El pendulo de Dios (54 page)

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Authors: Jordi Diez

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Religión

BOOK: El pendulo de Dios
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Las rayas se hicieron más nítidas en una especie de recorrido que iba y venía de Tel Aviv a Qumrán. La línea se dividía en pequeños tramos marcados con un punto, bajo el que aparecía una posición satelital, y la distancia en metros con el anterior. ¡No podía ser! Miró el nombre que aparecía en la parte superior del programa y lo comprendió. La Providencia ya había escogido a su elegido.

Salió a la biblioteca. Marie Stewart lo miraba a los ojos, inyectados en odio y miedo.

—Bien, maesa, creo que ya no es necesaria tu ayuda. Muchas gracias por todo.

Y mientras volvía a la cocina, sacó de su gabardina una pistola con un tubo de metal negro enroscado al cañón y se la entregó al Negro, que lo miró interrogante.

—¿Qué miras? ¿Para qué crees que te doy el arma, para ir a tirar a la feria? Idiota.

—No lo haga, por favor —suplicó la señora Bouvier, pero un disparo a bocajarro acalló su voz para siempre y escupió los trozos de su cerebro contra las primeras filas de su amada biblioteca.

Marie Stewart vio caer el cuerpo de su hermana con un agujero en la frente y, al instante, un zumbido similar al de un dardo escupido por una cerbatana apagó su mirada. Su cuerpo se desplomó sobre el de
madame
Rouse-Marie Bouvier sin apenas hacer ruido.

La sangre y los restos de cráneo de las dos mujeres regaron los volúmenes de las primeras estanterías.

El Negro no pudo evitar un escalofrío que le recorrió toda su musculatura. «Algo parecido a una buena corrida», pensó.

Mientras, en la cocina, el hombre desconectaba los cables del ordenador y le pedía que lo cargara a la furgoneta.

Capítulo
51

A
provechamos una noche más en Tel Aviv antes de marcharnos a Wadi Murabba'at. La distancia era demasiada para cubrirla cada día y decidimos buscar un nuevo emplazamiento que nos permitiera aprovechar mejor el tiempo. Además, teníamos las tiendas de campaña por si debíamos hacer un par de noches sobre el terreno. También habíamos comprado provisiones, comida en lata, agua y un pequeño hornillo de
camping
que se alimentaba de una botella de gas.

Un extraño sentimiento de euforia nos invadía. En mi caso, desbordada por las noches pasadas con Mars. Nunca en mi vida me había sentido tan cómodo con una compañía como lo estaba con ella. En la intimidad de la alcoba nos habíamos prometido amor eterno que en las madrugadas desaparecía bajo la maldita realidad, pero esas palabras, susurradas entre sudor y jadeos, me llenaban el alma hasta desbordarla.

Ella miraba distraída el paisaje inhóspito y desértico de las tierras que inventaron las tres grandes religiones, ajena a los pensamientos que me asaltaban.

—¿No te parece hermoso? —preguntó Mars.

—Claro —le respondí—, podríamos hacernos una casita por aquí y plantar un huerto de fresas.

—No seas bruto —me sonrió.

Al cabo de dos horas de camino, dejamos Qumrán a nuestra izquierda y seguimos por la carretera en dirección al sur, bordeando la costa oscura del Mar Muerto. Había leído en los folletos publicitarios que sus fangos eran curativos, y recordaba las fotografías de los turistas tumbados sobre sus aguas como si una mano invisible los sujetara desde el fondo. Me hubiese gustado probar yo también esas aguas, pero nuestra misión no admitía demora y el visado de Mars tan solo nos permitía un mes de tiempo, así que restaban apenas dos semanas para poder salir del país sin problemas. No había comunicado nuestros cambios de planes a Marie Stewart ni a la señora Bouvier, pero para mantenerlas tranquilas, y también por nuestra propia seguridad, continuaba con el emisor satélite conectado. Así por lo menos sabrían que estábamos bien. Supuse que cuando la condesa viese nuestro cambio de ubicación, comprendería de inmediato que no habíamos hallado nada en Qumrán, y que esa búsqueda la continuaríamos en otro lugar.

La población, o lo que fuese, de Wadi Murabba'at no aparecía en el mapa electrónico del vehículo, así que aprovechamos en una gasolinera para llenar el depósito y preguntar al anciano que la regentaba si conocía el paradero de ese lugar. En un inglés bastante peor que el mío, y mucho mejor que nuestro hebreo, el hombre nos avisó de que había dos formas de llegar, una por un camino sin asfaltar que se abriría a nuestra derecha a unos diez kilómetros más adelante, en dirección contraria al mar, y que debíamos seguir durante unos treinta minutos hasta una pequeña población en la que deberíamos volver a preguntar. Y otra forma, que nos pareció más segura, que suponía tomar una tortuosa carretera, esta sí indicada en el mapa del navegador, que cruzaba el desierto hasta la población de Mitspe-Chalem. El recorrido era algo mayor, pero eliminaba el riesgo de perdernos en pleno desierto.

Tardamos casi una hora en llegar hasta Mitspe-Chalem. Por el camino, nos cruzamos con varios convoyes de soldados del ejército israelí que nos pusieron en alerta, aunque por fortuna nos ignoraron. Después, supimos que la zona no aparecía detallada en el navegador porque el Gobierno israelí estaba levantando allí un muro sobre la zona palestina de Cisjordania. Mitspe-Chalem era un pueblo no muy grande, en plena zona sometida, y que nos pareció sacado de un cuento de
Las mil y una noches
. Nada más llegar con el vehículo acudieron una docena de hombres, seguidos de medio centenar de niños, para ver quiénes eran esos visitantes que se atrevían a perturbar la tranquilidad del pueblo. Los niños se pegaban a las ventanillas y dejaban sus dedos y narices plasmados a modo de obra de arte moderno. Mars bajó el cristal y comenzó a darles la mano y a saludarlos como si fuese la hija pródiga que regresaba al pueblo después de años de ausencia. La carretera se acababa en ese pueblo, que no tendría más de ochocientos metros de longitud. No había por dónde seguir y me detuve. Mars bajó y la rodearon los mismos niños que se habían despegado de la ventanilla para tirar de sus ropas y colgarse de sus piernas, mientras los hombres observaban curiosos a pocos metros. Las casas del pueblo parecían de adobe. Me recordaron a las chabolas de Honduras, o las casas de los pueblos jóvenes del Perú.

—¡Wadi Murabba'at! —gritaba Mars—. ¡Wadi Murabba'at!

Aunque nadie parecía entenderla en medio de toda la algarabía que había despertado, nuestra presencia era una gran novedad que nadie se quería perder. Yo me acerqué hasta un grupo de hombres y pregunté. Por señas me preguntaron si era soldado, o eso me pareció entender, y por supuesto me esforcé todo lo que fui capaz en demostrarles que no. Al cabo de unos minutos, llegó una mujer con una bandeja cubierta de vasos y una tetera, que había conocido tiempos mejores, y me acompañaron hasta unas sillas bajo la sombra de una de las casas. Casi me obligaron a sentarme con ellos. Cuando Mars me vio, se acercó también, pero los hombres hicieron un mohín de desaprobación y le pedí que se quedara con los niños. La vi marchar al coche y repartir algunas chucherías. Me sirvieron té en un vaso con adornos metálicos y bebí con ellos. Después de comunicarnos únicamente por señas, y acabarnos el té, les pregunté por un hotel; entonces, uno de ellos me hizo el gesto internacional del dinero, frotando su dedo índice contra el pulgar, y comprendí que se ofrecía a guiarnos a cambio de una propina. Decidí arriesgarme, le sonreí y le pregunté por las cuevas de Wadi Murabba'at. El silencio se hizo entre los hombres, y una serie de miradas cómplices parecieron indicar que había tocado un tema tabú. Al cabo de unos instantes de duda, el mismo que se había ofrecido para acompañarnos me dio a entender que la zona estaba prohibida, ocupada por el ejército o vigilada por él, no lo comprendí muy bien, pero un pequeño fajo de dólares que saqué de mi bolsillo parecieron romper todas las reticencias.

Nos dejó y al cabo de un momento regresó con una bicicleta oxidada. Se puso frente al todoterreno y nos hizo señas de que lo siguiéramos. Intenté no reírme de la escena, pero con toda la amabilidad de que fui capaz, lo descabalgué de su vehículo y metí la bicicleta en el maletero del coche. Después, lo invité a entrar y le pedí que nos guiara desde el asiento trasero. Un dedo arrugado, coronado por una uña deforme y negra, se extendió entre Mars y yo, y arranqué en esa dirección.

La visión de aquel poblado y sus gentes me llevó a mis primeros viajes con la fundación Diners Nets a las tierras ocupadas del Sahara, y no pude evitar un sentimiento de tristeza y añoranza. ¡Qué lejos habían quedado esos días! Mars pareció darse cuenta y me acarició con ternura antes de besarme en la mejilla. Miré por el retrovisor y una boca desdentada sonreía ante la escena. El hombre nos hizo seguir una pista de tierra que se abría hacia el sur, según indicaba la brújula del navegador. A bastantes kilómetros en esa dirección se levantaba imponente una cordillera. Seguimos la pista principal sin desviarnos durante una hora en dirección a la cordillera. No quise ni pensar cuánto habríamos tardado tras la bicicleta del amable palestino. La pista parecía haberse labrado con maquinaria pesada e intenté preguntarle si aquel camino se había realizado para las excavaciones de Wadi Murabba'at, pero ni yo fui capaz de explicarme, ni el hombre, que contestaba con una sonrisa a cada una de mis palabras, de entenderme.

Por fin, después de más de una hora de pegar saltos dentro del Hyundai, llegamos a una explanada al pie de la cadena montañosa. El hombre nos mandó parar. Se bajó y con los brazos extendidos comenzó a gritar «Wadi Murabba'at, Wadi Murabba'at». Habíamos llegado. Le pregunté por las cuevas y nos señaló hacia los barrancos. Después, saqué del maletero su bicicleta, le entregamos doscientos dólares, y se marchó a golpe de pedal por donde habíamos venido con la mayor de sus sonrisas.

Mars y yo nos miramos. Caminamos por la explanada y convinimos que aquel lugar podría muy bien haber sido el campamento base de la excavación llevada a cabo sesenta años atrás. Aunque no quedaba nada, ni una sola casa, ni un solo ladrillo que ratificase nuestra teoría, decidimos quedarnos allí a pasar la noche. Montamos las tiendas e hinchamos el colchón mediante un inflador eléctrico que se conectaba al encendedor del coche; después, tiramos los sacos de dormir dentro y nos abrazamos. Esa noche calentamos una lata de espagueti con tomate, de sabor infame, y cenamos en pleno desierto.

Como en Qumrán, las estrellas parecían tan accesibles desde nuestra posición que con solo alargar la mano podríamos coger una. Sacamos el colchón de la tienda y lo tiramos sobre el suelo. Después, nos tumbamos encima para observarlas. El frío, poco a poco, se fue haciendo más intenso y decidimos usar también los sacos. Los unimos mediante unas cremalleras laterales, nos desnudamos y nos metimos en ellos. Mars se apoyó en mi pecho, con la cara vuelta hacia el cielo, y yo, bañado por el río de estrellas de la Vía Láctea, me sentí el ser más afortunado de la Tierra.

Cuando el frío se hizo difícil de soportar, volvimos a meter el colchón y los sacos dentro de la tienda y nos acostamos. Creo que fue la noche más hermosa de mi vida.

Por la mañana, después de tomar un poco de leche con galletas, recogimos todo, lo metimos dentro del coche y nos fuimos a visitar los cañones que se levantaban justo frente a nuestras narices. Al cabo de unos minutos, se hizo imposible seguir con el coche y no tuvimos más remedio que apearnos. La cadena montañosa era enorme, se perdía en el horizonte en dirección al oeste. El paisaje desértico, árido, de una dureza extrema, era magnífico, pero encontrar allí una cueva parecía tan difícil como seleccionar en una playa el grano de arena deseado. La euforia y la alegría de las últimas horas se fueron evaporando, como nuestro sudor, por la fuerza del sol.

Sin embargo, no nos desanimamos lo suficiente como para abandonar, y comenzamos a recorrer los primeros metros de los acantilados.

—Si ese era el campamento base de las excavaciones, no podemos estar lejos de las cuevas —me dijo Mars.

El argumento era razonable, así que, armados con unos prismáticos y agua en abundancia, continuamos por los pequeños caminos que rodeaban la montaña hasta alcanzar su cima. Cuando llegamos estábamos cansados, el sol hacía de cualquier esfuerzo físico una odisea, pero la vista desde allí nos recompensó. La cordillera, de altura pareja, se perdía en el horizonte segada por un cañón árido justo en el centro que la seguía hasta perderse de vista. Supusimos que ese cañón habría sido labrado por un antiguo río, ahora seco, y que se habría abierto camino por allí miles de años atrás. Era un lugar parecido a las imágenes que venden en los catálogos turísticos del famoso cañón del Colorado, solo que allí no había guías ni casetas donde pedir consejo.

Después de beber algo de agua, comenzamos a recorrer con nuestros prismáticos toda la pared que se levantaba frente a nosotros, al otro lado del cañón.

—¿Recuerdas las palabras del soldado francés? —le pregunté a Mars.

—Sí, aquí las tengo.

—Lee la descripción del lugar, por favor —le pedí.

—«Descendimos un barranco de piedras puntiagudas y desprendidas que a punto estuvieron de hacernos dar con nuestros huesos al fondo del barranco. Nos sorprendió la noche… Me levanté y lo busqué en vano, pero lo que descubrí no fue a mi pequeño amigo, sino unas cuevas» —leyó Mars.

—Casa bien con este sitio, ¿no?

—Sí. Desde luego, si bajamos por aquí, podemos dar muy bien con nuestros huesos en el fondo del barranco.

—O sea, si el soldado vino, como nosotros, desde el este tras recorrer la ruta entre Qumrán y el oasis de 'En Gedí, las cuevas deben estar en la pared sobre la que estamos ahora mismo.

—¿Quieres decir que no vemos las cuevas porque estamos sentados sobre ellas? —preguntó Mars.

—Es muy posible que así sea. Creo que deberíamos bajar y comprobarlo.

Mars accedió. La distancia hasta el fondo del cañón no nos permitiría bajar y subir antes de caer la noche, así que regresamos al coche y organizamos un par de mochilas armadas con la escalera, las linternas, la pala, una de las tiendas (la que no habíamos montado) y los sacos. También echamos agua, galletas y el resto de las barritas energéticas. Calentamos otra lata de conservas antes de marchar y comenzamos a subir por el camino hasta la parte más alta de la cordillera.

Cuando llegamos al punto desde el que habíamos observado el cañón, nos atamos una soga a la altura de la cintura y empezamos a bajar. La caída era bastante pronunciada, más acorde al estilo de un profesional de la escalada que de dos aficionados como nosotros. Era una ladera pedregosa de rocas afiladas, muchas de ellas sueltas, y que rodaban barranco abajo al más mínimo movimiento. El peligro de pisar una de esas rocas y caer por la pendiente tras ellas era más que evidente; sin embargo, con extremo cuidado, conseguimos llegar al fondo del cañón en poco más de una hora.

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