Me fijé mejor y vi que el disparo había entrado por el hombro izquierdo y había salido por su pecho. Perdía mucha sangre. Rompí mi camiseta y presioné la herida por ambos lados con fuerza. Debía encontrar auxilio con urgencia si no quería que se desangrara. La furgoneta estaba inutilizada, así que la cogí en brazos, salí al camino, corrí hasta la carretera y me planté frente al primer coche que pasó. El conductor hizo un intento de acelerar y pasar de largo, supongo que se asustó, pero conseguí ponerme en medio y hacerlo parar. Abrí la puerta de atrás y dejé a Azul, después me senté a su lado. El hombre, de unos cincuenta años, nos miraba aterrorizado.
—¡Al hospital, al hospital! ¡Maldita sea, no me oye, al hospital! —parecía no entenderme, pero al final arrancó el Citroën rojo y dio la vuelta.
—À l'abbaye, à l'abbaye
—murmuró Azul—, dile que vaya a la abadía, al hospital no, a la abadía.
—À l'Abbaye de Cîteaux
? —preguntó el conductor.
—Oui
—contestó Azul y perdió el conocimiento.
Giró de nuevo el hombre y aceleró por la carretera hasta la Abadía de Cîteaux. La abadía era un gigantesco edificio de piedra a pocos minutos de donde había ocurrido el desastre. El hombre metió su coche dentro del patio empedrado, frente a la gran iglesia, y derrapó antes de frenar el vehículo justo en la puerta principal. Una larga fila de turistas gritó y se apartó al ver llegar el vehículo a toda velocidad. Salí de él y cogí a Azul en brazos. Cuando la gente nos vio, comenzó a gritar y a correr. ¡Azul se desangraba y, en lugar de ir a un hospital, estábamos en medio de una atracción turística!
Yo giraba con ella en brazos, buscaba un lugar al que acudir, alguien que me quisiera socorrer, pero estaba perdido, ¿cómo había hecho semejante estupidez?, entonces vi que alguien corría hacia mí. Eran los guardias de seguridad que perseguían al coche desde que se saltó el alto en la entrada del recinto. Con ellos, venía también un cura. ¡Joder!
Uno de los guardias me quería arrebatar a Azul de los brazos, mientras los otros gritaban y me amenazaban para que la dejara. Entonces, el monje los apartó y les pidió calma, miró a Azul y se santiguó. Sacó un teléfono móvil de debajo de su hábito y dijo algo muy corto que no entendí. Me pidió que lo siguiera y en menos de dos minutos llegaron dos curas corriendo con una camilla de ruedas; dejé a Azul con cuidado en ella y los seguí hasta el interior de la abadía.
El suelo empedrado hacía saltar la camilla hasta que uno de los monjes abrió una puerta lateral al pasillo principal y nos metimos en un ascensor. Los guardias se quedaron fuera intentando que los turistas volvieran a la visita por la que habían pagado. En el ascensor, más bien un montacargas por sus dimensiones, bajamos los tres monjes, Azul inconsciente y yo. El ascensor se abrió y dio paso a un nuevo pasillo, largo y luminoso. Corrieron los monjes con la camilla por él, y yo tras ellos, pero entonces el mismo monje que había sacado el teléfono móvil me agarró por el hombro y me pidió, en castellano, que me tranquilizara, que Azul estaba en buenas manos y que lo acompañara hasta una pequeña capilla.
—Aquí estamos preparados para atenderla, si es que todavía el Señor desea que permanezca entre nosotros. Por favor, antes de ir a ver al abad, le ruego que me explique qué ha ocurrido con la hermana, por favor —repitió en español arrastrando las erres.
Su tono de voz me tranquilizó. Quizá solo necesitaba que alguien me dijera que todo saldría bien, pero lo cierto es que confié en él y le expliqué, en un relato atropellado, todo lo que nos había pasado desde que salimos del restaurante. Mantuve por lo menos la lucidez necesaria para callar el tema del dinero. El monje, de nombre Benet según me dijo, esperó paciente el final de mi relato, y al terminar, solo me preguntó dónde estaban la furgoneta y el hombre al que creía haber matado. Se lo expliqué y nos fuimos hasta el lugar. Allí estaba la furgoneta, despeñada contra el canal, con las ruedas de atrás en el aire y la portezuela trasera abierta. Yo no me atreví a bajar, pero el hermano Benet, con otro hermano más, sí lo hizo. Subieron de nuevo al camino y me entregaron la mochila ensangrentada, después el hermano Benet me hizo la señal de la Santa Cruz y llamó por su teléfono móvil. A los pocos minutos, llegó una grúa que sacó la furgoneta del canal y la llevó a la abadía. Los monjes habían cerrado el portón con el cuerpo del atracador todavía dentro.
Seguimos a la grúa hasta una rampa de cemento situada en la parte trasera de la abadía, donde se abrió la puerta de un garaje subterráneo y entramos. Allí nos esperaba un grupo de monjes que se hizo cargo de la furgoneta inmediatamente, mientras el hermano Benet me pidió que lo acompañara y lo seguí. Antes de dejar el
parking
, vi cómo los otros monjes, vestidos con sus hábitos blancos, bajaban la furgoneta de la grúa.
—¿Cómo está Azul? —le pregunté.
—Eso es lo que vamos a ver ahora.
Seguimos un pequeño pasillo hasta una puerta metálica con dos ventanucos que daba a una especie de repartidor, del que salían otros pasillos y escaleras. Subimos por una de ellas hasta una nueva habitación; mi guía me indicó que se trataba de la cocina y que al otro lado estaba el comedor. Continuamos por el pasillo hasta el ascensor que ya conocía, y el hermano me pidió que lo esperara allí. No tardó en regresar acompañado de otro monje, con el que atravesamos una puerta batiente y entramos en una especie de dormitorio. Al fondo, entre las muchas camas, había una con una columna metálica de la que colgaba una bolsa de suero; el hermano Benet me la señaló con el dedo, y yo corrí hasta ella.
Azul estaba sedada, me explicaron que había perdido mucha sangre, pero que su vida ya no corría peligro. La bala había entrado por la espalda y había salido limpia por su pecho sin dañar ningún órgano vital. Necesitaba descanso y cuidado, y ellos se lo darían. Entonces, el monje me señaló una nueva puerta y salimos. Parecía una especie de laberinto de puertas y pasillos con luz de fluorescentes. Me acompañó hasta un baño y me lavé. No recordaba que tenía toda la cara llena de sangre y me asusté al reconocer el líquido vital mezclado con el agua y jabón en el lavabo. En la puerta estaban los dos monjes, Benet y el otro que permanecía en silencio. Cuando estuve listo, me pidieron que los siguiera.
Subimos hasta un despacho en la parte antigua de la iglesia por un pasillo lateral. El hermano Benet me facilitó una silla, y el otro monje se sentó al frente del escritorio que dominaba la estancia. Desde sus ventanas, se veían el altar y las enormes columnas que soportaban el techo de la iglesia. Era un despacho grande, luminoso, abarrotado de libros antiguos que descansaban tras estanterías protegidas por un cristal. En la pared principal, colgaban un gran crucifijo de madera oscura, desprovisto de cualquier figura, y una representación en tela de dos monjes sosteniendo una gran "V". El hermano Benet alcanzó una silla y se sentó junto a mí.
—¿Quién es usted, señor? —me preguntó en un castellano con marcado acento francés.
—Mi nombre es Cècil Abidal.
Los dos monjes se miraron.
—¿Y cuál es su relación con la hermana, señor Abidalí?
—¿Con Azul? —pregunté, y asintieron—. Somos amigos.
—Deben serlo, sí, para que la hermana haya confiado su gran secreto en su persona.
—¡Su gran secreto! ¿Qué secreto? ¡Por Dios, señores, un hombre le ha disparado y yo lo he matado! ¿Qué me cuentan de secretos?
—No debe usted utilizar el nombre del Señor de esa forma, señor Abidalí.
—Abidal, me llamo Abidal, sin la "i" final, y no creo que esta conversación esté teniendo lugar. ¡Deben avisar ustedes a la Policía!
—Señor Abidal —se esforzó por no terminar mi apellido en "i"—, no creemos que la Policía nos sea de mucha ayuda en estos momentos. Por favor, confíe en nosotros y explíquenos cuál es su verdadera relación con la hermana y qué ha ocurrido para un desenlace tan terrible.
—¿Por qué ha venido usted a la abadía y no al hospital, o a la Policía? —preguntó el hermano Benet.
—Ya les he dicho que Azul y yo somos amigos, buenos amigos. Volvíamos de pasar unos días de viaje cuando un hombre entró en la furgoneta y nos intentó atracar. Nos golpeó y me asusté, entonces perdí el control y le pegué con la mochila sin recordar que llevaba un ordenador dentro. Eso es lo que ha ocurrido.
—Señor Abidal, ¿por qué ha venido usted a la abadía? Es imposible que usted supiese el tipo de instalaciones que tenemos aquí —dijo el hermano Benet.
—Vamos, no ponga usted esa cara, ya le hemos dicho, y demostrado creo, que puede confiar en nosotros. La hermana María, Azul como usted la llama, es también amiga nuestra. Ella fue quien le dijo que viniera aquí, ¿verdad? Si el hermano Benet no hubiese reconocido a la hermana María, ella habría muerto.
—Comprendemos su desconcierto, pero le damos nuestra palabra de que ni yo ni el abad repetiremos lo que comparta con nosotros en este despacho —ese monje era el abad, ¿pero por qué llamaba a Azul «hermana María»?
—¡Nos han disparado y he matado a un hombre!
—Que Dios lo acoja en su seno —se santiguó el hermano Benet—, pero cada uno es responsable de sus actos ante Dios, y ese hombre tendrá mucho que explicar. Por favor, señor Abidal, si no nos ayuda, no podremos ayudarle a usted. Sea comprensivo —su tono de voz era todo el tiempo suave, sin un ápice de emoción o vehemencia. Cedí.
—Mi nombre es Cècil Abidal, y soy auditor de cuentas. Trabajo para una fundación relacionada con la Diócesis de Barcelona, me dedico a controlar el dinero que gastan las organizaciones de la Iglesia en sus obras de caridad —quise añadir que jamás había escuchado hablar de instalaciones como las que ocultaban los sótanos de esta—. Hace unas semanas, me pidieron que diese cobertura a una subasta de obras de arte provenientes de la Iglesia. Azul estaba metida también. Después de la subasta, todo se precipitó de una manera extraña hasta ahora mismo, en que la tragedia se ha apoderado de lo que solo era un pequeño fraude con fines altruistas.
Les expliqué toda la historia, ¿qué más podía hacer? Fue Azul quien me hizo venir allí, y sentí que confiar en ellos era como haberlo hecho en ella misma; además, no tenía más remedio. Había matado a un hombre, y los únicos testigos no se cansaban de repetirme que no avisarían a la Policía. No obvié casi ningún detalle, les relaté cómo preparé la subasta, cómo encontré a Azul en Girona, y cómo decidimos pasar unos días de viaje como buenos amigos. Los dos monjes cistercienses me miraban en silencio, y asentían a mis explicaciones, a veces se miraban entre ellos y, cuando yo paraba, me invitaban a seguir. Permanecieron en estado de escucha hasta el final.
—Gracias por su sinceridad, señor Abidal. Pero no nos ha dicho una de las cosas más importantes —intervino el abad.
—¡Les he explicado todo!
El abad era un hombre mayor, de pelo blanco cortado a navaja a ras. Su cara, al contrario de la del hermano Benet, no era de rasgos flácidos y carnosos, sino de pómulos marcados y labios finos, como un general del ejército. Era también más alto y no lucía la famosa curva de la felicidad. Sus ojos eran desiguales, al hablar abría mucho más el ojo izquierdo que el derecho, y no supe si para enfatizar sus frases o porque tenía un problema visual. Los hábitos tampoco conseguían disimular su ancha espalda.
—No, señor Abidal, no nos ha dicho qué relación le une con la hermana María.
—No sé por qué la llama «hermana María», ella y yo somos amigos de juventud, ya se lo he dicho. La conocí en París, cuando estudiábamos en la universidad —mentí—, y nos hicimos amigos. Desde entonces, nuestra amistad ha permanecido en el tiempo. Fue una casualidad encontrarnos en este asunto, pero también una alegría, lo reconozco —no sé por qué lo hice, pero sentí que no debía explicarles la verdad.
—Está bien —asintió el abad.
—Es usted ahora el que no ha respondido a mi pregunta.
—¿Cuál pregunta?
—¿Por qué llaman «hermana María» a Azul?
—Me sorprende que sean ustedes tan amigos y no sepa eso, señor Abidal —intervino el hermano Benet.
—La llamamos así porque ese es el nombre que ella escogió al ingresar en la orden. Hermana María de la Luz, de la Orden del Císter.
E
l Negro estaba preocupado, hacía más de una semana que Nothos no daba señales de vida. Pensaba en eso asomado a la terraza de su habitación del Hotel Nicolás de Ovando, en Santo Domingo. La brisa nocturna secaba el sudor de sus enormes miembros, todavía impregnados del olor de las dos rusas que escuchaba reír tumbadas en la cama.
Una vez, Lucas Joswiack lo vio con una morena a la que visitaba cuando iban a Kingston y le advirtió de que jamás lo volviera a ver en su presencia con ninguna mujer. Su jefe no estaba casado, ni le había conocido mujer alguna en los años que llevaba a su servicio, pero ahora no estaba allí. El presentimiento de que algo no había salido bien lo tenía preocupado, debía habérselo dicho a su jefe, advertirle de que no tenía noticias de Nothos ni de la «paloma» antes de que él se lo preguntara.
—Pazhalusta, yisho ras
—lo requirió la más alta de las dos desde la cama.
—Krasiva
—contestó el Negro.
Hablaba bien el ruso desde su etapa en los campos de entrenamiento para deportistas de Moscú. Sonrió a la chica de carnes blancas y saltó a la cama entre gritos de las dos; por la mañana ya vería cómo se lo diría a su jefe, pero ahora tenía algo más urgente entre manos que no quería dejar escapar.
Lucas Joswiack se levantaba temprano, a las seis de la mañana, pero no abandonaba nunca su habitación hasta las nueve, cuando el Negro debía esperarlo para iniciar una nueva jornada. A pesar de no haber dormido más que un par de horas, acompañó con puntualidad a su jefe hasta el
buffet
, comprobó que tuviese dispuestos sobre su mesa el abanico de periódicos habituales, y se sentó en la mesa contigua a devorar un par de guineos con un café doble. Cuando Lucas Joswiack terminó de leer el listín deportivo se lo pasó, hizo lo mismo con el
Times
, el cual el Negro ni siquiera desplegó, y después le tiró el francés
Le Monde
. El Negro lo agarró al vuelo. Mientras pasaba las hojas de política y sucesos locales, una foto lo hizo detenerse. En la página catorce del periódico galo, había una noticia que lo sobresaltó, un breve en la columna lateral con una pequeña foto de archivo que él conocía muy bien, ¡Nicos Nothos! El artículo explicaba que un antiguo combatiente bosnio, buscado por la Interpol, había aparecido muerto en un descampado a las afueras de París, con evidentes signos de violencia. El Negro suspiró, agarró el periódico y se lo enseñó a su jefe.