—¿Tienes guantes? —me preguntó.
—¿Guantes?
—Sí, de látex sería perfecto, pero si no, de cualquier tela. No quiero dañar el interior.
—Espera… —recordé que un amigo que trabajaba en un almacén de componentes electrónicos utilizaba una especie de guantes blancos de tela fina, y que me había regalado algunos para una función de mimos en Bolivia. Los busqué y se los enseñé a Mars—. ¿Estos te irían bien?
—Perfectos —asintió—. Cierra las ventanas y apaga las luces.
Seguí sus instrucciones y dejamos como única iluminación el brillo de la pantalla del ordenador portátil. Mars se enfundó las manos, abrió el lazo que sellaba la bolsa y extrajo unos rollos de pergamino. Estaba a punto de finalizar una búsqueda que había durado cientos de años, o por lo menos eso me habían hecho creer.
—Es maravilloso —con extremo cuidado, estiró uno a uno los rollos sobre la mesa—. Hay siete hojas —su voz denotaba sorpresa.
—¿Cuántas esperabas?
—La condesa siempre habló de dos.
—¿Ella las había visto?
—Cècil, es evidente que no.
—Si el pergamino original es del siglo I, es posible que en el transcurso del tiempo alguien más haya dejado sus opiniones.
—Podría ser, sí, es una buena explicación —me dio la razón Mars.
—¿Crees que serías capaz de leerlas? Si uno de esos rollos es el Códice de Vitelio, deberíamos hacer una copia y avisar que ya lo hemos encontrado para realizar el canje.
—No soy experta en lenguas antiguas. Pero tampoco podemos encender las luces para leerlos, eso podría dañarlos de forma irreparable.
—Les podríamos hacer una fotografía y leerla en el ordenador.
—El
flash
sería peor que la luz.
Desde luego, era complicado. La mejor solución habría sido llevar aquellas hojas enrolladas a algún lugar con equipos y personas preparados en ese tipo de escritos, y preguntarles qué decía en ellos, pero también habría supuesto nuestro ingreso inmediato en la cárcel.
—¡Un segundo! ¿Y si los escaneamos? Tengo un escáner de cuando no existía la fotografía digital. Es especial para documentos sensibles a la luz —Mars me miraba sin comprender—. Escanea mediante una luz ultravioleta para no dañar los negativos.
Busqué el escáner y lo conecté al ordenador. Ya no cabían más aparatos en la mesa, así que no tuve más remedio que colocarlo en el suelo. Los rollos eran bastante más amplios que una hoja convencional, lo que me obligó a escanearlos en diferentes partes. A medida que la lámpara recorría el documento, su imagen se proyectaba en la pantalla del ordenador. Mars y yo estábamos en silencio absoluto, concentrados en cada nueva línea de píxeles que el ingenio nos mostraba. Por lo poco de mis conocimientos, comprendí que las dos primeras hojas de los rollos correspondían a un tipo de escritura, dos a otra y las tres restantes a otra, aunque estas últimas en verdad parecían hojas de periódico antiguo, sobre todo por su textura, por lo que dedujimos que en efecto alguien había añadido, de su puño y letra, nuevo material al códice original.
Cuando el último de los fragmentos quedó grabado en el ordenador, Mars me preguntó si tenía papel de aluminio. Le di un rollo con el que envolvió cada una de las hojas antes de encender la luz. El impacto nos dejó unos segundos cegados, pero después de parpadear un par de veces, vi cómo Mars metía en la bolsa solo las dos hojas que creímos más antiguas.
—Este es el códice, estoy segura.
—¿Tú crees que lo podamos descifrar? —Mars me miró.
—No lo creo —pareció reflexionar unos segundos—, pero tampoco sé si debemos hacerlo.
—¿Cómo? ¿Después de todo esto no quieres saber qué dice el maldito códice?
—No es importante si quiero o no, lo que de verdad importa es si debo. Cècil, nosotros no estamos preparados para el códice, nuestra iniciación es mínima en mi caso y nula en el tuyo. No somos nosotros…
—¿Y se puede saber dónde está toda esa gente digna? ¡Lo hemos encontrado nosotros!, ¿es que eso no significa nada?
—Quizá sí, pero no puedo decidirlo ahora. Deberíamos llamar.
—¡Desde mi piso, no! Cogemos el coche, nos marchamos de nuevo a Francia y llamamos desde allí. No quiero locos cerca de mi casa. Cuando acabe todo esto, deseo dormir en paz —era increíble, después de todo lo que había pasado, tenía que conformarme con nada.
—Tienes razón, pero no te enfades.
—¿Dónde quieres meter las otras cinco hojas? —no pensaba alargar más la conversación.
En ese momento, sonó un crujido en la cerradura del apartamento.
—¿Esperas a alguien? —susurró Mars.
—No, y que yo sepa, nadie tiene llave de mi casa. Debe ser alguien confundido de puerta. Cuando vea que no abre, se irá.
Sin embargo, el chasquido de la cerradura liberó las bisagras de seguridad, y la puerta se abrió. Mars reaccionó como un relámpago y metió las cinco hojas envueltas en papel de aluminio debajo de los cojines del sofá, y yo, algo más lento, conseguí pulsar el botón de apagado del ordenador justo antes de que Azul apareciera en la puerta del comedor de mi apartamento.
—Hola, Cècil —ella también parecía sorprendida de vernos allí, pero su aspecto era tan deplorable que quizá solo fue una apreciación mía.
Abrí los brazos y la recogí del empujón que alguien le dio por detrás. Azul no había venido sola. Tras ella aparecieron dos tipos, uno armado y otro vestido como un
dandy
. El segundo entró en la sala con la impunidad del dueño, y se paseó alrededor de la mesa y de nosotros. Mars me miraba aterrorizada, y yo, con Azul sollozando entre mis brazos, lo dejé acabar su examen.
—¿Quiénes son ustedes y qué hacen aquí? —hice la pregunta más ridícula del mundo.
—Calla —me apuntó el tipejo de la pistola.
Mientras el
dandy
, un cincuentón con una melena plateada cortada a bisturí, recogía del suelo los pedazos del estuche, nos miró con una mueca de satisfacción grabada en su rostro. Su sonrisa nos heló.
—Bien, veo que han estado practicando
bricolage
—dijo con un fuerte acento italiano.
—¿Qué le habéis hecho? ¿Y dónde está la condesa? —pregunté. Hacer preguntas idiotas en situaciones extremas es a veces la única manera de sentir que el tiempo todavía te da alguna chance.
—¿Me permite,
signorina
? —y agarró la funda de tela que Mars todavía tenía en la mano—. Esto es mucho mejor de lo que esperaba —dijo mirando a Azul.
—No lo abra, la luz lo dañaría —le advirtió Mars.
—¿Es el códice? —preguntó el italiano.
Azul miró a Mars, esperando con más ansiedad incluso la respuesta que ese hombre.
—No lo sabemos, no hemos podido examinarlo, pero creemos que sí —dijo de nuevo Mars—. Ahora ya lo tienen, ya pueden liberarlas a ella y a la condesa.
—¿Condesa? Vaya, vaya, ¿y el nombre de tal celebridad? —preguntó de nuevo, mientras el otro no bajaba el arma.
—Su nombre es Lucía, Lucía de la Piedra —contestó Azul—. ¿Es el códice? —preguntó ahora mirando a Mars, que afirmó con un movimiento de cabeza—. ¡Está todo perdido!
—Ja, ja, ja. Mereces un castigo y un premio a la vez. Eres tan idiota como valiente. Bravo. Pero de todas formas, no importa su nombre, ni el vuestro. Tantos años detrás de esto —dijo el italiano moviendo la bolsa—, y ahora por fin hemos dado con él. Hoy es un gran día. Llévatelos, ya sabes qué hacer con ellos.
Sentí un escalofrío de terror que me recorrió todo el cuerpo.
—No tardéis —le dijo por último al que nos apuntaba, y se marchó con el maldito códice.
—Vamos —nos ordenó el pistolero—. Si intentáis algo,
kaputt
—y simuló un disparo con aquella pistola de color gris muerte.
Bajamos las escaleras despacio hasta la calle; entonces, escondió el arma y nos metió en un todoterreno. Azul, Mars, el matón y yo nos sentamos en los asientos de atrás. Otro tipo, con pinta de mafioso de los años cuarenta, esperaba al volante.
—He pensado que un buen lugar para dejaros es en el campo del Barça. ¿Qué opináis vosotros? No decís nada, bueno, ¿no seréis del Real Madrid? —preguntó el chofer.
Y sus risas golpearon todos los cristales tintados del vehículo. ¡No podía ser! Así no podía llegar el final de mi vida. Mars miraba por la ventana, quizá poniendo en orden alguno de sus últimos recuerdos, y Azul parecía evadida del lugar. ¿Es que no tenían miedo? Pensé en todas las posibilidades, pero era imposible atacar al tipo de la pistola porque la tenía clavada en los riñones de Azul, y cualquier acto hubiese supuesto una desgracia. Quería hablar, buscar el canje que nos salvara, decir una frase brillante que hiciera temblar al villano, pero de mi boca no salía más que un terror indómito, un temblor interno que había cerrado cualquier posibilidad de habla. ¡Nos iban a matar!
El coche enfiló Diagonal arriba, en dirección al Camp Nou, como había dicho aquel tipo. Serían poco más de las siete de la tarde, y la oscuridad comenzaba a tomar la Ciudad Condal. Cerca del campo del Barça se reúnen las prostitutas y los travestís de Barcelona para ofrecer sus servicios en pequeños descampados, que se utilizan como aparcamiento los días de partido, y que entre semana servían de lugar de trabajo para toda aquella fauna nocturna. El miserable tenía razón, era el sitio ideal para meternos un tiro y dejarnos allí tirados. Vi desde el coche la torre del Hotel Princesa Sofía. En dos minutos, mi vida habría acabado.
Me imaginé lanzándome sobre el asesino, arrancándole su arma y disparándole a bocajarro, pero no me moví del asiento.
—No tardes —le pidió el conductor.
Había aparcado contra un pequeño montículo que impedía que otro coche se pusiera a nuestro lado.
—Hacia allá —nos dijo.
Solo se me ocurrió abrazar a Mars y a Azul, y besarlas en la cabeza. Dimos unos cuantos pasos, y el maldito disparó. El ruido fue tan terrorífico como la muerte misma. En un principio, no supe a quién de los tres había elegido para iniciar su trabajo y esperé oír dos disparos más, que se produjeron casi de inmediato.
Contra lo que esperaba en un momento así, no sentí dolor ni caí al suelo como imaginaba. Ellas incomprensiblemente también estaban en pie. Miré a nuestro asesino y vi que se doblaba herido de muerte frente a los faros del vehículo, reflejando el rostro de un idiota tan sorprendido como aterrorizado.
—¡Quietos, Policía!
Escuché gritar a alguien, y de repente un par de coches de la Policía rodearon al todoterreno cerrándole el paso. En un segundo, nos apartaron contra los coches, lo mismo que al conductor del todoterreno, que ya no reía tanto.
El comisario Aripas corría hacia nosotros con su pistola en la mano.
—¿Están bien? —preguntó sin esperar respuesta—. ¡Rápido, avisen a una ambulancia y llévense a ese otro!
En un momento, la pequeña explanada se llenó de luces parpadeantes que impregnaron de mayor patetismo el lugar. Al principio, las prostitutas desaparecieron, mas a medida que tuvieron claro que el montaje no iba por ellas, comenzaron a aparecer y continuaron con su trabajo. Algunas, o algunos, se acercaron a chismosear, pero los agentes les aconsejaron que se alejaran. Conté cuatro coches de la Policía y un furgón en el que se llevaron al conductor.
A nuestro asesino no pudieron llevárselo, aun a pesar de llegar la ambulancia pedida por el comisario, porque había fallecido por los disparos. Sentí mucha pena, no solo por él, sino por todo, por el mundo tan extraño en que nos ha tocado vivir. Pero lo más importante era que estábamos vivos. Todavía no comprendía por qué ni de dónde había salido la Policía, pero su llegada fue providencial. El comisario nos pidió que lo acompañáramos a la comisaría para tomarnos declaración, y nos fuimos con él. Cuando llegamos, comprendí que a pesar de estar literalmente agotado, mi vida comenzaba de nuevo en aquel edificio.
—Bien, antes de tomarles declaración, debo advertirles de algo. Ustedes dos pasarán a disposición judicial después de declarar —nos dijo a Mars y a mí—, y usted —agregó dirigiéndose a Azul— será atendida en el hospital antes de que también la impute.
—Pero comisario… —no podía creerlo, casi nos asesinan a sangre fría y aquel hombre, que primero nos había salvado, ahora nos comunicaba nuestra detención.
—Se lo advertí y no atendió a razones. Era usted el más listillo, el que todo lo sabía, pues ya ve a dónde le ha llevado su estupidez, a dejarse grabar por todas las cámaras de un monasterio reventando a golpes una columna del siglo catapún. Pero no me haga hablar, después es a esto a lo que se agarran abogados sin escrúpulos para que mucha gentuza esté allí —señaló a la calle— en lugar de aquí dentro.
—Disculpe, nosotros somos las víctimas y no los culpables. Mi amiga Azul ha sido raptada y casi nos matan a tiros —intervino Mars.
—Señora, no creo que usted esté tampoco en disposición de hablar muy alto.
—¿Pero de qué nos acusa? —preguntó Mars. Azul permanecía callada.
—¿Todavía se atreve a preguntarlo? Expolio del patrimonio nacional, venta ilegal de obras de arte, tráfico ilegal de divisas, y después de lo visto hoy, posiblemente pertenencia a banda armada. Y en el caso de ella —miró a Azul—, cómplice de asesinato. Les aconsejo que llamen a un buen abogado.
—Comisario, todo tiene una explicación —le dije.
—Claro, claro. ¿Y usted me la va a dar, verdad?
Miré a Mars.
—No queríamos robar nada. En la columna se escondía un secreto por el que nos iban a pagar muy bien —el comisario se reclinó en su silla y me dejó continuar—, el precio de ese secreto era muy alto, demasiado para negarnos a conseguirlo: la vida de Azul y de otra persona más que todavía está en peligro. Si no llega a ser por usted mismo, nosotros ya no estaríamos vivos.
—¿Quiénes eran esos hombres? ¿Los dueños del millón de euros? —preguntó el comisario.
—¡No! —maldita sea, yo ya no me acordaba del millón—. Se lo acabo de decir, esos dos, y otro que se escapó en sus propias narices, tenían secuestradas a Azul y a Marie Stewart, y nos amenazaron con la muerte de ambas si no les conseguíamos eso.
—No creo ni una palabra, les aconsejo que presten declaración, avisen a un abogado, y cuando el juez de turno levante acta, veremos si se van a casa o se quedan unos días entre nosotros.
—Comisario, por favor, debe creernos —insistí—. Mire a Azul, mire qué han hecho con ella.
Azul no había abierto la boca desde que el italiano se llevó el códice. Ni siquiera nos había explicado por qué se presentó en mi casa de esa forma.