—El italiano habló de un avión, por favor, comprueben eso.
—¿Que compruebe el qué? Que un tipo del que no tengo ninguna constancia se ha marchado en un avión, ¿sabe usted cuántos aviones salen cada día del Prat?
—No está en el Prat, aterrizamos con un
jet
privado en el Aeropuerto de Sabadell. Eso sí podrá comprobarlo —le dijo Azul.
El comisario la miró. Había algo extraño, algo que se nos escapaba y que él sabía.
—Vigílalos —ordenó a uno de los guardias de la puerta, y salió. Entonces, Mars aprovechó para preguntar a Azul.
—¿Cómo estás? ¿Cómo está la condesa?
—Yo estoy bien, viva, y la condesa también lo estaba cuando me llevaron con ese tipo. Son ellos, Mars, los
designati
, nos han encontrado, y si ahora tienen el códice, está todo perdido.
En mi cabeza se agolpaban las preguntas. Me vinieron en tropel, ¿por qué Azul no había comunicado sus hallazgos en Cîteaux y Clairvaux?, ¿por qué había venido a mi casa?, ¿quiénes eran esos
designati
?, ¿y qué decía el maldito códice?
—¿Por qué viniste a casa? —le pregunté.
—No lo sé, querían llevarme a Cîteaux, pero me amenazaron con ordenar la muerte de la condesa si nos descubrían. No podía ir allí, ¿comprendes? No sabía qué hacer. Recordé que tenía una llave de tu casa y vine —se calló. Mars me miró y en su mirada imaginé las mismas preguntas que yo me acababa de hacer. Pero no tuvimos tiempo para más charla cuando regresó el comisario Aripas.
—Voy a confesarles algo: desde que esta mañana recibí el aviso de robo en Santes Creus y me enviaron el video, puse su casa bajo vigilancia. Sabía que no había acudido a Mozambique por las llamadas capturadas a Oriol Nomis, el cual espero que no sepa en qué están metidos ustedes. Pero no pensé jamás que fuese tan imbécil de volver a su apartamento, y sin embargo me ha demostrado que sí lo es. También me han confirmado mis hombres que, antes de ustedes, salió de la casa un hombre de unos cincuenta años —consultó su libreta—, canoso, bien vestido, de un metro ochenta aproximadamente, y además me han confirmado desde el Aeropuerto de Sabadell que un
jet
privado ha partido con un hombre que responde a esta descripción. Por favor, ¡empiecen a hablar o les meto un puto puro a todos, que no van a volver a ver la luz del día hasta después de la Tercera Guerra Mundial!
—Ya le hemos dicho… —comenzó Mars.
—¡No me han dicho nada, cojones! ¿Qué han robado en Santes Creus? —gritó el comisario.
—Un códice —dije yo.
—¿Un códice de qué? —volvió a preguntar Aripas.
—¿Recuerda el famoso códice por el que pagaron un millón de euros y que no era más que un señuelo?, bueno, pues no existía en la subasta, pero sí en la realidad. Ese es el códice que se escondía bajo la columna del monasterio y que se ha llevado el italiano del avión.
El comisario se frotó la cara como si se la limpiase con arena.
—¿Quién es usted? —preguntó a Mars.
—Mi nombre es Mars González Pereira.
—¿Y qué hace metida en esto?
—Yo también busco el códice —Azul la miró con cara de pocos amigos.
—¿Y ese puto códice es…? —el comisario dejó la pregunta en el aire.
—No lo sé —contesté—, pero hay gente dispuesta a matar por él.
—¿Y ustedes saben qué es? —preguntó Aripas a las dos chicas, mas no obtuvo respuesta—. Está bien. ¡Rojas! Que les tomen declaración y los suelten. Quiero que los vigilen las veinticuatro horas al día, y que les retiren los pasaportes —se dirigió de nuevo a nosotros—. No pueden salir del país y deberán presentarse en la comisaría cada dos días.
—¿No van a hacer nada para rescatar a la otra persona? —preguntó Mars.
—Señora, no creo ni que exista esa otra persona.
Tal como nos dijo, nos tomaron declaración y sobre las dos de la mañana dejamos la comisaría, acusados de un delito de expolio del patrimonio nacional y de tráfico ilegal de obras de arte. Yo estaba cansado, muy cansado.
—¿Sabes dónde está la condesa? —preguntó Mars a Azul, que mientras nos tomaban declaración había perdido el conocimiento un par de veces.
—No, quizás en algún país del este por las voces que oíamos, pero no tengo ni idea de dónde nos tenían retenidas.
—Nos prometieron que cuando tuvieran el códice las liberarían —dije yo, hastiado.
—No lo creo —respondió Mars, y después de acomodar a Azul en la ambulancia que se la llevó al hospital, nos fuimos a casa.
El aire fresco de la madrugada me espabiló un poco. Había demasiados cabos sueltos, y todos me llevaban al mismo lugar. El maldito códice. Debía averiguar qué decía o esa pesadilla no acabaría jamás, y creía saber cómo hacerlo.
L
a mañana se levantaba nublada en París. Como muchas otras, pero esa le pareció a Rouse-Marie Bouvier especial. Sentía el frío colarse por debajo de su bata estampada. Recordaba cuando ella misma se reía de su madre por vestir batas como esa, y ahora, mientras se peinaba frente al espejo, la veía a ella.
Atravesó su biblioteca, el mejor lugar del mundo. Allí tenía todo lo que podía desear, todo lo que alguien pudiese soñar, todos los viajes imaginables, las sensaciones y emociones de miles de vidas estaban plasmadas en aquellos volúmenes que amaba con pasión. Allí podía ser quien quisiera. Amaba el olor rancio de la sabiduría. Como todas las mañanas, se dirigió al termostato que controlaba la temperatura y la humedad de la biblioteca. Perfecto, como siempre.
Pensó que primero desayunaría y después saldría a realizar las compras diarias. No le gustaba mucho salir, no por miedo o pereza, sino porque sufría el estar alejada de sus libros. Ella, una de las mejores bibliotecarias del mundo, lo había dejado todo para ser la bibliotecaria de su mundo, del único que le interesaba. Atrás habían quedado años de dedicación en los archivos vaticanos, en la Sorbona, conferencias por medio mundo intentando transmitir su amor por la sabiduría, su amor por la razón última y única de vivir, el único camino que hacía libre a una persona, el amor y el respeto infinitos a Dios. Se consideraba heredera del espíritu primigenio de los ascetas, solo que ella había realizado su retiro entre esas paredes. Había cerrado su cerebro, su memoria y su alma a todo lo que no estuviera almacenado en aquellos volúmenes.
Solamente se permitía una pequeña licencia, algo sin importancia, pero que la ayudaba a soportar algunos momentos de su existencia. Era una jugadora extraordinaria de
bridge
y, gracias a Internet, había encontrado cómo mantener su afición oculta sin abandonar su infinito mundo.
Calentó un poco de leche en un cazo de aluminio y encendió su ordenador. Antes de salir, podría echar una partida con algún rival digno en cualquier parte del mundo. Cuando vio que la leche subía, corrió a apagar el fuego. Le echó un par de cucharadas de cereales en polvo y volvió frente a la pantalla. «Solo una partida», pensó. Abrió el enlace de la página en que estaba dada de alta con un seudónimo y, antes de que le fuesen solicitadas las claves de acceso, vio que había recibido nuevo correo electrónico.
«Más basura», pensó, pero aun así pinchó sobre el icono del sobrecito cerrado y brillante. Como esperaba, se abrió una nueva pantalla. Ya tenía su dedo índice sobre la tecla de suprimir para no perder mucho tiempo y poder dedicarse a su partida, que en la otra ventana la reclamaba con un «pinche aquí para empezar». Empezó a ponerse nerviosa, fuera quien fuera el que le había enviado un mensaje lo había hecho a lo grande, porque tardaba siglos en descargarse. Al final, lo vio aparecer. Era un mensaje con varios documentos adjuntos. Lo abrió.
Necesitó leerlo varias veces sin conseguir comprender cómo podía parpadear eso en su pantalla. Encendió la impresora, puso papel suficiente y pulsó el botón de imprimir. Iba a necesitar varios días de trabajo hasta traducir, como le pedía aquel catalán, todos los fragmentos de esos escritos.
Sintió vivir uno de los momentos más importantes de su existencia. La emoción le recorría sus cansadas venas con una fuerza como no había sentido en años. Cada pasada de la impresora por el papel en blanco, desentrañando un secreto oculto por cientos de años, le hizo sentir una pasión que la tambaleó como a una borracha.
Por fin, lo habían encontrado.
Barcelona, Catalunya, enero del año 1282
S
eñor, un emisario del Papa pide veros.
El rey Pere levantó la cabeza y vio un soldado temblando de frío bajo su capelina empapada por la nieve. Esperaba la visita de ese emisario desde hacía más de un año, cuando solicitó una bula de cruzada al papa Martín. Ahora comprendía a su padre, lo que se le había asemejado la locura de un anciano cobraba una nueva identidad después de leer los escritos del sabio romano, pero sobre todo tras leer los del Maestre del Temple, André de Montbard. No había exagerado en cuanto al peligro que en ellos se encerraba.
—Acompañadlo hasta la sala de audiencias. Que me espere allí —pidió el rey.
—No ha venido solo, señor, tres hombres más lo acompañan.
—Pues que vayan los cuatro, y haced que nos traigan vino para que entren en calor.
Cuando el rey Pere entró, cuatro hombres se levantaron para saludarlo en una reverencia. El rey les correspondió y, desde su trono, los examinó uno por uno. Le habían avisado que el papa Martín por fin había tomado una decisión, pero no pensó que fuesen necesarios cuatro hombres para hacérsela saber, ni tanto tiempo. Los cuatro vestían igual, una especie de vestimentas asemejadas a las cardenalicias, pero de tonos morados en lugar de los rojizos habituales. También estaban faltos de las barrigas condescendientes de la curia, por lo que el rey Pere no supo muy bien cómo ubicarlos dentro de la jerarquía romana. El mayor de ellos no pasaría de los cuarenta años, y sus modos eran más militares que seculares.
—Creo que tienen noticias para mí —les dijo sin más preámbulos.
—El Papa nos envía, rey Pere —habló uno de ellos.
—Sed pues bienvenidos en mi reino.
—A pesar de vuestras palabras de bienvenida, habéis de saber que Su Santidad el papa Martín IV no está precisamente honrado con vuestra actuación tras los muros de Clairvaux —habló el que parecía mayor.
—Vaya, esto sí que es diplomacia —rió el rey—. Tengo la ligera sospecha de que no me traéis buenas nuevas.
—Ambos somos hombres que valoramos el tiempo, y sería un insulto hacéroslo perder. El Papa nos envía para que le sean repuestos los bienes que robasteis de Clairvaux.
—Ni siquiera sé con quién estoy hablando, y os permitís venir a mi casa a llamarme ladrón.
Los cuatro hombres se miraron. Sabían que no iba a ser fácil tratar con el monarca. No en vano era poseedor del mejor ejército del mundo, quizás el hombre más poderoso de la tierra en esos momentos, pero tenían órdenes muy claras, ir directo al asunto y rescatar los escritos que el monarca había robado del monasterio francés.
—Mi nombre es Marcos, uno de los
designati
.
—Yo esperaba el beneplácito para una nueva cruzada, y el Papa me envía cuatro hombres a insultarme en mi propia cara. ¿Sabéis con quién estáis hablando? —gritó el rey.
—Lo sabemos, señor —habló Marcos—, pero permitidnos haceros sabedor del mensaje completo de Su Santidad.
Parecía que entre ellos había una cierta jerarquía, o por lo menos un reparto de papeles que hasta el momento escenificaban como en una obra de juglares.
—Su Santidad os envía una propuesta. Entregadnos los escritos y obtendréis el apoyo de la Santa Iglesia de Roma en la conquista de Sicilia.
¡Así que era eso! El Papa había esperado todo ese tiempo para gozar de la única carta que podía interesar al rey. ¡Sicilia! Un pacto sencillo, aquellos escritos o la alianza con el rey francés para que la isla no fuese anexionada a su reino. ¡No podía más que descubrirse ante la inteligencia del Sumo Pontífice! Estuvo a punto de preguntar cómo podía saber de sus intenciones de atacar la isla, pero casi se rió por su arrebato de inocencia.
—Debéis saber —continuó el mismo hombre— que la Corona francesa considera un acto de guerra vuestro atentado en Clairvaux, y que ha sido el mismo Papa quien ha aconsejado prudencia en este caso.
—¡Y vos debéis saber que mi ejército puede aplastar a toda Francia! —amenazó el rey.
—Lo sabemos, señor, pero podríais hacerlo permanente sin los apoyos necesarios de Roma. Esos escritos no os pertenecen, y vuestro Papa en persona nos envía para recuperarlos con una oferta justa —la angustia timbraba sus palabras.
—¿Y si me niego?
—Seréis excomulgado y tendréis por siempre a Roma como enemiga en todo aquello que iniciéis.
—Bien, si así ha de ser, sea —se levantó—. Quizá vuestro Papa debería haberos informado de la pena que reciben los que se atreven a insultarme en mi propia casa. Que los ejecuten y envíen sus restos a Roma.
No habría cruzada y sí un nuevo enemigo, quizás el más grande al que se pudiese enfrentar un rey. Un enemigo invisible capaz de armar cualquier ejército en su contra si así se lo proponía. Bastaba una palabra de Roma para hacer temblar los muros de la mayor fortaleza. Su propio abuelo lo había experimentado junto al conde de Toulouse en la batalla de Muret que le costó la vida. Pero las cosas ahora eran diferentes. Su infantería era la mayor del Mediterráneo, y su flota, invencible. Y mucho más si conseguía Sicilia, entonces ni siquiera el Papa se atrevería a plantarle cara.
Subió a su cuarto y se encerró. Desenrolló los escritos de André de Montbard y decidió protegerlos para siempre. Si la Providencia le era propicia, podría desvelarlos como su padre había hecho con él en el último momento, y si no, que Dios se apiadara de su alma, allí se quedarían.
Amado sobrino y abad de Clairvaux,
Hoy, en el día 13 de octubre del año del Señor de 1152, hace tres que partí a Tierra Santa con vuestras palabras todavía frescas en mi memoria. Vos, que me encargasteis que averiguara la verdad sobre los hombres santos que tanto os han inspirado, habéis de saber que eso he intentado con la ayuda de Dios desde entonces. Cumplí mi palabra y la doy para jurar que todo cuanto en estos escritos detallo es lo que averigüé mientras cumplía con la sagrada encomienda de la orden a la que pertenezco, la Pauperes Commilitones Christi Templique Solomonici, o como se nos conoce y teme en el mundo entero, los Caballeros Templarios.
Como bien sabéis, partí hacia Tiro para incorporarme a las órdenes del Maestre Gualdim Pais, designado por mi buen amigo y Gran Maestre Evrard des Barrés, para lo que debía ser una de las más grandes batallas libradas contra los infieles desde la toma de Jerusalén. No ha mucho que el valeroso Maestre había salvado la vida del rey Luis en el monte de Kadmos y su influencia en la corte era por bien tenida, por lo que nuestra misión había sido encomendada ante Dios y era gozosa de todos los parabienes.
Siempre sospeché que mi buen amigo había nacido más para acompañaros a vos que a nosotros, y me siento feliz de que, mientras leéis mis escritos, su alma repose en los muros de vuestra abadía.
No deseo cansaros con la vida cuya existencia tanto os molesta admitir, pero para que tengáis una idea de lo que aconteció en la batalla de Gaza, debo deciros que partimos unos cincuenta hermanos bajo el mando del bravo Maestre portugués Gualdim Pais y que solo doce conseguimos entrar en la ciudad. Quiero haceros saber que la misma fuerza que a nosotros nos da la fe en Cristo, a los infieles parece invadirlos la suya en el profeta.
Pasaron varios meses hasta que la situación en la fortaleza se tranquilizó y pude obtener el permiso necesario para retomar la búsqueda de los hombres santos que el sabio llama ‘esenios'. Como bien sabéis, mi conocimiento de las lenguas de los infieles es amplio y en algunas ocasiones he logrado sobrevivir en estas tierras inhóspitas haciéndome pasar por uno de ellos. La espada no siempre es la mejor solución y para la misión que vos me encomendasteis, y que os agradeceré hasta el último hálito de mi existencia, pensé mejor en hacerme invisible entre los fieles a Nuruddín. La tierra que el romano detalla está fuera de la protección de la orden, y más allá de Jerusalén, por lo que la peligrosidad de ser descubierto como hermano cristiano habría hecho imposible esta carta.
Debéis saber que después de despedirnos mi piel ha tornado oscura como la de los infieles y que durante estos meses en Gaza aproveché para perfeccionar mis conocimientos sobre su lengua. Tomé un alazán al modo árabe y me vestí con ropas rescatadas de los prisioneros. Os ruego interfiráis por mí ante Dios para que perdone todos mis pecados, y este también. Tenía poco más de un par de meses antes de regresar a la fortaleza para participar en la toma de Escalón, así que una vez comprobadas mis alforjas marché hacia el este, en busca de la ciudad que Cayo Plinio llamó Secacah.
Ya os advierto que tal ciudad no existe en nuestros días. Quizá fuese un nombre oculto para proteger a los que allí vivieron. Me guié entonces por las indicaciones de los escritos y bajé siguiendo la orilla del Mar Muerto hasta la ciudad de Masada, y me bañé en el maravilloso oasis de 'En Gedí, donde busqué sin éxito durante semanas restos de la vida de los esenios. En la misma medida que el tiempo pasaba, mi angustia crecía y mi desánimo hacía preguntarme cada noche en mis oraciones qué hacía allí, con lengua y costumbres de infiel, y desposeído de la cruz rosada de mi manto sagrado. Debo reconoceros que incluso en más de una ocasión me vi obligado a rezar según lo hacen los musulmanes por temor a ser descubierto y no poder regresar. Os ruego, querido ahijado, que seáis clemente con mi persona, pero mi obligación de buen cristiano era regresar para combatir en nombre de la fe verdadera. Os soy franco y os prometo que pregunté en cada aldea y en cada choza por los hombres santos que vivieron allí sin que nadie me diera razón, así que por fin decidí, con gran tristeza en mi alma, sobre todo por vos, partir de nuevo a Jerusalén donde me esperaban mis hombres para devolver las tierras de Cristo a sus hijos.
Marché como os digo deshaciendo mis pasos, hacia el norte, hacia las tierras verdes de Jericó para marchar desde allí a la fortaleza principal de la orden en la Ciudad Santa. Fue esa una de las jornadas que Dios nos brinda para poner a prueba nuestra fe. Todo lo que os relato a continuación lo haré en un nuevo pergamino para garantizar vuestra seguridad, y la de nuestros descendientes".
El rey sabía por qué el valiente templario había actuado de esa forma. Él mismo seguramente lo habría hecho de igual manera. Enrolló con sumo cuidado el primer rollo manuscrito de André de Montbard y comenzó a desplegar el segundo.
Antes de continuar, querido Bernardo, debo advertiros de que la situación del lugar que os describiré no me atrevo a relatárosla en esta misiva, ni aun al saber que solo vos la leeréis. Si algún día sois libre de vagar por estas tierras, yo mismo os conduciré hasta allí.
Al caer la noche de mi último día antes de regresar a Jerusalén, decidí gozar de la poca paz que alumbraría mis días a partir de entonces. Debéis saber que los planes de la orden eran tomar todos los lugares de Tierra Santa y, por lo que pude ver durante mis días de infiel, esta no sería labor mengua. Una vez cambiara mis vestimentas por mi amado manto con la cruz, no volvería a gozar de una noche solitaria bajo las mismas estrellas que contempló, quizás alguna vez desde allí mismo, nuestro Señor Jesucristo. Me deshice de la chilaba que cubría mi cuerpo y me tumbé protegido por unas rocas a contemplar el cielo. Sé que jamás habéis estado en estas tierras y se me hace difícil explicaros el sentimiento que en ellas se tiene. Aquí no existen aldeas ni campos ricos en verduras y vegetales como en nuestra amada Champagne, ni vides ni árboles frutales. Todo en esta tierra es árido y seco, las rocas son calientes en el día y frías al caer la noche. No hay más vida que algún solitario rebaño de cabras ni arboleda más poblada que por dos o tres árboles. Es una tierra golpeada inmisericorde por el viento, y que al respirar produce un lento ahogo de arena y polvo. Los pastores deben hacer largas distancias antes de encontrar un lugar donde saciar su hambre y la de sus rebaños. Incluso en la leche creo sentir a veces este gusto de tierra. Pero no creáis, amado Bernardo, que no es un lugar hermoso, porque lo es.
No solo es hermoso porque naciera en él nuestro Salvador, sino porque en esta aridez del terreno encontramos la aridez del alma. Y si es hermoso en el día, su belleza se intensifica en la noche, cuando las estrellas aparecen como jamás las veréis en Clairvaux. Aquí vuestro amado mentor Roberto sería feliz. Yo sentía esa noche cómo la fuerza de Dios me atravesaba como un cuchillo ardiente. Sentí la voz del amado Creador hablando en mi interior como si vos mismo estuvieseis sentado junto a mí recitando un Salmo. Tanto así que no sé cuánto tiempo pasó hasta que sentí un agudo dolor que se me coló hasta paralizarme por completo. Creo que fue un escorpión quien mordió mi carne, o una de las muchas culebras que andan por esos lares, pero fuera lo que fuera me dejó sin sentido envuelto en un dolor tal que ni siquiera me permitió gritar. Os juro que me sentí feliz de haber puesto mi alma en paz antes de morir.
Sin embargo, cuando desperté al cabo de no supe cuánto tiempo, no lo hice en el Paraíso, ni en el merecido Infierno, sino en un lugar que habría permanecido oculto para mí a no ser porque fui llevado sin sentido hasta él.
Me desperté de nuevo de noche, en un lecho que me recordó a los de vuestras celdas, junto a las brasas de un hogar encendido y una pequeña tina de agua fresca. Me costó reconocer que estaba en las entrañas de la tierra, en una especie de cueva cavada en la piedra, y poco más pude averiguar porque volví a caer preso de las fiebres. En ese estado pasé un largo tiempo, días quizás, en el que sin yo saberlo fui curado y cuidado por unos seres increíbles.
Cuando por fin resucité de lo que habría sido mi segura muerte, me encontré rodeado de una docena de ellos. Os juro, querido ahijado, que creí estar entre los muros de nuestro amado Clairvaux si no hubiese sido porque entre ellos había mujeres. Todos vestían de blanco, con unos hábitos gruesos y rudos que les cubrían hasta los pies. Me dieron sopa y cambiaron, como habían hecho durante todo el tiempo, unos apósitos en mi tobillo para curar la infección de la mordedura de la bestia. No hablaban, al principio creí que habían hecho voto de silencio, pero la realidad es que entre ellos parecíase que leían en sus mentes. Tuve la certeza de esto que os cuento cuando una mañana entró en la cueva la que supe primera de todos ellos.
Era una mujer, sí, amado Bernardo, leéis bien en mis palabras. Era una mujer la que parecía estar al mando de aquel grupo de seres que muy bien comenzaba a creer eran los que el mismísimo sabio romano había llamado ‘esenios'. Debéis saber, antes de que os detalle lo que me aconteció con la hermana, a la que todos llamaban Maestra, que el resto de la comunidad realizaba largas horas de oración y una paz interior parecíase que los alcanzara cuales monjes hermanos de vuestra orden. Sin embargo todo en ellos era blasfemo, no adoraban la Santísima Cruz, incluso llegaron a aseverar que no la conocían. Sus ropajes, al igual que los vuestros, eran del todo blancos. Tampoco rezaban por nuestro Señor Jesucristo, ni al infiel Mahoma, sino a un Dios que me pareció fuese el mismo que el de los inquinas judíos, pero no puedo aseguráoslo.
Sin embargo, sí debo aclararos que a pesar de su vida blasfema parecíase que estuviésemos en un monasterio, encerrados en cuevas de las que no pude ver más que la que me sirvió de albergue, y las que crucé mientras me despedía de los hermanos.
Como os decía antes de mi interrupción, una mañana fui visitado por la Maestra. Se presentó ante mí cuando ya casi sentía fuerzas para caminar y se quedó a unos pasos de mi lecho. Al cabo de unos instantes, me dijo que debía marcharme. Extrañado, y debo reconoceros que un tanto furioso, le respondí que yo era libre de ir a donde el Señor me llevara, y me contestó que una persona capaz de matar en nombre de algo tan sagrado como Dios no merecía reposo entre ellos. Amado Bernardo, no solo la blasfemia se adueñaba de todos los actos de aquellos seres, sino que, y he de reconoceros de nuevo como vos muchas veces me habéis intentado convencer, me hizo saber que Dios no necesita más que de nuestros corazones, y no de nuestras espadas. No me dejó explicar, ni siquiera pude hacerle saber el trato del que nuestros peregrinos eran receptores en su camino a Tierra Santa. Me dijo que ya había leído en mí suficiente. Me gustaría haceros el relato con la exactitud que vuestra atención merece, pero a medida que yo pensaba una pregunta, ella la respondía y el resto de los hermanos continuaban en total silencio y asentían como si entre ellos se hubiese originado un debate misterioso, por lo que muchas de las frases que debería escribir en estas hojas ni siquiera se llegaron a pronunciar.
Sí recuerdo la furia que sentí al verme apartado de aquellas cuevas, fue, como se aventuró a anticiparme, un reconocimiento de mis actos pecadores e indignos. Sabéis de sobra, estimado abad Bernardo, que siempre he sido un hombre piadoso y temeroso de Dios, pero a la Maestra no pareció importarle. Desde esa furia cambié a una paz que me duró hasta el mismo momento en que entré en combate de nuevo, y que casi me cuesta la vida por no decidirme a rebanar el gaznate a un infiel que no parecíase tener tantas dudas como yo.
A mi pregunta sobre quiénes eran y qué hacían, me respondió que eran una comunidad de Dios y, con poco detalle, que vivían en paz en el conocimiento de los siete grandes secretos del Todo. Le pedí que me enumerara esos siete secretos y tan solo se limitó a sonreírme.
Una tarde, por fin salí de mi cueva. A vos puedo confiaros la verdad de que ya tenía fuerzas suficientes varios días atrás para emprender mi marcha, pero no quería hacerlo. Salí como os decía preso de la curiosidad. Ningún sonido se escuchaba. A vos que no habéis estado en estas tierras os diré que es difícil ver pájaros y que uno de los sonidos más maravillosos del mundo es volver a escucharlos de vuelta a casa. Esa tarde tampoco su trino apareció. Caminé por unos corredores cavados en la piedra hasta una cueva mayor, en la que los vi reunidos. Debéis creerme si os digo que estaban sentados como si estuviesen en cómodos tronos, pero que en realidad no había nada. No serían más de una docena y estaban, como os digo, en círculo, flotando en la luz oscilante de las antorchas. En el centro de ellos había una roca atada a una pequeña bolsa de cuero de la que emanaba una luz violácea que iluminaba sus caras y sus blancos vestidos. Todos tenían sus manos vueltas hacia la roca, incluso la Maestra que parecíase una más. En el tiempo que allí estuve, y cuya duración no alcanzo a calibrar, sobre aquella roca se originaron tempestades, viento, lluvia y sol, que parecíase podían dominar a su gusto. Sé que os extrañará lo que os digo, y yo mismo, aun habiéndolo visto con mis propios ojos, dudo de si fue cierto o solo una más de mis fiebres, pero allí comprendí.
Cuando al cabo de dos días ya no pude disimular más mi mal, aun a pesar de ser día claro, unas nubes ensombrecieron la tierra y me acompañaron en plena oscuridad hasta la entrada de las cuevas para despedirme allí mismo.
Nunca más he vuelto a saber de los hermanos de blanco, y solo pido a Dios que me dé vida suficiente para volver algún día y hacerme digno a sus ojos de conocer los siete grandes secretos de los que ellos parecíanse sabedores.
Todavía recuerdo sus pasos y su presencia, silenciosos, e incluso en las noches de vigilia me parece sentir los pensamientos de la Maestra campando cuales caballos salvajes por mi mente. Si de verdad he sentido la fuerza de Dios en algún lugar fue en aquel, y si tuviese que aseguraros que la persona a quien conocí era la que el sabio romano describía como poseedora de la capacidad de dar vida, sin duda esa era la Maestra.
Antes de dejar descansar vuestros agotados ojos, debo confesaros una cosa más de la que no tengo voluntad de arrepentirme: marqué en secreto aquellas cuevas por si algún día podía regresar. Sé que jamás concederéis vuestro perdón a alguien que no lo merece, pero eso es lo que os pido, amado abad, y sobrino, Bernardo de Clairvaux.