como tú mismo dijiste, te protegió. ¿Cómo explicas el hecho de que tiene casi cien años y no aparenta ni catorce? El ejército le hizo algo. No sé qué, pero se lo hizo. Este transmisor estaba emitiendo en una frecuencia militar. Quizá estaba infectada, y le hicieron algo para devolverla a la normalidad. —Hizo otra pausa y clavó la vista en Peter—. Tal vez ella sea la cura.

—Eso es... un gran paso adelante.

—¿De veras? No estoy seguro. —Michael se levantó de la silla y cogió un libro de la estantería que había sobre la terminal—. Repasé el viejo cuaderno de bitácora para ver si habíamos captado una señal desde esas coordenadas. Sólo se trataba de una corazonada. Y así era, por supuesto. Hace ochenta años captamos una señal que emitía desde esas coordenadas. Frecuencia de socorro militar, en el morse de los viejos tiempos. Pero además, encontré esta anotación.

Michael abrió el libro por la página que había marcado. Dejó el libro sobre el regazo de Peter y señaló las palabras escritas: «Si la encontráis, traedla aquí».

—Y esto es lo definitivo —continuó Michael—. Sigue transmitiendo. Por eso tardé tanto. Tuve que subir un cable a la muralla para conseguir una señal decente.

Peter levantó los ojos de la página. Michael seguía mirándolo larga y fijamente.

—¿Está qué?

—Transmitiendo. Esas mismas palabras: «Si la encontráis, traedla aquí.»

Peter sintió un mareo que se acumulaba en la región periférica del cerebro.

—¿Cómo es posible que siga transmitiendo?

—Porque hay alguien allí, Peter. ¿No lo entiendes? —Exhibió una sonrisa victoriosa—. Noventa y tres años. Eso es el Año Cero, el inicio de la epidemia. Es lo que te estoy diciendo. Hace noventa y tres años, en la primavera del Año Cero, en Telluride, en Colorado, alguien implantó un transmisor de energía nuclear en el cuello de una chica de seis años. Que sigue viva y está en cuarentena, como si acabara de salir del Tiempo de Antes. Y quien lo hizo lleva noventa y tres años pidiendo que se la devolvamos.

40

Era casi medianoche, y no había nadie fuera excepto la Guardia, porque todo el mundo se había encerrado en casa a causa del toque de queda. Todo parecía tranquilo en la muralla. Durante las horas anteriores, Peter había hecho todo lo posible por controlar la situación. No se había presentado a la guardia, y nadie había ido a buscarlo, aunque a nadie se le habría ocurrido ir a mirar al Faro, ni al remolque de FEMA, desde el cual vigilaba la cárcel. Con la llegada de la noche, y la Guardia tan mermada, Ian sólo había apostado a un centinela delante, Galen Strauss. Pero Peter dudaba que Sam y los demás intentaran algo antes del amanecer. Para entonces, ya se habría marchado.

El hospital estaba bien custodiado, con un par de centinelas, uno delante y otro detrás. Dale había subido a la muralla, de modo que Peter no podía entrar, pero Sara aún gozaba de libertad de movimientos. Se había escondido entre los arbustos situados al pie del Asilo, a la espera de que ella saliera. Pasó mucho tiempo antes de que la puerta se abriera y ella saliera al porche. Habló un momento con el centinela de guardia, Ben Chou, bajó los peldaños y siguió el sendero, sin duda con la intención de ir a casa para comer algo. Peter la siguió a una distancia discreta, hasta quedar fuera de la vista de las murallas, y entonces se acercó a toda prisa.

—Acompáñame —dijo.

La condujo hasta el Faro, donde Michael y Elton estaban esperando. Michael repitió las mismas explicaciones que le había dado a Peter y contó a Sara lo que sabía. Cuando llegó a la parte de la señal, y le enseñó las palabras escritas en el cuaderno de bitácora, ella cogió el libro y lo examinó.

—De acuerdo.

Michael frunció el ceño.

—¿Qué quieres decir?

—No es que dude de ti, Michael. Hace demasiado tiempo que te conozco. Pero ¿qué vamos a hacer con esta información? Colorado está a... ¿cuánto? ¿Mil kilómetros de aquí?

—A unos mil seiscientos —dijo Michael—. Lo tomas o lo dejas.

—¿Y cómo se supone que vamos a llegar hasta allí?

Michael hizo una pausa. Miró a Elton, quien asintió.

—El verdadero problema es qué pasará si no lo logramos.

Y fue entonces cuando Michael le habló de las baterías.

Peter asimiló la noticia con extraña indiferencia, con una sensación de que era algo inevitable. Las baterías estaban fallando, por supuesto. Las baterías habían estado fallando desde el primer momento. Se notaba en todo lo que había pasado. Lo sentía en lo más hondo de su ser, como si lo hubiera sabido siempre. Como la chica. Esa chica, Amy, la Chica de Ninguna Parte. El que hubiera llegado justo cuando las baterías estaban fallando era algo más que una coincidencia. Lo único que le quedaba por hacer era actuar a tenor de lo que sabía.

Se dio cuenta de que nadie hablaba desde hacía un rato.

—¿Quién más lo sabe? —preguntó a Michael.

—Sólo nosotros. —Vaciló—. Y tu hermano.

—¿Se lo dijiste a Theo?

Michael asintió.

—Siempre me arrepentí. Él me dijo que no se lo contara a nadie. Cosa que hice, hasta ahora.

Pues claro, estaba pensando Peter. Pues claro que Theo lo sabía.

—Creo que no quería que la gente se asustara —explicó Michael—. Mientras no pudiéramos hacer nada.

—Pero tú crees que sí se puede hacer algo.

Michael hizo una pausa para frotarse los ojos con las yemas de los dedos. Peter se dio cuenta de que tantas horas de trabajo le estaban afectando. Ninguno de ellos había dormido nada.

—Sabes lo mismo que yo, Peter. Es muy probable que la señal esté automatizada, pero si el ejército sigue allí, creo que se podrá hacer algo. Si actuó como lo hizo en el centro comercial, tal vez podría protegernos.

Peter se giró para mirar a Sara. Después de lo que Michael acababa de decirles, le sorprendió verla tan serena, pues su rostro no revelaba la menor emoción. Pero era enfermera. Peter conocía aquella dureza.

—No has dicho nada, Sara.

—¿Qué quieres que diga?

—Has estado con ella todo este tiempo. ¿Qué crees que es?

Sara soltó un suspiro de cansancio.

—Sólo sé lo que no es. No es una viral, eso es evidente. Pero tampoco es un ser humano normal, por su forma de curarse.

—¿Has descubierto algún motivo por el que no pueda hablar?

—Ninguna. Si es tan vieja como dice Michael, y ha estado sola todo este tiempo, puede que se le haya olvidado.

—Y nadie más ha ido a verla.

—Desde ayer, no. Tengo la sensación de que todo el mundo está... asustado de ella.

—¿Y tú?

Sara frunció el ceño.

—¿Por qué iba a tener miedo, Peter?

Pero él no lo sabía. La pregunta se le había antojado extraña incluso mientras la formulaba.

Sara se puso en pie.

—Bien, tendré que volver. Ben empezará a extrañarse. —Apoyó una mano sobre el hombro de Michael—. Intenta descansar un poco. Tú también, Elton. Los dos tenéis un aspecto lamentable.

Se volvió hacia la puerta y dio media vuelta, concentrando su atención en Peter de nuevo.

—No lo habrás dicho en serio, ¿verdad? Lo de ir a Colorado.

La respuesta parecía demasiado sencilla. Y no obstante, todo cuanto habían dicho apuntaba a dicha conclusión. Peter sintió algo muy parecido a lo que había experimentado cuando Theo le preguntó, delante de la biblioteca, qué había votado.

—Porque en ese caso —dijo Sara—, y tal como están las cosas, yo no esperaría mucho más a sacarla de aquí.

Y dicho eso, se fue del Faro.

En ausencia de Sara, un silencio más profundo se hizo en la habitación. Peter sabía que ella tenía razón. No obstante, su mente aún era incapaz de asimilar la enormidad de lo que estaban imaginando, de definirlo. La chica, Amy, y la voz que había en su cabeza, diciéndole que su madre lo echaba de menos; las baterías defectuosas, cuyo problema Theo conocía; el mensaje que había llegado a la radio de Michael, como una transmisión que no sólo hubiera cruzado el espacio, sino también el tiempo, y les hablara desde el pasado. Era una sola pieza, pero su forma era inaprensible, como si una parte crucial de la información estuviera todavía ausente del diseño.

Peter se descubrió mirando a Elton. El viejo no había pronunciado ni una palabra. Peter pensó que quizá se habría dormido.

—¿Elton?

—¿Humm?

—Estás muy callado.

—No tengo nada que decir —contestó el anciano, con su mirada ciega extraviada—. Ya sabes con quién tienes que hablar. Todos los chicos Jaxon sois iguales. No hace falta que te lo diga.

Peter se puso en pie.

—¿Adónde vas? —preguntó Michael.

—A obtener la respuesta —replicó Peter.

Sanjay Patal no podía dormir. Tendido en la cama, ni siquiera podía cerrar los ojos.

Era la chica. La Chica de Ninguna Parte. Se le había metido dentro, se le había metido en la mente. La chica residía en ella junto con Babcock y los Muchos («¿Cuántos?», se preguntó. ¿Por qué estaba pensando en los Muchos?), y era como si ahora fuera otra persona, alguien nuevo y extraño a él. Había deseado... ¿qué? Un poco de paz. Un poco de orden. Poner freno a la sensación de que no todo era lo que parecía, de que el mundo no era el mundo. ¿Qué había dicho Jimmy acerca de los ojos de la chica? Pero tenía los ojos cerrados, lo había visto claramente. Tenía los ojos cerrados, y nunca los abría. Estaban dentro de él, aquellos ojos, como si lo estuviera viendo todo desde dos ángulos al mismo tiempo, desde dentro y desde fuera, Sanjay y no Sanjay, y lo que veía era una soga.

¿Por qué estaba pensando en una soga?

Se había propuesto encontrar a Old Chou. Por eso se había ido de casa la noche anterior, dejando a Gloria dormida en la cocina. La necesidad de encontrar a Old Chou era la fuerza que lo había impulsado a levantarse de la cama, bajar la escalera y salir. Las luces, recordó Sanjay. En cuanto salió al patio, habían asolado sus ojos como una bomba, el resplandor estalló sobre sus retinas, abrasó su mente con un dolor que no era dolor real, sino un recuerdo del dolor, que se llevó cualquier pensamiento sobre Old Chou, el almacén o sus presuntas intenciones. Lo que había hecho a continuación daba la impresión de haberse producido en un estado carente de libre albedrío. Las imágenes de su memoria carecían de coherencia, como un mazo de cartas diseminado sobre la mesa. Era Gloria quien lo había encontrado después, acurrucado en los arbustos que crecían en la base de su casa, llorando como un niño.

—Sanjay —decía ella—, ¿qué has hecho? ¿Qué has hecho, qué has hecho?

Él no pudo contestarle (pues, en aquel momento, no tenía ni idea), pero a juzgar por su expresión y su voz era espantoso, impensable, como si hubiera matado a alguien, y dejó que ella lo condujera a casa de nuevo y lo acostara. No recordó lo que había hecho hasta que salió el sol.

Se estaba volviendo loco.

El día había transcurrido por fin. Creyó que sólo podría devolver cierta coherencia a su mente perturbada y evitar la repetición de los acontecimientos de la noche anterior si permanecía despierto, y no sólo despierto, sino absolutamente inmóvil, gracias a toda la fuerza de su voluntad. Ésa era su nueva vigilia. Durante un rato, poco después del amanecer y más adelante, mientras la oscuridad se avecinaba, se había producido un alboroto abajo. Había oído las voces de Ian, Ben y Gloria, y se preguntó qué habría sido de Jimmy. Pero eso también había terminado. Experimentó la sensación de estar dentro de una especie de burbuja, mientras todo se desarrollaba a lo lejos, más allá de su alcance. Era consciente, a intervalos, de la presencia de Gloria en la habitación. Su cara preocupada flotaba sobre él, lanzaba preguntas que era incapaz de contestar. «¿Debo hablarles de los fusiles, Sanjay? ¿Debo? No sé qué hacer, no sé qué hacer. ¿Por qué no me hablas, Sanjay?» Pero no podía decir nada. Ni siquiera era capaz de hablar.

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