El pasaje (84 page)

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Authors: Justin Cronin

BOOK: El pasaje
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Sara no ponía en duda nada de lo que Michael había dicho. Michael era Michael, todo el mundo decía lo mismo, lo cual significaba que era más listo que el hambre, demasiado listo. Nunca se equivocaba. Llegaría un día, suponía Sara, en que eso sucedería (una persona no podía estar en lo cierto siempre), y se preguntaba qué sería de su hermano aquel día. Llegaría el día en que los esfuerzos incesantes que invertía en tener razón, en resolver todos los problemas, no darían fruto. Sara pensaba en un juego que habían practicado de pequeños, que consistía en construir torres de bloques, e ir sacando a continuación los niveles inferiores, uno a uno, con el peligro de que todo el artilugio se viniera abajo. Y cuando eso ocurriera, sucedería en un abrir y cerrar de ojos. Se preguntó si sería eso lo que le pasaría a Michael, si quedaría alguna parte en pie. Entonces la necesitaría, como la había necesitado aquella mañana en el cobertizo, cuando habían encontrado a sus padres; el día en que Sara le había fallado.

Sara había hablado en serio cuando dijo a Peter que no tenía miedo de la chica. Al principio, sí que la había atemorizado, pero a medida que pasaban las horas y los días, y las dos estaban encerradas, había empezado a sentir algo nuevo. Ante la presencia misteriosa y vigilante de la chica (silenciosa e inmóvil, pero no del todo), había empezado a experimentar cierta tranquilidad, incluso esperanza. La sensación de que no estaba sola, pero más aún, el mundo no estaba solo. Como si todos estuvieran despertando de una larga noche de terribles sueños para volver a la vida.

Pronto amanecería. No se habían repetido los ataques de la noche anterior. Habría oído los gritos. Era como si la noche estuviera conteniendo su último aliento, a la espera de lo que sucedería a continuación. Porque lo que Sara no había dicho a Peter, ni a nadie, era lo sucedido en el hospital momentos antes de que las luces se apagaran. De pronto, la chica se había incorporado en la cama como impulsada por un resorte. Sara, agotada, acababa de acostarse. La despertó un sonido procedente de la chica. Un gemido bajo, una sola nota continua, que se elevaba en el fondo de su garganta.

—¿Qué pasa? —había preguntado Sara, al tiempo que corría hacia ella—. ¿Qué sucede? ¿Te duele algo?

Pero la chica no contestó. Tenía los ojos abiertos de par en par, pero al mismo tiempo daba la impresión de que no veía a Sara. Ésta había presentido que algo estaba pasando fuera (reinaba una extraña oscuridad en la sala, se oían gritos procedentes de la muralla, ruidos de alboroto, voces que gritaban y pasos apresurados), pero mientras eso parecía importante, un hecho digno de su atención, Sara era incapaz de apartar la mirada. Era muy consciente de que lo que estaba ocurriendo fuera se estaba jugando también allí, en aquella sala, en la mirada vacía de la chica, en la rigidez de su cara y garganta, y en la lastimera melodía que estaba interpretando desde algún lugar de su interior. La situación se prolongó así durante un número indeterminado de minutos (dos minutos y cincuenta y seis segundos, según Michael, aunque se le antojó una eternidad), y después, de la misma forma inquietante y veloz con que había empezado, terminó. La chica enmudeció. Se tumbó en el catre, con las rodillas apretadas contra el pecho, y eso fue todo.

Sara, sentada ante su escritorio en la habitación de fuera, se acordaba de eso, mientras se preguntaba si tendría que habérselo dicho a Peter, cuando el sonido de voces en el porche atrajo su atención. Alzó la vista hacia la ventana. Ben seguía sentado en la barandilla, dándole la espalda (Sara le había sacado una silla), el extremo de la ballesta sobresaliendo de su regazo. Estaba hablando con alguien situado debajo de él, pero Sara no podía verlo debido al ángulo.

—¿Qué estáis haciendo ahí? —oyó decir a Ben, en tono de advertencia—. ¿No sabéis que hay toque de queda?

Y cuando Sara se levantó para ver con quién estaba hablando Ben, vio que éste se ponía en pie también y movía la ballesta ante él.

Peter y Michael, que estaban atravesando el aparcamiento de remolques, saltaban de sombra en sombra. Llevaron a cabo su acercamiento final a la cárcel bajo el cobijo de los árboles.

No había ningún centinela.

Peter empujó la puerta, que estaba entreabierta. Cuando entró, vio un cuerpo apoyado contra la pared del fondo, atado de pies y manos, justo cuando Alicia, a su izquierda, bajaba la ballesta que apuntaba a su espalda.

—¿Dónde coño estabas? —dijo.

Caleb estaba detrás de ella, blandiendo un cuchillo.

—Es una larga historia. Te la contaré por el camino. —Indicó el cuerpo caído en el suelo, que ahora reconoció como el de Galen Strauss—. Veo que has decidido empezar sin mí. ¿Qué le has hecho?

—Nada que pueda recordar cuando despierte.

—Ian sabe lo de los fusiles —dijo Michael.

Alicia asintió.

—Me lo figuraba.

Peter explicó el plan. Primero, ir al hospital a buscar a Sara y la chica, después a los establos, a por las monturas. Justo antes del primer toque, Dale, que estaba en la muralla, daría la alarma. Podrían escapar por la puerta aprovechando la confusión, justo cuando el sol estuviera saliendo, y marchar hacia la central eléctrica. Una vez estuvieran allí, ya pensarían sus siguientes pasos.

—Creo que juzgué mal a Dale —dijo Alicia—. Tiene más redaños de lo que imaginaba. —Miró a Michael—. Y a ti también, Circuito. No te creía capaz de entrar por la fuerza en la cárcel.

Los cuatro salieron. La aurora se acercaba a marchas forzadas. Peter no creía que les quedaran más de unos pocos minutos. Avanzaron en silencio hacia el hospital y dieron un rodeo en dirección a la pared oeste del Asilo, para poder ver sin estorbos el edificio.

El porche estaba desierto, y la puerta, abierta. Por las ventanas delanteras se veía el destello de luces. Entonces oyeron un grito.

Sara.

Peter fue el primero en llegar. La habitación de fuera estaba vacía. El único indicio de que se había producido un altercado era la silla del escritorio, caída en el suelo. Peter oyó un gemido en el pabellón. Cuando los otros entraron detrás de él, corrió por el pasillo y atravesó la cortina.

Amy estaba acurrucada al pie de la pared del fondo, con las manos sobre la cabeza como si se protegiera de un golpe. Sara estaba de rodillas, con la cara cubierta de sangre.

La sala estaba llena de cadáveres.

Los demás habían irrumpido detrás de él. Michael corrió al lado de su hermana.

—¡Sara!

Ella intentó hablar. Abrió sus labios ensangrentados, pero no emitió ningún sonido. Peter se arrodilló al lado de Amy. Parecía ilesa, pero se encogió cuando él la tocó y movió los brazos como para protegerse.

—Tranquila —estaba diciendo él—, tranquila.

Pero no estaba tranquila. ¿Qué había pasado? ¿Quién había asesinado a aquellos hombres? ¿Se habían matado entre ellos?

—Es Ben Chou —dijo Alicia. Estaba arrodillada junto a uno de los cuerpos—. Esos dos son Milo y Sam. El otro es Jacob Curtis.

Ben había sido acuchillado. Milo, con la cabeza caída sobre un charco de sangre, había muerto a consecuencia de un golpe en la cabeza. Daba la impresión de que Sam había seguido el mismo camino, con el cráneo hundido en un lado.

Jacob estaba tendido boca arriba al pie del catre de Amy, con un proyectil de la ballesta de Ben hundido en la garganta. Un poco de sangre surgía de sus labios entre burbujas. Tenía los ojos abiertos en una mirada de sorpresa. En la mano extendida aferraba todavía un trozo de tubo de hierro, manchado de sangre y sesos, motas blancas entre el rojo que se aferraban a la superficie.

—¡Hostia puta! —exclamó Caleb—. ¡Hostia puta, están todos muertos!

La escena había adquirido una terrible vividez. Los cuerpos en el suelo, los charcos de sangre. Jacob con el tubo en la mano. Michael estaba ayudando a Sara a levantarse. Amy continuaba acurrucada contra la pared.

—Fueron Sam y Milo —graznó Sara. Michael había sentado a su hermana en un catre. Hablaba con voz entrecortada, con los labios agrietados e hinchados, los dientes teñidos de púrpura—. Ben y yo intentamos detenerlos. Todo fue... No lo sé. Sam me estaba pegando. Entonces entró otra persona.

—¿Fue Jacob? —preguntó Peter—. Está muerto ahí, Sara.

—¡No lo sé, no lo sé!

Alicia tomó a Peter del codo.

—Da igual lo que pasó —dijo en tono perentorio—. Nadie nos creerá. Tenemos que irnos ya.

No podían salir por la puerta. Alicia explicó lo que quería que hicieran todos. Lo más importante era mantenerse alejados de la muralla. Peter y Caleb irían al almacén, en busca de cuerdas, mochilas y zapatos para Amy. Alicia conduciría a los demás al punto de encuentro.

Salieron con sigilo del hospital y se dispersaron. La puerta principal del almacén estaba entreabierta, la cerradura colgando del pestillo. Era un detalle llamativo, pero no tenían tiempo para preocuparse por cosas como ésa. Caleb y Peter entraron en el oscuro interior lleno de sus largas hileras de contenedores. Fue allí donde encontraron a Old Chou, y a su lado, a Walter Fisher. Estaban colgados uno al lado del otro de las vigas, con las sogas anudadas alrededor del cuello, los pies descalzos suspendidos sobre un contenedor de libros. Su piel había adquirido un tono grisáceo. La lengua de ambos sobresalía de sus bocas. Era evidente que habían utilizado las cajas a modo de escalera y una vez ceñidas las cuerdas, las habían alejado de una patada. Por un momento, Peter y Caleb se quedaron inmóviles, mirando a los dos hombres, la imagen improbable que componían.

—Jo... der —dijo Caleb.

Peter sabía que Alicia tenía razón. Tenían que irse enseguida. Lo que estaba sucediendo era enorme y terrible, una fuerza que los barrería a todos.

Reunieron sus pertrechos y salieron. Entonces, Peter se acordó de los planos.

—Adelántate —dijo a Caleb—. Ya os alcanzaré.

—Ya habrán llegado.

—Tú vete. Ya os encontraré.

El chico salió corriendo. Peter no se molestó en llamar a la puerta de Tía. Entró y fue directo al dormitorio. Tía estaba dormida. Se detuvo un momento en el umbral, y la vio respirar. Los planos estaban donde los había dejado, debajo de la cama. Se agachó para recogerlos y los guardó en su mochila.

—¿Peter?

El joven se quedó de piedra. Tía seguía con los ojos cerrados, y las manos caídas a los costados.

—Sólo estaba descansando un poco.

—Tía...

—No hay tiempo para despedidas —dijo la anciana sin abrir los ojos—. Tienes que irte ya, Peter. Ahora ha llegado tu momento.

Cuando llegó al reborde, el cielo había aclarado sobre las luces. Desde el este se elevaban filamentos rosados. Todo el mundo había llegado. Alicia estaba subiendo desde debajo de la línea principal, y se sacudía el polvo.

—¿Todo el mundo preparado?

Pasos a su espalda. Peter giró en redondo y desenvainó el cuchillo. Pero entonces vio, saliendo de la maleza, la figura de Mausami Patal. Llevaba colgada una ballesta del hombro. Cargaba con una mochila.

—Os seguí desde el almacén. Será mejor que nos apresuremos.

—Maus... —empezó Alicia.

—No gastes saliva en balde, Lish. Me voy. —Mausami clavó la mirada en Peter—. Dime una cosa. ¿Crees que tu hermano está muerto?

Experimentó la sensación de haber estado esperando a que alguien le hiciera esa pregunta.

—Yo tampoco.

Movió la mano hacia el vientre, un gesto inconsciente. El significado le llegó como si fuera menos un descubrimiento que un recuerdo, como si siempre lo hubiera sabido.

—Nunca tuve la oportunidad de decírselo —continuó Mausami—. Todavía quiero hacerlo.

Peter se volvió hacia Alicia, quien estaba estudiando a los dos con una mirada de exasperación.

—Ella viene con nosotros.

—No es una buena idea, Peter. Piensa en adónde vamos.

—Mausami es ahora de la familia. No se trata de una discusión.

Por un momento, Alicia no dijo nada. Daba la impresión de haberse quedado sin palabras.

—A la mierda —dijo por fin—. No tenemos tiempo para discusiones.

Alicia fue la primera en abrir la marcha, seguida de Sara, Michael, Caleb y Mausami, que fueron entrando en el túnel de uno en uno, con Peter en la retaguardia.

Amy era la última. Habían encontrado un jersey y unos pantalones para ella, así como unas sandalias. Cuando se agachó para pasar por la abertura, sus ojos se encontraron con los de Peter, firmes pero suplicantes.

«¿Adónde vamos?»

A Colorado, pensó él. A la ZCC. Sólo eran nombres en un plano, puntos de luz coloreada en la pantalla del tubo de rayos catódicos de Michael. La realidad que ocultaban, el mundo escondido al que pertenecían, Peter era incapaz de imaginarlo. Cuando habían hablado del viaje por la noche (¿había sido la misma noche, los cuatro apretujados en el Faro?), Peter había imaginado una expedición como era debido: un destacamento numeroso armado, carretas con provisiones, al menos una partida de exploración, y una ruta meticulosamente planificada. Su padre dedicaba estaciones enteras a planificar las largas marchas. Pero ellos no eran más que fugitivos a pie, que huían con poco más que un montón de planos y los cuchillos de sus cintos. ¿Cómo podían confiar en llegar a aquel lugar?

—La verdad es que no lo sé —le dijo—, pero si no nos vamos ahora, creo que todos moriremos aquí.

La chica se agachó y desapareció en el túnel. Peter apretó las correas de su mochila y la siguió, cerró la escotilla sobre su cabeza y se aisló en la oscuridad. Las paredes estaban frías y olían a tierra. El túnel había sido excavado mucho tiempo atrás, tal vez por los mismísimos Constructores, para acceder con más facilidad a la línea principal. Con la excepción del Coronel, hacía años que no se utilizaba. Era una ruta secreta, había explicado Alicia, que el hombre utilizaba para ir de caza. Al menos, se había solucionado un misterio.

Veinticinco metros después, Peter salió a un bosquecillo de mezquites. Todo el mundo estaba esperando. Las luces se habían apagado, y revelaban el cielo grisáceo del amanecer. Sobre ellos, se elevaba la cara de la montaña como una única losa de piedra, testigo silencioso de todo cuanto ocurría. Peter oyó las llamadas de los centinelas desde lo alto de la muralla, anunciando que ocupaban su puesto en el toque matutino y el cambio de guardia. Dale se estaría preguntando qué les había pasado, si no lo sabía ya. Lo más seguro era que tardaran poco tiempo en encontrar los cuerpos.

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