—Comprendo su escepticismo, o su incredulidad. Yo era como usted, hasta que comprendí que la vida no es un libro de cuentas en el que la felicidad o la verdad se calculan según la diferencia entre el debe y el haber —intervino Mars. Yo seguía sin comprender nada.
—Igual que nosotras poseemos ciertos secretos que deben seguir siéndolo, existen otras personas que también conocen los misterios, y que no tienen intención de utilizarlos en la purificación de sus almas.
—¿Me hablan de fórmulas mágicas secretas para transformar el plomo en oro? —tenía ganas de levantarme y mandarlas a un lugar poco decoroso.
—No debe burlarse, Cècil. Los sordos tratan de locos a los que bailan, solo porque ellos no oyen la música —dijo Mars.
—Perdón, pero no consigo comprender qué tiene que ver todo esto con que un tipo armado entrara en nuestra furgoneta y nos disparase.
—Se lo estamos diciendo, quería nuestro conocimiento. Quería el códice —me dijo la condesa.
—¿Qué códice? ¡Si es falso!
—¡El de la subasta sí, pero el de verdad no! Ellos creen que nosotras lo tenemos porque Azul seguía su pista en la biblioteca del Monasterio de San Marcos de Jerusalén y se enteraron. Desde entonces, nos persiguen.
—Azul también me habló de ellos. Pensé que era una mentira para que le devolviera el dinero.
—¿Qué más le dijo? —preguntó Mars.
—No mucho más, que ellos harían cualquier cosa por conseguir el códice y que solo cuando les devolviera el dinero, nos dejarían en paz. También me habló de Vitelio —sus caras cambiaron en el acto.
—¿De dónde ha sacado ese nombre?
—Azul me lo dijo.
—¡Imposible! —gritó Mars.
—Justo me iba a hablar de él cuando nos atracaron —me jugué un nuevo farol.
—Eso es mentira —Mars miró a la condesa.
—Cècil, estoy segura de que tan solo ha juntado dos palabras que le rondaban en la cabeza y, sin quererlo, ha dado con un nombre que no le dice nada, pero le voy a hacer un gran favor si es que aprecia en algo la vida de Azul, nunca, bajo ningún concepto, debe volver a repetir ese nombre, ¿comprende? —ante la gravedad del tono de la condesa, asentí—. Ahora le ruego que nos explique con exactitud qué sabe y qué se ha inventado.
No supe si hice bien, pero les expliqué que solo había oído ese nombre en las pesadillas de Azul, nada más, y que, como bien decía la condesa, había hecho un dos más dos para enlazar una cosa con otra. También les aclaré que Azul jamás me había hablado de códices ni de nada por el estilo. Algo más tranquilas, me pidieron que les entregara el dinero, y lo hice.
E
l reloj de la pantalla principal del Aeropuerto Internacional Charles de Gaulle marcaba las siete de la mañana. El tránsito de personas era intenso, la mayoría, hombres de terno y corbata que corrían pegados a sus teléfonos móviles mientras saltaban sobre los equipajes de otros viajeros, cansados de esperar por horas un embarque que parecía no llegar nunca. Los altavoces recordaban la normativa europea que prohibía fumar en todo el aeropuerto a excepción de las zonas señalizadas, y el Negro examinaba con precisión felina a cada mujer que se cruzaba en su camino.
Había llegado con apenas unos minutos de retraso sobre el horario previsto y, tras mostrar en el control de inmigración un pasaporte francés, abandonó el aeropuerto con una pequeña bolsa para el transporte de ordenadores portátiles como único equipaje. Llevaba puestas sus gafas de sol opacas, y un traje de lino blanco impecable aun a pesar de las nueve horas de vuelo.
Entró a la ciudad de París a bordo de un todoterreno alquilado por Internet en dirección a la Rue de Saint Antoine, y buscó su hotel. Desde la habitación, veía sobresalir la punta de la Torre Eiffel por encima de los edificios parisinos. Cerró la puerta del estrecho balcón y corrió las cortinas, después se aseguró de que la puerta de la habitación estuviera bien cerrada y abrió la mochila donde guardaba su ordenador. Desatornilló con cuidado la tapa bajo la que se suponía que debía estar situada la batería, y extrajo su pequeño secreto. Siempre utilizaba su automática de cerámica cuando debía volar, una verdadera joya valorada que le había costado una fortuna. Comprobó el estado del cargador (solo cabían cuatro balas más una en la recámara), fijó el seguro del arma y se la metió a presión en la parte trasera de sus pantalones. Se miró en el espejo para verificar que la americana la tapara por completo y salió. Había pensado comenzar con una visita por la zona en donde la Gendarmerie había encontrado la furgoneta de Nothos, el Bois de Boulogne. Lo conocía bien y sabía que el lugar, apenas caía el sol, se infestaba de putas. Estaba acostumbrado a hablar con las putas. Miró su reloj, las nueve y media de la mañana. Demasiado pronto para acceder a un lugar que no cobraba vida hasta las diez o las once de la noche.
Decidió matar el tiempo por los Jardines de Luxemburgo, en pleno Barrio Latino. Le encantaba aquel lugar. Lo único que le disgustaba era la proliferación de locales
gays
en sus calles. Si en sus manos hubiese estado, les habría metido fuego a todos. En el interior de los jardines había un pequeño lago en el que los niños hacían flotar sus barcos de juguete, y en el que una atractiva pelirroja alquilaba naves teledirigidas, por tres euros la media hora. Después de estudiarla durante un rato, se acercó y la invitó a comer, sería un buen entretenimiento hasta las diez de la noche.
Despidió a la pelirroja con tiempo suficiente para cenar en un pequeño café de la Porte Maillot, frente al que comenzaban a pasar las mujeres que empezaban turno a esas horas. No estaba seguro de qué conseguiría averiguar allí, pero era la única pista de que disponía. Se echó al coleto de un trago una taza de café y se levantó. Estaba listo.
Su entrada en la calle principal del Bois de Boulogne significó una pequeña revolución. Lo hizo montado en su coche, con las ventanillas bajadas y las luces interiores encendidas. El blanco de su traje se tornaba amarillento y su rostro casi desaparecía en la tenue claridad de la luz de emergencia, pero fue suficiente para que en un segundo se arremolinaran a su alrededor unas ocho o diez mujeres. La mayoría eran sudamericanas y «nuevo europeas», algunas se sobaban los pechos a modo de oferta, y otras directamente se levantaban sus ridículas minifaldas hasta el ombligo para mostrar la ausencia de ropa interior y las excelencias del producto. El Negro sacó un fajo de billetes de su bolsillo y sonrió. Las chicas comenzaron a golpearse e insultarse para ser ellas las elegidas. Al final, escogió a dos latinas y una rusa. Para lo que necesitaba de ellas, era imprescindible que se pudiese comunicar con facilidad, el resto no le era importante. Escogió a una mayor, demasiado vieja para ejercer ya esa profesión, pero que le aseguró le haría un trabajo que no olvidaría en la vida. Era cubana.
Arrancó con las tres hasta bordear el
camping
que ocupaba la mayor parte del Bois de Boulogne, y pasó al otro lado a pesar de las protestas de las putas, que le pedían que se parara en su zona habitual de trabajo. El Negro las ignoró y condujo hasta una arboleda a la que apenas llegaba la claridad de las farolas. Encendió de nuevo la luz interior del vehículo, y la rusa, sin perder tiempo y ante la perspectiva del fajo de billetes, le desabrochó los pantalones. Ciertamente le producían una mezcla de asco y pena esas mujeres, pero dejó que la caucasiana le limpiara los restos de la pelirroja, y se dejó hacer. Aprovechó que la rusa tenía la boca ocupada para preguntar en español a las otras dos por la furgoneta que había encontrado la Policía con un hombre muerto dentro. La más joven aseguró no saber a qué se refería y acercó su boca para compartir el trabajo de la rusa, mas el Negro la apartó de un empujón que la estrelló contra el asiento de atrás. La vieja también le dijo que no sabía nada, pero que no se preocupara, que ella no le iba a chupar nada. Dejó que la rusa acabara y se limpiara la boca con un paquete de pañuelos arrugados que se sacó del sujetador, le dio cincuenta euros a ella y otro tanto a la joven, y las mandó bajar del vehículo. Las dos protestaron porque estaban a más de media hora de su lugar de trabajo, pero la visión de la culata de la pistola que el Negro dejó entrever las convenció y saltaron del todoterreno al instante. La cubana aprovechó que sus colegas bajaban por las puertas de la derecha y abrió la trasera izquierda para salir, era zorra vieja y sabía cuándo se avecinaban problemas, pero el Negro la agarró por sus pelos grasientos y la metió de nuevo en el vehículo de un tirón. Las otras dos echaron a correr bosque a través.
—¿Dónde te crees que vas? A ti no te he pagado todavía, y si no recuerdo mal, me has prometido un trabajo como el que jamás me han hecho.
—Vete a la mierda —le contestó la puta. El Negro saltó al asiento de atrás y la agarró de nuevo por el pelo. Sudaba y eso le ponía de mal humor. Sin soltarla, la golpeó contra la ventanilla tintada del todoterreno.
—Mira, zorra, nadie va a echarte en falta si te meto esta por el culo y la hago funcionar —sacó su pistola para que la cubana la viese sin dificultad—, así que qué te parece si me explicas lo que quiero saber, te pago un buen fajo de billetes y te dejo marchar a que se la chupes a cualquier desgraciado.
Los ojos de la mujer estaban enrojecidos de miedo. En su larga carrera había lidiado con alguna situación complicada, pero nunca se había sentido tan desprotegida como ahora. Sus dos colegas quizás avisarían a la Policía de que un negro loco tenía una pistola, pero era demasiado vieja para creer que la Policía se movilizaría para salvar a una puta inmigrante ilegal.
—Sabes lo que busco, ¿verdad, mamita? —gritó él—. ¡Habla, coño!
—Si el hijo de puta que había dentro de la van era tu amigo, merecía que lo matasen como un perro.
El Negro sonrió y guardó la pistola.
—Compañera de Revolución, ¿eh?
—Negro de mierda, hijo de puta.
—¡Ja, ja, ja, sabes reconocer los frutos de tus entrañas a pesar del tiempo, mamita!
—Jodido cabrón, si querías saber algo, solo tenías que pedirlo bien. No hace falta que saques esa pistola conmigo, prefiero que me muestres la otra.
—Suelta lo que sepas de esa furgoneta y del tipo que encontraron dentro, si no, ya sabes cuál de las dos es la que verás.
—Cerca de donde nos recogiste había una van blanca con matrícula extranjera que llevaba varios días sin moverse, y tú sabes que este no es un buen lugar para parquear —rió y le enseñó al Negro un
piercing
oxidado del que no se había percatado antes—, así que un día decidimos entrar a echar un vistazo por si había algo que pudiese ayudarnos a soportar mejor el destierro.
—¿Entraste en la furgoneta? —la cubana se echó para atrás en prevención del golpe que esperaba recibir, y el Negro prosiguió—, tranquila, ya te he dicho que no te haré nada si eres buena conmigo. Antes de explicarme qué encontraste, dices que la furgoneta tenía matrícula extranjera, ¿de dónde?
—Y yo qué coño sé, pregúntale a un guardia —su propia ocurrencia la hizo reír de nuevo, pero esta vez sí se llevó una bofetada del Negro—. Española, era matrícula española.
—¿No te acordarás del número?
—No, no, te lo juro —la cubana se había hecho un ovillo lo más alejada posible del Negro.
—Bien, ¿qué encontraste dentro?
—Nada, solo un desgraciao que apestaba a podrido, y ya.
—¿Nada? ¿Ni dinero, ni una maleta, nada?
—Solo el hijoputa ese tumbado en la parte de atrás con la cabeza reventada —hizo un gesto como para recordar mejor—, y una pistola. Mi amigo y yo revisamos sus bolsillos por si había algo, pero nada. Ya te digo, esa van había sido limpiada.
—¿Limpiada? ¿Por quién, por la Policía?
—No, la Policía llegó más tarde. Los que limpiaron la van tenían cuentas con tu amigo y se las cobraron ese día.
El Negro se apretó la frente con el puño. Estaba rabioso, primero con él, por no prever que alguien pudiese devolverle alguna cuenta pendiente al Griego, pero también lo estaba con la propia muerte de Nothos. ¡Su maldita inoportunidad le iba a costar un problema!
—¿Qué más? —preguntó de nuevo a la cubana.
—¿Qué más de qué? Ya te he dicho todo lo que sé. Ahora págame y déjame marchar.
—¿Y ese trabajo?
—Que te lo haga tu madre.
El Negro se rió de nuevo y le entregó un paquete de billetes de cincuenta euros. A fin de cuentas, se los había ganado. Antes de dejarla bajar, le hizo la última pregunta.
—Solo una cosa más, ¿sabes a dónde llevaron la furgoneta?
—Yo qué coño sé, al depósito la llevarían, como todos los carros que roban las grúas del Ayuntamiento —se metió los billetes entre las dos tetas que el sujetador ya no podía aguantar y saltó afuera con una agilidad impropia de su edad. En menos de un segundo, no quedaba ni rastro de la vieja.
—Mañana lavaré el carro, apesta —se dijo el Negro para sí mismo y arrancó.
Cuando llegó al hotel, se dio una buena ducha, se estiró en la cama y se quedó dormido con una sonrisa. Las cosas habían salido mucho mejor de lo esperaba y ya había decidido cuál sería el siguiente paso. Justo a la entrada del parque del Bois de Boulogne había una parada de autobús, la única antes de llegar al
camping
, a pocos metros de donde la puta le había avisado que encontró la furgoneta. Aparcó el todoterreno en medio de la parada y se bajó. Ahora solo debía esperar.
El primer bus evitó al vehículo y recogió a sus pasajeros en plena calzada. Los que bajaron dedicaron miradas incendiarias al todoterreno y desaparecieron. A los pocos minutos, llegó un nuevo bus. El conductor, después de golpear con rabia el volante de su vehículo, sacó la radio para avisar de que algún capullo había bloqueado la parada con su coche de lujo. En menos de diez minutos, apareció una grúa municipal y se llevó el 4 × 4. El Negro esperó unos instantes antes de acercarse y desenganchar del asfalto el adhesivo fluorescente que le avisaba que el vehículo había sido retirado y en qué lugar podía recuperarlo.
Cuando llegó al depósito de vehículos, lo recibió una larga fila de franceses cabreados. Se colocó al final de la cola y esperó paciente su turno.
—Bonjour, monsieur
—le saludó el funcionario.
—Bonjour, tu est Latin
? —preguntó el Negro, y una sonrisa de complacencia iluminó el rostro del moreno que atendía detrás del cristal de seguridad—.
Tu est Caribéen, du Cartagena
?