El peor remedio (10 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

BOOK: El peor remedio
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—¿Y bien? —dijo cuando Brunetti hubo entrado.

—Le pregunté lo del seguro.

—¿Y bien? —repitió Vianello.

—No lo sabe. —Vianello no hizo comentario y Brunetti preguntó—: ¿Nadia tiene una póliza de seguro?

—No. —Y, al cabo de un momento, Vianello agregó—: Por lo menos, que yo sepa. —Los dos meditaron un momento y el sargento preguntó—: ¿Qué va a hacer, comisario?

—Lo único que puedo hacer es comunicarlo a los de Treviso. —Entonces cayó en la cuenta—. ¿Por qué había de llamarnos a nosotros esa mujer? —preguntó a Vianello levantando una mano hacia la boca.

—¿A qué se refiere?

—¿Por qué una vecina había de llamar a la policía de Venecia? La mujer murió en Treviso. —Brunetti notó que se le encendía la cara. Por supuesto, evidentemente. Había que desacreditar a Iacovantuono en Venecia: si decidía testificar, lo haría allí. ¿Tan estrechamente lo vigilaban que hasta sabían cuándo había ido a buscarlo la policía? O, lo que era peor, ¿sabían cuándo iría a buscarlo?—
Gesú Bambino
—susurró—. ¿Cómo ha dicho que se llama?

—Grassi.

Brunetti descolgó el teléfono y pidió comunicación con la policía de Treviso. Cuando contestaron, se identificó y pidió hablar con la persona encargada de la investigación del caso Iacovantuono. Al cabo de unos minutos, el hombre que estaba al otro extremo de la línea le dijo que el caso había sido considerado muerte accidental y archivado.

—¿Tienen el nombre del hombre que encontró el cuerpo?

El teléfono enmudeció y, al cabo de un rato, volvió a oírse la voz del agente:

—Zanetti —dijo—. Walter Zanetti.

—¿Quién más vive en el edificio? —preguntó Brunetti.

—Sólo las dos familias, comisario, los Iacovantuono arriba y los Zanetti abajo.

—¿Vive allí alguien llamado Grassi?

—No, señor. Sólo dos familias. ¿Por qué lo pregunta?

—No es nada, nada. Ha habido una confusión en nuestros archivos y no encontrábamos el nombre de Zanetti. Es todo lo que necesitamos. Muchas gracias por su ayuda.

—No hay de qué darlas, comisario. A sus órdenes —dijo el policía y colgó.

Antes de que Brunetti pudiera decir algo, Vianello preguntó:

—¿La mujer no existe?

—O, si existe, no vive en ese edificio.

Vianello se quedó pensativo un momento y preguntó:

—¿Qué hacemos, comisario?

—Hay que informar a Treviso.

—¿Cree que está allí?

—¿La filtración? —preguntó Brunetti, aunque sabía que Vianello no podía referirse a otra cosa.

El sargento asintió.

—Allí o aquí. No importa dónde. Basta con que exista.

—Pero nada indica necesariamente que supieran que ella iba a venir hoy.

—Entonces, ¿por qué llamarnos? —inquirió Brunetti.

—Para intoxicar. Por si acaso.

Brunetti meneó la cabeza.

—No. Excesivamente oportuno. Por Dios, si el hombre estaba entrando en el edificio cuando han llamado. —Brunetti dudó un momento—. ¿Por quién preguntaba esa mujer?

—Dice el telefonista que por la persona que había ido a Treviso a hablar con él. Creo que primero probó de ponerla con usted y, al no encontrarlo en su despacho, la puso con nosotros. Pucetti me la pasó porque yo había ido con usted a Treviso.

—¿Cómo sonaba?

Vianello evocó la conversación.

—Preocupada, como si no quisiera causarle dificultades. Así lo ha dicho una o dos veces, y que bastante había sufrido ya el hombre, pero que creía que tenía que informarnos.

—Una actitud muy cívica.

—Sí.

Brunetti se acercó a la ventana y miró el canal y las lanchas de la policía amarradas en el muelle delante de la
questura.
Recordó la expresión de Iacovantuono cuando le preguntó por el seguro y se sintió enrojecer otra vez. Había reaccionado como un chico con un juguete nuevo, echando a correr impulsivamente, sin pararse a reflexionar ni a comprobar la información. Sabía que ahora, por norma, se sospechaba del cónyuge en cualquier caso de muerte sospechosa, pero él debió confiar en su instinto acerca de Iacovantuono, debió recordar su voz entrecortada en la que palpitaba el miedo por sus hijos. Debió fiarse de esto y no saltar a la primera acusación llegada no se sabía de dónde.

No podía pedir disculpas al
pizzaiolo,
cualquier explicación no haría sino aumentar su confusión.

—¿Alguna posibilidad de localizar la llamada?

—El ruido de fondo parecía de la calle. Yo diría que se hizo desde una cabina —dijo Vianello.

Si eran lo bastante listos como para hacer la llamada —o estaban lo bastante bien informados, apostilló una voz fría en su cabeza—, tomarían la precaución de hacerla desde un teléfono público.

—Pues eso es todo, supongo. —Se dejó caer en su sillón, sintiéndose de pronto muy cansado.

Sin una palabra más, Vianello salió del despacho y Brunetti atacó los papeles que tenía en la mesa.

Empezó a leer un fax de un colega de Amsterdam que se interesaba por la posibilidad de que Brunetti agilizara la respuesta a una petición de la policía holandesa de información acerca de un italiano arrestado por matar a una prostituta. Como la dirección que figuraba en el pasaporte del hombre era de Venecia, las autoridades holandesas se habían dirigido a la policía de esta ciudad para averiguar si el detenido tenía antecedentes. La petición había sido cursada hacía un mes y hasta el momento no se había recibido respuesta.

Brunetti alargaba la mano para llamar al despacho de los agentes de uniforme y preguntar si el hombre tenía antecedentes cuando sonó el teléfono… y empezó el acoso.

En el fondo, él ya sabía que llegaría, incluso había intentado prepararse, ideando una estrategia para tratar con la prensa. Pero, a pesar de todo, en aquel momento, se sintió sorprendido.

El periodista, uno al que él conocía, que trabajaba para
Il Gazzettino,
empezó diciendo que llamaba para confirmar una información según la cual el comisario Brunetti había presentado la dimisión. Cuando Brunetti dijo que esto era para él una completa sorpresa y que nunca había pensado en dimitir, el periodista, Piero Lembo, preguntó cómo pensaba entonces hacer frente al arresto de su esposa y a los conflictos que ello creaba con su propia situación.

Brunetti respondió que, puesto que él no estaba en modo alguno implicado en el caso, no podía haber conflicto.

—Pero usted tendrá amigos en la
questura
—dijo Lembo que, no obstante, dejó traslucir cierto escepticismo al respecto—, y también amigos en la magistratura. ¿No afectaría eso su visión del caso y sus decisiones?

—No me parece probable —mintió Brunetti—. Además, no hay razones para pensar que vaya a haber juicio.

—¿Por qué no? —preguntó Lembo.

—Generalmente, un juicio se celebra para determinar culpabilidad o inocencia. Esto no está en cuestión en este caso. Creo que habrá una instrucción judicial y una multa.

—¿Y después?

—Me parece que no entiendo su pregunta,
signor
Lembo —dijo Brunetti mirando por las ventanas de su despacho a una paloma que acababa de posarse en un tejado al otro lado del canal.

—¿Qué pasará cuando se imponga la multa?

—Yo no puedo responder a esa pregunta.

—¿Por qué no?

—La multa será impuesta a mi esposa, no a mí. —Se preguntaba cuántas veces tendría que dar esta respuesta.

—¿Y qué opina usted de su delito?

—No tengo opinión. —Por lo menos, opinión que fuera a dar a la prensa.

—Me parece muy extraño —dijo Lembo que añadió, como si el tratamiento pudiera soltar la lengua a Brunetti—, comisario.

—Usted verá. —Y, alzando la voz—: Si no tiene más preguntas,
signor
Lembo, le deseo muy buenas tardes —y colgó el teléfono. Esperó unos momentos, para asegurarse de que se había cortado la comunicación, volvió a descolgar y marcó centralita—. Hoy no me pase más llamadas —dijo y colgó.

A continuación llamó al empleado del archivo, le dio el nombre del hombre de Amsterdam y le pidió que mirara si tenía ficha y, en tal caso, que inmediatamente la pasara por fax a la policía holandesa. Esperaba oír protestas por la enormidad del trabajo pendiente, pero no fue así, sino que el empleado le dijo que se haría aquella misma tarde, naturalmente, suponiendo que el hombre estuviera fichado.

Brunetti pasó el resto de la mañana contestando el correo y escribiendo informes de dos casos que estaba llevando, en ninguno de los cuales había conseguido hasta el momento resultados satisfactorios.

Era poco más de la una cuando se levantó de la mesa y se dispuso a salir del despacho. Bajó la escalera y cruzó el vestíbulo. No había guardia en la entrada, pero esto no tenía nada de extraño a la hora del almuerzo, en que las oficinas estaban cerradas y no se permitía la entrada en el edificio. Brunetti oprimió el pulsador de apertura y empujó la pesada vidriera. El frío había penetrado en el vestíbulo, por lo que se subió el cuello y hundió la barbilla buscando la protección de la gruesa tela del abrigo. Con la cabeza inclinada, salió a la calle y se encontró en plena tormenta.

La primera señal fue un súbito fogonazo, seguido de otro y luego otro. Bajó la mirada y vio acercarse pies, cinco o seis pares, que le cortaban el paso obligándole a pararse y levantar la cabeza para ver qué se le venía encima.

Estaba rodeado por un cerco compacto de cinco hombres que sostenían micrófonos. Detrás de ellos, en un círculo más amplio, evolucionaban tres videocámaras con la luz roja encendida, apuntando hacia él.

—Comisario, ¿es verdad que tuvo que arrestar a su esposa?

—¿Habrá juicio? ¿Su esposa ha contratado a un abogado?

—¿Qué hay del divorcio? ¿Es verdad?

Los micrófonos se agitaban ante él, y Brunetti tuvo que hacer un esfuerzo para dominar el impulso de apartarlos de un manotazo. Al advertir su evidente sorpresa, los hombres arreciaron con sus preguntas que se atropellaban impetuosamente unas a otras, de modo que él sólo podía oír palabras sueltas: «su suegro», «Mitri», «libre empresa», «obstrucción de la justicia»…

Brunetti hundió las manos en los bolsillos del abrigo, volvió a bajar la cabeza y empezó a andar. Su pecho chocó con un cuerpo, pero él siguió andando, y por dos veces notó que pisaba a alguien. «No puede marcharse así», «obligación», «derecho a la información»…

Otro cuerpo se le puso delante, pero él siguió andando, mirando al suelo, para evitar los pisotones. Dobló por la primera esquina en dirección a Santa Maria Formosa, caminando sin precipitación, para no dar la impresión de que huía. Una mano lo asió de un hombro y él se la sacudió, dominando el deseo de agarrarla y estampar a su dueño contra la pared.

Lo siguieron durante varios minutos, pero él ni aminoraba el paso ni se daba por enterado de su presencia. Bruscamente, se metió por una estrecha calle, y los periodistas, la mayoría forasteros, debieron de sentirse alarmados ante aquel vericueto angosto y lóbrego, porque ninguno lo siguió. Al otro extremo, él torció hacia la izquierda siguiendo el canal, libre ya del asedio.

Llamó a su casa desde un teléfono de
campo
Santa Marina y se enteró por Paola de que había un equipo de televisión estacionado delante del portal y que tres reporteros habían tratado de impedirle entrar en su casa, en su afán por entrevistarla.

—Entonces almorzaré por ahí.

—Lo siento, Guido —dijo ella—. No pensé… —Ella se interrumpió, y él no tenía nada que decir a su silencio.

No; seguramente, ella no pensó en las consecuencias de sus actos. Qué extraño, en una mujer tan inteligente como Paola.

—¿Qué harás? —preguntó ella.

—Volver al despacho. ¿Y tú?

—No tengo clase hasta pasado mañana.

—No puedes quedarte en casa hasta entonces, Paola.

—Ay, Dios, es como estar en la cárcel, ¿verdad?

—La cárcel es peor.

—¿Vendrás a casa? ¿Después del trabajo?

—Naturalmente.

—¿Vendrás?

Iba a decirle que no tenía otro sitio a donde ir, pero pensó que ella podía interpretarlo mal, y respondió:

—No deseo ir a ningún otro sitio.

—Oh, Guido —suspiró ella, y luego—:
Ciao, amore
—y colgó.

Capítulo 10

Estos sentimientos, sin embargo, nada significaban a la hora de enfrentarse a la muchedumbre que lo aguardaba en la puerta de la
questura
a la vuelta del almuerzo. Mientras Brunetti bajaba por el Ponte dei Grechi en dirección a los representantes de la prensa allí reunidos acudían a su mente diversas metáforas avícolas: cuervos, buitres, arpías se arremolinaban frente a la
questura;
no faltaba más que el cadáver putrefacto a sus pies, para que el cuadro estuviera completo.

Uno de ellos lo vio y, sin advertir a sus colegas —el muy traidor—, se apartó del grupo con disimulo y se acercó a Brunetti blandiendo el micro con el brazo extendido como si fuera una vara para arrear ganado.

—Comisario Brunetti —empezó desde varios metros de distancia—, ¿piensa el
dottor
Mitri demandar a su esposa?

Brunetti se paró y dijo sonriendo:

—Eso tendría que preguntárselo al
dottor
Mitri, imagino. —Mientras hablaba, observó que la jauría, al notar la ausencia del compañero, se volvía con una especie de espasmo colectivo hacia las voces que sonaban a su espalda. Al momento, se dispersaron y corrieron hacia él extendiendo los micrófonos, para captar cualquier palabra que pudiera haber quedado flotando alrededor de Brunetti.

Durante la estampida, uno de los cámaras tropezó con un cable y cayó de cara estrellando el aparato contra el suelo. El objetivo saltó y se fue rodando, como una lata de refresco que hubiera recibido un puntapié, hasta el borde del canal. Todos se habían quedado en suspenso, paralizados por la sorpresa o por otros sentimientos, observando su avance hacia los escalones que bajaban al agua. Se acercó al escalón superior, rodó mansamente por el borde, rebotó en el segundo y el tercero y, con un suave chapoteo, se hundió en las aguas verdes del canal.

Brunetti aprovechó el momento de distracción general para reanudar su marcha hacia la puerta principal de la
questura,
pero los periodistas reaccionaron rápidamente y se adelantaron para cerrarle el paso.

—¿Piensa presentar la dimisión?

—¿Es cierto que su esposa ya había sido detenida anteriormente?

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