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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

El peor remedio (13 page)

BOOK: El peor remedio
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La joven entró en el despacho después de llamar a la puerta y, sin decir nada, puso dos carpetas encima de la mesa.

—¿Cuánta de esta información es de dominio público? —preguntó Brunetti mirando las carpetas.

—La mayor parte procede de los periódicos —respondió ella—, pero también de bancos y de documentos de constitución de las distintas sociedades.

—¿Cómo sabe usted todas estas cosas? —preguntó Brunetti sin poder contenerse.

Ella, advirtiendo en la voz sólo curiosidad y no elogio, no sonrió.

—Tengo amigos que trabajan en oficinas municipales y en bancos, a los que puedo preguntar de vez en cuando.

—¿Y qué hace usted por ellos en reciprocidad? —preguntó Brunetti, dando finalmente voz a la idea que le había intrigado durante años.

—Mucha de la información que tenemos aquí, pronto pasa a ser de dominio público, comisario.

—Eso no responde a mi pregunta,
signorina.

—Yo nunca he dado información policial a nadie que no tuviera derecho a conocerla.

—¿Derecho legal o moral?

Ella estudió largamente el rostro del comisario antes de contestar:

—Legal.

Brunetti sabía que el único precio de cierta información era más información, e insistió:

—¿Cómo consigue entonces todo esto?

Ella reflexionó.

—También aconsejo a mis amigos sobre cómo perfeccionar los sistemas para la obtención de datos.

—¿Y eso, traducido al lenguaje corriente, qué significa?

—Les enseño cómo fisgar y dónde buscar. —Antes de que Brunetti pudiera preguntar, ella prosiguió—: Pero nunca, comisario,
nunca,
he dado información reservada a nadie, ni a amigos ni a personas con las que, sin ser amigos, intercambie información. Puede creerme.

Él asintió, para indicar que la creía, resistiendo la tentación de preguntar si alguna, vez había explicado a alguien cómo captar información de la policía y volvió a golpear las carpetas con el dedo:

—¿Habrá más?

—Quizá una ampliación de la lista de los clientes de Zambino, pero no creo que de Mitri encuentre algo más.

Pues tenía que haber algo más, se dijo Brunetti: tenía que haber la razón por la que alguien le había rodeado el cuello con un cable y apretado hasta estrangularlo.

—Echaré un vistazo —dijo.

—Creo que está claro, pero si tiene alguna duda, estoy a su disposición.

—¿Alguien más sabe que me ha dado esto?

—Por supuesto que no, señor —dijo ella saliendo del despacho.

Brunetti empezó por la carpeta más delgada: Zambino. El abogado, natural de Módena, había cursado la carrera en Cà Foscari y empezado a ejercer en Venecia hacía unos veinte años. Se había especializado en la asesoría de empresas y se había forjado buena reputación en la ciudad. La
signorina
Elettra incluía la lista de algunos de sus clientes más relevantes, entre los que Brunetti reconoció a más de uno. No parecía existir un común denominador y, desde luego, Zambino no trabajaba únicamente para ricos: había en la lista tantos camareros y viajantes como médicos y banqueros. Aunque había aceptado varios casos penales, su principal fuente de ingresos era el derecho aplicado a la empresa, tal como ya le había indicado Vianello. Estaba casado desde hacía veinticinco años con una maestra y tenía cuatro hijos, ninguno de los cuales había tenido problemas con la policía. Por otra parte, según advirtió Brunetti, el abogado no era rico o, en todo caso, no tenía su patrimonio en Italia.

La fatídica agencia de viajes de
campo
Manin pertenecía a Mitri desde hacía seis años, si bien, irónicamente, él nada tenía que ver directamente con su gestión sino que la llevaba un director que había tomado en arriendo la licencia de explotación. Al parecer, era este director quien había decidido organizar los viajes que habían provocado la acción de Paola y, mientras no se demostrara lo contrario, el asesinato de Mitri.

Brunetti tomó nota del nombre del director y siguió leyendo.

La esposa de Mitri también era veneciana y dos años más joven que él. Aunque sólo había tenido una hija, nunca había trabajado, ni Brunetti asociaba su nombre al de ninguna de las instituciones benéficas de la ciudad. Mitri tenía un hermano, una hermana y un primo. El hermano, también químico, vivía cerca de Padua; la hermana, en Verona; y el primo, en la Argentina.

Seguían los números de tres cuentas en distintos bancos de la ciudad, una lista de bonos del Estado y acciones por un total de más de mil millones de liras. Y esto era todo. Mitri nunca había sido acusado de delito alguno y nunca, en más de medio siglo, había sido objeto de la atención de la policía.

Pero sí había sido objeto de la atención de una persona que pensaba lo mismo que Paola —por más que Brunetti trataba de cerrar los ojos a esta idea no lo conseguía— y, al igual que ella, había decidido utilizar medios violentos para expresar su condena de los viajes organizados por la agencia. Brunetti sabía que la historia estaba plagada de muertes fortuitas que habían sido trascendentales. Federico, el hijo bueno del kaiser Guillermo, había sobrevivido a su padre sólo unos meses, antes de dejar paso a su propio hijo, Guillermo II, y a la primera guerra verdaderamente global. Y la muerte de Germánico había hecho peligrar la sucesión y, en definitiva, la había hecho recaer en Nerón. Pero éstos eran casos en los que había intervenido la fatalidad, o la historia; allí no hubo un personaje que, con un cable en la mano, causara la muerte de la víctima; allí no hubo selección deliberada.

Brunetti llamó a Vianello, que contestó a la segunda señal.

—¿Ya han analizado la nota los del laboratorio? —preguntó sin preámbulos.

—Seguramente. ¿Quiere que baje a preguntar?

—Sí. Y, si es posible, súbamela.

Mientras esperaba a Vianello, Brunetti volvió a leer la breve lista de los clientes de Zambino procesados por causas criminales, tratando de recordar todo lo posible acerca de los nombres que reconocía. Había un caso de homicidio y, aunque el hombre fue declarado culpable, la sentencia fue de sólo siete años, porque Zambino presentó a varias mujeres, vecinas del mismo edificio, que declararon que, durante años, la víctima se había mostrado ofensiva y grosera con ellas en el ascensor y en la escalera. Zambino convenció a los jueces de que su cliente trataba de defender el honor de su esposa cuando, estando en un bar, se enzarzaron en una disputa. Dos sospechosos de robo fueron absueltos por falta de pruebas: Zambino adujo que habían sido arrestados únicamente porque eran albaneses.

Interrumpió su lectura un golpe en la puerta, seguido de la entrada de Vianello. El sargento traía en la mano una gran bolsa de plástico transparente que levantó al entrar.

—Ahora mismo han terminado. No hay nada de nada.
Lavata con Perlana
—concluyó Vianello, utilizando la frase publicitaria de la televisión más famosa de la década. Nada superaba la limpieza de una prenda lavada con Perlana. Excepto, pensó Brunetti, una nota que se deja en la escena de un asesinato para que la encuentre la policía.

Vianello cruzó el despacho y dejó la bolsa en la mesa. Apoyándose en las manos, se inclinó sobre ella, examinándola otra vez al mismo tiempo que Brunetti.

Las letras parecían recortadas de
La Nuova,
el periódico más sensacionalista y chabacano de la ciudad. Brunetti no podía estar seguro: los técnicos se lo confirmarían. Estaban pegadas sobre media hoja de papel rayado. «Sucios pederastas viciosos del porno infantil. Así acabaréis todos.»

Brunetti levantó la bolsa por un ángulo y le dio la vuelta. Sólo vio las mismas rayas y unas manchitas grisáceas donde la cola había atravesado el papel. Miró de nuevo el anverso de la nota y volvió a leerla.

—Parece que a alguien se le han cruzado los cables, ¿no?

—Eso, por lo menos.

Aunque Paola había dicho a la policía que la arrestó por qué había roto la luna del escaparate, no había hablado con los periodistas más que brevemente y bajo presión, por lo que las explicaciones que daban los diarios acerca de sus motivos tenían que proceder de otra fuente; el teniente Scarpa parecía la más probable. Las informaciones que había leído Brunetti insinuaban vagamente que la fuerza que la impulsaba era el «feminismo», aunque sin definir el término. Se hacía mención de los viajes que organizaba la agencia, pero la acusación de que fueran
sex-tours
había sido negada categóricamente por el director, quien declaró con insistencia que la mayoría de los hombres que contrataban viajes a Bangkok en su agencia iban con la esposa.
Il Gazzettino,
recordaba Brunetti, había publicado una larga entrevista, en la que el director de la agencia manifestaba su horror y repugnancia hacia el «sexoturismo», puntualizando con insistencia que ésta era una práctica ilegal en Italia, por lo que era inconcebible que una agencia lícitamente gestionada interviniera en su organización.

Así pues, la opinión tanto de los medios como de las fuentes del sector se manifestaba contraria a Paola, una «feminista» histérica, y favorable al director de la agencia, un profesional respetuoso con la ley, y al asesinado
dottor
Mitri. Quienquiera que los asociara a los «viciosos del porno infantil» andaba muy descaminado.

—Me parece que ha llegado el momento de hablar con ciertas personas —dijo Brunetti poniéndose en pie—. Empezando por el director de la agencia. Tengo ganas de oír lo que tiene que decir de todas esas esposas que desean ir a Bangkok. —Miró el reloj y vio que eran casi las dos—. ¿Está todavía la
signorina
Elettra?

—Sí, señor —respondió Vianello—. Por lo menos, estaba cuando he subido.

—Bien. Tengo que hablar con ella. Luego podríamos salir a comer algo.

Vianello asintió, desconcertado, y siguió a su superior al despacho de la
signorina
Elettra. Desde la puerta, vio cómo Brunetti se inclinaba para hablar con ella y oyó reír a la joven, que asintió y se volvió de cara al ordenador. Luego, Brunetti se reunió con él y bajaron al bar de Ponte dei Grechi, donde pidieron vino y
tramezzini,
que consumieron hablando de temas diversos. Brunetti no parecía tener prisa por marcharse, por lo que pidieron más bocadillos y otro vaso de vino.

Al cabo de media hora, entró la
signorina
Elettra, suscitando una sonrisa del camarero y una invitación a café de dos clientes que estaban en la barra. Aunque el bar quedaba a menos de una manzana del despacho, ella se había puesto un abrigo de seda negra guateada que le llegaba hasta los tobillos. Movió la cabeza rehusando cortésmente la invitación de los dos hombres y se acercó a los policías. Sacó del bolsillo unos papeles que levantó en alto.

—Juego de niños —dijo meneando la cabeza con falsa exasperación—. Es hasta demasiado fácil.

—Naturalmente —sonrió Brunetti, y pagó lo que tendría que hacer las veces de almuerzo.

Capítulo 13

Brunetti y Vianello llegaron a la agencia de viajes a las 3.30, cuando abría para la tarde y preguntaron por el
signor
Dorandi. Brunetti se volvió a mirar al
campo
y observó que la luna del escaparate estaba tan limpia que era invisible. La mujer rubia que estaba detrás del mostrador les preguntó los nombres, pulsó una tecla del teléfono y, al cabo de un momento, se abrió la puerta situada a la izquierda de su escritorio y apareció el
signor
Dorandi.

No era tan alto como Brunetti y, aunque no parecía haber cumplido los cuarenta, ya brillaban canas en la florida barba que ostentaba. Al ver el uniforme de Vianello, se adelantó extendiendo la mano y tensando los labios en una sonrisa.

—Ah, la policía, celebro que hayan venido.

Brunetti le dio las buenas tardes pero no sus nombres, dejando que el uniforme de Vianello sirviera de credencial. Preguntó al
signor
Dorandi si podrían hablar en el despacho. Dando media vuelta, el barbudo sostuvo la puerta abierta para que pasaran y, antes de seguirlos, les preguntó si deseaban café. Ambos rehusaron.

Las paredes del despacho estaban cubiertas de los obligados pósters de playas, templos y palacios, prueba evidente de que una mala economía y la continua charla sobre crisis financieras no bastaban para retener en casa a los italianos. Dorandi ocupó su sillón detrás de la mesa, apartó papeles a un lado y miró a Brunetti, que dobló el abrigo sobre el respaldo de una de las sillas situadas frente al director y se sentó. En la otra se instaló Vianello.

Dorandi vestía traje completo, pero parecía haber algo raro en su indumentaria. Brunetti, distraídamente, trataba de descubrir si ello se debía a que le estaba ancha o estrecha, pero no era cuestión de sobra o falta de tela. La americana, cruzada, era de un género grueso de color azul que parecía lana pero lo mismo podía ser cartón piedra, porque le quedaba perfectamente lisa, sin una arruga desde los hombros hasta que desaparecía detrás de la mesa. La cara de Dorandi daba a Brunetti la misma vaga impresión de tener algo sintético. Entonces se fijó en el bigote. Dorandi se había afeitado la mitad superior, dejando sobre el labio una fina línea de pelo, perfectamente recta, que discurría a cierta distancia de la nariz y se confundía con la barba a uno y otro extremo. El recortado se había hecho cuidadosamente, era evidente que no se trataba de un fallo de la mano; pero, al haberse destruido las proporciones del bigote, el conjunto perdía el aspecto natural para adquirir la cualidad de pegote.

—¿Qué puedo hacer por ustedes, señores? —preguntó Dorandi juntando las manos ante sí.

—Me gustaría que me hablara del
dottor
Mitri y de la agencia, si no hay inconveniente —dijo Brunetti.

—Ah, sí, con mucho gusto. —Dorandi hizo una pausa, mientras pensaba por dónde empezar—. Hacía años que lo conocía, desde que vine a trabajar aquí.

—¿Cuándo fue exactamente? —preguntó Brunetti.

Vianello sacó un bloc del bolsillo, lo abrió y empezó a tomar notas apoyándolo en una rodilla.

Dorandi ladeó el mentón y miró fijamente un póster de la pared del fondo, buscando la respuesta en Río. Luego se volvió hacia Brunetti y dijo:

—En enero hará seis años.

—¿Y qué cargo ocupaba usted entonces?

—El mismo que ahora, director.

—Pero, ¿no es también el dueño?

Dorandi sonrió al responder:

—Lo soy prácticamente en todo, salvo en el nombre. La agencia es mía, pero el
dottor
Mitri detenta la licencia.

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