El pendulo de Dios (29 page)

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Authors: Jordi Diez

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Religión

BOOK: El pendulo de Dios
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—Bueno, ahora la mamita ya está más tranquila en su habitación —rió el Negro—, y solo estamos tú y yo, linda. ¿No es eso lo que querías, puta, desde que me viste? Ahora tienes la ocasión de probar algo que jamás has sentido —y se apretó sus testículos ante la mirada aterrorizada de Azul.

—No sé nada del códice, lo juro —sollozó.

—Eso lo decidiré yo. Empezaremos por la subasta, ¿quién te vendió el códice? ¡Habla de una vez, estoy cansado de esta vaina!

—Ya se lo he dicho, no existió tal venta. Era un señuelo de la Policía para cazar a unos cuantos peristas. Mi amiga Lucía —le costó decir ese nombre— es una persona muy interesada en la literatura antigua y, junto con ella, pujamos para hacernos con lo que creíamos que era una pieza original, pero alguien pujó más fuerte y lo compró. No sabemos nada más. Le digo la verdad.

Tras el cristal, los cuatro hombres sudaban a mares. Sus camisas de mil euros estaban empapadas en un sudor extraño, mitad caliente, fruto del calor, y mitad frío, helado por la tensión.

—No me hagas perder la paciencia —gritó el Negro dando un golpe a la mesa de plástico que la rajó por la mitad.

—Por favor, por favor, no sé de qué me habla. Soy experta en libros antiguos, quizá si me dicen qué buscan pueda ayudarles a encontrarlo, pero no sé de qué me hablan —insistía una y otra vez Azul, convenciéndose a sí misma de su mentira.

El Negro miró al espejo. Comenzaba a dudar de la declaración de la monja. Intuyó que lo llamaban y, mientras se levantaba, agarró lo que quedaba de la mesa y la lanzó contra una de las paredes haciéndola añicos. El Negro también sudaba bajo toda su ropa de abrigo y se la sacó hasta quedarse únicamente con una camiseta de manga corta que mostraba unos brazos perlados de sudor del tamaño de las piernas de un hombre.

—Miente —dijo sin inmutarse Marco Santasusanna.

—Dile que buscamos el Códice de Vitelio, igual que ella, y que por eso pujó en la subasta —propuso Montalbán.

Los cuatro multimillonarios se miraron y accedieron. Que el Negro le preguntara directamente por el Códice de Vitelio. Ahora ya no había mesa y el Negro se sentó en su silla apenas a un palmo de Azul, que temblaba de terror ante aquel hombre. Olía mal, agrio, y de su boca saltaban escupitajos cada vez que le gritaba. No sabía cuánto más podría aguantar aquella situación. Pensó en su tío Luali, estaba enfermo, por eso no había querido avisarlo de todo lo que le había pasado. Era la primera vez en su vida que le ocultaba algo a su tío, pero sabía que un disgusto como ese lo mataría, así que debería ser fuerte, por él, por la única persona que de verdad la había cuidado en su vida, hasta conocer a Marie Stewart.

—¡Dime dónde está el códice! —insistió el Negro.

—No sé, no sé de qué códice me habla, por el amor de Dios, ya se lo he dicho.

—Claro que sabes de qué códice te hablo, tus putas lágrimas no me ablandan, no soy una de esas monjas putas amigas tuyas, ¿comprendes?, te estoy preguntando por el Códice de Vitelio. ¿Me lo vas a decir o tengo que preguntar de otra manera?

—Pero —balbuceó Azul—… el Códice de Vitelio no existe. Es una quimera, una invención, como la Vera Cruz y esas cosas, ¿cómo voy a saber dónde está?

—Así no avanzaremos —dijo Juan de la Vega—, deberíamos preguntar nosotros.

—¡No debemos ser vistos! —advirtió Montalbán.

—No, claro que no. Si ninguno de nosotros la había visto hasta hoy, tampoco ella sabrá quiénes somos, no si solo oye nuestras voces, ¿qué decís? —preguntó De la Vega.

—Creo que es una buena idea, el Negro no puede seguir si cada momento tiene que venir a consultarnos. Por mí, adelante —dijo Marco Santasusanna.

Llamaron al Negro y le pidieron que se sentara en una de las esquinas de la sala, lo suficientemente cerca para que la chica oliera su presencia, pero algo apartado para dejarla contestar con tranquilidad, y abrieron la puerta para que ella pudiese escuchar sus voces sin necesidad de gritar. El calor era intenso y la luz del fluorescente parecía incrementarlo en cada vuelta del asqueroso ventilador.

—Señorita, sabe usted muy bien que el códice sí existe. Y lo sabe porque usted lo busca, como nosotros. Incluso cayó en la misma trampa que nosotros y pujó por él, ¿me equivoco? Vamos, sabemos quién es usted, y tenemos certezas sobre la valía de sus hallazgos. Solo queremos saber si lo ha encontrado ya, o si ha dado con alguna pista que nos acerque a él. Colabore y le prometo que dejaremos a su amiga y a usted sanas en algún lugar para que puedan regresar a sus cómodas vidas —la voz escondida de De la Vega sorprendió a Azul.

Nunca había estado tan cerca de ellos, sabía de su existencia por todas las advertencias recibidas en su iniciación, pero jamás llegó a pensar que se encontraría con alguno en persona. Sabía que llevaban setecientos años tras el códice que había pertenecido a Roberto de Molesmes y a Bernardo de Claraval, pero nunca los había oído, ni visto, ni sentido. Ahora por primera vez en su vida se enfrentaba cara a cara con ellos, y solo de pensarlo se estremeció. Sin embargo, no podía ser débil, no debía darles una sola pista de sus descubrimientos. Se lo debía a Marie Stewart, a sus hermanas, y se lo debía sobre todo a su tío. Buscó con su mirada el origen de aquella voz ligeramente amexicanada, y sintió cómo el Negro la estudiaba con la paciencia de un felino, pero no podía ceder, ahora no. ¡Había estado tan cerca!

—Señor, me gustaría verle la cara para saber con quién hablo, pero debo decirle que el códice no existe.

—Es usted muy ingenua, y muy valiente, aunque no sé cuánto le durará ese valor cuando nos vayamos de aquí y la dejemos sola con nuestro amigo —Azul sintió un escalofrío—, pero por ese motivo, porque sé que es usted leal y valiente, le daré una nueva oportunidad. No intente jugar conmigo, no creo que le valga la pena. Conteste a una pregunta, ¿por qué la Orden del Císter, y por qué el nombre de María?

Ese hombre sabía de qué hablaba. Estaba perdida. Si no les daba algo a lo que hincar el diente, la dejarían allí a merced de esa bestia. Tenía que pensar algo rápido, pero el terror paralizaba cualquier intento por inventar.

—La Orden del Císter porque la fe me llamó en la forma más primigenia, como la detalló San Benito, y María en veneración de la Madre de Dios, pero no creo que esta respuesta le dé la serenidad que ansía —intentó contestar como una verdadera monja. Conocía bien ese lenguaje y quizá con él conseguiría salir.

—Señorita, fíjese bien que en ningún momento la he llamado «hermana». Usted se hizo monja del Císter por el mismo motivo que las otras, para formar parte de la logia del códice. ¡No ve que su propio nombre la delata! Se lo voy a decir por última vez y le prometo que así será si no colabora, cerraré esta puerta y disfrutaré del espectáculo. ¿Me ha comprendido, verdad?

El tono de Juan de la Vega la espantó. Ese hombre decía la verdad. ¡La iba a dejar a merced de su captor!

—No, por favor. No haga eso —imploró Azul.

—No depende de mí, ya se lo he dicho. Comience por el principio, dónde está el códice, y la dejaré marchar. Le doy mi palabra.

—No lo sé. Esa es la verdad —debía darles algo o moriría en brazos de aquella bestia. Pensó en Marie Stewart, no la iba a traicionar, pero tenía que darles algo—. La pista se perdió en el año 1200. Lo único que sé es que Roberto de Molesmes lo tuvo en su poder y creo que se lo mostró al papa Urbano II, que mandó ir en su busca a Jerusalén.

—No me crea imbécil. Eso también lo sé yo, ¿qué descubrió en San Marcos de Jerusalén? —era el momento de jugar fuerte para conocer hasta dónde sabía.

—Lo que le acabo de decir, la prueba de que Roberto de Molesmes lo escondió en la Abadía de Cîteaux, y que es allí donde hay que empezar a buscar. Yo era la encargada de esa búsqueda cuando la Policía utilizó como señuelo un códice que parecía el de Vitelio. Entonces dejé de buscar y pujé el códice.

—Creo que sabe usted más de lo que dice —insistió Juan de la Vega.

—No, no. Le juro que es todo lo que sé.

Había jugado fuerte, pero sabía que a pesar de haber hablado, en realidad no había dicho nada, porque ninguno de ellos podría acercarse con impunidad a examinar la abadía sin despertar sospechas.

—Está bien. Llévatela con la otra —ordenó De la Vega.

Y el Negro se llevó a Azul tras taparle la cabeza con la bolsa. En la oscuridad de su capucha, Azul se orinó de nuevo.

Los cuatro hombres abandonaron su escondrijo apenas salió Azul con el Negro. No habían parado de sudar y sus rostros estaban contritos por la tensión acumulada. Marco Santasusanna intentó sentir la frescura seca de su cava preferido, pero lo único que le cayó al coleto fueron las gotas de sudor que resbalaban de su afilada nariz.

Capítulo
26

E
l corazón me latía a mil. Llevábamos ocultos en el atrio de la abadía más de tres horas, lo necesario para que los últimos turistas se marcharan y la oscuridad favoreciera lo que estábamos a punto de acometer. No era un experto en el Código Penal francés, pero estaba seguro de que el castigo por ir vestido de negro, con la cara pintada de negro, y armados con sogas y linternas de explorador en los límites de una prisión, no consistiría en una banal multa. Aun así, Mars acababa de abandonar nuestro refugio entre los arbustos en los que nos habíamos ocultado y caminaba encorvada hacia el centro del atrio.

Durante la tarde, apenas habíamos paseado por el atrio, para no ser reconocidos, pero en nuestra breve exploración descubrimos un pequeño problema, la losa que daba acceso al túnel. Era una losa de verdad, de las de antes. Medía un metro y medio de largo por unos setenta centímetros de ancho, y daba la sensación de tener como unos quince centímetros de grosor, con una argolla de hierro oxidado en uno de los extremos. Demasiado para un auditor y una colombiana excéntrica. Cuando Mars llegó, me hizo una señal y me levanté. Me dolían todas las articulaciones y el frío, mezclado con el temor, se había colado por todos los poros de mi piel. Aun así, arranqué en cuclillas cargado con una bolsa de
nylon
negra en la que habíamos metido todo el equipo adquirido para nuestra excursión nocturna, el mismo que Azul compró en Dijon. Mars se identificó como la pagadora de la factura en la tienda de artículos de montaña y escalada, y pidió que repitieran de nuevo todo el pedido. El mostrador de la tienda se llenó con toda clase de artilugios en pocos minutos. Veinte metros de cuerda de escalada, dos linternas, fósforos antihumedad, un arnés, mosquetones y clavos, un par de navajas suizas y un emisor satélite, que llevaba en mi mochila, además de la ropa con que nos habíamos disfrazado apenas unas horas antes, pantalones de
nylon
negros, camisetas térmicas del mismo color y botas de travesía. Imaginé que si alguien alcanzara a vernos pensaría que éramos dos albanokosovares dispuestos a reventar cualquier joyería del centro de Barcelona.

—Venga, no tenemos toda la noche —me apuró Mars.

—Para qué correr si no vamos a poder mover la losa —protesté.

—Debe ser sencillo, estoy segura de que Azul ya lo hizo.

—Eso no lo sabemos —me quejé de nuevo. No vi marcas de que nadie hubiese movido la losa, aunque el césped que la rodeaba podía haber crecido de nuevo tapando cualquier evidencia.

—Mientras esperábamos, tuve una idea. Dame la cuerda —me dijo Mars.

Hice lo que me pedía y vi cómo pasaba la cuerda a través de la argolla de hierro de la losa; después, con mucha prudencia, se arrastró hasta una de las papeleras colocadas para que los turistas se deshicieran de su basura, y les dio un par de vueltas a las patas clavadas en el cemento.

—Ayúdame —me ordenó.

Y los dos comenzamos a tirar de la cuerda con que Mars había improvisado una polea. Al principio, todos nuestros intentos fueron baldíos. No era sencillo hacer fuerza acuclillados, pero tras cambiar mi posición y aferrarme bien, sentado en el suelo con las botas contra el borde de la papelera, poco a poco la losa fue girando hasta que al final, empapados en sudor, conseguimos abrir una boca de unos cuarenta centímetros.

Desenrollamos la cuerda, que guardé de nuevo en la mochila, y nos arrastramos hasta el hueco que habíamos desenterrado del tiempo. Mars encendió una de las linternas Maglite y su potente foco dejó al descubierto la entrada. Unos escalones que se perdían en un pasillo profundo no invitaban precisamente a adentrarnos. Miré a Mars, que temblaba ante lo que ella misma iluminaba, y la besé. No sé muy bien por qué lo hice, quizá por emular a Luke Skywalker cuando besó a la princesa Leia antes de lanzarse al vacío en la Estrella de la Muerte, pero la realidad es que lo hice y me sentí bien, fuerte y lleno de vida, como hacía mucho que no experimentaba. Encendí la mía y comencé a bajar. Mars ni siquiera había reaccionado, pero al cabo de tres o cuatro escalones sentí cómo sus pisadas me seguían.

Confiamos en que la losa no fuese descubierta por nadie antes de nuestro regreso, y la dejamos abierta. Tampoco había forma de cerrarla por dentro. Los escalones de piedra del principio fueron cambiando a otros de tierra aplastada más rudimentarios. Bajamos como unos treinta. El olor a humedad se hizo intenso, tanto que me costaba respirar. El haz de luz rebotaba contra las paredes, y el polvo que caía del techo del túnel formaba extrañas figuras que se mezclaban con mi sombra proyectada por el foco de Mars. Me giré para verla, su rostro estaba perlado de sudor, y le di la mano. La agarró con fuerza. Al final de los escalones se abrió un estrecho pasillo de tierra de menos de un metro de ancho.

—Mira —me avisó Mars, e iluminó con su haz el suelo del pasadizo.

A unos cinco o seis pasos frente a nosotros, había unas marcas. Nos acercamos con prudencia y nos arrodillamos sobre ellas. Las huellas de unas suelas de goma, casi con toda seguridad de unas zapatillas deportivas.

—Alguien estuvo aquí hace poco, y no fue un monje.

—¡Azul!

Yo asentí y continuamos. El corazón me latía deprisa, forzado por la falta de oxígeno, el peso de la mochila y el pánico a ser descubiertos allá dentro, pero algo en mi interior me obligaba a seguir. Quizá demostrar mi valor a Mars.

Al cabo de unos diez minutos de caminar, el túnel se estrechó todavía más, el techo quedó a escasos setenta centímetros de altura, y una de las paredes, que tenía claros síntomas de haber sufrido un derrumbe, taponaba uno de los laterales. El suelo estaba mojado, y las paredes habían cambiado a un marrón más intenso víctimas de la extraordinaria humedad del pasadizo. No tenía ni idea de dónde estábamos. Miré el receptor satélite, marcaba una posición en forma de números digitales; la fijé. Dejé la mochila en el suelo y me apoyé en la pared más entera para enfocar con mi linterna al fondo del pasadizo. Pocos metros más adelante, el suelo desaparecía en un negro intenso.

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